Dirigí mi primera película cuando tenía 27 años. Y
desde entonces solo he rodado cuatro. El balance de mi carrera es un 90%
interpretación y un 10% realización. Una falta de equilibrio que he
intentado remediar en estos últimos años en los que además he firmado
cuatro episodios de televisión. Lamento no haberlo hecho antes y por eso ahora me urge más contar mis
historias. No es que quiera ser prolífica. No necesito estar en las
portadas de las revistas ni ser Ron Howard, o dirigir el filme más comercial. Quiero contar mis historias.
¿Se ve mejor reflejada en aquello que dirige que en aquello que interpreta? Me suelen preguntar por qué no escribo más. ¿Y qué es un director sino alguien que reescribe con la cámara? En El pequeño Tate
(1991), mi primera cinta, puedo ver una obra de juventud. Y también me
siento mal por aquellos que trabajaron conmigo por el control al que los
sometí, no dejé que fluyera la creatividad. El castor (2011) es mi mejor película, la más madura. Pero sé que no lo es para todo el mundo. Hoy trabaja casi más en televisión que en cine. ¿Se acabó lo que se daba? El futuro de la narrativa está en manos de los servicios de cable o de streaming. El cine como experiencia en salas está acabado. Y tenemos que aceptarlo. La gente ve el contenido en sus teléfonos. Y
nadie va al cine. Ni yo. Pero sigo siendo defensora del formato de
película: historias de hora y media con principio, nudo y desenlace. Veo
series de televisión, pero no suelo pasar de la segunda temporada. Me
gustan los personajes, pero llegado un punto no necesito saber nada más
de ellos.
La tecnología se le resiste. Y se nota. Foster se pelea con su móvil
para mandar un mensaje de texto. Lo dice en voz alta. “Agarra el
teléfono y llama a tu tutor ya”, apremia a uno de sus hijos. Probablemente es Charlie, el mayor; o quizá Kit, el pequeño. Pero no
utiliza el dictado. Ni tan siquiera a la asistente virtual Siri. Lo dice
mientras lo teclea. Gruñe, pero hay algo de pose. Su vida privada fue
una barrera infranqueable en las entrevistas. Ahora, la mujer que salió
del armario en la entrega de los Globos de Oro de hace cinco años hace
partícipe de su vida al interlocutor sin pedirlo. “Lo único que necesito
es un hijo que conteste cuando se le llama. Ya sabes lo que es eso”. Solo tengo perros. Es más sencillo. Digo: “Lucy, ven”, y viene. ¡Otra Lucy!
¡Ese sí que fue el amor de mi vida! Mi bulldog francés… Tener hijos te
cambia la vida. Y te pone los pies en la tierra. Es fácil sentirse sola
en Los Ángeles, especialmente cuando eres alguien introvertido,
independiente y a quien no le gusta pedir ayuda. Y si encima eres
famosa, más. Pero mis hijos… Vuelvo a casa después del estreno, tras un
día entero de entrevistas, y mientras hago los ejercicios de
rehabilitación de la rodilla llegan con un grupo de adolescentes y
empiezan el día a medianoche. ¡A medianoche! Me saquean la nevera, se
ponen ciegos de algas, de orangina y de nata. Se comen lo que
pillan. No me entiendas mal. Charlie tiene 20 años. Y Kit, dieciséis y
pico. No tenemos problemas más allá de lo típico: que lo dejan todo
tirado por ahí. Me canso de oír mi voz. Pero me temo que será así el
resto de mis días.
¿Cuál es su relación con el cine? ¿Se interesan ellos por sus películas? Yo no soy como Martin [Scorsese],
que organiza proyecciones privadas y comentadas para su hija y sus
amigos. Lo suyo es obsesión. Nosotros hablamos de cine, claro. Les
gusta. Pero tienen su propia cuenta de Netflix para ver lo que quieren. Yo estoy mucho más obsesionada por la ética que por el cine. Nos da más
que hablar . Leemos juntos las páginas de opinión de The New York Times. O discutimos las noticias. A veces también hablamos sobre películas, pero por su contenido social o por su marco histórico. ¿Cuál es la cinta que cambió su vida? Son tantas… El cazador me impactó, y muchas de la nouvelle vague. Pequeñas tramas sobre gente corriente. Esas son las que más me han cambiado. Su discurso hace cinco años durante la entrega de los Globos
de Oro, cuando recogió el Premio Cecil B. DeMille a toda su carrera fue
revelador: “Este podría haber sido un gran discurso de salida del
armario. Pero yo ya hice mi salida del armario hace miles de años”.
