Contaba recientemente Alfredo Ereño, director general de Bulldog TV, a EL PAÍS que el hecho de que haya cuatro programas de Supervivientes
a la semana —cuando tuvo lugar esa conversación eran tres programas
semanales y ya parecían muchos— obliga al formato "a buscar personajes
verdaderamente cañeros que den contenido de un día para otro".
También
aseguraba que "lejos de agotar el formato, lo que ha hecho es generar
más adicción".
Las cifras de audiencia dan la razón a Ereño.
Supervivientes
sigue siendo un seguro de buenos datos para Telecinco sobre todo
gracias a las habilidades televisivas de los personajes, que con sus
alianzas y rencillas, amistades y enfados, han creado un culebrón-reality que mantiene a los espectadores pegados a la pantalla día tras día.
Pero, ¿en qué punto se encuentra Supervivientes y cómo hemos
llegado hasta aquí?
Esta es una breve guía básica para no perderse en
este culebrón ahora que se acerca la recta final:
Sofía, la salsa del programa
Ha sido la gran protagonista de esta edición deSupervivientes. La ganadora de Gran Hermano 16, ya casi profesional de los realities
a sus 21 años, ha dado tanto juego que muchos de los movimientos desde
el programa a lo largo de esta edición han girado a su alrededor. De
partida, su presencia en Honduras era la excusa perfecta para que su
entonces novio, Alejandro Albalá, fuera su defensor en el plató, donde
coincidía con su todavía mujer, Isa Pantoja, defensora a su vez de otro
de los concursantes, Alberto Isla. Sin embargo, el acercamiento entre
Sofía y Logan, otro de los participantes, hizo que Alejandro decidiera
romper con ella, decisión que se la comunicó cara a cara en los Cayos
Cochinos. Tras el abandono de Adrián Rodríguez y María Lapiedra y la expulsión disciplinaria de Saray Montoya,
el programa buscó un sustituto, y lo encontró, casualmente, en Hugo
Paz, exnovio de Sofía, que en la isla encontró en Logan y Sergio a dos
amigos con los que hacer piña frente a Suescun. Sin embargo, tras un
cambio de actitud de Sofía, Logan y ella volvieron a acercar posturas
con el Maestro Joao como alcahuete. Cuando la relación entre los dos
parecía que podía ir a más, Supervivientes envió a la isla refuerzos con
el regreso de Alejandro Albalá, que volvía como fantasma del futuro, es
decir, primer concursante confirmado para Supervivientes 2019. Y, de nuevo, las cosas han vuelto a dar un giro de guion y ahora Logan y
Sofía vuelven a ser enemigos (él la nominó, poniendo a sus amigos por
delante de ella) y la estancia de Alejandro en Honduras podría haber
reavivado los sentimientos entre los dos. Todo un culebrón que ha llevado a sus protagonistas a estar muy bien situados de cara a la final del programa.
El Maestro Joao, el personaje Otro de los concursantes que han llegado a la recta final de Supervivientes 2018
es Joao Joaquín Castejón, astrólogo que presenta un programa de
televisión de tarot y que ha tirado de buen humor y simpatía para
convertirse en uno de los grandes descubrimientos de esta edición. Quizá
no tanto por sus habilidades como superviviente, pero sí por el juego
que da en las conexiones con Jorge Javier Vázquez, que ha encontrado en
Joao a un gran aliado para sus bromas. Además, con su buen humor y sus
ocurrencias ha hecho más llevadera la estancia a los concursantes, que
han encontrado en él alguien que les escucha y aconseja. - María Jesús Ruiz, con viaje de ida y vuelta Miss España en 2004, María Jesús Ruiz ha llegado también a la recta
final (está nominada junto a Sofía Suescun y Raquel Mosquera, lo que
hace peligrar su permanencia en el programa) con la cabeza casi rapada
después de cambiar su pelo por tres pollos y una tarta de chocolate. El
hambre pudo más y la concursante prefirió comer a mantener su imagen. Antes, Ruiz tuvo que viajar a España por unos días para declarar
como testigo en el juicio contra su expareja, José María Gil Salgado, y
padre de su hija mayor, por supuestos malos tratos por una denuncia que
ella interpuso. Durante el viaje y su estancia en España, la
concursante permaneció en total aislamiento y solo tuvo relación con su
abogado, además de seguir alimentada con la misma comida que el resto de
concursantes: 50 gramos de arroz y una porción pequeña de pescado.
