En una ciudad normal –según tengo entendido–, cuando uno quiere intercambios carnales de tipo mercenario, o sea, pagando, y es forastero o no conoce el percal, sube a un taxi y dice: «Al barrio de las putas, hágame usted el favor». Y de camino, si el taxista es un tío enrollado, te ilustra sobre las mejores esquinas, los antros adecuados para tomar algo, e incluso recomienda que una vez metido en faena preguntes por Greta, por Ivonne, por Makarova o por la casa de madame Lumumba, que son limpias y de confianza. Detalles útiles y cosas así. Luego, al llegar a la zona de lanzamiento, le das una propina al taxista, te buscas la vida, y al que Dios se la dé, que san Pedro se la bendiga. Lo de siempre.
En Madrid, capital de las Españas, es distinto. Una ventaja de esta ciudad es que te ahorras el taxi. Quien desee irse de putas las encuentra con facilidad en el centro mismo, a cualquier hora. Incluso quien no tiene la menor intención de tocar ese registro, se las tropieza con una frecuencia pasmosa. Basta dar una vuelta por el corazón turístico y comercial de la urbe para observar un surtido panorama. Eso no ocurre en otras capitales de Europa, donde, por el qué dirán o por lo que sea, el puterío se limita a calles tradicionales y discretas, alejadas de las grandes vías de tránsito peatonal. No ya porque el comercio venéreo tenga un punto vergonzoso y bajuno –que lo tiene– ni porque la gentuza que suele pulular en torno sea todo menos ejemplar, sino por razones de pura estética urbana. No recuerdo, salvo error u omisión, haber visto nunca las aceras del bulevar Saint Germain, el Chiado lisboeta o las inmediaciones de la plaza Navona, por ejemplo, llenas de lumis. En Madrid, sin embargo, sus equivalentes están hasta los topes. Y la verdad: queda feo. Cada cosa es cada cosa. Como dicen en Culiacán, Sinaloa, cada chango en su mecate.
No tengo nada contra las lumis, ojo. Alguien tiene que parir a ciertos políticos de los que mojan en nuestras diecisiete salsas y nos animan el telediario. Lo que pasa es que, a veces, la situación puede ser incómoda. La otra noche paseaba, después de cenar, con unos amigos guiris camino de su hotel en la Gran Vía. Y subiendo de la puerta del Sol junto a los cines de la calle principal del centro de Madrid, entre la basura y suciedad acumulada por todas partes, pasamos revista a un variopinto surtido puteril –todo de importación– comparado con el cual, aquellas busconas nacionales de antaño, tan arregladas ellas, con su bolso y su cigarrillo en los labios fríos como la Lirio, apoyadas en el quicio de la mancebía, parecían condesas de Romanones, o por ahí. Las señoras que venían en el grupo de mis amigos, que al principio miraban el paisaje entre curiosas y sorprendidas, terminaron por acojonarse, sobre todo a causa del ganado masculino que circulaba cerca, incluidos los fulanos que se empeñaban en darnos a todos tarjetitas sobre pornotiendas y puticlubs ad hoc situados, supongo, en las cercanías.
El caso es que, a medio paseo, una de las guiris, Silvie, que es gabacha, me preguntó: «¿Siempre es esto así, tan elegante?». Y no tuve más remedio que confirmarle que sí, y que no sólo de noche. Que también de día, la vieja prostitución antes limitada a la cercana calle de la Ballesta hace tiempo desbordó los límites para desparramarse por las cercanías de la puerta del Sol, sin que el Ayuntamiento pueda o quiera impedirlo, aunque a los vecinos y comerciantes se los llevan los diablos. «¿Y no hay normas que regulen esto?», preguntó Silvie, toda ingenua. Entonces tuve que emplear unos diez minutos de paseo –a razón de una puta presente cada quince segundos– para explicarle que esto es España, niña. La democracia más avanzada y puntera de Europa. ¿Lo captas? El pasmo del mundo y de Triana, o sea. ¿Nunca oíste hablar de la Alianza de Putilizaciones? Cualquiera que estorbe a una extranjera, por ejemplo, el libre ejercicio de su chichi en donde le apetezca a ella y a su chulo, es un xenófobo y un fascista. Es algo parecido –añadí– a lo de aquel mendigo español que antes tuvimos que esquivar porque estaba tirado en el suelo, cortándonos el paso en la acera. Si un guardia le pide que circule, la gente increpará al guardia, y con razón, por abuso de autoridad. Y lo mismo hasta le dan de hostias. Al guardia.
Después de escuchar aquello, Silvie no volvió a abrir la boca. Yo adivinaba sus pensamientos: una ciudad donde nadie puede controlar el lugar donde cualquiera campa por sus respetos es una auténtica mierda; pero cada cual tiene las ciudades que se merece. Advertí que eso era lo que estaba pensando. Aunque, por suerte, no lo dijo. Silvie es una chica educada. Me habría puesto en un compromiso.
30 nov 2009
PATENTE DE CORSO La curva diabólica
Hace unos meses me calzaron una multa. Tomé a 123 kilómetros por hora, en la autovía de Madrid a Sevilla, una curva suave con velocidad limitada a 100.
La pagué sin rechistar, aunque esa curva era imposible tomarla a la velocidad indicada.
Iba yo a mi marcha normal, en una recta, atento a que la aguja del velocímetro no superase los 120 kilómetros por hora; y de pronto, mientras adelantaba a otro coche, me encontré con el inesperado cartel de todo a cien.
Mientras intentaba reaccionar ante la señal imprevista, miraba por el retrovisor, concluía el adelantamiento y regresaba al carril derecho, un radar oculto me hizo la foto.
Pagué, como digo, sin darle más vueltas; aunque preguntándome a qué hijo de la gran puta de la Dirección General de Tráfico se le había ocurrido poner una limitación de 100 kilómetros por hora y un radar oculto en un lugar donde maldita la falta que hace, y donde hasta los más correctos conductores tienen difícil reducir de pronto veinte kilómetros la velocidad sin dar un frenazo.
Recuerdo que antes había –todavía queda alguna, aunque pocas– señales cuadradas, azules, recomendando reducir la velocidad en algunos tramos. Pero no es lo mismo, claro. Con recomendaciones no se expolia al ciudadano. No se recauda viruta.
En mi siguiente viaje a Andalucía, hace una semana, decidí respetar escrupulosamente cada señal que se pusiera a tiro: autopistas a 120, curvas de autovía a 80 y demás parafernalia limitadora.
Y ya se lo pueden imaginar: mientras por mi lado pasaban zumbando coches abonados al carril izquierdo, con una seguridad pasmosa, basada, supongo, en los Gepetos, o como se llamen, que te chivan «radar en curva tal, limitación en tramo cual, puticlub en vía de servicio», yo iba como un gilipollas, despacito, doliéndome los ojos de mirar el velocímetro.
Más atento a la aguja que a la carretera. Si llega a verme la Guardia Civil, me paran a fin de besarme en la boca. Con lengua.
Entonces llegué a la curva diabólica. No era la misma de la multa, aunque se parecía.
Esta vez, el funcionario encargado de trabajar el asunto había echado el resto, esmerándose hasta extremos maquiavélicos.
Ni mi amigo el Gringo, que montaba emboscadas en Nicaragua con astutas combinaciones de minas Claymore, ametralladoras y fuego cruzado, tenía la mitad del talento que este profesor Moriarty del tráfico por carretera.
Primero, al final de una larga recta de la autovía, una señal de limitación a 100 y un aviso de radar obligaban a reducir la velocidad en una curva suave, a cuya salida, en otra larguísima recta, no había ninguna señal de retorno a los 120.
Eso obligaba a rodar durante un buen tramo con la incertidumbre de si podías acelerar un poco, o no. Al fin, a los dos tercios de la recta, aparecía el 120. Y justo cuando pisabas acelerador para ponerte a esa velocidad, ante una curva en forma de suave doble ese, una limitación a 100 te hacía frenar de nuevo. Así lo hice. Y lie una pajarraca de cojón de pato.
A ver si me explico. La señal la vi mientras adelantaba a un enorme camión trailer, que rodaba a unos cuarenta metros de otro que lo precedía.
Consciente de que si continuaba rebasaría la velocidad permitida, me pasé al carril derecho, entre los dos camiones. Pero éstos no circulaban a 100 kilómetros por hora, sino a más.
En un instante tuve un pavoroso y descomunal radiador pegado a la chepa. Incómodo con mi maniobra de conductor ejemplar, el camionero me dio las luces, tocó el claxon y, supongo, mentó a mi madre.
Angustiado, asomé un poco a ver si podía, con un acelerón intrépido, adelantar al camión que tenía delante y salir de aquella trampa saducea.
Entonces, entre curva y curva, mientras pasaban coches zumbando por mi izquierda sin hacer caso de mi intermitente, vi una señal de limitación a 90. A todo esto, el gigantesco radiador de atrás me desbordaba el retrovisor: lo tenía a un palmo. De perdidos al río, dije.
Aceleré adelantando al camión de delante, la aguja subió a 130, y en ese momento vi otra señal de limitación de velocidad, ésta de 80 kilómetros por hora. Frené, ya en el carril izquierdo, poniéndome a 90; y el camión de atrás, que había iniciado la maniobra de adelantarme, soltó otro bocinazo. A esas alturas de la vida ya me daba todo igual, así que pisé hasta 140, me puse delante del primer trailer y frené para reducir hasta 100.
El claxon de ese camión hizo vibrar mis cristales. Me hallaba, comprobé cuando al fin levanté los ojos del velocímetro y dejé de mirar el retrovisor, en una sucesión de curvas suaves, pero no tenía ni puta idea de cuál era la velocidad correcta allí: si 80 o 120.
Me puse a 90, por si las moscas. Entonces los dos camiones me adelantaron, uno tras otro, y tras ellos la fila de coches que la maniobra había amontonado detrás. Algunos conductores se volvían a mirarme. Ciscándose, imagino, en todos mis muertos.
Ignoro si los picoletos estarían cerca, haciendo fotos o grabándome. De ser así, sugiero colgarlo en Youtube, e ir a medias. Nos íbamos a forrar.
La pagué sin rechistar, aunque esa curva era imposible tomarla a la velocidad indicada.
Iba yo a mi marcha normal, en una recta, atento a que la aguja del velocímetro no superase los 120 kilómetros por hora; y de pronto, mientras adelantaba a otro coche, me encontré con el inesperado cartel de todo a cien.
Mientras intentaba reaccionar ante la señal imprevista, miraba por el retrovisor, concluía el adelantamiento y regresaba al carril derecho, un radar oculto me hizo la foto.
Pagué, como digo, sin darle más vueltas; aunque preguntándome a qué hijo de la gran puta de la Dirección General de Tráfico se le había ocurrido poner una limitación de 100 kilómetros por hora y un radar oculto en un lugar donde maldita la falta que hace, y donde hasta los más correctos conductores tienen difícil reducir de pronto veinte kilómetros la velocidad sin dar un frenazo.
Recuerdo que antes había –todavía queda alguna, aunque pocas– señales cuadradas, azules, recomendando reducir la velocidad en algunos tramos. Pero no es lo mismo, claro. Con recomendaciones no se expolia al ciudadano. No se recauda viruta.
En mi siguiente viaje a Andalucía, hace una semana, decidí respetar escrupulosamente cada señal que se pusiera a tiro: autopistas a 120, curvas de autovía a 80 y demás parafernalia limitadora.
Y ya se lo pueden imaginar: mientras por mi lado pasaban zumbando coches abonados al carril izquierdo, con una seguridad pasmosa, basada, supongo, en los Gepetos, o como se llamen, que te chivan «radar en curva tal, limitación en tramo cual, puticlub en vía de servicio», yo iba como un gilipollas, despacito, doliéndome los ojos de mirar el velocímetro.
Más atento a la aguja que a la carretera. Si llega a verme la Guardia Civil, me paran a fin de besarme en la boca. Con lengua.
Entonces llegué a la curva diabólica. No era la misma de la multa, aunque se parecía.
Esta vez, el funcionario encargado de trabajar el asunto había echado el resto, esmerándose hasta extremos maquiavélicos.
Ni mi amigo el Gringo, que montaba emboscadas en Nicaragua con astutas combinaciones de minas Claymore, ametralladoras y fuego cruzado, tenía la mitad del talento que este profesor Moriarty del tráfico por carretera.
Primero, al final de una larga recta de la autovía, una señal de limitación a 100 y un aviso de radar obligaban a reducir la velocidad en una curva suave, a cuya salida, en otra larguísima recta, no había ninguna señal de retorno a los 120.
Eso obligaba a rodar durante un buen tramo con la incertidumbre de si podías acelerar un poco, o no. Al fin, a los dos tercios de la recta, aparecía el 120. Y justo cuando pisabas acelerador para ponerte a esa velocidad, ante una curva en forma de suave doble ese, una limitación a 100 te hacía frenar de nuevo. Así lo hice. Y lie una pajarraca de cojón de pato.
A ver si me explico. La señal la vi mientras adelantaba a un enorme camión trailer, que rodaba a unos cuarenta metros de otro que lo precedía.
Consciente de que si continuaba rebasaría la velocidad permitida, me pasé al carril derecho, entre los dos camiones. Pero éstos no circulaban a 100 kilómetros por hora, sino a más.
En un instante tuve un pavoroso y descomunal radiador pegado a la chepa. Incómodo con mi maniobra de conductor ejemplar, el camionero me dio las luces, tocó el claxon y, supongo, mentó a mi madre.
Angustiado, asomé un poco a ver si podía, con un acelerón intrépido, adelantar al camión que tenía delante y salir de aquella trampa saducea.
Entonces, entre curva y curva, mientras pasaban coches zumbando por mi izquierda sin hacer caso de mi intermitente, vi una señal de limitación a 90. A todo esto, el gigantesco radiador de atrás me desbordaba el retrovisor: lo tenía a un palmo. De perdidos al río, dije.
Aceleré adelantando al camión de delante, la aguja subió a 130, y en ese momento vi otra señal de limitación de velocidad, ésta de 80 kilómetros por hora. Frené, ya en el carril izquierdo, poniéndome a 90; y el camión de atrás, que había iniciado la maniobra de adelantarme, soltó otro bocinazo. A esas alturas de la vida ya me daba todo igual, así que pisé hasta 140, me puse delante del primer trailer y frené para reducir hasta 100.
El claxon de ese camión hizo vibrar mis cristales. Me hallaba, comprobé cuando al fin levanté los ojos del velocímetro y dejé de mirar el retrovisor, en una sucesión de curvas suaves, pero no tenía ni puta idea de cuál era la velocidad correcta allí: si 80 o 120.
Me puse a 90, por si las moscas. Entonces los dos camiones me adelantaron, uno tras otro, y tras ellos la fila de coches que la maniobra había amontonado detrás. Algunos conductores se volvían a mirarme. Ciscándose, imagino, en todos mis muertos.
Ignoro si los picoletos estarían cerca, haciendo fotos o grabándome. De ser así, sugiero colgarlo en Youtube, e ir a medias. Nos íbamos a forrar.
Feissbook’ Maruja Torres
Estaba llegando al tiempo límite para escribir este artículo, pero mi humor me impedía ponerme a la tarea. Había pasado los últimos días discutiendo con personas desagradables, o que súbitamente se revelaban como desagradables. No antipáticas; no tengo nada contra los antipáticos.
Estoy de acuerdo con Eduardo Mendoza en que la simpatía está sobrevaluada. Hay gente, sin embargo, que más que nada es desaboría, borde, agria, estúpida, destemplada.
“Soy una fanática de ‘Feissbook’. Es el equivalente de una tertulia de café”
No podía ponerme a escribir con semejante ánimo. De repente, bombilla. Idea. Pequeña, pero sencilla. Humilde, pero contemporánea. Ideíta.
¿Por qué no hablarles a ustedes de mis amigos de Feissbook, que nunca me defraudan? Soy una fanática de Feissbook, lo saben, y no ceso de recomendársela a mis coetáneos, no tanto como remedio contra la soledad, porque, a ciertas alturas, tiene que haberse alcanzado la soledad necesaria, así como rechazado el aislamiento. Recomiendo esta red social porque sí.
Porque es divertida, porque es el equivalente estilizado y galopante de una tertulia de café. Sueltas un tema, o te lo sueltan, y se te enrollan o te enrollas. Nos recomendamos libros, nos pasamos artículos, criticamos, alabamos. O simplemente nos transmitimos la pereza, la esperanza, el descreimiento, la alegría.
Uno de los obstáculos que con mayor frecuencia me han planteado los anti-redes se refiere a la posibilidad de que cualquiera pueda mirar o reproducir tus fotos. Bueno, ¿y qué? No existe ninguna foto mía comprometedora -una que me hicieron bailando con Julio Iglesias la incluí yo misma en uno de mis libros, en plan mea culpa-, porque jamás me han captado, por ejemplo, escuchando a Jiménez Losantos.
Por otra parte, qué importa un poco más de control granhermanesco sobre nuestras vidas.
Así que voy a interactuar de la muerte colando aquí a mis compinches de Feissbook. No creo que esta empresa se moleste porque son unos cuantos y, contando a ellos y a sus familiares, que querrán enmarcar este artículo, serán unas cuantas ventas más.
Iré por orden de cómo vayan saliendo y a tenor de sus respuestas recibidas, del planeta para mí, en mi apartamento de Beirut, gracias a Feissbook, y les nombraré cumplidamente. María, que degusta tapas de jamón ibérico en una tasca de Madrid. Bárbara, que está en Los Ángeles ¡y pasea a pie! Susana, que afronta con ánimos los fríos de León. Marisa, en el precioso Santander, seguramente leyendo.
Manolo, siempre a flote: lo último suyo me llegó desde debajo del edificio de Telefónica, en la Gran Vía, Madrid. Miriam, en Sant Cugat del Vallès, rodeada de adolescentes. Samuel, reportero gráfico, estaba en la plaza de la Mercè, Barcelona, todavía cabreado porque debería hallarse en Cuba, pero el Gobierno cubano negó la entrada a la agencia de prensa para la que trabaja, y que denuncia la libertad de expresión. Alberto, en Ciudad de México, pero siempre tan cercano. Inés, en Galapagar, hermosa sierra.
Isabel, con su hijita Julia, en Lavapiés. José, en Lucena, pensando en los moriscos. Nuria T., tomándose un té en su casita de El Cairo. Maje, saliendo exasperada de una reunión de vecinos, en Palma de Mallorca. Paloma, de vuelta a Madrid tras las vacaciones. Victoria, en Viena, practicando Mallorca, de Albéniz, a la guitarra; y que aprovecha para saludar a su madre, que estará leyendo. Saludos también de mi parte, a madres y padres.
He dejado para el final a Nuria Viajera, que está en Sevilla y que últimamente ha cambiado a Portadora del Tesoro porque espera un bebé, y puntualmente nos da noticias del embrioncito. Parece que también seré una especie de abuela Feissbook.
Pueden darse cuenta de que los periódicos todavía sirven para algo. Para saludar a la gente que no derrama mala onda, y que lo mismo se desparrama por Internet que lee este suplemento.
