ME FUI DOS DÍAS de viaje.
Al partir había un Presidente del Gobierno con sus ministros y al volver había otro, todavía sin gabinete.
Unas fechas más tarde, cambió el director de este diario
(suerte al saliente y suerte a la entrante, y a sus respectivos
equipos).
Al poco había nuevos ministros, saludados con cierto respeto
(con alguna excepción), cosa rara en España.
El siguiente miércoles ya
se había hecho dimitir a uno de ellos, y también se había destituido al
seleccionador de fútbol, la víspera de comenzar el Mundial.
(Había un
Presidente de la Federación reciente, así que dio un martillazo en la
mesa para que se le notara personalidad.)
El cesante llevaba dos años en su cargo y no había recibido más que
parabienes, pero inoportunamente se había anunciado que al término del
campeonato pasaría a dirigir al Real Madrid, del cual, unas semanas
antes, se había despedido Zidane
tras ganar tres Copas de Europa consecutivas y gozar de la devoción de
sus jugadores.
Por cambiar, ha cambiado de pronto hasta el jefe de El
Corte Inglés, que en su campo es una institución.
Sin duda cada relevo es distinto y obedece a distintas
circunstancias.
Pero, sea como sea, en estas semanas se ha comprobado
que este es un país de vaivenes y extremos, y de éstos no se sabe nunca
cuál es peor.
Uno de los más perniciosos efectos de la insoportable y
prolongadísima corrupción de políticos, constructores y empresarios es
que —en apariencia— se ha pasado a lo opuesto. De boquilla, claro está;
sin entrenamiento previo; sin tradición de honradez; con los aspavientos
y la ira inquisitorial de los conversos, es decir, de los hipócritas.
Es como si se hubiera iniciado una competición por demostrar quién
está más limpio, quién es más puro e incontaminado, quién más
intransigente con los podridos, quién defenestra mejor a los
sospechosos.
Y claro, no nos engañemos: este, como Italia, es un país
secularmente indulgente con los hurtos, las picardías, la transgresión
leve, los pecados veniales, las pillerías.
Es más, ha admirado todo eso,
tácita o abiertamente.
Ha envidiado a quienes osaban cometerlos y se
salían con la suya y rehuían el castigo.
No es esta una actitud de
siglos remotos. Hace pocos años causaba incredulidad que, sabiéndose
cuanto se sabía de la corrupción del PP de Valencia, este partido
siguiera ganando allí elecciones generales, autonómicas, municipales,
una y otra vez.
Por no hablar del consentimiento catalán de décadas a
los Pujol y al 3%. En casi todas las comunidades encontraríamos el mismo
panorama, de Galicia a Baleares a Andalucía a Madrid.
Esto era lamentable (¿era?), pero era nuestra historia y la verdad.
Ahora, de repente, el país se ha llenado de virtuosos que miran con lupa
hasta el más insignificante curriculum de cualquiera, para ver si ha mentido o lo ha inflado,
algo que probablemente hace o ha hecho el 80% de la población con
curriculum.
Se escudriñan las declaraciones de la renta, como si hubiera
algún español (¿el 5% quizá?) que jamás hubiera intentado mejorar su
tributación con algún recurso legal o semilegal. En esto, además, es
difícil que nadie esté limpio, porque Hacienda se encargó de que todos
metiéramos la pata: lo que un año admitía, al año siguiente o dos ya no,
y a veces la falta era retroactiva.
Uno ve clamar al cielo a políticos
de lo más dudoso (ver a Monedero o Hernando con el manto de la
Inmaculada produce irrisión), acusando con el dedo al individuo caído en
desgracia o víctima de una cacería.
Lo mismo a periodistas y
tertulianos, muchos de los cuales habrán incurrido exactamente en lo
mismo que el linchado de turno: lejos de mostrarle comprensión o
solidaridad, se ensañan con él, sin caer en la cuenta de que ellos
pueden ser los próximos.
El resultado de esta falsa furia purificadora es el habitual en casos
así: todo se agiganta y no hay matices; cualquier pequeña omisión es
presentada como un grave crimen; alguien con una multa por haber
aparcado mal corre el riesgo de acabar inhabilitado para cualquier cargo
público, o docente, o empresarial; se confunde una infracción con un
delito; se considera corrupto a quien meramente fue mal aconsejado o
cometió un error; la buena fe está descartada y se presupone siempre la
mala.
Pero, como nuestra tradición es la que es (y éstas no cambian en un
lustro ni dos), todo este espíritu flamígero es impostado, farisaico,
artificial, suena a fanfarria y a farsa.
Después de hacer la infinita
vista gorda ante la corrupción más descarada, ahora toca no pasar una,
con razón o sin ella.
Darse golpes de pecho y exigir a los demás (eso es
invariable: a los demás) una trayectoria sin tacha en todos los
aspectos.
Y aquí ya no apuntaré porcentajes: niños aparte, no hay en
España un solo ciudadano con una trayectoria impoluta en todos los
ámbitos de la vida.
Lo peor es que quienes mejor lo saben son los políticos, los periodistas
y los tertulianos que (con la honrosa excepción, que yo sepa, de
Nativel Preciado y Carmelo Encinas, justo es reconocérselo) se han
puesto últimamente el disfraz de la Purísima, sin pecado concebida.
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