¿Existe un antes y un después en su vida desde aquel momento? Fue una gran noche y mi discurso fue el que fue. Habló por sí mismo. Cuando uno recibe un premio a toda su carrera no
comenta su última película, sino lo que ha hecho a lo largo de su vida. Y
aquel fue un momento de transición, de cambio hacia un nuevo futuro.Sé que hizo mucho ruido, pero no quise sumarme a ello. No hay más que
decir. No puedo estar más que orgullosa por este absurdo trabajo que
disfruto y que me ha proporcionado una vida maravillosa. El cine es mi
familia, es mi vida. Me ha dado sentido como persona y también he tenido
que ganarme a pulso esa coherencia.
¿Cuáles fueron las batallas? ¿Los peores momentos?
Yo prefiero recordar los mejores. Soy muy nostálgica. Hay una gran
belleza en el hecho de mirar atrás. Y con ello no quiero decir que
cualquier tiempo pasado fue mejor, que quiera volver atrás. Con vivir el
recuerdo me conformo. Mi vida en los hoteles con mi madre, haciendo
nuestra colada en el baño y sin tan siquiera tener una neverita…
Teníamos nuestras normas. Si comíamos en la cama, poníamos la toalla
para que no quedaran miguitas. Incluso en hoteles terribles, como en el
que estuvimos durante el rodaje de Bugsy Malone (1976), al lado del aeropuerto y con olor a cloro, el recuerdo que guardo es el de habérmelo pasado como nunca en mi vida.
En aquel discurso de los Globos de Oro también dedicó unas
emocionantes palabras a su madre, Evelyn Almond. Como dijo, está perdida
tras sus ojos azules, aquejada de demencia. ¿Fue esa otra de las
razones de su transición? Mi madre no podría estar mejor. ¡Va a
acabar con todos! Es un tránsito difícil, y lo cierto es que su
demencia está muy avanzada. Es tremendamente duro para todos cuando
nuestros padres se hacen mayores. Pero estoy muy agradecida de poder
pasar tiempo con ella. Vive en su casa, como ella quiere, y no le faltan
cuidados. Lo más importante es que hace lo que quiere: ver películas y
comer. ¿Alguna vez se ha sentido como una adelantada a su tiempo?
No creo que sea la persona más adecuada para decirlo, pero echando la
vista atrás algunas veces sí puede parecerlo. Una de las razones por las
que tuve éxito, por las que fui alguien tan fuera de la norma, es que
de niña no me rodearon colegialas, sino mujeres que trabajaban. Como yo.
Nunca intenté ser como los demás. Simplemente lo fui.
Pero la fortaleza de los papeles que interpretó se adelantó al momento en que vivimos.
Siempre imprimí a los trabajos mi experiencia como persona. No busqué
la fortaleza. Solo quise papeles que no estuvieran definidos por otro. Y
a veces se los tuve que quitar a un hombre.
Jodie Foster, en 1976, en una imagen de 'Taxi driver'.everest collection
Protagonista desde muy joven de títulos como Taxi Driver
(1976), se convirtió en la obsesión de John Hinckley Jr., autor a
principios de los ochenta del atentado frustrado contra el presidente de
Estados Unidos Ronald Reagan como prueba de su amor a la actriz. Jodie Foster parece la voz perfecta para el movimiento Time’s Up contra
el acoso sexual puesto en marcha desde Hollywood en respuesta al caso Weinstein. Sin embargo, sus reacciones al huracán que sacude la meca del cine han
sido más cerebrales que emocionales. No dice nada de Polanski, director
con quien trabajó en uno de sus últimos títulos como actriz —Un dios salvaje (2011)—, ahora expulsado de la Academia de Hollywood
por violar a una menor hace 40 años. “La justicia a golpe de Twitter no
es el camino a seguir”, declaró Foster recientemente. Está claro que
las redes sociales no le ponen nada. “No voy a juzgar a nadie, porque no
se puede decir que durante el tiempo que otros pierden en las redes yo
salve el mundo. Simplemente, no me interesa, y no echo en falta los
vídeos de YouTube con gatitos y arcoíris. No sé lo que hacen otros
mientras yo no estoy en las redes, pero siento nostalgia por esos días
en los que no estábamos tan interconectados”.¿Cómo piensa que va a cambiar la industria tras la revolución del #MeToo y el movimiento Time’s Up?