De modo que, para terminar, les desearé a todos y cada uno de ustedes lo que solemos desear en la red social: ¡Buen díaaaaaaaa! Cómo me gustaría añadir: ¿Qué están haciendo? ¿En dónde se encuentran? ¿Cómo es el paisaje? ¿Están a gusto, se quieren? ¿Qué planes tienen para esta tarde? ¿Han visto ya la película de Tosar? Qué lástima, a Beirut no llega. Tener charletas, en lugar de lanzar sermones. En eso nos ha vencido Internet, pero como no estamos muertos, una vez puestos en pie podemos correr a descubrir sus delicias. Y disfrutarlas.
Estoy de acuerdo con Eduardo Mendoza en que la simpatía está sobrevaluada. Hay gente, sin embargo, que más que nada es desaboría, borde, agria, estúpida, destemplada.
“Soy una fanática de ‘Feissbook’. Es el equivalente de una tertulia de café”
No podía ponerme a escribir con semejante ánimo. De repente, bombilla. Idea. Pequeña, pero sencilla. Humilde, pero contemporánea. Ideíta.
¿Por qué no hablarles a ustedes de mis amigos de Feissbook, que nunca me defraudan? Soy una fanática de Feissbook, lo saben, y no ceso de recomendársela a mis coetáneos, no tanto como remedio contra la soledad, porque, a ciertas alturas, tiene que haberse alcanzado la soledad necesaria, así como rechazado el aislamiento. Recomiendo esta red social porque sí.
Porque es divertida, porque es el equivalente estilizado y galopante de una tertulia de café. Sueltas un tema, o te lo sueltan, y se te enrollan o te enrollas. Nos recomendamos libros, nos pasamos artículos, criticamos, alabamos. O simplemente nos transmitimos la pereza, la esperanza, el descreimiento, la alegría.
Uno de los obstáculos que con mayor frecuencia me han planteado los anti-redes se refiere a la posibilidad de que cualquiera pueda mirar o reproducir tus fotos. Bueno, ¿y qué? No existe ninguna foto mía comprometedora -una que me hicieron bailando con Julio Iglesias la incluí yo misma en uno de mis libros, en plan mea culpa-, porque jamás me han captado, por ejemplo, escuchando a Jiménez Losantos.
Por otra parte, qué importa un poco más de control granhermanesco sobre nuestras vidas.
Así que voy a interactuar de la muerte colando aquí a mis compinches de Feissbook. No creo que esta empresa se moleste porque son unos cuantos y, contando a ellos y a sus familiares, que querrán enmarcar este artículo, serán unas cuantas ventas más.
Iré por orden de cómo vayan saliendo y a tenor de sus respuestas recibidas, del planeta para mí, en mi apartamento de Beirut, gracias a Feissbook, y les nombraré cumplidamente. María, que degusta tapas de jamón ibérico en una tasca de Madrid. Bárbara, que está en Los Ángeles ¡y pasea a pie! Susana, que afronta con ánimos los fríos de León. Marisa, en el precioso Santander, seguramente leyendo.
Manolo, siempre a flote: lo último suyo me llegó desde debajo del edificio de Telefónica, en la Gran Vía, Madrid. Miriam, en Sant Cugat del Vallès, rodeada de adolescentes. Samuel, reportero gráfico, estaba en la plaza de la Mercè, Barcelona, todavía cabreado porque debería hallarse en Cuba, pero el Gobierno cubano negó la entrada a la agencia de prensa para la que trabaja, y que denuncia la libertad de expresión. Alberto, en Ciudad de México, pero siempre tan cercano. Inés, en Galapagar, hermosa sierra.
Isabel, con su hijita Julia, en Lavapiés. José, en Lucena, pensando en los moriscos. Nuria T., tomándose un té en su casita de El Cairo. Maje, saliendo exasperada de una reunión de vecinos, en Palma de Mallorca. Paloma, de vuelta a Madrid tras las vacaciones. Victoria, en Viena, practicando Mallorca, de Albéniz, a la guitarra; y que aprovecha para saludar a su madre, que estará leyendo. Saludos también de mi parte, a madres y padres.
He dejado para el final a Nuria Viajera, que está en Sevilla y que últimamente ha cambiado a Portadora del Tesoro porque espera un bebé, y puntualmente nos da noticias del embrioncito. Parece que también seré una especie de abuela Feissbook.
Pueden darse cuenta de que los periódicos todavía sirven para algo. Para saludar a la gente que no derrama mala onda, y que lo mismo se desparrama por Internet que lee este suplemento.
De modo que, para terminar, les desearé a todos y cada uno de ustedes lo que solemos desear en la red social: ¡Buen díaaaaaaaa! Cómo me gustaría añadir: ¿Qué están haciendo? ¿En dónde se encuentran? ¿Cómo es el paisaje? ¿Están a gusto, se quieren? ¿Qué planes tienen para esta tarde? ¿Han visto ya la película de Tosar? Qué lástima, a Beirut no llega. Tener charletas, en lugar de lanzar sermones. En eso nos ha vencido Internet, pero como no estamos muertos, una vez puestos en pie podemos correr a descubrir sus delicias. Y disfrutarlas.
La caldeada guerra de los Thyssen
La caldeada guerra de los Thyssen
Carmen, Heini y el pequeño Borja eran una familia idílica. Pero un buen día su vástago creció y conoció a Blanca Cuesta, una enfermera-modelo que tras la muerte del Barón cobró protagonismo.
Desde entonces las disputas entre suegra y nuera han sido constantes y han llegado al límite de pasar a ser de dominio público.
Hasta el punto de que los tres personajes de la historia se han enfrentado en los juzgados de Alcobendas por un supuesto delito de "descubrimiento y revelación de secretos".
Supuestamente, el pasado 13 de marzo de madrugada, Borja habría asaltado la vivienda de su progenitora para hurtar información confidencial, fotocopiarla y devolverla horas después, y todo con el fin de reclamarle a ésta propiedades que, según él, le corresponden.
La polémica no ha hecho más que comenzar, y el hijo adoptivo del barón Thyssen (con complicado nombre completo: Hans Heinrich von Thyssen-Bornemisza de Kászon) se ha apresurado a enviar un comunicado a los medios para 'lavar' su imagen pública. "Como he venido manifestando, me encuentro tranquilo respecto de los hechos que se nos imputan, y en el convencimiento de que la interposición de la denuncia sólo tiene como finalidad, en mi opinión, causar un perjuicio, no sólo a mi imagen sino, especialmente, a la de mi esposa", se lee en uno de los fragmentos de dicho comunicado.
Recordemos que esta pelea familiar comenzó cuando Borja concedió una entrevista a la revista 'Hola' acusando a su madre de "ocultarle el patrimonio". Con lo cual, Tita tampoco se ha callado y ha lanzado una escalofriante sentencia: "Mientras yo viva mis cuadros no serán de mi hijo".Pero Borja se mantiene en sus trece y considera que es el beneficiario del 'trust' que maneja su madre y, por ello, también le reclama los cuadros de Goya y Giaquinto que le regaló su padre adoptivo cuando era niño.
Y es que en esta particular guerra familiar todos se juegan mucho. Ni más ni menos que un legado compuesto por mil obras de arte que según los entendidos en la materia podría superar los 1.000 millones de euros. Ahora la 'pelota' la tiene la justicia española y puede que el matrimonio Thyssen-Cuesta se vea en serios problemas si la baronesa sigue adelante con su cruel venganza. ¿Veremos a Borja y a Blanca entre rejas? ¿O, finalmente, la sangre no llegará al río?
Sin dudas, se podría hacer una telenovela de éxito con la historia actual de la familia. Sin tomar partes en el asunto, ¿es correcto que un hijo reclame a su madre en vida parte de su herencia?
Es 'normal' que la nuera no se lleve bien con su suegra, pero ¿hay que llegar al extremo de denunciar a tu propio hijo? ¿Qué se cuece en esta familia cuando las puertas se cierran?
Fin de siglo
Fin de siglo
«La sangre derramada clama venganza».
Y la venganza no puede engendrar
sino más sangre derramada
¿Quién soy:
el guarda de mi hermano o aquel
a quien adiestraron
para aceptar la muerte de los demás,
no la propia muerte?
¿A nombre de qué puedo condenar a muerte
a otros por lo que son o piensan?
Pero ¿cómo dejar impunes
la tortura o el genocidio o el matar de hambre?
No quiero nada para mí:
sólo anhelo
lo posible imposible:
un mundo sin víctimas.
Cómo lograrlo no está en mi poder;
escapa a mi pequeñez, a mi pobre intento
de vaciar el mar de sangre que es nuestro siglo
con el cuenco trémulo de la mano
Mientras escribo llega el crepúsculo
cerca de mí los gritos que no han cesado
no me dejan cerrar los ojos
J.E.Pacheco
«La sangre derramada clama venganza».
Y la venganza no puede engendrar
sino más sangre derramada
¿Quién soy:
el guarda de mi hermano o aquel
a quien adiestraron
para aceptar la muerte de los demás,
no la propia muerte?
¿A nombre de qué puedo condenar a muerte
a otros por lo que son o piensan?
Pero ¿cómo dejar impunes
la tortura o el genocidio o el matar de hambre?
No quiero nada para mí:
sólo anhelo
lo posible imposible:
un mundo sin víctimas.
Cómo lograrlo no está en mi poder;
escapa a mi pequeñez, a mi pobre intento
de vaciar el mar de sangre que es nuestro siglo
con el cuenco trémulo de la mano
Mientras escribo llega el crepúsculo
cerca de mí los gritos que no han cesado
no me dejan cerrar los ojos
J.E.Pacheco
El mexicano José Emilio Pacheco, Premio Cervantes 2009
El poeta y narrador mexicano José Emilio Pacheco ha sido galardonado con el Premio Cervantes 2009, según anunció el lunes la ministra de Cultura española, Ángeles González Sinde.
El mexicano José Emilio Pacheco, Premio Cervantes 2009
El Cervantes es el premio más importante de las letras en castellano, está dotado con 125.000 euros y reconoce la labor de un escritor que, con el conjunto de su obra, haya contribuido a enriquecer el legado literario hispánico.
Pacheco, nacido en Ciudad de México en 1939, es poeta, narrador, ensayista y traductor. Comenzó con su profesión literaria en la revista "Medio Siglo" y ha trabajado como director y editor de varias publicaciones y suplementos de cultura.
Entre su obra poética, que le valió el pasado mayo el XVIII Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana, destacan "El reposo del fuego" (1966), "No me preguntes cómo pasa el tiempo" (1969) o "Desde entonces" (1980).
En sus primeras declaraciones tras conocer la noticia, Pacheco aseguró que no se lo esperaba y que nunca había aspirado a recibir lo que él mismo consideró "el premio más importante de la lengua castellana".
"Quiero dejar claro que este premio es para toda la literatura mexicana, que no sale mucho de nuestras fronteras", dijo el poeta en una declaración telefónica a RNE desde Guadalajara (México), donde asiste a la Feria Internacional del Libro.
Pacheco dijo también sentirse "aniquilado" por tantos homenajes recibidos en 2009, al cumplir los 70 años, y reconoció que tanta celebración le causa "mucha fatiga"
El mexicano José Emilio Pacheco, Premio Cervantes 2009
El Cervantes es el premio más importante de las letras en castellano, está dotado con 125.000 euros y reconoce la labor de un escritor que, con el conjunto de su obra, haya contribuido a enriquecer el legado literario hispánico.
Pacheco, nacido en Ciudad de México en 1939, es poeta, narrador, ensayista y traductor. Comenzó con su profesión literaria en la revista "Medio Siglo" y ha trabajado como director y editor de varias publicaciones y suplementos de cultura.
Entre su obra poética, que le valió el pasado mayo el XVIII Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana, destacan "El reposo del fuego" (1966), "No me preguntes cómo pasa el tiempo" (1969) o "Desde entonces" (1980).
En sus primeras declaraciones tras conocer la noticia, Pacheco aseguró que no se lo esperaba y que nunca había aspirado a recibir lo que él mismo consideró "el premio más importante de la lengua castellana".
"Quiero dejar claro que este premio es para toda la literatura mexicana, que no sale mucho de nuestras fronteras", dijo el poeta en una declaración telefónica a RNE desde Guadalajara (México), donde asiste a la Feria Internacional del Libro.
Pacheco dijo también sentirse "aniquilado" por tantos homenajes recibidos en 2009, al cumplir los 70 años, y reconoció que tanta celebración le causa "mucha fatiga"
JOSÉ EMILIO PACHECHO. Premio Cervantes.
JOSÉ EMILIO PACHECHO. Premio Cervantes.
POEMA
Moho, salitre, pátina: descenso
delpolvo al refluir sobre las cosas.
¿Qué obstinado roer devora el mundo?
Y esa debilidad comunicada
arde en el transcurrir, se hunde en el día
que al desgastar su término comienza.
Nace el desastre, el miedo que ha engendrado
la ira que esculpe en fuego
a nuestro tiempo.
Mas ¿quién desea morir, quién no pretende
pasos menos estrechos, salvaciones
en vida y realidad, y la existencia
con los seres y sitios que ha querido?
Otro, el emperador, el responsable,
junto a quien consintió, busca que nada
alcance a perdurar ni continúe.
Tembloroso chacal, señor de ruinas,
dueño de Babilonia y sus escombros:
tu poder será el moho y el salitre,
tu oscuridad de pátina y descenso.
Serás polvo llevado por el mundo.
En tanto que nosotros duraremos.
POEMA
Moho, salitre, pátina: descenso
delpolvo al refluir sobre las cosas.
¿Qué obstinado roer devora el mundo?
Y esa debilidad comunicada
arde en el transcurrir, se hunde en el día
que al desgastar su término comienza.
Nace el desastre, el miedo que ha engendrado
la ira que esculpe en fuego
a nuestro tiempo.
Mas ¿quién desea morir, quién no pretende
pasos menos estrechos, salvaciones
en vida y realidad, y la existencia
con los seres y sitios que ha querido?
Otro, el emperador, el responsable,
junto a quien consintió, busca que nada
alcance a perdurar ni continúe.
Tembloroso chacal, señor de ruinas,
dueño de Babilonia y sus escombros:
tu poder será el moho y el salitre,
tu oscuridad de pátina y descenso.
Serás polvo llevado por el mundo.
En tanto que nosotros duraremos.
PREMIO CERVANTES
30 noviembre, 2009 - 16:27
José Emilio Pacheco
La alegría que se siente en la Feria del Libro de Guadalajara por la noticia de la concesión del premio Cervantes a José Emilio Pacheco no tiene que ver sólo con la admiración que despierta su obra, reconocida en toda la lengua española como una indagación implacable en las razones de la melancolía. Tiene que ver también con el enorme aprecio que esta figura singular despierta allá donde va. Esa capacidad de afecto nace de su ausencia de envidia y de otros defectos que son tan naturales en el oficio de poeta y en general en todos los oficios del hombre. Es un gran poeta, y a esa grandeza que está en sus versos (y en su prosa) este hombre de la estirpe genial de los grandes mexicanos, él le añade una bondad rara, que es la que ayer, con sus versos, agitaba el amor que se le tiene en Guadalajara y en cualquier sitio. Viva José Emilio, y viva su poesía viva.
José Emilio Pacheco
La alegría que se siente en la Feria del Libro de Guadalajara por la noticia de la concesión del premio Cervantes a José Emilio Pacheco no tiene que ver sólo con la admiración que despierta su obra, reconocida en toda la lengua española como una indagación implacable en las razones de la melancolía. Tiene que ver también con el enorme aprecio que esta figura singular despierta allá donde va. Esa capacidad de afecto nace de su ausencia de envidia y de otros defectos que son tan naturales en el oficio de poeta y en general en todos los oficios del hombre. Es un gran poeta, y a esa grandeza que está en sus versos (y en su prosa) este hombre de la estirpe genial de los grandes mexicanos, él le añade una bondad rara, que es la que ayer, con sus versos, agitaba el amor que se le tiene en Guadalajara y en cualquier sitio. Viva José Emilio, y viva su poesía viva.
28 nov 2009
EL BAILE DE LA VICTORIA
El baile de la victoria
la llegada de la democracia a Chile se decreta una amnistía general para los presos sin delitos de sangre. Ángel Santiago, un joven decidido a vengarse de los abusos que ha recibido en la cárcel, emprende la búsqueda del famoso ladrón de bancos Vergara Grey, cuyos robos le han hecho acreedor de una reputación que le gustaría dejar atrás. Su plan para un arriesgado robo se complica por la mágica presencia de Victoria, una misteriosa bailarina adolescente. Del ganador del Oscar a la Mejor Película de Habla No Inglesa por Belle epoque (1992) y del Oso de Plata en el Festival de Berlín por El año de las luces (1986).
la llegada de la democracia a Chile se decreta una amnistía general para los presos sin delitos de sangre. Ángel Santiago, un joven decidido a vengarse de los abusos que ha recibido en la cárcel, emprende la búsqueda del famoso ladrón de bancos Vergara Grey, cuyos robos le han hecho acreedor de una reputación que le gustaría dejar atrás. Su plan para un arriesgado robo se complica por la mágica presencia de Victoria, una misteriosa bailarina adolescente. Del ganador del Oscar a la Mejor Película de Habla No Inglesa por Belle epoque (1992) y del Oso de Plata en el Festival de Berlín por El año de las luces (1986).
El Baile de La Victoria
La Academia de Cine ha elegido El Baile de la Victoria, de Fernando Trueba, para representar a España en la 82 edición de los Oscar como Mejor Película de Habla no Inglesa y en los premios Ariel de México. La cinta cuenta con la participación de Televisión Española.
La película de Trueba fue estrenada durante la pasada edición del Festival Internacional de Cine de San Sebastián, fuera de concurso, y está protagonizada por el argentino Ricardo Darín.
Nada más conocer la noticia, y camino de la Academia de las Artes y las Ciencias Cinematográficas, Fernando Trueba ha hablado con el programa En días como hoy de Radio Nacional, donde ha dicho que ahora "todo depende del gusto de la gente que vota".
Una historia romántica
"La carrera a los Oscar es como una montaña rusa", afirmó en rueda de prensa Fernando Trueba minutos después de darse a conocer la noticia. El director destacó que lo difícil de esta profesión no es hacer películas, sino que éstas gusten al público.
Trueba define 'El baile de la Victoria' como una película romántica, una historia de "sentimientos desbocados, romántica pero en un escenario real". Es la primera vez que el director ha escrito un guión junto a Jonás Trueba, su hijo.
Basada en el libro del mismo título de Antonio Skármeta, cuenta cómo con la llegada de la democracia a Chile se decreta una amnistía general para todos los presos sin delitos de sangre, entre ellos dos ladrones, de los que uno quiere regenerarse y otro dar el gran golpe.
Pese a que esta historia podría situarse en cualquier país, Trueba quiso que fuera Chile para conservar la geografía del libro de Skármeta. Y también quiso que Darín, con quien quería trabajar desde hace tiempo, fuera el protagonista.
Para ello modificó un poco la historia de la novela e hizo "un traje a medida" para el actor: Vergara Grey sería un ladrón argentino.
A por el segundo Oscar
"Hacer una película es mi trabajo, pero los premios ya no dependen de uno. Unas veces los recibes y otras te dan pedradas, o ambas cosas", consideró el cineasta.
"No tengo ni la menor idea de si llegaré a la final. Nos han elegido aquí, de momento", confesó Trueba, quien de llevarse el Oscar se lo dedicará a todo el equipo, desde los actores hasta los técnicos, que han trabajado en esta película. Trueba estrenará la película en salas comerciales el 4 de diciembre.
