Todos tenemos nuestra pequeña mochila de vivencias, y esto hace que,
para algunas personas, el temor a que les dejen resulte insuperable.
TENGO UNA PERRA ya mayor a la que recogí de un refugio, ANAA, cuando
tenía dos años.
No sé qué horrible vida llevó antes de entrar en la mía,
pero estaba muy traumatizada. Durante seis meses no se dejó tocar por
nadie. Durante cuatro años no la pude soltar porque se escapaba.
Descubrí hace poco que su cuerpo está lleno de perdigones: le pegaron un
tiro.
Ahora tiene 12 años y es la perra más cariñosa que imaginarse
pueda.
Se arrima a todo el mundo, pidiendo que la soben. No he visto más
hambruna de caricias en ningún animal.
Como solemos hacer los dueños de perros,
mantengo con Carlota, que es como se llama, mis rituales.
Uno es una
sesión de un par de minutos de caricias nada más levantarnos. Se arrima a
mi cama, baja la cabeza y yo la mimo y la rasco y le digo lindezas.
Es
bastante grande y es un gusto abrazarla, y estoy completamente segura de
que a ella le encanta.
Sin embargo, llega a mi lado nerviosa, envarada.
Aunque se aprieta contra mí y, si yo no corto, ella seguiría todo el
día, no está nada tranquila.
De hecho, al terminar siempre se sacude
vigorosamente, que es lo que hacen los perros cuando han pasado un
momento de tensión para relajarse.
Yo diría que hay una buena parte de
angustia en su placer. Probablemente tema que la rechace y que toda su
ilusión se quede en nada.
Tendrá miedo de que le haga daño porque ya se
lo han hecho muchas veces.
Le asustará su necesidad, que ella percibirá
como situación de debilidad, igual que la gacela que se acerca a beber a
la charca africana con un ojo avizor por si aparecen leones.
Supongo
que Carlota cree ponerse en riesgo al entregarse tanto: está desgarrada
entre el deseo de acercarse y el de salir corriendo. Y ¿saben qué? Esta
mañana, de repente, me reconocí en ella.
Porque a nosotros, los humanos, nos sucede igual.
También estamos
divididos entre el deseo y el miedo.
El deseo de querer y de que te
quieran, ese anhelo tan indispensable, exigente, animal.
Y su
contrapartida de diversos temores. En primer lugar está el miedo a
mostrar tu necesidad emocional y que eso te haga frágil, te devalúe,
rebaje tu atractivo.
Un amigo me decía el otro día: “Al final me falta
maldad para ser interesante, pero no valgo para ser lo que no soy”. Creo
que se equivoca: para mí no sólo no es necesario ser malo para gustar,
sino que ése es un claro factor de rechazo.
Pero sí es cierto que los
humanos padecemos la perversión de valorar más lo que no tenemos, y que
algunas personas se quedan atrapadas en la paradoja de desear más a
aquellos que se escapan. De hecho, los seductores tradicionales son
aquellos que dan y luego retiran.
Es un juego muy tonto, y aun así
funciona.
A veces pienso que somos más elementales en nuestras emociones
que los perros.
Pero estos sólo son los temores primeros, los de la etapa del cortejo.
Es después, cuando la relación empieza, cuando se convierten en
terrores.
Es el miedo esencial a permitir que un otro o una otra ocupe
un lugar importante en tu vida; y es la llave para infligirte dolor que
le estás dando.
Porque puede que no te quiera de la manera en que tú
quieres ser querido. O porque quizá te deje.
Todos tenemos nuestra
pequeña mochila de vivencias, nuestros perdigones del pasado, como mi
Carlota.
Y esto hace que, para algunas personas, el miedo a que les
dejen resulte insuperable.
De ahí que la ruptura preventiva sea una
cobarde estupidez que muchos y muchas cometen: romper ahora que estamos
tan bien por si luego va mal; romper ahora que lo necesito tanto por
temor a que rompa él.
Tengo otro amigo que lleva algún tiempo con una
chica 32 años más joven.
Están mejor que nunca, pero mi amigo, que se va
acercando a los 70, estaba pensando en dejarla para acabar en lo más
alto y evitar así el peligro de que ella lo abandone por viejo en un
futuro.
Le he convencido de que sea valiente y persevere en su historia
mientras dure.
No sé si acabará maldiciéndome, pero estará vivo. Siempre
hay riesgo al amar, sin duda alguna.
Empezando por el riesgo supremo de que el amado se muera. ¿Pero cuál es
la otra opción? Una existencia vacía.
Para seguir viviendo hace falta
beber de la charca, aunque nos den miedo los leones.
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