EL MUNDO ESTÁ lleno de portavoces de organismos nacionales e
internacionales que opinan sobre lo divino y lo humano desde la mañana
hasta la noche. Piensen, no sé, por citar uno, en el FMI, cuya
presidenta se asoma con frecuencia a los periódicos para soltar una
amenaza. Durante la pasada crisis del Aquarius,
que rescató a más de seiscientos migrantes frente a las costas de
Libia, estuvimos esperando que la señora Lagarde se manifestara de un
momento a otro acerca del asunto. Decimos Lagarde, pero podríamos haber
dicho Juan Rosell,
que es el mandamás de la CEOE y al que vemos mucho en los telediarios. Europa está llena de siglas, la mayoría intraducibles, de las que emanan
pautas, normas, decretos, leyes, cosas, y de las que cabía esperar una
reacción frente a la odisea de esta pobre gente rechazada de forma
sucesiva por Malta y por Italia.No vamos a reproducir aquí las palabras de Matteo Salvini,
ministro de Interior del país con forma de patada, porque podría
escucharlo la niña de la foto, que sonríe en brazos del adulto como si
hubiera llegado al paraíso. A veces confundimos salir del infierno con
alcanzar la gloria, pero no es lo mismo, no es lo mismo ser que estar,
no es lo mismo estar que quedarse, etcétera.
Decía, en fin, que me sorprendió mucho el mutismo de los líderes
europeos, a los que pagamos una pasta. Por extrañarme, me extrañé hasta
del mío, pues escribiendo en la prensa debería haber llegado antes. Pero
es que ahora mismo todos llevamos un Salvini dentro. Que se manifieste
fuera, como ha sucedido en Italia, no es más que una cuestión de
tiempo.
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