La actriz Pilar López de Ayala y el cineasta mexicano Juan Carlos Rulfo han sido los encargados de dar a conocer el nombre de los candidatos en una acto celebrado en la Academia de las Artes y las Ciencias Cinematográficas de España y presidido por Álex de la Iglesia.
Fuera del camino a Hollywood se han quedado los filmes Gordos, de Daniel Sánchez Arévalo y Mapa de los sonidos de Tokio, de Isabel Coixet .
Próximo examen en enero
Ahora la Academia de Hollywood realizará una primera selección de nueve películas que se dará a conocer en enero, las candidatas definitivas se comunicarán el 2 de febrero. La gala se celebrará el domingo 7 de marzo de 2010 en el teatro Kodak de Los Angeles.
Los nominados a los premios Ariel se harán públicos a finales de febrero.
TVE también participa en la película seleccionada por Argentina para competir en los Oscar, 'El secreto de sus ojos'. Se trata de una coproducción entre España y Argentina que está teniendo muy buena acogida en los cines españoles.
El año pasado compitieron por ir a los Oscar Los girasoles ciegos, Sangre de mayo y Siete mesas de billar francés. Finalmente la película de José Luis Cuerda fue la elegida por la Academia española , aunque no llegó a estar entre las cinco nominadas a la mejor película de habla no inglesa.
La película de Trueba fue estrenada durante la pasada edición del Festival Internacional de Cine de San Sebastián, fuera de concurso, y está protagonizada por el argentino Ricardo Darín.
Nada más conocer la noticia, y camino de la Academia de las Artes y las Ciencias Cinematográficas, Fernando Trueba ha hablado con el programa En días como hoy de Radio Nacional, donde ha dicho que ahora "todo depende del gusto de la gente que vota".
Una historia romántica
"La carrera a los Oscar es como una montaña rusa", afirmó en rueda de prensa Fernando Trueba minutos después de darse a conocer la noticia. El director destacó que lo difícil de esta profesión no es hacer películas, sino que éstas gusten al público.
Trueba define 'El baile de la Victoria' como una película romántica, una historia de "sentimientos desbocados, romántica pero en un escenario real". Es la primera vez que el director ha escrito un guión junto a Jonás Trueba, su hijo.
Basada en el libro del mismo título de Antonio Skármeta, cuenta cómo con la llegada de la democracia a Chile se decreta una amnistía general para todos los presos sin delitos de sangre, entre ellos dos ladrones, de los que uno quiere regenerarse y otro dar el gran golpe.
Pese a que esta historia podría situarse en cualquier país, Trueba quiso que fuera Chile para conservar la geografía del libro de Skármeta. Y también quiso que Darín, con quien quería trabajar desde hace tiempo, fuera el protagonista.
Para ello modificó un poco la historia de la novela e hizo "un traje a medida" para el actor: Vergara Grey sería un ladrón argentino.
A por el segundo Oscar
"Hacer una película es mi trabajo, pero los premios ya no dependen de uno. Unas veces los recibes y otras te dan pedradas, o ambas cosas", consideró el cineasta.
"No tengo ni la menor idea de si llegaré a la final. Nos han elegido aquí, de momento", confesó Trueba, quien de llevarse el Oscar se lo dedicará a todo el equipo, desde los actores hasta los técnicos, que han trabajado en esta película. Trueba estrenará la película en salas comerciales el 4 de diciembre.
La actriz Pilar López de Ayala y el cineasta mexicano Juan Carlos Rulfo han sido los encargados de dar a conocer el nombre de los candidatos en una acto celebrado en la Academia de las Artes y las Ciencias Cinematográficas de España y presidido por Álex de la Iglesia.
Fuera del camino a Hollywood se han quedado los filmes Gordos, de Daniel Sánchez Arévalo y Mapa de los sonidos de Tokio, de Isabel Coixet .
Próximo examen en enero
Ahora la Academia de Hollywood realizará una primera selección de nueve películas que se dará a conocer en enero, las candidatas definitivas se comunicarán el 2 de febrero. La gala se celebrará el domingo 7 de marzo de 2010 en el teatro Kodak de Los Angeles.
Los nominados a los premios Ariel se harán públicos a finales de febrero.
TVE también participa en la película seleccionada por Argentina para competir en los Oscar, 'El secreto de sus ojos'. Se trata de una coproducción entre España y Argentina que está teniendo muy buena acogida en los cines españoles.
El año pasado compitieron por ir a los Oscar Los girasoles ciegos, Sangre de mayo y Siete mesas de billar francés. Finalmente la película de José Luis Cuerda fue la elegida por la Academia española , aunque no llegó a estar entre las cinco nominadas a la mejor película de habla no inglesa.
24 nov 2009
Lugares que fueron tu Rostro
Presentación del libro de poemas de José Carlos Cataño: Lugares que fueron tu rostro
Jueves 25 de junio de 2009 a las 20,00 horas
Sala Polivalente del CAAM
C/ Los Balcones, 11. Las Palmas de Gran Canaria
Intervienen en la presentación: Antonio Becerra y Juan Jiménez
El poeta José Carlos Cataño presentará su libro ‘Lugares que fueron tu rostro’ en un acto que tendrá lugar el jueves 25 de junio, a las 20.00 horas, en la Sala Polivalente del Centro de Atlántico de Arte Moderno. Esta presentación, que también contará con la participación de Antonio Becerra y Juan Jiménez, se enmarca dentro del programa general de ‘Junio, Mes de Poesía’ que organiza la Consejería de Cultura y Patrimonio Histórico y Cultural del Cabildo de Gran Canaria. La entrada para esta nueva actividad del Plan de Fomento de la Lectura promovido por el Gobierno insular, es libre.
Sin agruparse en las corrientes dominantes, el poeta José Carlos Cataño (Islas Canarias, 1954) prosigue su andadura con un nuevo libro de poemas, Lugares que fueron tu rostro (Bruguera, Barcelona, 2008), que viene a ser el primero después de la publicación de la poesía reunida en El amor lejano (Reverso, Barcelona, 2006). Poeta de la memoria, al decir de la crítica, Cataño revive lugares y sentimientos con la sangre de las palabras. De ahí el intenso trabajo de perfección formal de estos poemas escritos en los últimos ocho años y que, sin embargo, no ahoga la emoción expresada por sus versos. Como ocurría en los libros que lo fundamentan como poeta ¾Disparos en el paraíso (1982) o El cónsul del mar del Norte (1990)¾, la realidad, física y metafísica, toma forma mediante la mirada y la memoria. Una lengua esencial recorre esta mirada que es recuerdo y presencia. Pero, como ya sucedía en el siguiente libro de poemas, A las islas vacías (1997), el recuerdo y la presencia, convertidos en solo acto poético, se deja envolver por la cadencia rítmica, por la musicalidad. Evocación, premonición y acto en el poema. Así lo sintetiza Cataño en Rumor final: “Y cuando cierres los ojos y sientas / El sordo rumor del mundo que sigue / Por la débil memoria de los otros, / La raíz del estruendo en las entrañas, / Y pasee por ellas la luz que ya no sientes, / Alguien te nombrará en los labios: / Tú fuiste la deshabitada sangre.”
En palabras de Albert Roig:
“Como en los soliloquios de las grandes tragedias de Shakespeare, el hombre, la mujer, se desnuda frente al espejo. Y he aquí lo que el espejo refleja: el recuerdo nebuloso de la infancia y de la juventud o el de la embriaguez que le condujo a escribir aquel primer libro de las maravillas. Borradores, palimpsestos, silencios. Pero ahora, a solas consigo mismo, desespera por completo. Y he aquí lo que ve: su cuerpo ya no es la palabra bella ni el grácil discurso. Ahora no es más que un corazón que late, la verdad que se ha librado de toda la literatura del mar, de la isla, de la estrella o de la piedra. Ahora es vida la palabra mar y la palabra estrella y la palabra piedra y la palabra isla. Son sangre estas palabras, vuelven a serlo, vuelven a estar vivas. Y sucede tan pocas veces... Yo les llamo poetas trágicos: R.M. Rilke, W.B. Yeats, Yannis Ritzos, José Ángel Valente, Antonio Gamoneda, Joan Vinyoli, Andreu Vidal y José Carlos Cataño. Los demás vivimos una mortecina y académica juventud hecha de tinta, no de sangre, de sangre vieja, de sangre de Muerte”.
José Carlos Cataño (La Laguna, Tenerife, 1954)
ocupa un lugar propio en la poesía española reciente. Insularidad, desarraigo, extranjería, errancia, nomadismo, extrañamiento, exilio, disidencia, independencia, son algunas de las palabras que mejor definen la actitud poética de alguien para quien la escritura funda, construye y define un territorio único, al margen de la realidad convencional.
Tras darse a conocer con el cuadernillo Jules Rock. 1973 (1975), publica su primer libro, Disparos en el paraíso, en 1982; después, vinieron Muerte sin ahí (1986), El cónsul del mar del Norte (1990), A las islas vacías (1997) y En tregua (2001), todos ellos recogidos luego, en edición corregida y revisada, bajo el título de El amor lejano. Poesía reunida 1975-2005 (2006). Su obra, vista en su conjunto, se caracteriza por una marcada unidad dentro del cambio continuo. Es la poesía concebida como «aventura espiritual», como búsqueda constante de lo desconocido, lo que se traduce en una gran variedad formal.
Jueves 25 de junio de 2009 a las 20,00 horas
Sala Polivalente del CAAM
C/ Los Balcones, 11. Las Palmas de Gran Canaria
Intervienen en la presentación: Antonio Becerra y Juan Jiménez
El poeta José Carlos Cataño presentará su libro ‘Lugares que fueron tu rostro’ en un acto que tendrá lugar el jueves 25 de junio, a las 20.00 horas, en la Sala Polivalente del Centro de Atlántico de Arte Moderno. Esta presentación, que también contará con la participación de Antonio Becerra y Juan Jiménez, se enmarca dentro del programa general de ‘Junio, Mes de Poesía’ que organiza la Consejería de Cultura y Patrimonio Histórico y Cultural del Cabildo de Gran Canaria. La entrada para esta nueva actividad del Plan de Fomento de la Lectura promovido por el Gobierno insular, es libre.
Sin agruparse en las corrientes dominantes, el poeta José Carlos Cataño (Islas Canarias, 1954) prosigue su andadura con un nuevo libro de poemas, Lugares que fueron tu rostro (Bruguera, Barcelona, 2008), que viene a ser el primero después de la publicación de la poesía reunida en El amor lejano (Reverso, Barcelona, 2006). Poeta de la memoria, al decir de la crítica, Cataño revive lugares y sentimientos con la sangre de las palabras. De ahí el intenso trabajo de perfección formal de estos poemas escritos en los últimos ocho años y que, sin embargo, no ahoga la emoción expresada por sus versos. Como ocurría en los libros que lo fundamentan como poeta ¾Disparos en el paraíso (1982) o El cónsul del mar del Norte (1990)¾, la realidad, física y metafísica, toma forma mediante la mirada y la memoria. Una lengua esencial recorre esta mirada que es recuerdo y presencia. Pero, como ya sucedía en el siguiente libro de poemas, A las islas vacías (1997), el recuerdo y la presencia, convertidos en solo acto poético, se deja envolver por la cadencia rítmica, por la musicalidad. Evocación, premonición y acto en el poema. Así lo sintetiza Cataño en Rumor final: “Y cuando cierres los ojos y sientas / El sordo rumor del mundo que sigue / Por la débil memoria de los otros, / La raíz del estruendo en las entrañas, / Y pasee por ellas la luz que ya no sientes, / Alguien te nombrará en los labios: / Tú fuiste la deshabitada sangre.”
En palabras de Albert Roig:
“Como en los soliloquios de las grandes tragedias de Shakespeare, el hombre, la mujer, se desnuda frente al espejo. Y he aquí lo que el espejo refleja: el recuerdo nebuloso de la infancia y de la juventud o el de la embriaguez que le condujo a escribir aquel primer libro de las maravillas. Borradores, palimpsestos, silencios. Pero ahora, a solas consigo mismo, desespera por completo. Y he aquí lo que ve: su cuerpo ya no es la palabra bella ni el grácil discurso. Ahora no es más que un corazón que late, la verdad que se ha librado de toda la literatura del mar, de la isla, de la estrella o de la piedra. Ahora es vida la palabra mar y la palabra estrella y la palabra piedra y la palabra isla. Son sangre estas palabras, vuelven a serlo, vuelven a estar vivas. Y sucede tan pocas veces... Yo les llamo poetas trágicos: R.M. Rilke, W.B. Yeats, Yannis Ritzos, José Ángel Valente, Antonio Gamoneda, Joan Vinyoli, Andreu Vidal y José Carlos Cataño. Los demás vivimos una mortecina y académica juventud hecha de tinta, no de sangre, de sangre vieja, de sangre de Muerte”.
José Carlos Cataño (La Laguna, Tenerife, 1954)
ocupa un lugar propio en la poesía española reciente. Insularidad, desarraigo, extranjería, errancia, nomadismo, extrañamiento, exilio, disidencia, independencia, son algunas de las palabras que mejor definen la actitud poética de alguien para quien la escritura funda, construye y define un territorio único, al margen de la realidad convencional.
Tras darse a conocer con el cuadernillo Jules Rock. 1973 (1975), publica su primer libro, Disparos en el paraíso, en 1982; después, vinieron Muerte sin ahí (1986), El cónsul del mar del Norte (1990), A las islas vacías (1997) y En tregua (2001), todos ellos recogidos luego, en edición corregida y revisada, bajo el título de El amor lejano. Poesía reunida 1975-2005 (2006). Su obra, vista en su conjunto, se caracteriza por una marcada unidad dentro del cambio continuo. Es la poesía concebida como «aventura espiritual», como búsqueda constante de lo desconocido, lo que se traduce en una gran variedad formal.
Márquez
ARTURO PÉREZ-REVERTE | XLSemanal | 22 de Noviembre de 2009
Es el cámara de televisión más valiente que conocí. Y eso que tuve el privilegio de trabajar con unos cuantos.
Tenía la sangre fría y el pulso de hierro, el cabrón, hasta el punto de que a veces, cuando estábamos ganándonos el jornal, yo tenía que decirle que moviera un poquito la cámara o se agachara porque, si no, nadie creería que estuviese grabando de verdad aquello de cerca, sin trípode y de pie.
Recuerdo que una vez, en un sitio llamado Gorne Radici, se mosqueó mucho porque, en vista de que no se movía cuando cascaban cebollazos, yo intentaba empujarlo disimuladamente para que no sacara los planos tan perfectos.
Se rebotó con aquello y empezamos a discutir en mitad del pifostio, y pasamos el resto de la mañana, yo dándole empujoncitos cada vez que nos arrimaban candela, y él apartándose de mí y diciendo que me iba a calzar una hostia, mientras los de las escopetas que andaban pegando tiros nos miraban como si estuviéramos majaras.
De Vietnam a los Balcanes pasando por la plaza de Tiannanmen, la biografía de Jose Luis Márquez cubre más de un cuarto de siglo de historia bélica. De conmociones internacionales que abrieron telediarios.
Tuve la suerte de trabajar a su lado muchas veces, en especial durante la larga guerra de los Balcanes. Con él pasé en Mostar mi última Navidad como reportero, la del año 93. Creo que nunca respeté tanto a nadie.
Y no fui el único.
Ese fulano gruñón, compacto y duro, de ojos azules y jeta impasible, con su voz de carraca vieja y su sempiterno cigarrillo colgado en la boca, era y es una leyenda en el mundo de los reporteros gráficos internacionales.
Yo mismo vi, después de que grabara unas imágenes de belleza y horror perfectos –a veces una cosa y otra eran compatibles, pues no siempre lo peor es la sangre– en un lugar llamado Kukunjevac, acudir a la sala de montaje a los más fogueados cámaras de las televisiones internacionales para contemplar su trabajo, admirados. «Es la guerra de verdad», comentó Rust, de la CNN. Y por Dios lo era.
Ustedes mismos, quienes veían aquellos telediarios, recordarán otro de sus momentos de gloria profesional, pues unas imágenes suyas dieron la vuelta al mundo, emitidas cientos de veces: un croata tumbado en el suelo, intentando acertarle con un lanzagranadas a un tanque serbio, en Vukovar, mientras las balas trazadoras que disparaba el tanque pegaban en el asfalto alrededor, entre las piernas de Márquez; que, de pie junto al soldado, grababa la escena.
Luego, un impacto en una pierna del soldado, éste saltando a la pata coja, las manos del reportero que estaba con Márquez metiéndole un paquete de kleenex al herido en el agujero de bala para taponar la hemorragia, y en ese momento, pumba, un zambombazo que hizo a herido y reportero buscar resguardo a toda leche, mientras el cámara, que seguía grabándolo todo de pie y sin inmutarse, se limitaba a pulsar la tecla de zoom abriendo a plano general.
Se jubiló hace algún tiempo de la tele. Nos vemos de vez en cuando, o hablamos por teléfono con esa bronca aspereza que era, y sigue siendo, nuestra manera de ser amigos. Vete a tomar por saco. Mamón. Etcétera. Nunca hablamos entre nosotros de batallitas, ni falta que hace.
Como mucho, recordamos a Miguel Gil Moreno, a Julio Fuentes y a los otros compadres que dejaron de fumar.
Cuando me pasé del todo a la tecla, escribí Territorio Comanche y dediqué el libro al puente de Petrinja y a Márquez –Carmelo Gómez lo encarnó de maravilla en la película de Gerardo Herrero–, los jefes de la tele quisieron vengarse en él, pues yo estaba fuera de su línea de tiro.
Lo pusieron a hacer guardias en la puerta de la Audiencia Nacional.
Es la única vez en mi vida que he usado el teléfono para algo así: llamé a Ramón Colom, director de TVE, y le dije que, si no lo dejaban en paz, igual me daba por escribir sobre otros territorios y sus habitantes, y entonces nos íbamos a reír mucho, todos. Ramón captó el mensaje, cumplió como un caballero, y Márquez volvió a sus guerras: Kosovo, Chechenia, Iraq y todo eso. Luego aceptó la jubilación anticipada, y ahora vive junto al mar, con un enano que, estoy seguro, tiene la misma cara de rubio cabrón, la voz de carraca y la mala leche que su padre.
Sólo una vez en veintiún años lo vi moquear. No trabajando, pues ya he dicho que era impasible. Se lo comía todo para sí, y al acabar el curro dejaba la cámara en el suelo, se sentaba en cuclillas con la espalda contra la pared y encendía un pitillo en silencio.
Decía que cuando se jubilara iba a comprarse un Rolex, y decidí adelantarme gracias a los derechos de autor de Territorio Comanche.
Una noche lo invité a cenar un chuletón en El Schotis, en la Cava Baja de Madrid, y le tiré el reloj sobre la mesa. «Toma, gilipollas», dije. Se lo quedó mirando, sin tocarlo, y sólo dijo dos veces: «En mi puta vida». Fue entonces cuando lloró. No mucho, claro. Una lagrimita de nada. Estamos hablando de Márquez.
Es el cámara de televisión más valiente que conocí. Y eso que tuve el privilegio de trabajar con unos cuantos.
Tenía la sangre fría y el pulso de hierro, el cabrón, hasta el punto de que a veces, cuando estábamos ganándonos el jornal, yo tenía que decirle que moviera un poquito la cámara o se agachara porque, si no, nadie creería que estuviese grabando de verdad aquello de cerca, sin trípode y de pie.