Me niego a aumentar el ruido en un momento tan importante en nuestra
historia. Padecemos un exceso de declaraciones. Nadie necesita oír a
otro actor hablando del tema. Necesitamos acciones. Una mayor
concienciación. Y como en todas las revoluciones, deberíamos aprender de
los errores cometidos por movimientos sociales anteriores. Si queremos
el cambio, tenemos que hablar entre todos para buscar la reconciliación.
No lo digo yo, lo dijo Desmond Tutu durante la lucha contra el apartheid.
En momentos de pánico, ¿qué es lo que le da la tranquilidad?
Apagar la televisión y dejar de ver la CNN, para empezar. Y me gusta
meditar, aunque ahora hace tiempo que no lo hago. Mi mejor forma de
concentrarme, de apagar el ruido, de desconectar, es esquiar. Eso me
calma. Cuando estás bajando por una colina a gran velocidad, si te pones
a pensar en Trump o en cualquier otra cosa, te la das seguro.
EL MUNDO ESTÁ lleno de portavoces de organismos nacionales e
internacionales que opinan sobre lo divino y lo humano desde la mañana
hasta la noche. Piensen, no sé, por citar uno, en el FMI, cuya
presidenta se asoma con frecuencia a los periódicos para soltar una
amenaza. Durante la pasada crisis del Aquarius,
que rescató a más de seiscientos migrantes frente a las costas de
Libia, estuvimos esperando que la señora Lagarde se manifestara de un
momento a otro acerca del asunto. Decimos Lagarde, pero podríamos haber
dicho Juan Rosell,
que es el mandamás de la CEOE y al que vemos mucho en los telediarios. Europa está llena de siglas, la mayoría intraducibles, de las que emanan
pautas, normas, decretos, leyes, cosas, y de las que cabía esperar una
reacción frente a la odisea de esta pobre gente rechazada de forma
sucesiva por Malta y por Italia.No vamos a reproducir aquí las palabras de Matteo Salvini,
ministro de Interior del país con forma de patada, porque podría
escucharlo la niña de la foto, que sonríe en brazos del adulto como si
hubiera llegado al paraíso. A veces confundimos salir del infierno con
alcanzar la gloria, pero no es lo mismo, no es lo mismo ser que estar,
no es lo mismo estar que quedarse, etcétera.
Decía, en fin, que me sorprendió mucho el mutismo de los líderes
europeos, a los que pagamos una pasta. Por extrañarme, me extrañé hasta
del mío, pues escribiendo en la prensa debería haber llegado antes. Pero
es que ahora mismo todos llevamos un Salvini dentro. Que se manifieste
fuera, como ha sucedido en Italia, no es más que una cuestión de
tiempo.
Todos tenemos nuestra pequeña mochila de vivencias, y esto hace que,
para algunas personas, el temor a que les dejen resulte insuperable.
TENGO UNA PERRA ya mayor a la que recogí de un refugio, ANAA, cuando
tenía dos años. No sé qué horrible vida llevó antes de entrar en la mía,
pero estaba muy traumatizada. Durante seis meses no se dejó tocar por
nadie. Durante cuatro años no la pude soltar porque se escapaba. Descubrí hace poco que su cuerpo está lleno de perdigones: le pegaron un
tiro. Ahora tiene 12 años y es la perra más cariñosa que imaginarse
pueda. Se arrima a todo el mundo, pidiendo que la soben. No he visto más
hambruna de caricias en ningún animal. Como solemos hacer los dueños de perros,
mantengo con Carlota, que es como se llama, mis rituales. Uno es una
sesión de un par de minutos de caricias nada más levantarnos. Se arrima a
mi cama, baja la cabeza y yo la mimo y la rasco y le digo lindezas. Es
bastante grande y es un gusto abrazarla, y estoy completamente segura de
que a ella le encanta. Sin embargo, llega a mi lado nerviosa, envarada.