- Raquel Mosquera, la superviviente Una firme candidata a ganar el programa es la viuda de Pedro
Carrasco. Aunque comenzó la edición pasando desapercibida, siempre ha
mantenido una buena actitud e imagen. En las últimas semanas ha ido
ganando protagonismo por su amistad con Sofía y la visita de su marido
Isi en la isla. Su actitud luchadora y, al mismo tiempo, conciliadora,
la sitúan en muy buena posición para llegar, como mínimo, a la final.
Las princesas han sido (y son) un personaje recurrente en la literatura
infantil. Mujeres bellas, atractivas y delicadas, pero habitualmente con
nula capacidad de opinión o decisión sobre sus vidas, siempre a merced
de la voluntad de sus padres o del príncipe azul de turno. En los
últimos años, sin embargo, esa imagen de princesa se ha ido
resquebrajando (literariamente) por la aparición de álbumes ilustrados
infantiles que, inmersos en la creciente corriente del movimiento
feminista, buscan dar la vuelta y hacer reflexionar a sus lectores,
padres e hijos, sobre este estereotipo que poco o nada tiene que ver con
la igualdad que debería imperar hoy en día. En la colección de cuentos escritos por Fink e ilustrados por Pitu
Saa encontramos como protagonistas a mujeres de lo más variopintas,
entre otras la artista Fridha Khalo, la guerrera boliviana Juana Azurduy
o la política argentina Eva Perón. Todas ellas, según la escritora,
mujeres “reales, que no tienen títulos de nobleza, que cambiaron el
mundo desde sus lugares, que remaron contra la corriente y gracias a
ellas hoy tenemos un poco más de libertad. Mujeres que no se quedaron
esperando que los salvara un príncipe azul, sino que salieron en busca
de sus deseos y de sus sueños de libertad”. Afirma Nadia Fink que con la colección Otras Princesas no
pretenden que las niñas dejen de leer cuentos de princesas, “sino
mostrarles que hubo otras mujeres”. En ese sentido, añade la autora que
toda niña y toda mujer “tiene una disputa interna entre lo que sueña ser
y lo que la cultura le pide que sea”, un dilema moral en el que la
antiprincesa constituiría esa parte de a mujer “que resiste a los
mandatos en cada acto disidente: cuando salimos a buscar trabajo, cuando
nos ayudamos entre nosotras, cuando estudiamos para ser mejores, cuando
nos queremos un poco más (a nuestros cuerpos sobre todo), cuando
educamos, cuando aprendemos, cuando amamos”.
¿Hay algo más aburrido que ser una princesa rosa?
Más de 15.000 ejemplares vendidos lleva ya el que seguramente es el
álbum ilustrado en castellano más exitoso en este ámbito. Lo escribió e
ilustró la sevillana Raquel Díaz Reguera y lo publicó en 2010, mucho
antes del auge del movimiento feminista actual, Thule Editorial. Hace un año y medio, con motivo de la décima edición, Raquel revisó
ilustraciones y el libro se publicó en formato más grande y con un papel
de mayor calidad. Ya se ha reeditado tres veces más. “Aún me sorprende
el éxito”, concede la ilustradora, que también ha podido ver con asombro
como su obra daba el salto a los escenarios de la mano de la adaptación
teatral de Paco Mir (Tricicle).