Recuerdo que una vez, en un sitio llamado Gorne Radici, se mosqueó mucho porque, en vista de que no se movía cuando cascaban cebollazos, yo intentaba empujarlo disimuladamente para que no sacara los planos tan perfectos.
Se rebotó con aquello y empezamos a discutir en mitad del pifostio, y pasamos el resto de la mañana, yo dándole empujoncitos cada vez que nos arrimaban candela, y él apartándose de mí y diciendo que me iba a calzar una hostia, mientras los de las escopetas que andaban pegando tiros nos miraban como si estuviéramos majaras.
De Vietnam a los Balcanes pasando por la plaza de Tiannanmen, la biografía de Jose Luis Márquez cubre más de un cuarto de siglo de historia bélica. De conmociones internacionales que abrieron telediarios.
Tuve la suerte de trabajar a su lado muchas veces, en especial durante la larga guerra de los Balcanes. Con él pasé en Mostar mi última Navidad como reportero, la del año 93. Creo que nunca respeté tanto a nadie.
Y no fui el único.
Ese fulano gruñón, compacto y duro, de ojos azules y jeta impasible, con su voz de carraca vieja y su sempiterno cigarrillo colgado en la boca, era y es una leyenda en el mundo de los reporteros gráficos internacionales.
Yo mismo vi, después de que grabara unas imágenes de belleza y horror perfectos –a veces una cosa y otra eran compatibles, pues no siempre lo peor es la sangre– en un lugar llamado Kukunjevac, acudir a la sala de montaje a los más fogueados cámaras de las televisiones internacionales para contemplar su trabajo, admirados. «Es la guerra de verdad», comentó Rust, de la CNN. Y por Dios lo era.
Ustedes mismos, quienes veían aquellos telediarios, recordarán otro de sus momentos de gloria profesional, pues unas imágenes suyas dieron la vuelta al mundo, emitidas cientos de veces: un croata tumbado en el suelo, intentando acertarle con un lanzagranadas a un tanque serbio, en Vukovar, mientras las balas trazadoras que disparaba el tanque pegaban en el asfalto alrededor, entre las piernas de Márquez; que, de pie junto al soldado, grababa la escena.
Luego, un impacto en una pierna del soldado, éste saltando a la pata coja, las manos del reportero que estaba con Márquez metiéndole un paquete de kleenex al herido en el agujero de bala para taponar la hemorragia, y en ese momento, pumba, un zambombazo que hizo a herido y reportero buscar resguardo a toda leche, mientras el cámara, que seguía grabándolo todo de pie y sin inmutarse, se limitaba a pulsar la tecla de zoom abriendo a plano general.
Se jubiló hace algún tiempo de la tele. Nos vemos de vez en cuando, o hablamos por teléfono con esa bronca aspereza que era, y sigue siendo, nuestra manera de ser amigos. Vete a tomar por saco. Mamón. Etcétera. Nunca hablamos entre nosotros de batallitas, ni falta que hace.
Como mucho, recordamos a Miguel Gil Moreno, a Julio Fuentes y a los otros compadres que dejaron de fumar.
Cuando me pasé del todo a la tecla, escribí Territorio Comanche y dediqué el libro al puente de Petrinja y a Márquez –Carmelo Gómez lo encarnó de maravilla en la película de Gerardo Herrero–, los jefes de la tele quisieron vengarse en él, pues yo estaba fuera de su línea de tiro.
Lo pusieron a hacer guardias en la puerta de la Audiencia Nacional.
Es la única vez en mi vida que he usado el teléfono para algo así: llamé a Ramón Colom, director de TVE, y le dije que, si no lo dejaban en paz, igual me daba por escribir sobre otros territorios y sus habitantes, y entonces nos íbamos a reír mucho, todos. Ramón captó el mensaje, cumplió como un caballero, y Márquez volvió a sus guerras: Kosovo, Chechenia, Iraq y todo eso. Luego aceptó la jubilación anticipada, y ahora vive junto al mar, con un enano que, estoy seguro, tiene la misma cara de rubio cabrón, la voz de carraca y la mala leche que su padre.
Sólo una vez en veintiún años lo vi moquear. No trabajando, pues ya he dicho que era impasible. Se lo comía todo para sí, y al acabar el curro dejaba la cámara en el suelo, se sentaba en cuclillas con la espalda contra la pared y encendía un pitillo en silencio.
Decía que cuando se jubilara iba a comprarse un Rolex, y decidí adelantarme gracias a los derechos de autor de Territorio Comanche.
Una noche lo invité a cenar un chuletón en El Schotis, en la Cava Baja de Madrid, y le tiré el reloj sobre la mesa. «Toma, gilipollas», dije. Se lo quedó mirando, sin tocarlo, y sólo dijo dos veces: «En mi puta vida». Fue entonces cuando lloró. No mucho, claro. Una lagrimita de nada. Estamos hablando de Márquez.
Aminatu Haidar Su huelga puede matarla.Ni España ni Marruecos hacen nada
Hoy voy a escribir sobre Aminatu Haidar y la causa saharaui. Espera, no te vayas de este artículo.
Una de las armas más eficaces con que cuentan los poderes represivos es la volatilidad de la atención de la gente.
Al verdugo, sobre todo si su víctima es pequeña, le basta con aguantar el escándalo de las primeras denuncias.
Al poco, los gritos de los heridos nos suenan repetidos, y la causa en cuestión, sobre la que enseguida nos parece que ya sabemos todo, empieza a resultarnos aburridísima.
Y en ese embotamiento de la conciencia pública se crecen los criminales. La víctima se invisibiliza mientras el verdugo persevera.
Eso es lo que está sucediendo con los saharauis. Hace ya 33 años que los españoles les traicionamos y que Marruecos les machaca impunemente, mientras los demás miramos para otro lado.
Los refugiados, más de 200.000, llevan un tercio de siglo viviendo en la extrema penuria de los campamentos, y a la vez los saharauis que residen en el Sáhara padecen una represión brutal y recalcitrante de la que Aminatu es un ejemplo.
Nacida en 1967, a los 21 años participó en una manifestación pidiendo el referéndum de autodeterminación que la ONU reclama, y a consecuencia de ello fue desaparecida, es decir, fue internada sin cargos ni juicio durante tres años y siete meses en las prisiones secretas marroquíes, en donde además la torturaron (cientos de saharauis han sido secuestrados del mismo modo).
En 2005, tras un juicio de pacotilla, fue encarcelada de nuevo. Salió a los siete meses y fotos de su rostro machacado dieron la vuelta al mundo.
Ahora Aminatu hace una huelga de hambre por un asunto de pasaportes que quizá te parezca confuso. En realidad sólo intenta reclamar tu atención sobre el drama saharaui con lo poco que tiene, que es su propia vida.
No te confundas, pero, sobre todo, no te vayas.
Una de las armas más eficaces con que cuentan los poderes represivos es la volatilidad de la atención de la gente.
Al verdugo, sobre todo si su víctima es pequeña, le basta con aguantar el escándalo de las primeras denuncias.
Al poco, los gritos de los heridos nos suenan repetidos, y la causa en cuestión, sobre la que enseguida nos parece que ya sabemos todo, empieza a resultarnos aburridísima.
Y en ese embotamiento de la conciencia pública se crecen los criminales. La víctima se invisibiliza mientras el verdugo persevera.
Eso es lo que está sucediendo con los saharauis. Hace ya 33 años que los españoles les traicionamos y que Marruecos les machaca impunemente, mientras los demás miramos para otro lado.
Los refugiados, más de 200.000, llevan un tercio de siglo viviendo en la extrema penuria de los campamentos, y a la vez los saharauis que residen en el Sáhara padecen una represión brutal y recalcitrante de la que Aminatu es un ejemplo.
Nacida en 1967, a los 21 años participó en una manifestación pidiendo el referéndum de autodeterminación que la ONU reclama, y a consecuencia de ello fue desaparecida, es decir, fue internada sin cargos ni juicio durante tres años y siete meses en las prisiones secretas marroquíes, en donde además la torturaron (cientos de saharauis han sido secuestrados del mismo modo).
En 2005, tras un juicio de pacotilla, fue encarcelada de nuevo. Salió a los siete meses y fotos de su rostro machacado dieron la vuelta al mundo.
Ahora Aminatu hace una huelga de hambre por un asunto de pasaportes que quizá te parezca confuso. En realidad sólo intenta reclamar tu atención sobre el drama saharaui con lo poco que tiene, que es su propia vida.
No te confundas, pero, sobre todo, no te vayas.
22 nov 2009
EL BANQUERO DE FORD
Leo todas esas noticias sobre inyecciones de capital (el enfermo está muy enfermo), falta de solvencia de los bancos, y crisis financiera en general, como el que lee uno de esos cómics o dibujos animados en los que los banqueros son unos señores gordos con frac y chistera y maletín y un puro en la boca y sonrisa maliciosa. Gente sin conciencia.
Lo peor es que llega uno a esa imagen indagando un poco. Son menos gordos, que se cuidan mucho, y visten más de sport, pero por dentro parecen el mismo. Si uno se queda en la superficie casi piensa que todo el mal presente se debe a una conjunción maldita de muchos elementos incontrolables, como un maremoto que ha pillado a todos desprevenidos.
Los bancos no tienen dinero, y los Estados (da igual del signo político que sean) y que como se sabe, sacan el dinero de la nada, acuden en su rescate para garantizar los ahorrillos de todos.
Por supuesto, que a nadie se le ocurra meter la pasta en el colchón; eso sería el fin del mundo, sin necesidad de que se diesen las no sé cuántas señales del Apocalipsis.
Antes muertos que sencillos, piensan los jeques de las finanzas. Pero al final, ya con el barco casi hundido, a algunos no les queda más remedio que dejarse inyectar y permitir que reduzcan sus sueldos. Si por algo se distingue la economía es por no estar al alcance de nadie. Los que la entienden se equivocan mucho más que el hombre del tiempo (¡Greenspan se equivocó!, claman), y los que no la entienden no la entienden o prefieren no entenderla para no cabrearse.
Volviendo a ver La diligencia (1939), de John Ford, le puse cara a ese banquero de fuertes convicciones que hasta hace unos meses tenía muy claro que la famosa mano invisible lo equilibraba todo.
Tenemos en el personaje de el banquero Gatewood, unos de los pasajeros de la diligencia que viaja a través de los desiertos rocosos de Arizona con la intención de llegar a Lordsburg, en Nuevo Méjico, y con el riesgo de un ataque Apache, la personificación de todo lo que al parecer está pasando en la economía.
El banquero Gatewood es un tipo respetable que sale a toda prisa de Tonto, el pueblo del que parte la diligencia.
Como sabéis la película es ese viaje. Todos los personajes comparten ese pequeño espacio de la diligencia.
Una prostituta (a la que echaron del pueblo la Liga por la decencia, o algo así, entre sus integrantes la mujer del banquero), y un médico borracho, también expulsado, y una noble dama embarazada en busca de su marido, y un jugador ex soldado confederado, y un viajante de licores, y Ringo Kid (John Wayne) que es un convicto fugado al que lleva a la cárcel de nuevo. También van el sheriff y el conductor, agobiado el pobre por tener que mantener una gran familia política de su mujer mejicana.
De todos los personajes el único que, a su modo, no está provisto de una parte noble y humana es el banquero. O al menos no nos da tiempo a conocerla. Quizá nunca la conoceríamos.
Es, sin duda, el personaje más antipático, o quizá el único, aunque algunos otros caigan a veces en la falta de compasión o en la ofensa más ruin. En determinado momento, el banquero, despotrica sobre lo que para él es la intromisión del gobierno en sus negocios. Su discurso no tiene desperdicio; "No sé en qué ha venido a parar el gobierno.
En vez de proteger a los empresarios, mete las narices en sus negocios. Incluso dicen que van tener inspectores bancarios. Como si los banqueros no supiéramos manejar nuestros bancos. […] Tengo un slogan que deberían poner en todos los periódicos; ¡América para los americanos! No debe el gobierno interferir en los negocios. ¡Reducir impuestos! Nuestra deuda nacional es alarmante."
Al banquero lo vemos venir desde que se subió a la diligencia. Por eso cuando dice todo esto nos hace gracia, y más teniendo en cuenta cómo está la fiesta ahora, por el llamdo mundo real. Al llegar a Lordsburg, después de un ataque indio en el unos salen heridos y otro muerto, el banquero es detenido. Llevaba un maletín muy sospechoso.
Pero la vida sigue. Nos quedamos con buen sabor de boca: Ringo Kid se larga con Dallas, la ex prostituta, a un rancho a vivir felices y comer perdices, después de vengar la muerte de su padre y hermanos, en un duelo con los hermanos Plummer.
Como ya se sabe, la vida copia al arte (y entre ellos al cine), y a lo mejor se fija en esta película.
Lo peor es que llega uno a esa imagen indagando un poco. Son menos gordos, que se cuidan mucho, y visten más de sport, pero por dentro parecen el mismo. Si uno se queda en la superficie casi piensa que todo el mal presente se debe a una conjunción maldita de muchos elementos incontrolables, como un maremoto que ha pillado a todos desprevenidos.
Los bancos no tienen dinero, y los Estados (da igual del signo político que sean) y que como se sabe, sacan el dinero de la nada, acuden en su rescate para garantizar los ahorrillos de todos.
Por supuesto, que a nadie se le ocurra meter la pasta en el colchón; eso sería el fin del mundo, sin necesidad de que se diesen las no sé cuántas señales del Apocalipsis.
Antes muertos que sencillos, piensan los jeques de las finanzas. Pero al final, ya con el barco casi hundido, a algunos no les queda más remedio que dejarse inyectar y permitir que reduzcan sus sueldos. Si por algo se distingue la economía es por no estar al alcance de nadie. Los que la entienden se equivocan mucho más que el hombre del tiempo (¡Greenspan se equivocó!, claman), y los que no la entienden no la entienden o prefieren no entenderla para no cabrearse.
Volviendo a ver La diligencia (1939), de John Ford, le puse cara a ese banquero de fuertes convicciones que hasta hace unos meses tenía muy claro que la famosa mano invisible lo equilibraba todo.
Tenemos en el personaje de el banquero Gatewood, unos de los pasajeros de la diligencia que viaja a través de los desiertos rocosos de Arizona con la intención de llegar a Lordsburg, en Nuevo Méjico, y con el riesgo de un ataque Apache, la personificación de todo lo que al parecer está pasando en la economía.
El banquero Gatewood es un tipo respetable que sale a toda prisa de Tonto, el pueblo del que parte la diligencia.
Como sabéis la película es ese viaje. Todos los personajes comparten ese pequeño espacio de la diligencia.
Una prostituta (a la que echaron del pueblo la Liga por la decencia, o algo así, entre sus integrantes la mujer del banquero), y un médico borracho, también expulsado, y una noble dama embarazada en busca de su marido, y un jugador ex soldado confederado, y un viajante de licores, y Ringo Kid (John Wayne) que es un convicto fugado al que lleva a la cárcel de nuevo. También van el sheriff y el conductor, agobiado el pobre por tener que mantener una gran familia política de su mujer mejicana.
De todos los personajes el único que, a su modo, no está provisto de una parte noble y humana es el banquero. O al menos no nos da tiempo a conocerla. Quizá nunca la conoceríamos.
Es, sin duda, el personaje más antipático, o quizá el único, aunque algunos otros caigan a veces en la falta de compasión o en la ofensa más ruin. En determinado momento, el banquero, despotrica sobre lo que para él es la intromisión del gobierno en sus negocios. Su discurso no tiene desperdicio; "No sé en qué ha venido a parar el gobierno.
En vez de proteger a los empresarios, mete las narices en sus negocios. Incluso dicen que van tener inspectores bancarios. Como si los banqueros no supiéramos manejar nuestros bancos. […] Tengo un slogan que deberían poner en todos los periódicos; ¡América para los americanos! No debe el gobierno interferir en los negocios. ¡Reducir impuestos! Nuestra deuda nacional es alarmante."
Al banquero lo vemos venir desde que se subió a la diligencia. Por eso cuando dice todo esto nos hace gracia, y más teniendo en cuenta cómo está la fiesta ahora, por el llamdo mundo real. Al llegar a Lordsburg, después de un ataque indio en el unos salen heridos y otro muerto, el banquero es detenido. Llevaba un maletín muy sospechoso.
Pero la vida sigue. Nos quedamos con buen sabor de boca: Ringo Kid se larga con Dallas, la ex prostituta, a un rancho a vivir felices y comer perdices, después de vengar la muerte de su padre y hermanos, en un duelo con los hermanos Plummer.
Como ya se sabe, la vida copia al arte (y entre ellos al cine), y a lo mejor se fija en esta película.
UN TIPO CON éXITO Y ALGO MÁS
Haruki Murakami (nació en el 49). No sabemos si el éxito que está teniendo le obliga a algo, o lo disuade. Lo que sí tengo bastante claro es que pocas veces como esta el éxito coincide tan escrupulosamente con el talento del escritor. Y cuando digo talento me refiero, más que a la capacidad de hacer las cosas únicamente bien (que no es poco), y a cuadrarlas, al coraje de asumir un cierto riesgo e incluso adoptarlo como componente esencial de una obra. O al menos su libro de relatos Sauce ciego, mujer dormida contiene piezas excelentes, maestras, que lo son porque no se quedan en aparatos perfectos.
En realidad todos tienen algo de fragmento narrativo extraño. Lo dice en el prólogo el propio autor: “… todo lo que escribo es, más o menos, un cuento extraño.
”A uno le pueden gustar unos cuentos más que otros, pero en todos asoma esa especie de rebeldía del propio relato para no quedarse inmóvil dentro del marco formal que se le asigna en un principio.
Porque uno, quiera o no, lee un relato aplicando el molde que creemos que lo leído tendrá, y estos relatos se resisten, se nos escapan por los lados, como leche que hierve. Son relatos, no que quieran ser raritos por serlo, no dan esa impresión, sino que parece que no se conforman con ser relatos, o con ser literatura.
Quieren saltarnos a los ojos, como aceite hirviendo, y por eso se revuelven y sacan los pies fuera de la cama y se quedan un poco asimétricos, deshilachados. Ya lo había dicho Baudelaire (qué lejano suena); “La belleza moderna será asimétrica o no será.” A Murakami se le mete en el saco posmoderno (¿?, esto seguro que lo explica muy bien algún hombre nocilla), con los DeLillo, Pynchon…
Pero sea lo que sea consigue arriesgar sin martirizarnos, como si le debiéramos algo, que es lo que pensamos al leer a algunos escribidores de supuestos tochos posmodernos.
En realidad todos tienen algo de fragmento narrativo extraño. Lo dice en el prólogo el propio autor: “… todo lo que escribo es, más o menos, un cuento extraño.
”A uno le pueden gustar unos cuentos más que otros, pero en todos asoma esa especie de rebeldía del propio relato para no quedarse inmóvil dentro del marco formal que se le asigna en un principio.
Porque uno, quiera o no, lee un relato aplicando el molde que creemos que lo leído tendrá, y estos relatos se resisten, se nos escapan por los lados, como leche que hierve. Son relatos, no que quieran ser raritos por serlo, no dan esa impresión, sino que parece que no se conforman con ser relatos, o con ser literatura.