Aunque se aprieta contra mí y, si yo no corto, ella seguiría todo el
día, no está nada tranquila. De hecho, al terminar siempre se sacude
vigorosamente, que es lo que hacen los perros cuando han pasado un
momento de tensión para relajarse. Yo diría que hay una buena parte de
angustia en su placer. Probablemente tema que la rechace y que toda su
ilusión se quede en nada. Tendrá miedo de que le haga daño porque ya se
lo han hecho muchas veces. Le asustará su necesidad, que ella percibirá
como situación de debilidad, igual que la gacela que se acerca a beber a
la charca africana con un ojo avizor por si aparecen leones. Supongo
que Carlota cree ponerse en riesgo al entregarse tanto: está desgarrada
entre el deseo de acercarse y el de salir corriendo. Y ¿saben qué? Esta
mañana, de repente, me reconocí en ella. Porque a nosotros, los humanos, nos sucede igual. También estamos
divididos entre el deseo y el miedo. El deseo de querer y de que te
quieran, ese anhelo tan indispensable, exigente, animal. Y su
contrapartida de diversos temores. En primer lugar está el miedo a
mostrar tu necesidad emocional y que eso te haga frágil, te devalúe,
rebaje tu atractivo. Un amigo me decía el otro día: “Al final me falta
maldad para ser interesante, pero no valgo para ser lo que no soy”. Creo
que se equivoca: para mí no sólo no es necesario ser malo para gustar,
sino que ése es un claro factor de rechazo. Pero sí es cierto que los
humanos padecemos la perversión de valorar más lo que no tenemos, y que
algunas personas se quedan atrapadas en la paradoja de desear más a
aquellos que se escapan. De hecho, los seductores tradicionales son
aquellos que dan y luego retiran. Es un juego muy tonto, y aun así
funciona. A veces pienso que somos más elementales en nuestras emociones
que los perros. Pero estos sólo son los temores primeros, los de la etapa del cortejo. Es después, cuando la relación empieza, cuando se convierten en
terrores. Es el miedo esencial a permitir que un otro o una otra ocupe
un lugar importante en tu vida; y es la llave para infligirte dolor que
le estás dando. Porque puede que no te quiera de la manera en que tú
quieres ser querido. O porque quizá te deje. Todos tenemos nuestra
pequeña mochila de vivencias, nuestros perdigones del pasado, como mi
Carlota. Y esto hace que, para algunas personas, el miedo a que les
dejen resulte insuperable. De ahí que la ruptura preventiva sea una
cobarde estupidez que muchos y muchas cometen: romper ahora que estamos
tan bien por si luego va mal; romper ahora que lo necesito tanto por
temor a que rompa él. Tengo otro amigo que lleva algún tiempo con una
chica 32 años más joven. Están mejor que nunca, pero mi amigo, que se va
acercando a los 70, estaba pensando en dejarla para acabar en lo más
alto y evitar así el peligro de que ella lo abandone por viejo en un
futuro. Le he convencido de que sea valiente y persevere en su historia
mientras dure. No sé si acabará maldiciéndome, pero estará vivo. Siempre
hay riesgo al amar, sin duda alguna. Empezando por el riesgo supremo de que el amado se muera. ¿Pero cuál es
la otra opción? Una existencia vacía.
Para seguir viviendo hace falta
beber de la charca, aunque nos den miedo los leones.
ME FUI DOS DÍAS de viaje. Al partir había un Presidente del Gobierno con sus ministros y al volver había otro, todavía sin gabinete. Unas fechas más tarde, cambió el director de este diario
(suerte al saliente y suerte a la entrante, y a sus respectivos
equipos). Al poco había nuevos ministros, saludados con cierto respeto
(con alguna excepción), cosa rara en España. El siguiente miércoles ya
se había hecho dimitir a uno de ellos, y también se había destituido al
seleccionador de fútbol, la víspera de comenzar el Mundial. (Había un
Presidente de la Federación reciente, así que dio un martillazo en la
mesa para que se le notara personalidad.) El cesante llevaba dos años en su cargo y no había recibido más que
parabienes, pero inoportunamente se había anunciado que al término del
campeonato pasaría a dirigir al Real Madrid, del cual, unas semanas
antes, se había despedido Zidane
tras ganar tres Copas de Europa consecutivas y gozar de la devoción de
sus jugadores. Por cambiar, ha cambiado de pronto hasta el jefe de El
Corte Inglés, que en su campo es una institución. Sin duda cada relevo es distinto y obedece a distintas
circunstancias. Pero, sea como sea, en estas semanas se ha comprobado
que este es un país de vaivenes y extremos, y de éstos no se sabe nunca
cuál es peor. Uno de los más perniciosos efectos de la insoportable y
prolongadísima corrupción de políticos, constructores y empresarios es
que —en apariencia— se ha pasado a lo opuesto. De boquilla, claro está;
sin entrenamiento previo; sin tradición de honradez; con los aspavientos
y la ira inquisitorial de los conversos, es decir, de los hipócritas.