Cuenta Raquel que escribió el libro para su hija Violeta, que quería
jugar de forma recurrente a ser una princesa rosa rescatada por el
príncipe azul de las garras de un dragón o de las fauces de un lobo
feroz. “Entonces yo le preguntaba: ¿no sería mejor que te rescataras tú
solita? ¿no es más divertido salir en busca del dragón que esperar a que
un príncipe lo capture para ti? ¿y si el príncipe no aparece? ¿y no
crees que es muy aburrido estar todo el día esperando, esperando y
esperando a que llegue el príncipe? Y así surgió el cuento, sin más
pretensión que la de intentar que una niña de seis años me explicara a
mi qué resulta atractivo de ser una princesa rosa o una mujer florero”,
explica
Las princesas más valientes
El último libro en sumarse a esta corriente ha sido Las princesas más valientes
(NubeOcho Ediciones), escrito por la norteamericana de padres mexicanos
Dolores Brown e ilustrado por la alemana Sonja Wimmer, un álbum que nos
presenta a diferentes mujeres y niñas anónimas, con las que nos
podríamos cruzar cada día en la calle sin reparar en que, a su modo,
también son princesas. "Las princesas más valientes somos todas nosotras. Madres,
hermanas, hijas, amigas.... Mujeres que existimos. Con un nombre. Con un
parche en el ojo o con un aparato en los dientes. Somos princesas
incluso con cosas que en el pasado podrían habernos dado vergüenza. No
tenemos vergüenza de estar divorciadas o de ser madres solteras. Somos
princesas de diferentes orígenes, somos traductoras, cajeras de
supermercado, bomberas, astronautas... Profesiones que tradicionalmente
eran para los hombres pueden ser realizadas también por nosotras. Somos
princesas que hablamos de igualdad y que tenemos maridos que son amos de
casa, somos princesas que no tenían visibilidad antes. Princesas en
sillas de ruedas, princesas con el síndrome de Down. Todas, todas
nosotras, somos princesas”, argumenta Dolores Brown. Para la escritora nacida en Miami, una sociedad que aspira a la
igualdad y es crítica “obviamente debe desmontar el mito de princesa
estereotipada”, una alternativa al auge como demuestra, en su opinión,
que “incluso Disney quiera hablar de princesas aguerridas” o que muchas
marcas quieran apuntarse al carro con un objetivo más marketiniano: “No
lo hacen del todo bien y no son suficientemente críticas, pero lo valoro
positivamente porque es importante que empiecen a acercarse al tema y
que se hable de igualdad”.
Cambiar el estereotipo de princesa
¿Es necesario cambiar el estereotipo de princesa tradicional, acabar
con él en cierto modo? Para Nadia Fink es necesario “porque las
violencias de género parten desde allí mismo, desde los estereotipos que
nos imponen de niñas y niños”. Al respecto, añade la escritora
argentina que cuando mostramos a los niños un mundo donde la supuesta
belleza femenina tiene que ver con una debilidad dependiente, en que los
hombres pueden decidir sobre los cuerpos de ellas y en que la felicidad
solo está entre las cuatro paredes del castillo “estamos determinando
conductas que entran en conflicto con la realidad y que el día de mañana
se convierten en violencias”.
Raquel Díaz Reguera, por su parte, cree que la princesa rosa debe
seguir existiendo en los cuentos, del mismo modo en que deben hacerlo
“los príncipes azules, los gatos parlantes o los sapos encantados”. Sin
embargo, destaca la importancia de esta otra literatura infantil para
que las niñas “aspiren a mucho más que a ser princesas rosas”. En ese
sentido, considera que la literatura infantil es una herramienta que,
“además de servir para entretener, divertir, disfrutar, soñar y todas
las opciones que ofrecen los libros, puede servir también para que los
niños y niñas y maestros y adultos reflexionen y reflexionemos sobre
estos temas”.
Para Dolores Brown, por último, si en la literatura infantil se habla
de igualdad esto contribuirá a crear una juventud “crítica que, quizás,
con suerte, ayudará a transformar la sociedad en una más igualitaria”. Una sociedad en la que las niñas y niños sepan “que todo es posible, que
no hay una élite de princesas y que no tienen que acercarse a ridículos
estereotipos. La belleza está en la diversidad. La perfección reside en
ella”.
El actor
malagueño, que interpreta a Picasso, repasa su vida en Hollywood, su
matrimonio con Melanie Griffith, su ataque al corazón....
“Antonio no se suele cansar”. La bienvenida de su representante suena
rupturista: la misión de estos profesionales suele ser avisar de que su
estrella está muy cansada para que el entrevistador encaje los
monosílabos con deportividad. Antonio Banderas, que se estrena en la televisión estadounidense haciendo de Picasso en la serie de National Geographic Genius, es de otra pasta. Esto promete. En
1981, Pedro Almodóvar se le acercó en el muy madrileño Café Gijón y le
dijo que tenía una cara romántica y que debería hacer películas. Ya
lleva 99 y a los 57 años (Málaga, 1960) debuta en la televisión
americana con la segunda temporada de Genius
(se emite en Movistar +). Antonio Banderas ha rondado a Pablo Picasso
durante años y ha saldado su deuda con esta superproducción de National
Geographic, que le ha devuelto “la excitación de trabajar con gente de
primera categoría, con prestigio, y de hacer algo significativo”. Genius
no pretende glorificar al pintor: “Sabemos lo que dijo y lo que hizo,
pero nos sabemos por qué. Tratamos de encontrar al ser humano que había
dentro y todos viajamos con maletas llenas de virtudes y de cosas feas. Picasso también las tenía”.
