En una ciudad normal –según tengo entendido–, cuando uno quiere intercambios carnales de tipo mercenario, o sea, pagando, y es forastero o no conoce el percal, sube a un taxi y dice: «Al barrio de las putas, hágame usted el favor». Y de camino, si el taxista es un tío enrollado, te ilustra sobre las mejores esquinas, los antros adecuados para tomar algo, e incluso recomienda que una vez metido en faena preguntes por Greta, por Ivonne, por Makarova o por la casa de madame Lumumba, que son limpias y de confianza. Detalles útiles y cosas así. Luego, al llegar a la zona de lanzamiento, le das una propina al taxista, te buscas la vida, y al que Dios se la dé, que san Pedro se la bendiga. Lo de siempre.
En Madrid, capital de las Españas, es distinto. Una ventaja de esta ciudad es que te ahorras el taxi. Quien desee irse de putas las encuentra con facilidad en el centro mismo, a cualquier hora. Incluso quien no tiene la menor intención de tocar ese registro, se las tropieza con una frecuencia pasmosa. Basta dar una vuelta por el corazón turístico y comercial de la urbe para observar un surtido panorama. Eso no ocurre en otras capitales de Europa, donde, por el qué dirán o por lo que sea, el puterío se limita a calles tradicionales y discretas, alejadas de las grandes vías de tránsito peatonal. No ya porque el comercio venéreo tenga un punto vergonzoso y bajuno –que lo tiene– ni porque la gentuza que suele pulular en torno sea todo menos ejemplar, sino por razones de pura estética urbana. No recuerdo, salvo error u omisión, haber visto nunca las aceras del bulevar Saint Germain, el Chiado lisboeta o las inmediaciones de la plaza Navona, por ejemplo, llenas de lumis. En Madrid, sin embargo, sus equivalentes están hasta los topes. Y la verdad: queda feo. Cada cosa es cada cosa. Como dicen en Culiacán, Sinaloa, cada chango en su mecate.
No tengo nada contra las lumis, ojo. Alguien tiene que parir a ciertos políticos de los que mojan en nuestras diecisiete salsas y nos animan el telediario. Lo que pasa es que, a veces, la situación puede ser incómoda. La otra noche paseaba, después de cenar, con unos amigos guiris camino de su hotel en la Gran Vía. Y subiendo de la puerta del Sol junto a los cines de la calle principal del centro de Madrid, entre la basura y suciedad acumulada por todas partes, pasamos revista a un variopinto surtido puteril –todo de importación– comparado con el cual, aquellas busconas nacionales de antaño, tan arregladas ellas, con su bolso y su cigarrillo en los labios fríos como la Lirio, apoyadas en el quicio de la mancebía, parecían condesas de Romanones, o por ahí. Las señoras que venían en el grupo de mis amigos, que al principio miraban el paisaje entre curiosas y sorprendidas, terminaron por acojonarse, sobre todo a causa del ganado masculino que circulaba cerca, incluidos los fulanos que se empeñaban en darnos a todos tarjetitas sobre pornotiendas y puticlubs ad hoc situados, supongo, en las cercanías.
El caso es que, a medio paseo, una de las guiris, Silvie, que es gabacha, me preguntó: «¿Siempre es esto así, tan elegante?». Y no tuve más remedio que confirmarle que sí, y que no sólo de noche. Que también de día, la vieja prostitución antes limitada a la cercana calle de la Ballesta hace tiempo desbordó los límites para desparramarse por las cercanías de la puerta del Sol, sin que el Ayuntamiento pueda o quiera impedirlo, aunque a los vecinos y comerciantes se los llevan los diablos. «¿Y no hay normas que regulen esto?», preguntó Silvie, toda ingenua. Entonces tuve que emplear unos diez minutos de paseo –a razón de una puta presente cada quince segundos– para explicarle que esto es España, niña. La democracia más avanzada y puntera de Europa. ¿Lo captas? El pasmo del mundo y de Triana, o sea. ¿Nunca oíste hablar de la Alianza de Putilizaciones? Cualquiera que estorbe a una extranjera, por ejemplo, el libre ejercicio de su chichi en donde le apetezca a ella y a su chulo, es un xenófobo y un fascista. Es algo parecido –añadí– a lo de aquel mendigo español que antes tuvimos que esquivar porque estaba tirado en el suelo, cortándonos el paso en la acera. Si un guardia le pide que circule, la gente increpará al guardia, y con razón, por abuso de autoridad. Y lo mismo hasta le dan de hostias. Al guardia.
Después de escuchar aquello, Silvie no volvió a abrir la boca. Yo adivinaba sus pensamientos: una ciudad donde nadie puede controlar el lugar donde cualquiera campa por sus respetos es una auténtica mierda; pero cada cual tiene las ciudades que se merece. Advertí que eso era lo que estaba pensando. Aunque, por suerte, no lo dijo. Silvie es una chica educada. Me habría puesto en un compromiso.
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