Es como si se hubiera iniciado una competición por demostrar quién
está más limpio, quién es más puro e incontaminado, quién más
intransigente con los podridos, quién defenestra mejor a los
sospechosos. Y claro, no nos engañemos: este, como Italia, es un país
secularmente indulgente con los hurtos, las picardías, la transgresión
leve, los pecados veniales, las pillerías. Es más, ha admirado todo eso,
tácita o abiertamente. Ha envidiado a quienes osaban cometerlos y se
salían con la suya y rehuían el castigo. No es esta una actitud de
siglos remotos. Hace pocos años causaba incredulidad que, sabiéndose
cuanto se sabía de la corrupción del PP de Valencia, este partido
siguiera ganando allí elecciones generales, autonómicas, municipales,
una y otra vez. Por no hablar del consentimiento catalán de décadas a
los Pujol y al 3%. En casi todas las comunidades encontraríamos el mismo
panorama, de Galicia a Baleares a Andalucía a Madrid. Esto era lamentable (¿era?), pero era nuestra historia y la verdad. Ahora, de repente, el país se ha llenado de virtuosos que miran con lupa
hasta el más insignificante curriculum de cualquiera, para ver si ha mentido o lo ha inflado,
algo que probablemente hace o ha hecho el 80% de la población con
curriculum. Se escudriñan las declaraciones de la renta, como si hubiera
algún español (¿el 5% quizá?) que jamás hubiera intentado mejorar su
tributación con algún recurso legal o semilegal. En esto, además, es
difícil que nadie esté limpio, porque Hacienda se encargó de que todos
metiéramos la pata: lo que un año admitía, al año siguiente o dos ya no,
y a veces la falta era retroactiva. Uno ve clamar al cielo a políticos
de lo más dudoso (ver a Monedero o Hernando con el manto de la
Inmaculada produce irrisión), acusando con el dedo al individuo caído en
desgracia o víctima de una cacería. Lo mismo a periodistas y
tertulianos, muchos de los cuales habrán incurrido exactamente en lo
mismo que el linchado de turno: lejos de mostrarle comprensión o
solidaridad, se ensañan con él, sin caer en la cuenta de que ellos
pueden ser los próximos.
El resultado de esta falsa furia purificadora es el habitual en casos
así: todo se agiganta y no hay matices; cualquier pequeña omisión es
presentada como un grave crimen; alguien con una multa por haber
aparcado mal corre el riesgo de acabar inhabilitado para cualquier cargo
público, o docente, o empresarial; se confunde una infracción con un
delito; se considera corrupto a quien meramente fue mal aconsejado o
cometió un error; la buena fe está descartada y se presupone siempre la
mala. Pero, como nuestra tradición es la que es (y éstas no cambian en un
lustro ni dos), todo este espíritu flamígero es impostado, farisaico,
artificial, suena a fanfarria y a farsa. Después de hacer la infinita
vista gorda ante la corrupción más descarada, ahora toca no pasar una,
con razón o sin ella. Darse golpes de pecho y exigir a los demás (eso es
invariable: a los demás) una trayectoria sin tacha en todos los
aspectos. Y aquí ya no apuntaré porcentajes: niños aparte, no hay en
España un solo ciudadano con una trayectoria impoluta en todos los
ámbitos de la vida. Lo peor es que quienes mejor lo saben son los políticos, los periodistas
y los tertulianos que (con la honrosa excepción, que yo sepa, de
Nativel Preciado y Carmelo Encinas, justo es reconocérselo) se han
puesto últimamente el disfraz de la Purísima, sin pecado concebida.