Antonio Banderas,
en teoría, también. Pero no lo parece. Lleva tres décadas enarbolando
la marca España antes de que se le llamase así y, en 1995, confesó que
sentía que la nación le suplicaba “Antonio, no la cagues”. “Ya no tengo
esa ansiedad por demostrar cosas, siempre creía que cada cosa que hacía
en Hollywood sería la última. Y todavía sigo pensando que quizá no haya
hecho aquello por lo que se me recuerde” explica. Ha interpretado a
figuras históricas (Pancho Villa, Mussolini y, este año, a Ferruccio
Lamborghini y Mario Conde), pero su personaje más trascendental sigue
siendo el de Antonio Banderas.
El cliché de llamarle “nuestro Antonio Banderas”, una especie de
título nobiliario populista, lo colocó en un pedestal de orgullo
colectivo para un país que nunca se pone de acuerdo en nada. “Yo lo
percibía. Y me producía una sensación de que se estaba creando una
imagen de mí que no sabía si podría defender por mucho tiempo, porque me
conozco y tengo mis mierdas”, confiesa.
La España de los Juegos Olímpicos, de la Expo y del ladrillazo entró
en un eufórico éxtasis cultural: ya no se emigraba a Alemania, sino a
Hollywood. Y Antonio Banderas, que se presentó allí sin hablar inglés
como buena marca España (la leyenda dice que sólo sabía chapurrear “I
can do it”), personificaba esa España hambrienta a la que por fin
dejaban sentarse en la mesa. Y él hizo que pareciera fácil. “Qué va. Era casi imposible. Yo lo viví con muchísima incredulidad. Estaba limitado, porque no me iban a ofrecer las películas que le
ofrecían a Tom Cruise. Ni abogados, ni astronautas, ni ingenieros. Pero
acabé haciendo de todo”, recuerda. Como latino oficial de Hollywood,
durante aquellos años calientes (“después la cosa se fue enfriando y se
convirtió en una onda cálida”, explica con más resignación que amargura)
Banderas cantaba, bailaba, pegaba tiros, toreaba a Madonna tirándole
los tejos, hacía de vampiro, del Zorro y del gato de Shrek, al que ponía voz. La popularidad de este personaje, que llegaría a tener su propia
película y una secuela actualmente en preproducción, causó sensación en
el festival de Cannes: “Todo Cannes hablando del puto gato y claro, Mike
Myers, que ponía la voz a Shrek, se agarró un cabreo porque el gato se
lo estaba comiendo”. Él mismo compara su trayectoria con la labor de los
actores itinerantes de las compañías de teatro, que tenían que meterse
al público en el bolsillo en cada nuevo pueblo. “En Philadelphia
hay una escena en la que Tom [Hanks] y yo vamos vestidos de militares y
todos los extras eran enfermos de sida. Tom agarraba el micrófono y,
mientras colocaban las luces, improvisaba show de comedia de
puta madre. Yo me hice amigo de uno de los chicos que estaba allí, le
dije 'te veo en el estreno de la película' y él negó con la cabeza
[sabía que la enfermedad le iba a matar]. Me acordaré toda la vida. Le
di un abrazo y me marché”, recuerda.
Philadelphia supuso una revolución en Estados Unidos al
tratarse de la primera producción de Hollywood que abordaba la lacra de
la epidemia, pero Banderas ya venía curtido de casa. “Hay chicos que me
han dicho que la noche que vieron La ley del deseo [la película de 1987 de Pedro Almodóvar
en la que Banderas es uno de los protagonistas] se fueron a su casa,
pusieron a su madre y a su padre en un sofá y les hablaron de su
homosexualidad. Hay películas que ayudan a la gente a respirar”, cuenta
emocionado.
Y entonces remató su fábula ibérica y neolandista ligándose a una
rubia despampanante. Este malagueño, hijo de una maestra y un guardia
civil, emparentó con la realeza de Hollywood: España quedaba así
oficialmente anexionada al primer mundo. Los paseos de Banderas con Melanie Griffith
entre multitudes, a medio camino entre la aparición de un mesías, una
procesión de Semana Santa y una atracción de feria, convirtieron a
Marbella en la embajada de Hollywood.
