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“No hacen más que mencionarme lo de los cinco años fuera del negocio.
Es un montón, pero a veces cuesta mucho levantar un proyecto.
Me considero afortunada por hacer películas personales. Especialmente como directora, no voy con lo que se lleva, con la dieta de Hollywood.
Disfruto de una posición privilegiada y no necesito hacer filmes de usar y tirar o franquicias de otro.
Procuro escoger historias que pueda defender, que me digan algo”.
¿Y qué es lo que le dijo Hotel Artemis? Me interpeló su originalidad.
Estoy harta de ver siempre la misma película.
Encontré el guion de forma misteriosa, incluso antes de que saliera a la luz, y me llegó su energía. Soy muy quisquillosa
. Cada vez peor. Cada vez me lleva más tiempo encontrar lo que quiero.
Pero es que no me gusta repetirme, volver a interpretar el mismo papel.
No me gusta competir conmigo misma, con mis interpretaciones anteriores.
Prefiero madurar y evolucionar. Y la transformación para este personaje, su cambio físico, no se parece a nada de lo que he hecho nunca.
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Todas las actrices por encima de los 40 buscan mejorar su imagen. ¿Usted les lleva la contraria echándose años y arrugas? Me gustaría mentir y decir que para este papel fueron necesarias horas y horas de maquillaje, pero no fue para tanto.
Tampoco soy una persona especialmente vanidosa, así que no tuve nada que perder.
Mi carrera como actriz nunca se apoyó en el físico.
Nunca fui la ingenua.
Ni la novia. Siempre fui, ante todo, la actriz. Mostrar arrugas ante la cámara no ha supuesto un gran reto.
¿Y el hecho de sentirse más vieja? ¿De ver a su madre, a sus ancestros, en su rostro? Mi madre solía tener la misma melena.
En 10 años me veré como ella.
La vejez me produce curiosidad, no preocupación.
La transformación, cambios en la piel… Tras disfrutar de una vida tan excitante, no me puedo quejar.
Si hay algo que espero es seguir actuando cuando tenga 80. Es algo fácil de hacer.
Tras un parón tan largo en su carrera, era más factible pensar que se iba a retirar antes que verla trabajando hasta los 80.
No pienso dejar de actuar. Lo que sí quiero es dirigir más. Esa era mi intención en este tiempo.
No es que quiera ser prolífica.
No necesito estar en las portadas de las revistas ni ser Ron Howard, o dirigir el filme más comercial. Quiero contar mis historias.
¿Se ve mejor reflejada en aquello que dirige que en aquello que interpreta?
Me suelen preguntar por qué no escribo más.
¿Y qué es un director sino alguien que reescribe con la cámara? En El pequeño Tate (1991), mi primera cinta, puedo ver una obra de juventud.
Y también me siento mal por aquellos que trabajaron conmigo por el control al que los sometí, no dejé que fluyera la creatividad.
El castor (2011) es mi mejor película, la más madura.
Pero sé que no lo es para todo el mundo.
Hoy trabaja casi más en televisión que en cine. ¿Se acabó lo que se daba? El futuro de la narrativa está en manos de los servicios de cable o de streaming.
El cine como experiencia en salas está acabado.
Y tenemos que aceptarlo. La gente ve el contenido en sus teléfonos.
Y nadie va al cine. Ni yo. Pero sigo siendo defensora del formato de película: historias de hora y media con principio, nudo y desenlace.
Veo series de televisión, pero no suelo pasar de la segunda temporada. Me gustan los personajes, pero llegado un punto no necesito saber nada más de ellos.
La tecnología se le resiste. Y se nota. Foster se pelea con su móvil para mandar un mensaje de texto.
Lo dice en voz alta. “Agarra el teléfono y llama a tu tutor ya”, apremia a uno de sus hijos.
Probablemente es Charlie, el mayor; o quizá Kit, el pequeño.
Pero no utiliza el dictado. Ni tan siquiera a la asistente virtual Siri.
Lo dice mientras lo teclea. Gruñe, pero hay algo de pose. Su vida privada fue una barrera infranqueable en las entrevistas.
Ahora, la mujer que salió del armario en la entrega de los Globos de Oro de hace cinco años hace partícipe de su vida al interlocutor sin pedirlo. “Lo único que necesito es un hijo que conteste cuando se le llama.
Ya sabes lo que es eso”.
Solo tengo perros. Es más sencillo. Digo: “Lucy, ven”, y viene. ¡Otra Lucy! ¡Ese sí que fue el amor de mi vida! Mi bulldog francés… Tener hijos te cambia la vida.
Y te pone los pies en la tierra.
Es fácil sentirse sola en Los Ángeles, especialmente cuando eres alguien introvertido, independiente y a quien no le gusta pedir ayuda.
