El vibrante festival de artes escénicas cumple en agosto 70 años. La ciudad vieja más el ensanche georgiano del siglo XVIII conforman una elegante ruta urbana.
La Atenas del norte: ese, ni más ni menos, ha sido el apodo de Edimburgo
desde mediados del siglo XVIII.
Al principio fue más bien una idea romántica, y pronto una profecía autocumplida: los jóvenes aristócratas escoceses habían sido de los primeros en seguir la moda del Grand Tour, y como buenos prototuristas de lujo dedicaban un año o dos a cultivarse visitando las ruinas de Italia y Grecia (también sus teatros, tabernas y prostíbulos) antes de volver a la capital de Escocia para casarse con el mejor partido posible y sentar la cabeza.
Traían en su equipaje grabados y vistas de los grandes monumentos clásicos, selfies al óleo con majestuosos paisajes romanos de fondo, ánforas y antigüedades más o menos antiguas y muchas ideas heroicas sobre las glorias del pasado.
Y se daban de bruces con una vieja ciudad medieval apiñada bajo el
castillo decrépito y a lo largo de su Royal Mile, sin alcantarillas ni
plazas ni paseos, estrangulada por murallas roídas y barrancos
convertidos en vertederos.
Había perdido su Parlamento autónomo en 1707, y la aristocracia y las élites habían huido de su insalubridad y su inadecuación a las nuevas formas de vida urbana que la Ilustración iba imponiendo en las grandes capitales de Europa.
Así que en 1766 el consejo municipal convocó el concurso para construir un ensanche que permitiera a la Auld Reekie (la Vieja Apestosa) medirse en pie de igualdad con Berlín, Turín o Londres, le devolviese el esplendor clásico de la mítica Edina romana que quizá nunca fue y en cualquier caso le diese el lustre de una nueva Atenas.
La idea caló al calor del nacionalismo escocés y coincidió con una generación ilustrada de vecinos que incluía a filósofos, economistas o arquitectos como David Hume, Adam Smith o Robert Adam.
Y el éxito fue tal que un siglo después otro escocés ilustre, Stevenson, decía lleno de ardor patriótico que “Edimburgo es lo que París debería ser”.
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El Festival Internacional de Edimburgo (y su cita paralela más
alternativa, el Fringe) es una buena razón para visitar en su mejor
momento anual esa vieja Edimburgo transformada en nueva Atenas.
Y el ambiente de aquel furor clasicista de la Ilustración escocesa se respira muy bien por las calles del New Town planeado en 1766 por James Craig, el joven arquitecto escocés que ganó el concurso municipal para la ampliación.
Es un conjunto excepcional de arquitectura georgiana que no ha cambiado prácticamente desde mediados del siglo XVIII. El contraste con el caserío contrahecho de la Old Town (la Ciudad Vieja) no puede ser mayor: calles dibujadas con tiralíneas, plazas amplias, fachadas de severa piedra gris y una gélida elegancia neoclásica.
Los ventanales son amplios para dejar pasar la mayor cantidad posible de codiciada luz solar, y es una suerte, porque permite fisgar a pie de calle los azules, rosas y pistachos apastelados de los frescos y las molduras que cubren los techos de las plantas nobles.
Poca cosa más podían hacer los edimburgueses que se animaran a pasear en el XVIII por este barrio sin ser vecinos: el New Town (la Ciudad Nueva) era un barrio de gente rica, y los soberbios jardines que lo amenizan, como los que corren paralelos a Queen Street, eran y siguen siendo particulares, protegidos por verjas y cancelas que solo abren las llaves del pequeño puñado de afortunados propietarios.
Los gastos de comunidad para pagar al ejército de jardineros que mantiene impecablemente segado el césped tentador y prohibido deben ser, desde luego, igual de disuasorios.
Por suerte el National Trust, tan presente (e ibéricamente
envidiable) en todo Reino Unido, ha comprado, restaurado y abierto al
público una de las aristocráticas townhouses (viviendas en
varias alturas) que rodean la joya del barrio:
Charlotte Square, con fachadas clásicas trazadas impecablemente por el gran Robert Adam.
Al visitar la Georgian House, en el número 7, uno entiende por qué los nobles escoceses e ingleses se rifaron a Adam y pelearon por conseguir que diseñase sus mansiones campestres y sus palacios urbanos.
No solo renovó y aligeró el lenguaje ornamental algo pesado del palladianismo tardío inglés, también ideó interiores que combinaban las necesidades simbólicas de las estancias públicas con los dormitorios y gabinetes privados a todo confort.
Lo más interesante de la visita, en realidad, quizá sea el recorrido por las cocinas y zonas de servicio, que hacen entender la inmensa cantidad de ingenio y mano de obra necesarias para hacer funcionar como un reloj el mecanismo de precisión que era una casa aristocrática de la época.
Ojo, también es inmenso el ejército de voluntarios jubilados e informadísimos que esperan a la vuelta de cada esquina para impartir generosamente su conocimiento al visitante desprevenido.
