En plena euforia yeyé, una lánguida adolescente conquistó el mundo entonando canciones de desamor. Desde entonces, Françoise Hardy (París, 1944) lleva medio siglo reafirmando su melancólica diferencia. Lo vuelve a hacer, una vez más, en Personne d’autre
(Parlophone/Warner), su primer álbum tras seis años de silencio. Cuando
editó el anterior juró que sería el último. En 2015, mientras empezaba a
reconsiderar su decisión, un edema pulmonar la dejó tres semanas
inconsciente y ocho días en coma. Hace poco más de un año seguía
asegurando que la música era un caso cerrado. “Estuve a punto de morir. Mi voz, ya de por sí limitada, se había apagado”, se explica ahora, sentada en la inmensidad de un salón de hotel parisino. ¿Qué incitó a la cantante francesa a regresar?
“Fue concurso de circunstancias. Un día pulsé una tecla equivocada en
mi ordenador y apareció una canción de un desconocido grupo finlandés,
Poets of the Fall, que me apeteció versionar”, afirma. Poco después,
Erick Benzi, productor de los discos francófonos de Céline Dion, le
propuso que colaboraran. La misma semana, Yaël Naïm le hizo llegar una
canción. Y la cantante La Grande Sophie le regaló otra. De esa manera,
Hardy se vio prácticamente obligada a volver al estudio. “Fue como si el
dedo de Dios me guiara”, explica esta mujer “más espiritual que
religiosa”. Concibió el disco, en el que firma las letras de ocho
canciones, como “una despedida del mundo material”. “No hablo del final
de la vida, sino del cuerpo. Para mí, la muerte no es el final. Cuando
el cuerpo expira, el alma se libera. Toda mi música es triste, pero esta
vez lo es un poco menos…”, confirma. Hardy dice
que este será, ahora sí, su último trabajo discográfico. “Sé que me
queda poco tiempo. Diez años, como mucho. No me da miedo la muerte. Lo
que temo es el sufrimiento físico”.
Françoise Hardy, en una imagen promocional.
A diferencia de los demás yeyés, Hardy nunca dejó de ser moderna.
Tuvo la suerte de gustar a las generaciones posteriores, entre las que
siempre hubo almas desconsoladas que se reconocieron en ella, de Damon
Albarn a Wes Anderson y de Michel Houellebecq a Juliette Armanet, una
joven cantante francesa que no deja de reivindicar su legado. ¿Qué tuvo
Hardy que no tuvieran los demás? “Una gran exigencia a nivel melódico. A
mí solo me interesa la melodía. Por eso no me gusta el rap…”, responde. “Y, después, supongo que la imagen también cuenta… Tuve la suerte de
tener el físico que tuve. Aunque, de joven, cuando el modelo a seguir
era Brigitte Bardot, estaba muy acomplejada”. Será una de las pocas
palabras amables que la cantante, dotada de un feroz sentido de la
autocrítica, tendrá consigo misma. Hardy
se define como una compositora “simple y poco poética” y como una
intérprete “sin ningún sentido del ritmo”, lo que la llevó a abandonar
los escenarios hace ya 50 años. “En los sesenta, Sylvie Vartan me dijo que nuestra notoriedad asustaba a
los chicos. Y tenía mucha razón. Había que marcharse al extranjero para
que la situación cambiara un poco…”, sonríe. Su lista de pretendientes
da fe de ello: Nick Drake, Mick Jagger, David Bowie y, en especial, Bob
Dylan estuvieron, según la leyenda, locos por ella. “No, es una lista
errónea. Con ninguno de ellos pasó nada…”, desmiente Hardy. “Drake vino a
verme a París porque yo era casi su única fan y no dejaba de decir
cosas buenas sobre sus discos, pero no hubo ninguna ambigüedad entre
nosotros. Con Jagger fue una pena: una vez leí en la prensa que yo era
su ideal femenino, pero luego nunca se me acercó. Tampoco lo hizo
Bowie…”. ¿Y Dylan? “Una vez terminé en su suite. Pero no estábamos solos, había otros cantantes…”, puntualiza. “Me hizo escuchar dos canciones, Just like a woman y I want you.
Décadas más tarde, me dije que tal vez la última fuera un mensaje
indirecto para mí, pero en aquel momento ni se me pasó por la cabeza. Yo
estaba petrificada y él también…”.
Las muertes recientes de antiguos yeyés como Johnny Hallyday y France Gall
la apenaron. “Es normal, es una generación que empieza a desaparecer…”,
se consuela. Dice sentir una nostalgia razonable por los sesenta y
setenta. “La vida era más agradable. No había paro, no había sida y no
había terrorismo…”. ¿No había también menos libertades? “Sí, pero yo
viví siempre como una mujer independiente, igual que mi madre. Usé los
contraceptivos antes de que fueran legales y habría firmado por
legalizar el aborto si me lo hubieran pedido”, responde. Pese a todo, a
Hardy no le interesa nada el #MeToo. “Hay una virulencia que no me
gusta. Cuando veo a mujeres expresándose de forma tan agresiva, me
mantengo a distancia, incluso cuando tienen razón…”, dice. La cantante asegura no haber sido víctima de ningún tipo de acoso. “Solo
me molestó un exhibicionista de pequeña. Y un primo que me hizo bajar
al sótano de mis abuelos para enseñarme sus partes... Me traumatizó
mucho”, confiesa. Tampoco la famosa tribuna sobre el “derecho a
importunar”, apoyada por mujeres de la cultura francesa como Catherine
Millet o Catherine Deneuve, le dijo nada. “Hubo cosas escritas en ella
que me chocaron, pero ya las he olvidado…”, esquiva con un arte
fenomenal. “Yo creo que, detrás de cada hombre que se comporta mal, hay
una madre que no supo educarlo o que no mostró suficiente amor. Cuántas
madres se lo consienten todo a sus hijos, pero no a sus hijas…”, lamenta
Hardy antes de volver a perderse por los bulevares parisinos. “Habría
que ver cuál es su responsabilidad”.
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