Quieren saltarnos a los ojos, como aceite hirviendo, y por eso se revuelven y sacan los pies fuera de la cama y se quedan un poco asimétricos, deshilachados. Ya lo había dicho Baudelaire (qué lejano suena); “La belleza moderna será asimétrica o no será.” A Murakami se le mete en el saco posmoderno (¿?, esto seguro que lo explica muy bien algún hombre nocilla), con los DeLillo, Pynchon…
Pero sea lo que sea consigue arriesgar sin martirizarnos, como si le debiéramos algo, que es lo que pensamos al leer a algunos escribidores de supuestos tochos posmodernos.
EL POZO
El pozo
Hoy me acuerdo de un libro rabioso, deshilvanado, y deshilachado.
Onetti empezó a escribir esta novela, la primera que publicó, una tarde porque no tenía tabaco.
" Hace un rato me estaba paseando por el cuarto y se me ocurrió de golpe que lo veía por primera vez. Hay dos catres, sillas despatarradas y sin asiento, diarios tostados de sol, viejos de meses, clavados en la ventana en lugar de los vidrios.
Me paseaba con medio cuerpo desnudo, aburrido de estar tirado, desde mediodía, soplando el maldito calor que junta el techo y que ahora, siempre en las tardes, derrama adentro de la pieza.
Caminaba con las manos atrás, oyendo golpear las zapatillas en las baldosas, oliéndome alternativamente cada una de las axilas. Movía la cabeza de un lado a otro, aspirando, y esto me hacía crecer, yo lo sentía, una mueca de asco en la cara.
La barbilla, sin afeitar, me rozaba los hombros.
Recuerdo que, antes que nada, evoqué una cosa sencilla. Una prostituta me mostraba el hombro izquierdo, enrojecido, con la piel a punto de rajarse, diciendo:
—"Date cuenta el serán hijos de perra. Vienen veinte por día y ninguno se afeita”.
Era una mujer chica, con unos dedos alargados en las puntas, y lo decía sin indignarse, sin levantar la voz, en el mismo tono mimoso con que saludaba al abrir la puerta.
No puedo acordarme de la cara; veo nada más que el hombro irritado por las barbas que se le habían estado frotando, siempre en ese hombro, nunca en el derecho, la piel colorada y la mano de dedos finos señalándola.
Después me puse a mirar por la ventana, distraído, buscando descubrir cómo era la cara de la prostituta.
Las gentes del patio me resultaron más repugnantes que nunca. Estaban, como siempre, la mujer gorda lavando en la pileta, rezongando sobre la vida y el almacenero, mientras el hombre tomaba mate agachado, con el pañuelo blanco y amarillo colgándole frente al pecho.
El chico andaba en cuatro patas, con las manos y el hocico embarrados. No tenía más que una camisa remangada y, mirándole el trasero, me dio por pensar en cómo había gente, toda en realidad, capaz de sentir ternura por eso.
Seguí caminando, con pasos cortos, para que las zapatillas golpearan muchas veces en cada paseo. Debe haber sido entonces que recordé que mañana cumplo cuarenta años. Nunca me hubiera podido imaginar así los cuarenta años, solo y entre la mugre, encerrado en la pieza. Pero esto no me dejó melancólico.
Nada más que una sensación de curiosidad por la vida y un poco de admiración por su habilidad para desconcertar siempre. Ni siquiera tengo tabaco.
No tengo tabaco, no tengo tabaco. Esto que escribo son mis memorias. Porque un hombre debe escribir la historia de su vida al llegar a los cuarenta años, sobre todo si le sucedieron cosas interesantes. Lo leí no sé dónde".
Juan Carlos Onetti, El pozo (1939).
A Onetti le quedaban pequeñas las gafas; esto se muy bien en una entrevista que le hacen en el programa de televisión española A fondo en 1977. También se ve que tenía mucha sed. Un tipo tímido cabreado medio borracho con gafas de niño pequeño. Onetti escribe:
"He leído que la inteligencia de las mujeres termina de crecer a los veinte o veinticinco años. No sé nada de la inteligencia de las mujeres y tampoco me interesa.
Pero el espíritu de las muchachas muere a esa edad, más o menos. Pero muere siempre; terminan siendo todas iguales, con un sentido práctico hediondo, con sus necesidades materiales y un deseo ciego y oscuro de parir un hijo. Piénsese en esto y se sabrá por qué no hay grandes artistas mujeres.
Y ti uno se casa con una muchacha y un día despierta al lado de una mujer, es posible que comprenda, sin asco, el alma de los violadores de niñas y el cariño baboso de los viejos que esperan con chocolatines en las esquinas de los liceos".
¿De qué coño va este libro? Pschhh... como diría Baroja, no sé. Es uno que cuenta sus cosas. Pero nadie escucha. No hay nadie a quién contárselo. ¿Contar el qué? Eso es lo de menos. Eladio Linacero, el protagonista, está jodido:
"Solo dos veces hablé de las aventuras con alguien. [...] El resultado de las dos confidencias me llenó de asco. No hay nadie que tenga el alma limpia, nadie ante quien sea posible desnudarse sin vergüenza."
Sí, me recuerda a Baroja este Onetti, sobre todo este libro. Más que escritos, parecen libros escupidos, de lado.
Onetti vino a Madrid y se encamó. Una década en la cama. Su cama también era una barca. Después murió, en 1994, creo. Claro, murió en la cama, como Baroja, aunque en su habitación no estaba Hemingway babeándole la mano.
Hoy me acuerdo de un libro rabioso, deshilvanado, y deshilachado.
Onetti empezó a escribir esta novela, la primera que publicó, una tarde porque no tenía tabaco.
" Hace un rato me estaba paseando por el cuarto y se me ocurrió de golpe que lo veía por primera vez. Hay dos catres, sillas despatarradas y sin asiento, diarios tostados de sol, viejos de meses, clavados en la ventana en lugar de los vidrios.
Me paseaba con medio cuerpo desnudo, aburrido de estar tirado, desde mediodía, soplando el maldito calor que junta el techo y que ahora, siempre en las tardes, derrama adentro de la pieza.
Caminaba con las manos atrás, oyendo golpear las zapatillas en las baldosas, oliéndome alternativamente cada una de las axilas. Movía la cabeza de un lado a otro, aspirando, y esto me hacía crecer, yo lo sentía, una mueca de asco en la cara.
La barbilla, sin afeitar, me rozaba los hombros.
Recuerdo que, antes que nada, evoqué una cosa sencilla. Una prostituta me mostraba el hombro izquierdo, enrojecido, con la piel a punto de rajarse, diciendo:
—"Date cuenta el serán hijos de perra. Vienen veinte por día y ninguno se afeita”.
Era una mujer chica, con unos dedos alargados en las puntas, y lo decía sin indignarse, sin levantar la voz, en el mismo tono mimoso con que saludaba al abrir la puerta.
No puedo acordarme de la cara; veo nada más que el hombro irritado por las barbas que se le habían estado frotando, siempre en ese hombro, nunca en el derecho, la piel colorada y la mano de dedos finos señalándola.
Después me puse a mirar por la ventana, distraído, buscando descubrir cómo era la cara de la prostituta.
Las gentes del patio me resultaron más repugnantes que nunca. Estaban, como siempre, la mujer gorda lavando en la pileta, rezongando sobre la vida y el almacenero, mientras el hombre tomaba mate agachado, con el pañuelo blanco y amarillo colgándole frente al pecho.
El chico andaba en cuatro patas, con las manos y el hocico embarrados. No tenía más que una camisa remangada y, mirándole el trasero, me dio por pensar en cómo había gente, toda en realidad, capaz de sentir ternura por eso.
Seguí caminando, con pasos cortos, para que las zapatillas golpearan muchas veces en cada paseo. Debe haber sido entonces que recordé que mañana cumplo cuarenta años. Nunca me hubiera podido imaginar así los cuarenta años, solo y entre la mugre, encerrado en la pieza. Pero esto no me dejó melancólico.
Nada más que una sensación de curiosidad por la vida y un poco de admiración por su habilidad para desconcertar siempre. Ni siquiera tengo tabaco.
No tengo tabaco, no tengo tabaco. Esto que escribo son mis memorias. Porque un hombre debe escribir la historia de su vida al llegar a los cuarenta años, sobre todo si le sucedieron cosas interesantes. Lo leí no sé dónde".
Juan Carlos Onetti, El pozo (1939).
A Onetti le quedaban pequeñas las gafas; esto se muy bien en una entrevista que le hacen en el programa de televisión española A fondo en 1977. También se ve que tenía mucha sed. Un tipo tímido cabreado medio borracho con gafas de niño pequeño. Onetti escribe:
"He leído que la inteligencia de las mujeres termina de crecer a los veinte o veinticinco años. No sé nada de la inteligencia de las mujeres y tampoco me interesa.
Pero el espíritu de las muchachas muere a esa edad, más o menos. Pero muere siempre; terminan siendo todas iguales, con un sentido práctico hediondo, con sus necesidades materiales y un deseo ciego y oscuro de parir un hijo. Piénsese en esto y se sabrá por qué no hay grandes artistas mujeres.
Y ti uno se casa con una muchacha y un día despierta al lado de una mujer, es posible que comprenda, sin asco, el alma de los violadores de niñas y el cariño baboso de los viejos que esperan con chocolatines en las esquinas de los liceos".
¿De qué coño va este libro? Pschhh... como diría Baroja, no sé. Es uno que cuenta sus cosas. Pero nadie escucha. No hay nadie a quién contárselo. ¿Contar el qué? Eso es lo de menos. Eladio Linacero, el protagonista, está jodido:
"Solo dos veces hablé de las aventuras con alguien. [...] El resultado de las dos confidencias me llenó de asco. No hay nadie que tenga el alma limpia, nadie ante quien sea posible desnudarse sin vergüenza."
Sí, me recuerda a Baroja este Onetti, sobre todo este libro. Más que escritos, parecen libros escupidos, de lado.
Onetti vino a Madrid y se encamó. Una década en la cama. Su cama también era una barca. Después murió, en 1994, creo. Claro, murió en la cama, como Baroja, aunque en su habitación no estaba Hemingway babeándole la mano.
ONETTI
"Lo único que queda por hacer es precisamente eso: cualquier cosa, hacer una cosa detrás de otra, sin interés, sin sentido, como si otro (o mejor otros, un amo para cada acto) le pagara a uno para hacerlas y uno se limitara a cumplir en la mejor forma posible, despreocupado del resultado final de lo que hace. Una cosa y otra y otra cosa, ajenas, sin que importe que salga bien o mal, sin que importe qué quieren decir."
Algo que me molesta mucho de Onetti (y perdonar que me enquiste en este autor, pero lo estoy leyendo) es que, el tío, escribe en plural. Debería ponerlo entre exclamaciones: ¡Escribe en plural!
Es uno de esos que describe un mundo en el que ya todo ha sido repetido, una y otra vez, o peor, el plural es un rebufo (o estertor, más bien) literario de una prosa caducada, de una retórica pseudolírica; "Curiosidades y atenciones", "fajas y presiones", "comidas y copas"…
Respecto a lo de no bajarse de la cama en sus últimos años me parece el resultado de un carácter marcado, y acentuado, por lo que comúnmente, y clínicamente, se llama depresión.
El desinterés por todo, la abulia, el encierro en sí mismo, etc… El etcétera también es un síntoma. El síndrome del etcétera. El reiterado uso de etcéteras.
Fue Onetti el primer hikkikomori. O al menos el primer hikkikomori uruguayo. Ya sabéis que un hikkikomori es un japonés (más o menos joven) que no sale de casa, y a poder ser, de su cuarto. En Japón hay muchos. Se pasan la vida leyendo mangas y navegando por internet y enfrascados en videojuegos, que es lo que haría la cucaracha Samsa si hubiera vivido en una época más entretenida.
Es bastante desmitificadora, la verdad, la estampa de un Onetti tumbado en cama y con los codos pelados de incorporarse para beber o hablar, y en camiseta de tiras, con esa barba de pelos gordos y separados y tristes, pelos descosidos, y aspecto de no haberse duchado en días o semanas.
Los ojos de besugo. Es un poco absurdo lo de escaparse de una dictadura, exiliarse, para meterse en cama. Sea como sea, más mal que bien a veces, el caso es que para ser un desganado escribió bastante, lo que implica que tan desganado e indiferente no debió ser en realidad.
Cada generación hace una lectura distinta de los mismos autores.
Cada generación descubre a otro autor en el autor ya leído, y quizá admirado, por las generaciones anteriores. Por ahora veo que en su peor prosa, y a veces en la supuesta mejor, la más lírica (lo mejor y lo peor casi siempre de la mano), el lenguaje supone una barrera de fealdad (una mueca rancia) entre lo que narra y el lector.
Yo encuentro otras cosas en Onetti, algo casi más relacionado con la imaginación y la conjugación de distintos planos ficción en una misma novela, en un mismo narrador.
No sé, una libertad, en cierta medida, relacionada con la sinceridad, o con la espontaneidad del momento al escribir. Insisto en que me recuerda también a Baroja, que hacía sus novelas un poco como Onetti, según iban saliéndole al paso los personajes, paisajes, tramas.
Quizá sea esa despreocupación citada antes la que de alguna manera nos recuerda que la literatura es extraña. La literatura sólo aparece cuando alguien le gana la espalda al defensa.
Y por cierto; qué difícil es encontrar algo que valga la pena en la literatura en castellano de la segunda mitad del Veinte.
Bueno, está Borges, que escribió el español de hoy, pero Borges es una isla, y a su alrededor sólo veo océano. Y aún así tiene uno la impresión de que la tal isla es un poco de mentira, como una calle de Venecia montada en un estudio de cine.
Algo que me molesta mucho de Onetti (y perdonar que me enquiste en este autor, pero lo estoy leyendo) es que, el tío, escribe en plural. Debería ponerlo entre exclamaciones: ¡Escribe en plural!
Es uno de esos que describe un mundo en el que ya todo ha sido repetido, una y otra vez, o peor, el plural es un rebufo (o estertor, más bien) literario de una prosa caducada, de una retórica pseudolírica; "Curiosidades y atenciones", "fajas y presiones", "comidas y copas"…
Respecto a lo de no bajarse de la cama en sus últimos años me parece el resultado de un carácter marcado, y acentuado, por lo que comúnmente, y clínicamente, se llama depresión.
El desinterés por todo, la abulia, el encierro en sí mismo, etc… El etcétera también es un síntoma. El síndrome del etcétera. El reiterado uso de etcéteras.
Fue Onetti el primer hikkikomori. O al menos el primer hikkikomori uruguayo. Ya sabéis que un hikkikomori es un japonés (más o menos joven) que no sale de casa, y a poder ser, de su cuarto. En Japón hay muchos. Se pasan la vida leyendo mangas y navegando por internet y enfrascados en videojuegos, que es lo que haría la cucaracha Samsa si hubiera vivido en una época más entretenida.
Es bastante desmitificadora, la verdad, la estampa de un Onetti tumbado en cama y con los codos pelados de incorporarse para beber o hablar, y en camiseta de tiras, con esa barba de pelos gordos y separados y tristes, pelos descosidos, y aspecto de no haberse duchado en días o semanas.
Los ojos de besugo. Es un poco absurdo lo de escaparse de una dictadura, exiliarse, para meterse en cama. Sea como sea, más mal que bien a veces, el caso es que para ser un desganado escribió bastante, lo que implica que tan desganado e indiferente no debió ser en realidad.
Cada generación hace una lectura distinta de los mismos autores.
Cada generación descubre a otro autor en el autor ya leído, y quizá admirado, por las generaciones anteriores. Por ahora veo que en su peor prosa, y a veces en la supuesta mejor, la más lírica (lo mejor y lo peor casi siempre de la mano), el lenguaje supone una barrera de fealdad (una mueca rancia) entre lo que narra y el lector.
Yo encuentro otras cosas en Onetti, algo casi más relacionado con la imaginación y la conjugación de distintos planos ficción en una misma novela, en un mismo narrador.
No sé, una libertad, en cierta medida, relacionada con la sinceridad, o con la espontaneidad del momento al escribir. Insisto en que me recuerda también a Baroja, que hacía sus novelas un poco como Onetti, según iban saliéndole al paso los personajes, paisajes, tramas.
Quizá sea esa despreocupación citada antes la que de alguna manera nos recuerda que la literatura es extraña. La literatura sólo aparece cuando alguien le gana la espalda al defensa.
Y por cierto; qué difícil es encontrar algo que valga la pena en la literatura en castellano de la segunda mitad del Veinte.
Bueno, está Borges, que escribió el español de hoy, pero Borges es una isla, y a su alrededor sólo veo océano. Y aún así tiene uno la impresión de que la tal isla es un poco de mentira, como una calle de Venecia montada en un estudio de cine.
MARUJA TORRES PERDONEN QUE NO ME LEVANTE
Ayer estuve ordenando mi mesa de escribir y empezaron a surgir cosas absurdas. Entre varios papeles envejecidos y arrugados, encontré un sentimiento.
Diantres, me dije, qué gran artículo podría escribir sobre esto si yo fuera Millás. Como no lo soy, continué haciendo limpieza.
Al retirar una caja que contenía clipes, caramelos de café y un par de cortaúñas, salió un perfume de Semana Santa antigua.
Un olor a hierbas, manzanilla y tomillo, a incienso, a cirios y a sobacos de manolas enlutadas, a pelo de devotos engrasado con brillantina, a sacristía cerrada, a sudor de confesor rijoso y a braguetas de militares saludando a un cristo.
Los cajones esconden sujetos que nos sorprenden cuando menos lo esperamos
Dispuse el sentimiento que había hallado al principio en una mesita auxiliar (aún no había intentado identificarlo) y le puse al lado el aroma, a ver si se animaba. Me pareció advertir que uno y otro se daban la espalda.
No me hagan mucho caso. Nunca he sabido distinguir dónde tienen los sentimientos y los olores sus respectivas espaldas.
En una esquina, entre la caja de Kleenex (¡vivan las marcas!) y una caja de gotas lubricantes para ojos Thera Tears, bullía una verbena de este periódico, datada en una noche de julio de la primera mitad de los ochenta.
El siglo pasado, suspiré. Vi a don Jesús de Polanco comiendo churros al lado de Pepe Sancho, y a un ligue de ultramar que yo tenía por entonces y que parecía deslumbrado, admirando a la plana mayor.
Vi a toda la redacción, a los compañeros de talleres, a Pedro el de recepción, a mis queridas secretarias y telefonistas. Vi a jefes, subjefes, jefísimos y jefazos, y a toda la tropa, y a Floro, que llevaba un colocón y, como siempre, quería tomar el Palacio de Invierno.
Habíamos cortado la calle Miguel Yuste, invadido el aparcamiento de enfrente, y bailábamos y bebíamos y éramos razonablemente felices. ¿Creen que me lo invento? No. Vivir para ver.
No me atreví a colocar la verbena junto a los otros dos, que me parecieron mucho más formales. Imaginen que el sentimiento, que seguía mudo y que yo todavía era incapaz de identificar, se me revelaba de pronto como un deseo de represión, un ansia de mamporros, un aguafiestas. Y me jodía la verbena. Eso sí que no.
Menos mal que no tengo cajones, me consolé.
No me gustan los cajones porque en ellos se esconden sujetos que se complacen en sorprendernos cuando menos lo esperamos.
Sin embargo, hete aquí que también se ocultan en las mesas planas aunque, reconozco, sofocadas por un exceso de tabloterapia, que es como denomino a mi sed de invadir superficies con asuntos pendientes. Pendiente: ésa era la palabra que convenía a mi sentimiento no identificado.