El New Town fue todo un éxito, y cuando su primera fase se quedó
pequeña aún pudo aprovechar el terreno disponible a espaldas de
Charlotte Square para lucir las tres espléndidas plazas engarzadas que
forman Moray Estate (Moray Place, Ainslie Place y Randolph Crescent
hacen que se suceda un gran círculo, un óvalo impecable y una majestuosa
media luna que conforman uno de los paisajes urbanos más conseguidos y
originales de la Europa ilustrada).
El Instituto Francés, en Randolph Crescent, es uno de los pocos edificios abiertos al público que permiten hacerse una idea de los interiores originales, con su noble escalera central dando acceso a las plantas.
Al principio fue más bien una idea romántica, y pronto una profecía autocumplida: los jóvenes aristócratas escoceses habían sido de los primeros en seguir la moda del Grand Tour, y como buenos prototuristas de lujo dedicaban un año o dos a cultivarse visitando las ruinas de Italia y Grecia (también sus teatros, tabernas y prostíbulos) antes de volver a la capital de Escocia para casarse con el mejor partido posible y sentar la cabeza.
Traían en su equipaje grabados y vistas de los grandes monumentos clásicos, selfies al óleo con majestuosos paisajes romanos de fondo, ánforas y antigüedades más o menos antiguas y muchas ideas heroicas sobre las glorias del pasado.
Había perdido su Parlamento autónomo en 1707, y la aristocracia y las élites habían huido de su insalubridad y su inadecuación a las nuevas formas de vida urbana que la Ilustración iba imponiendo en las grandes capitales de Europa.
Así que en 1766 el consejo municipal convocó el concurso para construir un ensanche que permitiera a la Auld Reekie (la Vieja Apestosa) medirse en pie de igualdad con Berlín, Turín o Londres, le devolviese el esplendor clásico de la mítica Edina romana que quizá nunca fue y en cualquier caso le diese el lustre de una nueva Atenas.
La idea caló al calor del nacionalismo escocés y coincidió con una generación ilustrada de vecinos que incluía a filósofos, economistas o arquitectos como David Hume, Adam Smith o Robert Adam.
Y el éxito fue tal que un siglo después otro escocés ilustre, Stevenson, decía lleno de ardor patriótico que “Edimburgo es lo que París debería ser”.
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Walter Scott, a lo grande
La verdad es que desde entonces los edimburgueses tienen muy a gala el cosmopolitismo, el europeísmo y el interés por las artes de una ciudad que cuenta con museos y colecciones botánicas de primer orden, que mima una universidad pública situada entre las mejores del mundo y con un campus de primera categoría, que alzó un gigantesco monumento a Walter Scott (dicen que el mayor del mundo dedicado a un escritor), que dio a su estación central, Waverley, el mismo nombre que titula una de sus novelas, y que este agosto celebrará la septuagésima edición de un festival de teatro que es casi como el Cannes de los escenarios.Y el ambiente de aquel furor clasicista de la Ilustración escocesa se respira muy bien por las calles del New Town planeado en 1766 por James Craig, el joven arquitecto escocés que ganó el concurso municipal para la ampliación.
Es un conjunto excepcional de arquitectura georgiana que no ha cambiado prácticamente desde mediados del siglo XVIII. El contraste con el caserío contrahecho de la Old Town (la Ciudad Vieja) no puede ser mayor: calles dibujadas con tiralíneas, plazas amplias, fachadas de severa piedra gris y una gélida elegancia neoclásica.
Los ventanales son amplios para dejar pasar la mayor cantidad posible de codiciada luz solar, y es una suerte, porque permite fisgar a pie de calle los azules, rosas y pistachos apastelados de los frescos y las molduras que cubren los techos de las plantas nobles.
Poca cosa más podían hacer los edimburgueses que se animaran a pasear en el XVIII por este barrio sin ser vecinos: el New Town (la Ciudad Nueva) era un barrio de gente rica, y los soberbios jardines que lo amenizan, como los que corren paralelos a Queen Street, eran y siguen siendo particulares, protegidos por verjas y cancelas que solo abren las llaves del pequeño puñado de afortunados propietarios.
Los gastos de comunidad para pagar al ejército de jardineros que mantiene impecablemente segado el césped tentador y prohibido deben ser, desde luego, igual de disuasorios.
Charlotte Square, con fachadas clásicas trazadas impecablemente por el gran Robert Adam.
Al visitar la Georgian House, en el número 7, uno entiende por qué los nobles escoceses e ingleses se rifaron a Adam y pelearon por conseguir que diseñase sus mansiones campestres y sus palacios urbanos.
No solo renovó y aligeró el lenguaje ornamental algo pesado del palladianismo tardío inglés, también ideó interiores que combinaban las necesidades simbólicas de las estancias públicas con los dormitorios y gabinetes privados a todo confort.
Lo más interesante de la visita, en realidad, quizá sea el recorrido por las cocinas y zonas de servicio, que hacen entender la inmensa cantidad de ingenio y mano de obra necesarias para hacer funcionar como un reloj el mecanismo de precisión que era una casa aristocrática de la época.
Ojo, también es inmenso el ejército de voluntarios jubilados e informadísimos que esperan a la vuelta de cada esquina para impartir generosamente su conocimiento al visitante desprevenido.
El Instituto Francés, en Randolph Crescent, es uno de los pocos edificios abiertos al público que permiten hacerse una idea de los interiores originales, con su noble escalera central dando acceso a las plantas.