'Feud' se entrega con pasión a lo que Hollywood hizo muy esporádicamente en sus décadas de apogeo: darle un papel protagonista decente a una mujer de más de 50 años.
Hay un lema que describe a la perfección cómo Hollywood ha tratado a
las actrices sobre las que esculpió su mito.
Es “divide y vencerás”, una frase que en el final del último capítulo de la serie Feud, estrenada en España por HBO, pronuncia ni más ni menos que Jack Warner (Stanley Tucci), uno de los fundadores de la legendaria productora Warner Brothers.
Lo dice en una alucinación de una Joan Crawford a la que le queda poca vida, pero podría haber sido el lema forjado en hierro a las puertas de aquel estudio o de cualquier otro de los grandes ocho de la era dorada de Hollywood:
“Divide a las mujeres y vencerás”.
Es “divide y vencerás”, una frase que en el final del último capítulo de la serie Feud, estrenada en España por HBO, pronuncia ni más ni menos que Jack Warner (Stanley Tucci), uno de los fundadores de la legendaria productora Warner Brothers.
Lo dice en una alucinación de una Joan Crawford a la que le queda poca vida, pero podría haber sido el lema forjado en hierro a las puertas de aquel estudio o de cualquier otro de los grandes ocho de la era dorada de Hollywood:
“Divide a las mujeres y vencerás”.
En sus ocho episodios, Feud se entrega con pasión a lo que Hollywood hizo muy esporádicamente en sus tres décadas de apogeo: darle un papel protagonista decente a una mujer de más de 50 años.
El resultado es una melancólica reedición con falso aroma a biopic de la vieja historia que ya contó con maestría Billy Wilder en El crepúsculo de los dioses (Sunset Boulevard) hace casi 70 años: una veterana diva quiere seguir trabajando, contra las leyes de la biología, la física y la estética.
Hay algo insano en la curiosidad del ser humano por ese tipo de historias.
Feud tiene escenas hipnóticas, de las de aguantar el aliento.
Jessica Lange, de 68 años, interpreta a Joan Crawford a los 54, cuando logra que se filme ¿Qué fue de Baby Jane?, una novela con posibilidades para una pareja de actrices veteranas.
Profesional hasta la autodestrucción, Crawford ofreció el papel de comparsa a Bette Davis, que entonces había cumplido 51.
A ambas las separaba una añeja enemistad que a lo largo de la serie crece y crece hasta el odio.
La serie explota aquel choque cósmico con una artificialidad propia de un melodrama de los que hicieron famosas a Crawford y Davis. Es la estética adecuada: al final nos damos cuenta de que hemos asistido a una gran tragedia, y que nuestras risas ante las batallitas de ambas divas son otro hilo más en una amarga historia de marionetas.
Somos parte imprescindible del sistema, quienes pagan por disfrutar del espectáculo grotesco de dos egos desmedidos que quieren que se las siga queriendo, admirando, tomando en serio.
Crawford y Davis juegan un papel, el que le conviene a todos menos a ellas mismas: al productor, que vive del escándalo; al director, que necesita notoriedad; a la periodista, que rapiña cotilleos.
Como los protagonistas del género trágico, se autodestruyen sin comprender muy bien por qué.
En un momento, para interpretar a la epónima Baby Jane Hudson, Davis se disfraza de esperpento.
Pasados los años, Crawford se lo recrimina: “Cuando una pierde su belleza la solución no es esconder lo que queda bajo el ridículo”.
Feud es cine dentro de cine y dentro de mucho más cine.
Es ontología fílmica hasta la náusea: una historia de juguetes rotos que interpretan a más juguetes rotos en una industria que ha sublimado el arte de romper juguetes.
Es liberador ver al fin cómo un productor de la talla del televisivo Ryan Murphy (Glee, American Horror Story) se atreve a ponerle el espejo delante al machismo de Hollywood.
Las mujeres de Feud, incluyendo a varias secundarias como la Olivia de Havilland que interpreta Catherine Zeta Jones, o Kathy Bates, suman 11 premios Oscar en toda su carrera.
El Oscar es el protagonista ausente del film, un tótem en torno al que danzan estas actrices, objeto de pasión e instrumento de control.
¿Todas esas historias de furiosas batallas por una estatuilla? Casi siempre son mujeres las que entran en liza. ¿A quién nominaron 16 veces para darle sólo tres premios? A Meryl Streep.
¿Quién obtuvo 12 candidaturas y triunfó en cuatro? Katharine Hepburn.
De todas ellas, la que parece saber mejor la verdadera y vacua naturaleza de ese galardón es Crawford, tal vez la más vanidosa.
En la ceremonia de entrega de 1962 logra ser ella la que posa para la posteridad con un premio en la mano sin haber sido nominada ni galardonada, al aceptarlo en nombre de otra persona.
Lo que importa es la foto, no el reconocimiento.
Hasta en sus vidas personales, estas divas actuaron de acuerdo con lo que la industria esperaba de ellas.
Lange y Sarandon lo saben y obran en consecuencia: hay un consciente exceso de artificialidad en cada palabra que pronuncian y cada paso que dan, que sólo se rompe cuando admiten ambas, a punto de llorar, que ni toda su belleza ni todo su arte dramático fueron nunca suficientes en aquel mundo asfixiante y machista que todavía no ha desaparecido.
La prueba de que perviven aquellos hábitos: hoy es noticia que mujeres de una cierta edad, como Lange y Sarandon, encuentren trabajo estable en el cine o la televisión.
Fue un titán de Hollywood, una de sus actrices más profesionales. Como dijo de ella Davis, “siempre se sabía sus líneas y siempre llegaba a tiempo”.
Magnética en el melodrama, devoró a compañeros de reparto y directores en títulos que merecen ser revisitados, como Mildred Pierce.
Todo aquello quedó triturado por un injusto y despiadado libro que su hija adoptiva Christina publicó en 1978, meses después de la muerte de la actriz.
Crawford la desheredó y ella le robó la fama en la posteridad.
Se hizo, por supuesto, una película, titulada Queridísima mamá.
Como no podía ser de otro modo, la interpretó una gran actriz con Oscar, Faye Dunaway.
Pero resulta tan histriónica que hoy es pasto de imitación para drag queens.
Pero esa es otra historia, que deberá contar otra serie.
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