Lo contemplé de reojo sin por ello abandonar mi diligente tarea. Tropecé con más excrecencias del pasado imperfecto y hasta del pluscuamperfecto.
Con decir que recuperé unas bragas rojas que usé en Nochevieja para el tema de la suerte, y que, por lo visto, acabaron en mi escritorio, no me pregunten por qué ni cómo. Ni en qué Nochevieja. Marca La Perla, ¡me olvidaba!
Salió hasta un contable, un tipo a quien conocí a mitad de los sesenta, cuando yo ejercía de lastimosamente eficaz secretaria.
Él se consideraba jefe de personal, pero yo lo tenía por contable, dado que vestía de gris, y a los 26 años ya era viejo y calvo. El hombre tenía la mandíbula de un depredador salido de una ciudad dormitorio con el único deseo de vengarse de su propia clase social.
Imagino que le va muy bien organizando ERES (Marca No Vuelvas por Aquí).
Después de remover en los escombros, y ya con la mesa lo bastante despejada como para resistir un nuevo embate de papeles, carpetas, cuadernos y entresijos de ordenadores, decidí que había llegado el momento de enfrentarme con mi sentimiento aplazado.
¿Y si tenía suerte y, en realidad, no era más que un hueso, un cartílago? Una rótula, un menisco… No hay nada que atemorice más que un sentimiento por catalogar. Si yo fuera Millás, habría escrito un gran artículo sobre ello.
Como no lo soy, me limito a sentir el sentimiento, y esperar para darle nombre.
A lo mejor ustedes pueden ayudarme a reconocerlo. Entre tanto, sé que me da vidilla.
Diantres, me dije, qué gran artículo podría escribir sobre esto si yo fuera Millás. Como no lo soy, continué haciendo limpieza.
Al retirar una caja que contenía clipes, caramelos de café y un par de cortaúñas, salió un perfume de Semana Santa antigua.
Un olor a hierbas, manzanilla y tomillo, a incienso, a cirios y a sobacos de manolas enlutadas, a pelo de devotos engrasado con brillantina, a sacristía cerrada, a sudor de confesor rijoso y a braguetas de militares saludando a un cristo.
Los cajones esconden sujetos que nos sorprenden cuando menos lo esperamos
Dispuse el sentimiento que había hallado al principio en una mesita auxiliar (aún no había intentado identificarlo) y le puse al lado el aroma, a ver si se animaba. Me pareció advertir que uno y otro se daban la espalda.
No me hagan mucho caso. Nunca he sabido distinguir dónde tienen los sentimientos y los olores sus respectivas espaldas.
En una esquina, entre la caja de Kleenex (¡vivan las marcas!) y una caja de gotas lubricantes para ojos Thera Tears, bullía una verbena de este periódico, datada en una noche de julio de la primera mitad de los ochenta.
El siglo pasado, suspiré. Vi a don Jesús de Polanco comiendo churros al lado de Pepe Sancho, y a un ligue de ultramar que yo tenía por entonces y que parecía deslumbrado, admirando a la plana mayor.
Vi a toda la redacción, a los compañeros de talleres, a Pedro el de recepción, a mis queridas secretarias y telefonistas. Vi a jefes, subjefes, jefísimos y jefazos, y a toda la tropa, y a Floro, que llevaba un colocón y, como siempre, quería tomar el Palacio de Invierno.
Habíamos cortado la calle Miguel Yuste, invadido el aparcamiento de enfrente, y bailábamos y bebíamos y éramos razonablemente felices. ¿Creen que me lo invento? No. Vivir para ver.
No me atreví a colocar la verbena junto a los otros dos, que me parecieron mucho más formales. Imaginen que el sentimiento, que seguía mudo y que yo todavía era incapaz de identificar, se me revelaba de pronto como un deseo de represión, un ansia de mamporros, un aguafiestas. Y me jodía la verbena. Eso sí que no.
Menos mal que no tengo cajones, me consolé.
No me gustan los cajones porque en ellos se esconden sujetos que se complacen en sorprendernos cuando menos lo esperamos.
Sin embargo, hete aquí que también se ocultan en las mesas planas aunque, reconozco, sofocadas por un exceso de tabloterapia, que es como denomino a mi sed de invadir superficies con asuntos pendientes. Pendiente: ésa era la palabra que convenía a mi sentimiento no identificado.
Lo contemplé de reojo sin por ello abandonar mi diligente tarea. Tropecé con más excrecencias del pasado imperfecto y hasta del pluscuamperfecto.
Con decir que recuperé unas bragas rojas que usé en Nochevieja para el tema de la suerte, y que, por lo visto, acabaron en mi escritorio, no me pregunten por qué ni cómo. Ni en qué Nochevieja. Marca La Perla, ¡me olvidaba!
Salió hasta un contable, un tipo a quien conocí a mitad de los sesenta, cuando yo ejercía de lastimosamente eficaz secretaria.
Él se consideraba jefe de personal, pero yo lo tenía por contable, dado que vestía de gris, y a los 26 años ya era viejo y calvo. El hombre tenía la mandíbula de un depredador salido de una ciudad dormitorio con el único deseo de vengarse de su propia clase social.
Imagino que le va muy bien organizando ERES (Marca No Vuelvas por Aquí).
Después de remover en los escombros, y ya con la mesa lo bastante despejada como para resistir un nuevo embate de papeles, carpetas, cuadernos y entresijos de ordenadores, decidí que había llegado el momento de enfrentarme con mi sentimiento aplazado.
¿Y si tenía suerte y, en realidad, no era más que un hueso, un cartílago? Una rótula, un menisco… No hay nada que atemorice más que un sentimiento por catalogar. Si yo fuera Millás, habría escrito un gran artículo sobre ello.
Como no lo soy, me limito a sentir el sentimiento, y esperar para darle nombre.
A lo mejor ustedes pueden ayudarme a reconocerlo. Entre tanto, sé que me da vidilla.
La mujer de 'La bola de cristal'
"Te sientas enfrente y es como el cine, todo lo controla es un alucine, es como un ordenador personal, es La bola de cristal...". Detrás de esa letra convertida en himno generacional hay un gran programa de televisión (La bola de cristal), y detrás de ese gran nombre hay otro: Lolo Rico.
Y, tras éste, una grandísima mujer.
La misma que un día de 1984 vio a Alaska (Olvido Gara) por una calle del centro de Madrid, la siguió hasta perderla en una bocacalle y llegó a su casa diciéndole a sus hijos que había visto a la que podría ser la presentadora de su programa: "No puede haber otra igual, es distinta de todas las chicas que yo he visto".
La describió y al día siguiente estaba con sus hijos en la sala Rockola, donde acabó haciendo el casting de gran parte del equipo de su espacio televisivo: Pablo Carbonell, Pedro Reyes, Javier Gurruchaga...
"Empecé a moverme por allí como por mi casa, a descubrir cosas y gentes, me impregné de la Movida, y por eso La bola fue lo que fue", cuenta con voz joven al otro lado del hilo telefónico.
Un día vio a Alaska y dijo a sus hijos: "No puede haber otra igual"
"Mi madre me sacó de Bellas Artes al saber que había modelos desnudos"
Lo último que ha hecho es una videoteca para niños y jóvenes
"La propuesta televisiva para la infancia es confusa, sin gracia"
Hoy, a sus 75 años, recibe un homenaje del Festival de Cine Internacional para la Infancia y la Juventud (FICI), que clausura su sexta edición dedicada a la infancia y que pretende trasladarle a esta dama catódica "el agradecimiento de los millones de españoles a los que consiguió sacar de la cama un sábado tras otro durante cuatro años seguidos [de 1984 a 1988], para enseñarles que la televisión podía ser algo más que una mera caja tonta y un programa para niños, y transformarse en un emblema generacional de una época de libertades".
Lolo, nacida en Madrid en 1935, llega hoy dispuesta a recoger su galardón armada con "dos espléndidas muletas".
Viene desde San Sebastián, adonde se desplazó durante un tiempo por el nacimiento de un nieto y donde se ha ido quedando, por unas cosas y otras. Hace un par de años le atropelló un coche y aún está pendiente de operaciones.
Pero ni el tiempo ni las limitaciones motoras han podido con la hiperactividad de ésta, una de las primeras que dirigió un programa de televisión en España.
Una señora acostumbrada a que le prohibieran todo cuanto quería hacer: "Me dediqué a escribir cuentos infantiles porque ni mi madre ni mi marido habrían consentido que escribiera una novela.
Si mi madre me sacó de Bellas Artes cuando se enteró de que a veces pintábamos modelos desnudos...", cuenta con la voz de quien nunca acepta un no injustificado por respuesta.
"Eran tantas cosas las que cuestionaba con mi sola manera de vivir que el hecho de que no pudiera escribir una novela me parecía algo ínfimo al lado de lo que significaba para mí poder escribir".
Se sacó la carrera de Periodismo, trabajó fuera de casa siendo madre de siete hijos y esposa de un hombre bien posicionado, del que se separaría años más tarde.
Lo último que ha hecho es una videoteca para niños y jóvenes para una Fundación de Navarra. "Me he visto unas 600 películas en pocos meses y he tenido que hacer una selección", cuenta. Las que no pueden faltar en cualquier videoteca infantil que se precie son: El mago de Oz; las dos películas de Kirikou de Michel Ocelot (Kirikou y la hechicera, y Kirikou y las bestias salvajes); Las crónicas de Narnia, basadas en una serie de libros infantiles escrita por C. S. Lewis; y, de lo último, la ópera de títeres de Hansel y Gretel de Engelbert Humperdinck, que ya pudo verse en el Liceo. Palabra de Lolo Rico.
Entre sus proyectos de futuro está ese que ha permanecido latente toda su vida: "Tengo la sensación de tener una obra, pero no tengo mi obra", dice.
En breve comenzará a escribir ese libro, que no son ni sus memorias (ya escritas) ni nada parecido. "Es algo muy personal que siempre quise escribir", asegura sin que su voz suene a despedida.
Lolo Rico está dispuesta a hacer muchas cosas y a hablar de muchas más, con la autonomía y la libertad que ha caracterizado y, a veces, censurado su carrera: "No me canso de hablar de la violencia que hay en la televisión, pero la peor violencia que existe es la estupidez.
Hacer niños estúpidos es imperdonable, no hay interés por la infancia, la propuesta televisiva para niños es confusa, sin gracia, convencional, conservadora en el peor sentido, no es coherente y no tiene intención.
A los niños hay que ayudarles a crecer para que sean adultos cuanto antes, que es para lo que estamos aquí, no para que no tengan más aliciente que hacer el imbécil". Lolo Rico dixit.
Y, tras éste, una grandísima mujer.
La misma que un día de 1984 vio a Alaska (Olvido Gara) por una calle del centro de Madrid, la siguió hasta perderla en una bocacalle y llegó a su casa diciéndole a sus hijos que había visto a la que podría ser la presentadora de su programa: "No puede haber otra igual, es distinta de todas las chicas que yo he visto".
La describió y al día siguiente estaba con sus hijos en la sala Rockola, donde acabó haciendo el casting de gran parte del equipo de su espacio televisivo: Pablo Carbonell, Pedro Reyes, Javier Gurruchaga...
"Empecé a moverme por allí como por mi casa, a descubrir cosas y gentes, me impregné de la Movida, y por eso La bola fue lo que fue", cuenta con voz joven al otro lado del hilo telefónico.
Un día vio a Alaska y dijo a sus hijos: "No puede haber otra igual"
"Mi madre me sacó de Bellas Artes al saber que había modelos desnudos"
Lo último que ha hecho es una videoteca para niños y jóvenes
"La propuesta televisiva para la infancia es confusa, sin gracia"
Hoy, a sus 75 años, recibe un homenaje del Festival de Cine Internacional para la Infancia y la Juventud (FICI), que clausura su sexta edición dedicada a la infancia y que pretende trasladarle a esta dama catódica "el agradecimiento de los millones de españoles a los que consiguió sacar de la cama un sábado tras otro durante cuatro años seguidos [de 1984 a 1988], para enseñarles que la televisión podía ser algo más que una mera caja tonta y un programa para niños, y transformarse en un emblema generacional de una época de libertades".
Lolo, nacida en Madrid en 1935, llega hoy dispuesta a recoger su galardón armada con "dos espléndidas muletas".
Viene desde San Sebastián, adonde se desplazó durante un tiempo por el nacimiento de un nieto y donde se ha ido quedando, por unas cosas y otras. Hace un par de años le atropelló un coche y aún está pendiente de operaciones.
Pero ni el tiempo ni las limitaciones motoras han podido con la hiperactividad de ésta, una de las primeras que dirigió un programa de televisión en España.
Una señora acostumbrada a que le prohibieran todo cuanto quería hacer: "Me dediqué a escribir cuentos infantiles porque ni mi madre ni mi marido habrían consentido que escribiera una novela.
Si mi madre me sacó de Bellas Artes cuando se enteró de que a veces pintábamos modelos desnudos...", cuenta con la voz de quien nunca acepta un no injustificado por respuesta.
"Eran tantas cosas las que cuestionaba con mi sola manera de vivir que el hecho de que no pudiera escribir una novela me parecía algo ínfimo al lado de lo que significaba para mí poder escribir".
Se sacó la carrera de Periodismo, trabajó fuera de casa siendo madre de siete hijos y esposa de un hombre bien posicionado, del que se separaría años más tarde.
Lo último que ha hecho es una videoteca para niños y jóvenes para una Fundación de Navarra. "Me he visto unas 600 películas en pocos meses y he tenido que hacer una selección", cuenta. Las que no pueden faltar en cualquier videoteca infantil que se precie son: El mago de Oz; las dos películas de Kirikou de Michel Ocelot (Kirikou y la hechicera, y Kirikou y las bestias salvajes); Las crónicas de Narnia, basadas en una serie de libros infantiles escrita por C. S. Lewis; y, de lo último, la ópera de títeres de Hansel y Gretel de Engelbert Humperdinck, que ya pudo verse en el Liceo. Palabra de Lolo Rico.
Entre sus proyectos de futuro está ese que ha permanecido latente toda su vida: "Tengo la sensación de tener una obra, pero no tengo mi obra", dice.
En breve comenzará a escribir ese libro, que no son ni sus memorias (ya escritas) ni nada parecido. "Es algo muy personal que siempre quise escribir", asegura sin que su voz suene a despedida.
Lolo Rico está dispuesta a hacer muchas cosas y a hablar de muchas más, con la autonomía y la libertad que ha caracterizado y, a veces, censurado su carrera: "No me canso de hablar de la violencia que hay en la televisión, pero la peor violencia que existe es la estupidez.
Hacer niños estúpidos es imperdonable, no hay interés por la infancia, la propuesta televisiva para niños es confusa, sin gracia, convencional, conservadora en el peor sentido, no es coherente y no tiene intención.
A los niños hay que ayudarles a crecer para que sean adultos cuanto antes, que es para lo que estamos aquí, no para que no tengan más aliciente que hacer el imbécil". Lolo Rico dixit.
AMELIA
Ayer fui a ver una Película que presumia interesante, Amelia, la 1ª mujer que cruzó el Atlántico, y que luego quiso dar la vuelta al mundo.
Ya Linberg lo había hecho, pero de lo que se trataba era de que fuera una Mujer la que amaba el volar, nadie sabe como fue su juventud ni su niñez, su vida es escasa en la película, solo tratan sus vuelos, sus amores un tanto atípicos, y su enorme sonrisa, enorme de lo grande que es su boca.
Yo pensaba que se mencionaría más su pensamiento, su convivencia entre una profesión de hombres, Richadr Gere pues como cada vez tiene los ojos más pequeños parece que siempre lo ve todo de rosa.
No sé, es un poco cansado tanto vuelo, nubes, mar y cielo y tormentas y falta de combustible porque mira que lo milimetran, pero siempre falta, nunca hay del todo para que desde la butaca nos pongamos nerviosos las 2 primeras veces luego ya eso da igual va a llegar de todas formas.
La vida, lo poco que se cuenta solo es volar y ganar dinero con folletos de romociones para hacer más vuelos.
y venga aviones, y más aviones y todo tranquilo hasta que una tormenta no esperada hace su aparición o empieza a escasear el combustible. Su final es previsible, su desengaño amoroso tb porque ella creia que era la única en esa relación a la que nadie podía poner puertas y se entera que su marido mientras ella vuela es muy libre de estar con quien quiera y eso hace, parece que ella no contemplaba esa opción.
Intenta ser un poco como memorias de Africa, eso una mujer libre con todo, pero nada que ver ni los paisajes , siempre agua pq cruzaba Oceános. y pocas veces continenetes, algunos pero pocos.
En fin que me defraudó.
Ya Linberg lo había hecho, pero de lo que se trataba era de que fuera una Mujer la que amaba el volar, nadie sabe como fue su juventud ni su niñez, su vida es escasa en la película, solo tratan sus vuelos, sus amores un tanto atípicos, y su enorme sonrisa, enorme de lo grande que es su boca.
Yo pensaba que se mencionaría más su pensamiento, su convivencia entre una profesión de hombres, Richadr Gere pues como cada vez tiene los ojos más pequeños parece que siempre lo ve todo de rosa.
No sé, es un poco cansado tanto vuelo, nubes, mar y cielo y tormentas y falta de combustible porque mira que lo milimetran, pero siempre falta, nunca hay del todo para que desde la butaca nos pongamos nerviosos las 2 primeras veces luego ya eso da igual va a llegar de todas formas.
La vida, lo poco que se cuenta solo es volar y ganar dinero con folletos de romociones para hacer más vuelos.
y venga aviones, y más aviones y todo tranquilo hasta que una tormenta no esperada hace su aparición o empieza a escasear el combustible. Su final es previsible, su desengaño amoroso tb porque ella creia que era la única en esa relación a la que nadie podía poner puertas y se entera que su marido mientras ella vuela es muy libre de estar con quien quiera y eso hace, parece que ella no contemplaba esa opción.
Intenta ser un poco como memorias de Africa, eso una mujer libre con todo, pero nada que ver ni los paisajes , siempre agua pq cruzaba Oceános. y pocas veces continenetes, algunos pero pocos.
En fin que me defraudó.
NOS ESPIAREMOS NOSOTROS MISMOS
La novelista británica Iris Murdoch padeció Alzheimer hasta su muerte en 1999.
Años después, los investigadores vieron que el vocabulario de sus escritos empezó a perder su riqueza y complejidad más de una década antes de que se le diagnosticase la enfermedad.
Supongo que ya pueden ir comparando estas palabras que están leyendo ahora mismo con mis escritos de los ochenta y noventa y, quizá, llegar a conclusiones parecidas sobre mí.
Semana tras semana, todos nosotros agregamos correos electrónicos y otros documentos a nuestros archivos digitales; estamos dejando pistas para que se pueda investigar nuestro desarrollo cognitivo. O su declive.
Tal vez algunos quieran estar informados (tengo claro que yo, desde luego, no). Pero pongamos que le llega una oferta en el correo. ¿Permitiría que le colocasen monitores en casa por, digamos, una reducción de 100 euros al mes en el seguro de salud o en sus impuestos? ¿Y si fueran 500? Con mayor frecuencia vamos a tener que enfrentarnos a estas preguntas.
Apuesto a que inicialmente muchos aceptaremos un ojo electrónico para "supervisar" a aquellos de los que nos sentimos responsables.