“Era muy agobiante. Era ridículo. Nos pinchaban los teléfonos. Cuando
llegábamos en verano hacíamos una pequeña rueda de prensa en la puerta
de la casa a ver si así la cosa se relajaba, si bajaba el precio de las
fotografías, les decíamos que íbamos a estar con el mismo bañador todo
el verano para tratar de minimizar un poco el impacto. El día que
Melanie dio a luz a Stella, la sacamos preñada por una muralla de la
casa de la vecina con una escalera. Dos policías nos ayudaron”.
Mientras Griffith paría, el director del hospital les informó de que
los fotógrafos habían roto las ventanas y estaban dentro del edificio. “Tuve que salir a dar unas declaraciones de que había nacido mi niña en
un telediario. En un telediario”. Para acercarse a la vida normal y
poder salir a la calle con sus hijos, despidió a sus guardaespaldas. “Ahora la gente me grita '¡Antonio!' y yo digo 'qué hay, buenos días' y
sigo caminando”. El
mejor año profesional de su vida, reconoce, no fue delante de una
cámara sino de 2.000 personas cada noche en el Eugene O'Neill Theatre de Broadway. Nine era
“un espectáculo fascinante que después destrozaron con la película”,
según Banderas. Ojalá la hubiera protagonizado él. “No, ojalá no, porque
habrían hecho la misma película y parecía un anuncio de champán. Era
horroroso. Daniel Day Lewis [el actor que interpretó al protagonista del
musical en cine] no lo entendió. Él es un intelectual británico y el
intelectual italiano es como Picasso, que se va con las tías y con el
vino”. Cuando hace dos años le concedieron el Goya de Honor,
un premio que nunca había ganado antes (para algunos quizá sea aún más
icono folclórico que actor de carácter), aseguró afrontar con ilusión
“la segunda parte del partido de mi vida”. Minuto y resultado: “Desde que me dio un ataque al corazón
dejé de fumar me encuentro muy bien. Me hago pruebas cada seis meses y
dan positivo, así que los bichitos que me pusieron ahí funcionan. Tengo
muchos proyectos muy bonitos y tengo una novia muy guapa, muy
holandesa”. Banderas inserta, por deformación profesional o por inercia,
detalles sobre su vida privada con la empresaria Nicole Kempel, de 38
años (19 menos que él), aunque nadie se los pregunte. Y mientras le
quitan los brillos para la sesión de fotos, sigue hablando por los
codos: “No me los quites todos, que tengo que brillar, soy una
estrella”.
En plena euforia yeyé, una lánguida adolescente conquistó el mundo entonando canciones de desamor. Desde entonces, Françoise Hardy (París, 1944) lleva medio siglo reafirmando su melancólica diferencia. Lo vuelve a hacer, una vez más, en Personne d’autre
(Parlophone/Warner), su primer álbum tras seis años de silencio. Cuando
editó el anterior juró que sería el último. En 2015, mientras empezaba a
reconsiderar su decisión, un edema pulmonar la dejó tres semanas
inconsciente y ocho días en coma. Hace poco más de un año seguía
asegurando que la música era un caso cerrado. “Estuve a punto de morir. Mi voz, ya de por sí limitada, se había apagado”, se explica ahora, sentada en la inmensidad de un salón de hotel parisino. ¿Qué incitó a la cantante francesa a regresar?
“Fue concurso de circunstancias. Un día pulsé una tecla equivocada en
mi ordenador y apareció una canción de un desconocido grupo finlandés,
Poets of the Fall, que me apeteció versionar”, afirma. Poco después,
Erick Benzi, productor de los discos francófonos de Céline Dion, le
propuso que colaboraran. La misma semana, Yaël Naïm le hizo llegar una
canción. Y la cantante La Grande Sophie le regaló otra. De esa manera,
Hardy se vio prácticamente obligada a volver al estudio. “Fue como si el
dedo de Dios me guiara”, explica esta mujer “más espiritual que
religiosa”. Concibió el disco, en el que firma las letras de ocho
canciones, como “una despedida del mundo material”. “No hablo del final
de la vida, sino del cuerpo. Para mí, la muerte no es el final. Cuando
el cuerpo expira, el alma se libera. Toda mi música es triste, pero esta
vez lo es un poco menos…”, confirma. Hardy dice
que este será, ahora sí, su último trabajo discográfico. “Sé que me
queda poco tiempo. Diez años, como mucho. No me da miedo la muerte. Lo
que temo es el sufrimiento físico”.