Y si encima eres famosa, más. Pero mis hijos… Vuelvo a casa después del estreno, tras un día entero de entrevistas, y mientras hago los ejercicios de rehabilitación de la rodilla llegan con un grupo de adolescentes y empiezan el día a medianoche.
¡A medianoche! Me saquean la nevera, se ponen ciegos de algas, de orangina y de nata. Se comen lo que pillan.
No me entiendas mal. Charlie tiene 20 años. Y Kit, dieciséis y pico.
No tenemos problemas más allá de lo típico: que lo dejan todo tirado por ahí. Me canso de oír mi voz.
Pero me temo que será así el resto de mis días.
¿Cuál es su relación con el cine? ¿Se interesan ellos por sus películas? Yo no soy como Martin [Scorsese], que organiza proyecciones privadas y comentadas para su hija y sus amigos.
Lo suyo es obsesión. Nosotros hablamos de cine, claro. Les gusta. Pero tienen su propia cuenta de Netflix para ver lo que quieren.
Yo estoy mucho más obsesionada por la ética que por el cine. Nos da más que hablar
. Leemos juntos las páginas de opinión de The New York Times. O discutimos las noticias. A veces también hablamos sobre películas, pero por su contenido social o por su marco histórico.
¿Cuál es la cinta que cambió su vida? Son tantas… El cazador me impactó, y muchas de la nouvelle vague. Pequeñas tramas sobre gente corriente. Esas son las que más me han cambiado.
Su discurso hace cinco años durante la entrega de los Globos de Oro, cuando recogió el Premio Cecil B. DeMille a toda su carrera fue revelador: “Este podría haber sido un gran discurso de salida del armario. Pero yo ya hice mi salida del armario hace miles de años”. ¿Existe un antes y un después en su vida desde aquel momento? Fue una gran noche y mi discurso fue el que fue.
Soy muy nostálgica. Hay una gran belleza en el hecho de mirar atrás.
Y con ello no quiero decir que cualquier tiempo pasado fue mejor, que quiera volver atrás. Con vivir el recuerdo me conformo.
Mi vida en los hoteles con mi madre, haciendo nuestra colada en el baño y sin tan siquiera tener una neverita… Teníamos nuestras normas.
Si comíamos en la cama, poníamos la toalla para que no quedaran miguitas.
Incluso en hoteles terribles, como en el que estuvimos durante el rodaje de Bugsy Malone (1976), al lado del aeropuerto y con olor a cloro, el recuerdo que guardo es el de habérmelo pasado como nunca en mi vida.
En aquel discurso de los Globos de Oro también dedicó unas emocionantes palabras a su madre, Evelyn Almond. Como dijo, está perdida tras sus ojos azules, aquejada de demencia. ¿Fue esa otra de las razones de su transición? Mi madre no podría estar mejor. ¡Va a acabar con todos! Es un tránsito difícil, y lo cierto es que su demencia está muy avanzada.
Es tremendamente duro para todos cuando nuestros padres se hacen mayores.
Pero estoy muy agradecida de poder pasar tiempo con ella. Vive en su casa, como ella quiere, y no le faltan cuidados. Lo más importante es que hace lo que quiere: ver películas y comer.
¿Alguna vez se ha sentido como una adelantada a su tiempo? No creo que sea la persona más adecuada para decirlo, pero echando la vista atrás algunas veces sí puede parecerlo.
Una de las razones por las que tuve éxito, por las que fui alguien tan fuera de la norma, es que de niña no me rodearon colegialas, sino mujeres que trabajaban.
Como yo. Nunca intenté ser como los demás. Simplemente lo fui.
Pero la fortaleza de los papeles que interpretó se adelantó al momento en que vivimos.
Siempre imprimí a los trabajos mi experiencia como persona.
No busqué la fortaleza. Solo quise papeles que no estuvieran definidos por otro.
Y a veces se los tuve que quitar a un hombre.
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Jodie Foster parece la voz perfecta para el movimiento Time’s Up contra el acoso sexual puesto en marcha desde Hollywood en respuesta al caso Weinstein.
Padecemos un exceso de declaraciones. Nadie necesita oír a otro actor hablando del tema.
Necesitamos acciones. Una mayor concienciación. Y como en todas las revoluciones, deberíamos aprender de los errores cometidos por movimientos sociales anteriores.
Si queremos el cambio, tenemos que hablar entre todos para buscar la reconciliación. No lo digo yo, lo dijo Desmond Tutu durante la lucha contra el apartheid.
En momentos de pánico, ¿qué es lo que le da la tranquilidad? Apagar la televisión y dejar de ver la CNN, para empezar.
Y me gusta meditar, aunque ahora hace tiempo que no lo hago. Mi mejor forma de concentrarme, de apagar el ruido, de desconectar, es esquiar.
Eso me calma.
Cuando estás bajando por una colina a gran velocidad, si te pones a pensar en Trump o en cualquier otra cosa, te la das seguro.
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