Sí, un sensor para que nos diga cuándo la abuela de 90 años se pasa el día en la cama puede tener sentido... Y las cajas negras que las aseguradoras están probando para medir patrones de tráfico y bloquear el encendido si detectan alcohol o drogas podrán hacer que un conductor novel de 18 años siga vivo (o cuando menos, bajar el coste del seguro).
Por tanto, si la vigilancia tiene sentido para jóvenes y mayores, no pasará mucho tiempo hasta que nos encontremos rodeados de sensores. Nos espiaremos a nosotros mismos y mandaremos informes digitales. De hecho, el proceso ya está bastante avanzado.
Mire todas esas cámaras de seguridad que llevan años en nuestras calles y edificios. Para los numerati, ya estamos entregando las películas de nuestras mundanas vidas en sus laboratorios, cada día con mayor detalle.
Años después, los investigadores vieron que el vocabulario de sus escritos empezó a perder su riqueza y complejidad más de una década antes de que se le diagnosticase la enfermedad.
Supongo que ya pueden ir comparando estas palabras que están leyendo ahora mismo con mis escritos de los ochenta y noventa y, quizá, llegar a conclusiones parecidas sobre mí.
Semana tras semana, todos nosotros agregamos correos electrónicos y otros documentos a nuestros archivos digitales; estamos dejando pistas para que se pueda investigar nuestro desarrollo cognitivo. O su declive.
Tal vez algunos quieran estar informados (tengo claro que yo, desde luego, no). Pero pongamos que le llega una oferta en el correo. ¿Permitiría que le colocasen monitores en casa por, digamos, una reducción de 100 euros al mes en el seguro de salud o en sus impuestos? ¿Y si fueran 500? Con mayor frecuencia vamos a tener que enfrentarnos a estas preguntas.
Apuesto a que inicialmente muchos aceptaremos un ojo electrónico para "supervisar" a aquellos de los que nos sentimos responsables.
Sí, un sensor para que nos diga cuándo la abuela de 90 años se pasa el día en la cama puede tener sentido... Y las cajas negras que las aseguradoras están probando para medir patrones de tráfico y bloquear el encendido si detectan alcohol o drogas podrán hacer que un conductor novel de 18 años siga vivo (o cuando menos, bajar el coste del seguro).
Por tanto, si la vigilancia tiene sentido para jóvenes y mayores, no pasará mucho tiempo hasta que nos encontremos rodeados de sensores. Nos espiaremos a nosotros mismos y mandaremos informes digitales. De hecho, el proceso ya está bastante avanzado.
Mire todas esas cámaras de seguridad que llevan años en nuestras calles y edificios. Para los numerati, ya estamos entregando las películas de nuestras mundanas vidas en sus laboratorios, cada día con mayor detalle.
Comprobación
Para un experimento, mi esposa y yo nos apuntamos a un servicio de citas online llamado Chemistry.com.
Queríamos ver si podríamos dar el uno con el otro a través de los algoritmos supuestamente avanzados de la compañía.
Contestamos a docenas de preguntas íntimas e intrusivas porque teníamos interés en que la máquina tuviese información veraz nuestra y que nos conociese mejor.
Al final, la ruta para encontrarnos nos hizo vivir algunas aventuras incómodas (y admito que no me gustaron nada algunos pretendientes que las matemáticas seleccionaron para mi mujer).
No obstante, durante todo el proceso, dimos detalles para nuestros propios fines. Nosotros éramos los dueños de los datos.
Pero me gustaría añadir otra nota inquietante sobre aquellos hogares vigilados de Portland. Casi todo lo que hacemos -si se estudia con minuciosidad- da pistas sobre lo que ocurre en nuestras mentes.
Me lo cuentan muchos investigadores. Cuando analizan los cambios en la rutina de las pisadas sobre el suelo de la cocina o el grado de seguimiento de un tratamiento médico añaden: "Esto también nos da una buena lectura cognitiva". Es una especie de dos por uno. Analiza cualquier conducta y obtienes lo que pasa en el cerebro de propina.
Y a mí, hay algo que me da verdadero miedo: se pueden sacar las mismas conclusiones analizando las palabras que escribimos.
Queríamos ver si podríamos dar el uno con el otro a través de los algoritmos supuestamente avanzados de la compañía.
Contestamos a docenas de preguntas íntimas e intrusivas porque teníamos interés en que la máquina tuviese información veraz nuestra y que nos conociese mejor.
Al final, la ruta para encontrarnos nos hizo vivir algunas aventuras incómodas (y admito que no me gustaron nada algunos pretendientes que las matemáticas seleccionaron para mi mujer).
No obstante, durante todo el proceso, dimos detalles para nuestros propios fines. Nosotros éramos los dueños de los datos.
Pero me gustaría añadir otra nota inquietante sobre aquellos hogares vigilados de Portland. Casi todo lo que hacemos -si se estudia con minuciosidad- da pistas sobre lo que ocurre en nuestras mentes.
Me lo cuentan muchos investigadores. Cuando analizan los cambios en la rutina de las pisadas sobre el suelo de la cocina o el grado de seguimiento de un tratamiento médico añaden: "Esto también nos da una buena lectura cognitiva". Es una especie de dos por uno. Analiza cualquier conducta y obtienes lo que pasa en el cerebro de propina.
Y a mí, hay algo que me da verdadero miedo: se pueden sacar las mismas conclusiones analizando las palabras que escribimos.
NOS RASTREAN
También hay algo evidente. Las cantidades de datos digitales que producimos continuarán creciendo exponencialmente. Y si está usted preocupado con la publicidad que estudia su conducta cuando navega por la Red, ya está viviendo un adelanto de lo que se nos viene encima. Veamos Sense Networks. Es una pequeña y joven compañía startup en Nueva York que estudia los senderos que vamos dibujando mientras nos movemos con nuestros teléfonos móviles. En los ordenadores de Sense, cada uno de los millones de personas que rastrean no es más que un puntito parpadeante en un mapa. Pero los científicos de Sense pueden estudiar esos puntos y sacar toda clase de información sobre esas personas. Si el punto se pasa muchas noches en el mismo barrio, Sense puede (cruzando datos del censo) calcular sus ingresos o el valor medio de su vivienda. Los puntos que pausan en paradas regulares camino del trabajo son usuarios de trenes de cercanías. Es fácil ver los que van de copas por la noche. Los que juegan al golf, los que van a la iglesia, los que duermen en distintos sitios, todos están fichados por los datos.
Esto es sólo el comienzo. Mientras el sistema de Sense sigue los movimientos de los puntos, empieza a reconocer patrones similares. Asigna a cada grupo o tribu su propio tono de color. No es posible siempre definir estas tribus, porque los patrones son seleccionados por el ordenador, no por personas. Pero ahora las tribus trascienden los tradicionales segmentos demográficos con los que se han guiado los profesionales del marketing durante décadas. En el esquema de Sense, dos gemelos idénticos podrían tener puntos de colores distintos. Después de todo, conductas similares pueden ser más determinantes que las mismas edades o el color de piel.
¿Por qué centrarse en todos estos puntos? Supongamos que un cervecero monta una promoción exitosa en los barrios madrileños de Moncloa y Argüelles. Mirando uno de los mapas de Sense, la compañía podría rápidamente ampliar la campaña a otros barrios que estén parpadeando con los mismos puntos.
O podría anunciar la promoción en líneas de autobuses que llevan viajeros del mismo colorín.
Los políticos, que empiezan a usar técnicas de análisis complejos de datos para llegar a los votantes potenciales, podrían estudiar los sombreados de los puntos en sus mítines.
Luego podrían buscar grupúsculos de esas mismas tribus en otro pueblo o ciudad. Un partido centrista podría encontrar que personas en barrios que habían descartado como socialistas o nacionalistas podrían mostrarse receptivas a su mensaje.
El estudio de los movimientos de las personas a través de sus teléfonos móviles es sólo el principio.
Con terminales cada vez más sofisticados, entregamos más y más información sobre nuestro comportamiento a los numerati.
A través de nuestras búsquedas en el móvil, los anunciantes, por ejemplo, pueden empezar a estudiar cuándo y dónde nos entran el estimulo para ir de compras o las ganas de cenar en un buen restaurante.
Nokia contempla analizar a la gente a través de los sitios desde los que envían fotos. ¿Qué puede inferir una compañía sobre los que hacen fotos del palacio de Buckingham o del puente de Londres? No lo sabrán hasta que no estrujen los datos.
Al mismo tiempo que muchos se rebotan por la noción de ser seguidos a través de un punto coloreado, a otros les gusta. En febrero, Google lanzó su programa Latitude en 27 países. La aplicación permite que la gente con terminales de gama alta comparta datos de localización con sus amigos -y con Google-. En pocos meses, más de 25 millones de personas se han bajado la aplicación móvil de Facebook. Ésta permite que la compañía de redes sociales, que ya almacena un inmenso tesoro de información personal, estudie los movimientos y patrones de comportamiento de una comunidad grande y creciente.
Mientras la economía global flaquea, las posibilidades de los numerati aumentan. Sus esfuerzos para ser capaces de refinar las búsquedas de los consumidores potenciales conllevan la promesa de eficiencia y menores costes.
En ningún sitio es esto más evidente que en el lugar de trabajo, donde las empresas pueden escudriñar los patrones de tecleos y de búsquedas en la web. En San Francisco, Cataphora ha desarrollado un método para evaluar a los trabajadores basándose en sus correos electrónicos.
Aquellos cuyas frases son reenviadas más a menudo a los demás son valorados como "generadores de ideas". Y aquellos que transmiten estas perlas reciben buena nota como "trabajadores sociables". En un diagrama que Cataphora preparó para una compañía de Internet, cada trabajador es representado por un disco de color. Los discos grandes y de colores oscuros son considerados activos y eficaces. ¿Y los pequeños y claritos? Puede que sean los primeros que se tengan en cuenta para un ERE.
El sistema de Cataphora es primitivo, y los directivos que se guíen a ciegas por él sin duda merecen sus propios pequeños discos claros. Al fin y al cabo, los mensajes más reenviados podrían ser chistes verdes o chascarrillos de la oficina. Estoy convencido de que la cuantificación del trabajador en su puesto está a la vuelta de la esquina. Los gerentes cada vez tendrán más en cuenta sus conclusiones. Y las técnicas se harán cada vez más sofisticadas.
Los investigadores del Massachusetts Institute of Technology e IBM, un referente en análisis del lugar de trabajo, estudiaron recientemente las redes sociales de varios miles de consultores de tecnología de IBM.
Se dieron cuenta de que los trabajadores que mantenían mucha actividad de correo electrónico con uno solo de sus superiores traían alrededor de 1.000 dólares más de ingresos al mes que la media; aquellos con una actividad menor, pero mantenida con más de un superior, tenían peores resultados, 88 dólares menos al mes de media. Estas conclusiones no sorprenden. Pero mientras nosotros los trabajadores producimos más datos, las máquinas van a desarrollar unos análisis cada vez más precisos.
No es que los numerati no tengan que asumir grandes retos. Gran parte de los estudios sobre los empleados de IBM están basados en los mismos algoritmos que la compañía usa para mejorar las cadenas de suministro de componentes para sus clientes industriales. Pero los humanos somos distintos de las piezas de maquinaria en cosas importantes. Aprendemos, cambiamos y conspiramos cuando están en riesgo nuestros intereses. Y somos expertos en manipular los mismos sistemas diseñados para vigilarnos y controlarnos.
Para enfrentarse a esta complejidad, los numerati en IBM trabajan con equipos de antropólogos, psicólogos y lingüistas.
Su objetivo es colocar a cada trabajador en la función correcta en el momento justo, con sólo el mínimo entrenamiento necesario y rodeado de colegas que lo apoyen para ser tan productivo como sea humanamente posible. Aunque suena un poco tétrico, tiene su lado positivo. Los estudios no dejan lugar a dudas de que los trabajadores de la información más felices son más productivos y se les ocurren mejores ideas. Así que algunas de las premisas para mejorar la satisfacción en el empleo tendrán que encontrar sitio en estos algoritmos de productividad.
Mientras estudiaba los distintos laboratorios de los numerati, llegué a la conclusión de que en algunas áreas, su metodología nos viene impuesta. En la oficina, claramente, muchos de nosotros vamos a ser humildes siervos de los datos. Pero en otros apartados, como citas online, mantendremos el control. Podemos decidir si queremos mandarles nuestros datos (e incluso calibrar cómo de ciertos queremos que sean).
Esto es sólo el comienzo. Mientras el sistema de Sense sigue los movimientos de los puntos, empieza a reconocer patrones similares. Asigna a cada grupo o tribu su propio tono de color. No es posible siempre definir estas tribus, porque los patrones son seleccionados por el ordenador, no por personas. Pero ahora las tribus trascienden los tradicionales segmentos demográficos con los que se han guiado los profesionales del marketing durante décadas. En el esquema de Sense, dos gemelos idénticos podrían tener puntos de colores distintos. Después de todo, conductas similares pueden ser más determinantes que las mismas edades o el color de piel.
¿Por qué centrarse en todos estos puntos? Supongamos que un cervecero monta una promoción exitosa en los barrios madrileños de Moncloa y Argüelles. Mirando uno de los mapas de Sense, la compañía podría rápidamente ampliar la campaña a otros barrios que estén parpadeando con los mismos puntos.
O podría anunciar la promoción en líneas de autobuses que llevan viajeros del mismo colorín.
Los políticos, que empiezan a usar técnicas de análisis complejos de datos para llegar a los votantes potenciales, podrían estudiar los sombreados de los puntos en sus mítines.
Luego podrían buscar grupúsculos de esas mismas tribus en otro pueblo o ciudad. Un partido centrista podría encontrar que personas en barrios que habían descartado como socialistas o nacionalistas podrían mostrarse receptivas a su mensaje.
El estudio de los movimientos de las personas a través de sus teléfonos móviles es sólo el principio.
Con terminales cada vez más sofisticados, entregamos más y más información sobre nuestro comportamiento a los numerati.
A través de nuestras búsquedas en el móvil, los anunciantes, por ejemplo, pueden empezar a estudiar cuándo y dónde nos entran el estimulo para ir de compras o las ganas de cenar en un buen restaurante.
Nokia contempla analizar a la gente a través de los sitios desde los que envían fotos. ¿Qué puede inferir una compañía sobre los que hacen fotos del palacio de Buckingham o del puente de Londres? No lo sabrán hasta que no estrujen los datos.
Al mismo tiempo que muchos se rebotan por la noción de ser seguidos a través de un punto coloreado, a otros les gusta. En febrero, Google lanzó su programa Latitude en 27 países. La aplicación permite que la gente con terminales de gama alta comparta datos de localización con sus amigos -y con Google-. En pocos meses, más de 25 millones de personas se han bajado la aplicación móvil de Facebook. Ésta permite que la compañía de redes sociales, que ya almacena un inmenso tesoro de información personal, estudie los movimientos y patrones de comportamiento de una comunidad grande y creciente.
Mientras la economía global flaquea, las posibilidades de los numerati aumentan. Sus esfuerzos para ser capaces de refinar las búsquedas de los consumidores potenciales conllevan la promesa de eficiencia y menores costes.
En ningún sitio es esto más evidente que en el lugar de trabajo, donde las empresas pueden escudriñar los patrones de tecleos y de búsquedas en la web. En San Francisco, Cataphora ha desarrollado un método para evaluar a los trabajadores basándose en sus correos electrónicos.
Aquellos cuyas frases son reenviadas más a menudo a los demás son valorados como "generadores de ideas". Y aquellos que transmiten estas perlas reciben buena nota como "trabajadores sociables". En un diagrama que Cataphora preparó para una compañía de Internet, cada trabajador es representado por un disco de color. Los discos grandes y de colores oscuros son considerados activos y eficaces. ¿Y los pequeños y claritos? Puede que sean los primeros que se tengan en cuenta para un ERE.
El sistema de Cataphora es primitivo, y los directivos que se guíen a ciegas por él sin duda merecen sus propios pequeños discos claros. Al fin y al cabo, los mensajes más reenviados podrían ser chistes verdes o chascarrillos de la oficina. Estoy convencido de que la cuantificación del trabajador en su puesto está a la vuelta de la esquina. Los gerentes cada vez tendrán más en cuenta sus conclusiones. Y las técnicas se harán cada vez más sofisticadas.
Los investigadores del Massachusetts Institute of Technology e IBM, un referente en análisis del lugar de trabajo, estudiaron recientemente las redes sociales de varios miles de consultores de tecnología de IBM.
Se dieron cuenta de que los trabajadores que mantenían mucha actividad de correo electrónico con uno solo de sus superiores traían alrededor de 1.000 dólares más de ingresos al mes que la media; aquellos con una actividad menor, pero mantenida con más de un superior, tenían peores resultados, 88 dólares menos al mes de media. Estas conclusiones no sorprenden. Pero mientras nosotros los trabajadores producimos más datos, las máquinas van a desarrollar unos análisis cada vez más precisos.
No es que los numerati no tengan que asumir grandes retos. Gran parte de los estudios sobre los empleados de IBM están basados en los mismos algoritmos que la compañía usa para mejorar las cadenas de suministro de componentes para sus clientes industriales. Pero los humanos somos distintos de las piezas de maquinaria en cosas importantes. Aprendemos, cambiamos y conspiramos cuando están en riesgo nuestros intereses. Y somos expertos en manipular los mismos sistemas diseñados para vigilarnos y controlarnos.
Para enfrentarse a esta complejidad, los numerati en IBM trabajan con equipos de antropólogos, psicólogos y lingüistas.
Su objetivo es colocar a cada trabajador en la función correcta en el momento justo, con sólo el mínimo entrenamiento necesario y rodeado de colegas que lo apoyen para ser tan productivo como sea humanamente posible. Aunque suena un poco tétrico, tiene su lado positivo. Los estudios no dejan lugar a dudas de que los trabajadores de la información más felices son más productivos y se les ocurren mejores ideas. Así que algunas de las premisas para mejorar la satisfacción en el empleo tendrán que encontrar sitio en estos algoritmos de productividad.
Mientras estudiaba los distintos laboratorios de los numerati, llegué a la conclusión de que en algunas áreas, su metodología nos viene impuesta. En la oficina, claramente, muchos de nosotros vamos a ser humildes siervos de los datos. Pero en otros apartados, como citas online, mantendremos el control. Podemos decidir si queremos mandarles nuestros datos (e incluso calibrar cómo de ciertos queremos que sean).
NOS VIGILAN:GRAN HERMANO
Llevo meses dando conferencias sobre los numerati por Norteamérica y, cuando describo sus averiguaciones sobre lo que llevamos en nuestros carritos de compra o lo que tenemos en los botiquines de casa, observo que la gente empieza a menearse en sus asientos y a hablar en voz baja con los de al lado.
Les preocupa el asalto a la privacidad y les alarma saber que Yahoo! captura una media mensual de 2.500 datos sobre cada uno de sus 250 millones de usuarios.
Al final de las conferencias, alguien suele preguntar si podemos hacer algo para protegernos de los inquisitivos numerati.
Esta creciente preocupación está empujando a políticos y legisladores a ambos lados del Atlántico para poner freno a una forma de marketing por Internet conocida como targeting del comportamiento.
Están implicadas compañías como Yahoo! y Google y cientos de pequeñas empresas de publicidad.
Llegan a acuerdos con editores, incluyendo los principales periódicos y revistas, para colocar a cada visitante un código informático identificador conocido como una cookie (galleta).