A diferencia de los demás yeyés, Hardy nunca dejó de ser moderna.
Tuvo la suerte de gustar a las generaciones posteriores, entre las que
siempre hubo almas desconsoladas que se reconocieron en ella, de Damon
Albarn a Wes Anderson y de Michel Houellebecq a Juliette Armanet, una
joven cantante francesa que no deja de reivindicar su legado. ¿Qué tuvo
Hardy que no tuvieran los demás? “Una gran exigencia a nivel melódico. A
mí solo me interesa la melodía. Por eso no me gusta el rap…”, responde. “Y, después, supongo que la imagen también cuenta… Tuve la suerte de
tener el físico que tuve. Aunque, de joven, cuando el modelo a seguir
era Brigitte Bardot, estaba muy acomplejada”. Será una de las pocas
palabras amables que la cantante, dotada de un feroz sentido de la
autocrítica, tendrá consigo misma. Hardy
se define como una compositora “simple y poco poética” y como una
intérprete “sin ningún sentido del ritmo”, lo que la llevó a abandonar
los escenarios hace ya 50 años. “En los sesenta, Sylvie Vartan me dijo que nuestra notoriedad asustaba a
los chicos. Y tenía mucha razón. Había que marcharse al extranjero para
que la situación cambiara un poco…”, sonríe. Su lista de pretendientes
da fe de ello: Nick Drake, Mick Jagger, David Bowie y, en especial, Bob
Dylan estuvieron, según la leyenda, locos por ella. “No, es una lista
errónea. Con ninguno de ellos pasó nada…”, desmiente Hardy. “Drake vino a
verme a París porque yo era casi su única fan y no dejaba de decir
cosas buenas sobre sus discos, pero no hubo ninguna ambigüedad entre
nosotros. Con Jagger fue una pena: una vez leí en la prensa que yo era
su ideal femenino, pero luego nunca se me acercó. Tampoco lo hizo
Bowie…”. ¿Y Dylan? “Una vez terminé en su suite. Pero no estábamos solos, había otros cantantes…”, puntualiza. “Me hizo escuchar dos canciones, Just like a woman y I want you.
Décadas más tarde, me dije que tal vez la última fuera un mensaje
indirecto para mí, pero en aquel momento ni se me pasó por la cabeza. Yo
estaba petrificada y él también…”.
Las muertes recientes de antiguos yeyés como Johnny Hallyday y France Gall
la apenaron. “Es normal, es una generación que empieza a desaparecer…”,
se consuela. Dice sentir una nostalgia razonable por los sesenta y
setenta. “La vida era más agradable. No había paro, no había sida y no
había terrorismo…”. ¿No había también menos libertades? “Sí, pero yo
viví siempre como una mujer independiente, igual que mi madre. Usé los
contraceptivos antes de que fueran legales y habría firmado por
legalizar el aborto si me lo hubieran pedido”, responde. Pese a todo, a
Hardy no le interesa nada el #MeToo. “Hay una virulencia que no me
gusta. Cuando veo a mujeres expresándose de forma tan agresiva, me
mantengo a distancia, incluso cuando tienen razón…”, dice. La cantante asegura no haber sido víctima de ningún tipo de acoso. “Solo
me molestó un exhibicionista de pequeña. Y un primo que me hizo bajar
al sótano de mis abuelos para enseñarme sus partes... Me traumatizó
mucho”, confiesa. Tampoco la famosa tribuna sobre el “derecho a
importunar”, apoyada por mujeres de la cultura francesa como Catherine
Millet o Catherine Deneuve, le dijo nada. “Hubo cosas escritas en ella
que me chocaron, pero ya las he olvidado…”, esquiva con un arte
fenomenal. “Yo creo que, detrás de cada hombre que se comporta mal, hay
una madre que no supo educarlo o que no mostró suficiente amor. Cuántas
madres se lo consienten todo a sus hijos, pero no a sus hijas…”, lamenta
Hardy antes de volver a perderse por los bulevares parisinos. “Habría
que ver cuál es su responsabilidad”.