Esto les permite seguir muchos de nuestros movimientos por la web. La mayoría de estas compañías ni siquiera se molestan en conseguir nuestros nombres y direcciones (seguramente eso les daría problemas con las autoridades de protección de datos). Nuestros patrones de navegación les son suficientes. Un madrileño que lee un artículo sobre París y consulta los precios sobre un tinto de Burdeos tendrá más probabilidades que los demás usuarios, según decide un programa automatizado, de hacer click en un anuncio de Air France. Así que le colocan uno mientras navega por la Red.
Aquellos preocupados con la privacidad pueden borrar las cookies de forma periódica, o incluso dar instrucciones a su ordenador de que no las acepte. Al hacer esto, están optando a no ser tratados como una persona conocida, sino como un punto negro intercambiable.
Eso es lo que millones de nosotros hemos sido durante décadas en centros comerciales y supermercados y en las aceras de las grandes ciudades: virtualmente indistinguibles de los demás. Muchos lo asociamos con la privacidad.
Sin embargo, no todo el mundo comparte la misma opinión. Ni de lejos. Sentados uno al lado del otro entre el público, algunos están tan preocupados con la privacidad, que juran "salirse de la pantalla".
Pero hay muchos otros que publican los detalles más íntimos de sus vidas en Facebook, MySpace, Tuenti y en las ráfagas de 140 caracteres de Twitter. Mucha de esta gente no tiene inconveniente en contestar encuestas en sitios web de libros, cine o citas.
Quieren sistemas automatizados que les conozcan mejor para poder recibir un servicio personalizado o ampliar sus conocimientos de obras de creadores que les son desconocidos.
Hay un foso divisorio entre aquellos que quieren que las máquinas estén informadas y sean inteligentes y los que prefieren que se queden en la oscuridad.
Así que la línea divisoria sobre privacidad no es entre los numerati y el resto de la humanidad; existe (y se hace cada vez más ancha) entre las personas que tienen diferente opinión sobre ese tratamiento de la acumulación de datos personales. Como sociedades, no tenemos claro todavía qué papel deben tener las máquinas que cada vez más van a ayudar a gestionar nuestras vidas.
NOS VIGILAN
Ahí fuera hay un 'Gran Hermano' que lo sabe todo sobre nosotros. Quizá George Orwell tuviera razón. Nos adentramos en un mundo vigilado y medido. Varios miles de ingenieros, matemáticos e informáticos rastrean y manejan la información que generamos a cada instante.
Una llamada con el móvil, un pago con tarjeta de crédito, un 'click' en Internet... datos valiosísimos para un imperio de recopiladores que trabajan para empresas, Gobiernos y partidos políticos.
Cientos de miles de ojos pueden adivinar nuestros gustos, nuestras aficiones y hasta nuestras pasiones.
No estamos tan solos como pensamos frente al ordenador. ¿Dónde se encuentra el límite de la privacidad? ¿Hasta qué punto es lícito tener acceso a determinada información? ¿Es posible que hoy alguien no sepa absolutamente nada sobre usted? Stephen Baker, autor del libro 'numerati', publicado en España por Seix Barral, narra en este texto exclusivo para 'El País Semanal' las entrañas de un universo opaco formado por misteriosos personajes que ponen en jaque a legisladores de ambos lados del Atlántico. Los llamados 'numerati' controlan hasta nuestros pasos. Y están dispuestos a escribir el guión de nuestras vidas.
El actor norteamericano Michael J Fox padece de Parkinson. Cuando los investigadores clínicos repasan ahora sus programas de televisión de los noventa, mucho antes de que se le diagnosticase la enfermedad, pueden detectar cambios sutiles en su voz y su forma de andar.
El actor, sin quererlo, nos presenta el caso perfecto para poder estudiar su comportamiento, ya que ha pasado gran parte de su vida delante de las cámaras. Pero hoy en día no resulta tan distinto del resto de los mortales. Imprevisiblemente, nos adentramos todos en un mundo vigilado y medido.
Ingenieros, matemáticos e informáticos criban la información que producimos en casi todas las situaciones de la vida
Yahoo! captura una media mensual de 2.500 datos sobre sus 250 millones de usuarios
Mientras la economía global flaquea, las posibilidades de los �numerati� aumentan
Correos electrónicos. documentos digitales. dejamos pistas sobre nuestro desarrollo cognitivo y su declive
En Portland, la ciudad más poblada del Estado de Oregón, tenemos ya una muestra de lo que se nos puede venir encima. Allí, centenares de personas mayores han invitado a Intel Corp, el fabricante de semiconductores, a colocar sensores en sus hogares. Esta maquinaria realiza mapas de sus movimientos en sus casas y calcula la media de sus pasos.
Registra el tono de sus voces y el tiempo que tardan en reconocer a un amigo o pariente al teléfono.
Los sensores debajo de sus colchones no sólo toman nota del peso y de sus vueltas en la cama, también de sus paseos al baño. El cepillado de dientes, las visitas a la nevera a medianoche... Todo queda registrado, y todo viaja a través de Internet a los ordenadores de Intel.
Con este acopio de información, los científicos de Intel están desarrollando lo que ellos llaman los puntos de partida de comportamiento de cada hogar. Cualquier desviación de las normas es señal de que algo puede estar fallando. La investigación está en sus albores. Pero, con el tiempo, esperan programar los ordenadores para que sean capaces de reconocer los patrones de las enfermedades desde los primeros estadios de Parkinson o Alzheimer.
Confían en que eventualmente se podrán reemplazar enfermeras bien retribuidas mediante artilugios de vigilancia cada vez más baratos -sin mermar la calidad de vida de los pacientes-.
Mientras se desarrolla ese escenario, una nueva casta de profesionales despunta. Éstos no son médicos ni enfermeras, pero sí especialistas en encontrar patrones significativos entre las cada vez mayores montañas de datos digitales. Les llamo los numerati. Son ingenieros, matemáticos, o informáticos, y están cribando toda la información que producimos en casi todas las situaciones de nuestras vidas.
Los numerati estudian las páginas web que visitamos, los alimentos que compramos, nuestros desplazamientos con nuestros teléfonos móviles. Para ellos, nuestros registros digitales crean un enorme y complejo laboratorio del comportamiento humano.
Tienen las claves para pronosticar los productos o servicios que podríamos comprar, los anuncios de la web en que haremos click, qué enfermedades nos amenazarán en el futuro y hasta si tendremos inclinaciones -basadas puramente en análisis estadísticos- a colocarnos una bomba bajo el abrigo y subir a un autobús. El publicista Dave Morgan es uno de ellos.
Desde su empresa Tacoda, ubicada en Nueva York, ha contratado a estadísticos para rastrear nuestras correrías por la Red y predecir nuestros pasos. La misma tarde que conversé con él vendió su empresa por más de 200 millones de dólares.
No es fácil determinar el número total de numerati, pero a un alto nivel existen varios miles de personas que realizan estas tareas. Y están orgullosos de lo que hacen. Creen que sirve para curarnos, para encontrar amigos, para conocer amantes. Muchos de ellos trabajan en universidades y empresas privadas. Intercambian información en congresos y conferencias.
Si bien no puede hablarse estrictamente de una especie de mafia matemática, una parte importante de ellos lleva a cabo estas actividades de manera coordinada. Estados Unidos es su tierra prometida. En Europa, en cambio, regulaciones más estrictas dificultan su tarea, sobre todo en países como Alemania y Francia.
Quiero dejar muy claro desde el principio que esta ciencia, basada en la estadística, determina solamente la probabilidad. No puede predecir con certeza el comportamiento de un individuo. Por eso, los numerati empiezan a proliferar en sectores en los que se pueden cometer errores de forma regular sin causarse (o causarnos) problemas.
La publicidad y el marketing son sus campos de pruebas, y Google, una compañía que resuelve nuestras búsquedas con escalofriante aproximación en nanosegundos, es el primer emperador del reino.
Una llamada con el móvil, un pago con tarjeta de crédito, un 'click' en Internet... datos valiosísimos para un imperio de recopiladores que trabajan para empresas, Gobiernos y partidos políticos.
Cientos de miles de ojos pueden adivinar nuestros gustos, nuestras aficiones y hasta nuestras pasiones.
No estamos tan solos como pensamos frente al ordenador. ¿Dónde se encuentra el límite de la privacidad? ¿Hasta qué punto es lícito tener acceso a determinada información? ¿Es posible que hoy alguien no sepa absolutamente nada sobre usted? Stephen Baker, autor del libro 'numerati', publicado en España por Seix Barral, narra en este texto exclusivo para 'El País Semanal' las entrañas de un universo opaco formado por misteriosos personajes que ponen en jaque a legisladores de ambos lados del Atlántico. Los llamados 'numerati' controlan hasta nuestros pasos. Y están dispuestos a escribir el guión de nuestras vidas.
El actor norteamericano Michael J Fox padece de Parkinson. Cuando los investigadores clínicos repasan ahora sus programas de televisión de los noventa, mucho antes de que se le diagnosticase la enfermedad, pueden detectar cambios sutiles en su voz y su forma de andar.
El actor, sin quererlo, nos presenta el caso perfecto para poder estudiar su comportamiento, ya que ha pasado gran parte de su vida delante de las cámaras. Pero hoy en día no resulta tan distinto del resto de los mortales. Imprevisiblemente, nos adentramos todos en un mundo vigilado y medido.
Ingenieros, matemáticos e informáticos criban la información que producimos en casi todas las situaciones de la vida
Yahoo! captura una media mensual de 2.500 datos sobre sus 250 millones de usuarios
Mientras la economía global flaquea, las posibilidades de los �numerati� aumentan
Correos electrónicos. documentos digitales. dejamos pistas sobre nuestro desarrollo cognitivo y su declive
En Portland, la ciudad más poblada del Estado de Oregón, tenemos ya una muestra de lo que se nos puede venir encima. Allí, centenares de personas mayores han invitado a Intel Corp, el fabricante de semiconductores, a colocar sensores en sus hogares. Esta maquinaria realiza mapas de sus movimientos en sus casas y calcula la media de sus pasos.
Registra el tono de sus voces y el tiempo que tardan en reconocer a un amigo o pariente al teléfono.
Los sensores debajo de sus colchones no sólo toman nota del peso y de sus vueltas en la cama, también de sus paseos al baño. El cepillado de dientes, las visitas a la nevera a medianoche... Todo queda registrado, y todo viaja a través de Internet a los ordenadores de Intel.
Con este acopio de información, los científicos de Intel están desarrollando lo que ellos llaman los puntos de partida de comportamiento de cada hogar. Cualquier desviación de las normas es señal de que algo puede estar fallando. La investigación está en sus albores. Pero, con el tiempo, esperan programar los ordenadores para que sean capaces de reconocer los patrones de las enfermedades desde los primeros estadios de Parkinson o Alzheimer.
Confían en que eventualmente se podrán reemplazar enfermeras bien retribuidas mediante artilugios de vigilancia cada vez más baratos -sin mermar la calidad de vida de los pacientes-.
Mientras se desarrolla ese escenario, una nueva casta de profesionales despunta. Éstos no son médicos ni enfermeras, pero sí especialistas en encontrar patrones significativos entre las cada vez mayores montañas de datos digitales. Les llamo los numerati. Son ingenieros, matemáticos, o informáticos, y están cribando toda la información que producimos en casi todas las situaciones de nuestras vidas.
Los numerati estudian las páginas web que visitamos, los alimentos que compramos, nuestros desplazamientos con nuestros teléfonos móviles. Para ellos, nuestros registros digitales crean un enorme y complejo laboratorio del comportamiento humano.
Tienen las claves para pronosticar los productos o servicios que podríamos comprar, los anuncios de la web en que haremos click, qué enfermedades nos amenazarán en el futuro y hasta si tendremos inclinaciones -basadas puramente en análisis estadísticos- a colocarnos una bomba bajo el abrigo y subir a un autobús. El publicista Dave Morgan es uno de ellos.
Desde su empresa Tacoda, ubicada en Nueva York, ha contratado a estadísticos para rastrear nuestras correrías por la Red y predecir nuestros pasos. La misma tarde que conversé con él vendió su empresa por más de 200 millones de dólares.
No es fácil determinar el número total de numerati, pero a un alto nivel existen varios miles de personas que realizan estas tareas. Y están orgullosos de lo que hacen. Creen que sirve para curarnos, para encontrar amigos, para conocer amantes. Muchos de ellos trabajan en universidades y empresas privadas. Intercambian información en congresos y conferencias.
Si bien no puede hablarse estrictamente de una especie de mafia matemática, una parte importante de ellos lleva a cabo estas actividades de manera coordinada. Estados Unidos es su tierra prometida. En Europa, en cambio, regulaciones más estrictas dificultan su tarea, sobre todo en países como Alemania y Francia.
Quiero dejar muy claro desde el principio que esta ciencia, basada en la estadística, determina solamente la probabilidad. No puede predecir con certeza el comportamiento de un individuo. Por eso, los numerati empiezan a proliferar en sectores en los que se pueden cometer errores de forma regular sin causarse (o causarnos) problemas.
La publicidad y el marketing son sus campos de pruebas, y Google, una compañía que resuelve nuestras búsquedas con escalofriante aproximación en nanosegundos, es el primer emperador del reino.
21 nov 2009
Galileo Galilei
Galileo, astrónomo visionario
Su contribución a la observación del espacio catapultó la astronomía. El telescopio de Galileo Galilei, elaborado hace ahora cuatro siglos, permitió mejorar la descripción de los cuerpos celestes e impulsar el estudio de la astronomía. Para celebrar aquel invento, el Palazzo Strozzi, de Florencia, ha organizado una amplia muestra histórica que recorre el desarrollo de la astronomía desde la antigua Mesopotamia hasta el siglo XVII, cuando el trabajo de Galileo dio un impulso mayúsculo a la ciencia. Titulada Galileo: imágenes del universo desde la Antigüedad hasta el Telescopio, abra desde el 13 de marzo al 30 de agosto.
Galileo, astrónomo visionario
Tras más de un siglo en paradero desconocido, dos dedos y un diente del genio renacentista Galileo Galilei (1564-1642) han sido encontrados en Italia en un relicario comprado en una subasta por un coleccionista, que desconocía que el relicario contuviera tales restos.
El Vaticano planea reeditar las actas del proceso a Galileo
El hereje Galileo retoma Florencia
Galileo, astrónomo visionario
Las reliquias han sido sometidas a análisis y el Instituto y Museo de la Historia de la Ciencia de Florencia, que informa hoy del hallazgo, ha confirmado que pertenecen al pisano, cuyos restos se conservan actualmente en la Basílica de la Santa Croce de la capital toscana.
El Instituto y Museo de la Historia de la Ciencia de Florencia tuvo noticia de la reaparición de los dedos y el diente de Galileo después de que un anticuario se los entregara, sin dar muchos detalles sobre las circunstancias en que llegaron a él, según han contado fuentes del organismo florentino. El anticuario asegura que adquirió el relicario, de madera, en una subasta cuya fecha y lugar de celebración no ha precisado, como tampoco ha dicho cuánto pagó por esa pieza.
Las tres reliquias, de las que se perdió el rastro hace más de cien años, se suman así a las otras dos, un dedo y una vértebra, que conservan dos instituciones italianas, con las que se completan finalmente los cinco restos del cuerpo de Galileo que fueron separados del cadáver durante su exhumación, el 12 de marzo de 1737.
"Todo el material orgánico extraído del cuerpo queda ahora identificado y conservado en manos responsables", asegura en un comunicado el museo florentino, que expondrá las reliquias reencontradas a partir de la próxima primavera. "Como es sabido, un dedo estaba ya en exposición permanente en el Museo de Historia de la Ciencia, mientras que una vértebra es custodiada en la Universidad de Padua, donde Galileo enseñó durante casi veinte años", prosigue la nota.
La historia de la autonomía de estas cinco partes del cuerpo de Galileo se remonta a 1737, casi un siglo después de que el científico, muy polémico en la época por sus teorías y sus desencuentros con la Iglesia Católica, muriera y fuera enterrado en un lugar discreto y poco accesible.
De hecho, el deseo de trasladar el cuerpo del genio a un lugar propio de su importancia científica e histórica fue lo que propició la exhumación del cadáver de Galileo, condenado en vida por la Inquisición por haberse adherido a la teoría de Copérnico, que sostenía que era el Sol, y no la Tierra, el centro del Universo.
Durante la exhumación, promovida por el Gran Duque de la Toscana Gian Gastone, varios expertos de la época y fieles seguidores del trabajo del científico extrajeron esos tres dedos (de la mano derecha), la quinta vértebra y el diente para conservarlos como reliquias.
Con la reaparición de los dos dedos y el diente se pone fin al proceso de sepultura del cuerpo de Galileo, cuya presencia en la Basílica de la Santa Croce de Florencia supuso para el Gran Duque de la Toscana la confirmación de la independencia del poder civil respecto del religioso.
Audrey Hepburn
La casa Sotheby's va a subastar el próximo 8 de diciembre en Londres una colección que puede entusiasmar tanto a adictos a la moda como a cinéfilos y mitómanos: más de 30 modelos de alta costura pertenecientes a la actriz Audrey Hepburn, incluido el vestido de novia que las hermanas Fontana le diseñaron en 1952 para su enlace con James Hanson, que finalmente no se produjo (tras cancelarse el compromiso, Hepburn decidió donarlo a una niña italiana sin recursos, Amabile Altobella, que lo conservó toda su vida).
En la última década sólo tres vestidos de Audrey Hepburn se han puesto a la venta, por lo que la expectación es grande.
Con precios previstos que oscilan entre 150 y 20.000 libras (entre 166 y 22.199 euros), junto a los vestidos se subastarán sombreros y complementos que la protagonista de Desayuno con diamantes lució entre 1953 y la década de los sesenta, además de varios telegramas y cartas personales. "Es difícil calcular el valor total, porque en 2006 dos prendas de la actriz alcanzaron el millón de dólares (673.000 euros) en una venta", señala la responsable de la venta, Kerry Taylor.
Entre las prendas, salidas del armario de una amiga íntima de Hepburn, Tanja Star Busmann, a quien la actriz solía regalar algunos de sus elegantes trajes, se encuentran modelos para todo tipo de ocasiones firmados por Valentino, Elizabeth Arden o su diseñador preferido, Hubert de Givenchy.
Destacan un vestido de cóctel negro con encajes de Givenchy que vistió en Cómo robar un millón y..., otro givenchy turquesa en seda con el que promocionó la película Dos en la carretera y otro del mismo diseñador que la actriz lució durante una de las presentaciones del filme Encuentro en París.
Junto a ellos se podrá pujar también por varias cartas que la actriz escribió a la propietaria de la colección entre 1950 y 1958, así como telegramas que Hepburn intercambió con Hanson durante los preparativos de su boda. "Estas cartas muestran a una Audrey Hepburn en los inicios de su carrera, cuando todavía su autoestima no era muy alta y se emocionaba con el éxito de sus películas e interpretaciones, o cuando colocaron la primera estrella en la puerta de su camerino", explica Taylor.
Antes de ser trasladadas a Londres, las piezas se exponen estos días en Nueva York y la semana próxima lo harán en París. La mitad de la cifra recaudada con la venta, que se calcula superior a las 100.000 libras (unos 110.000 euros), se destinará a la fundación que lleva el nombre de la actriz y que vela por brindar una buena calidad de vida a niños de todo el mundo.
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