El actor malagueño, que interpreta a Picasso, repasa su vida en Hollywood, su matrimonio con Melanie Griffith, su ataque al corazón....
“Antonio no se suele cansar”.
La bienvenida de su representante suena rupturista: la misión de estos profesionales suele ser avisar de que su estrella está muy cansada para que el entrevistador encaje los monosílabos con deportividad. Antonio Banderas, que se estrena en la televisión estadounidense haciendo de Picasso en la serie de National Geographic Genius, es de otra pasta.
Esto promete.
En 1981, Pedro Almodóvar se le acercó en el muy madrileño Café Gijón y le dijo que tenía una cara romántica y que debería hacer películas.
Ya lleva 99 y a los 57 años (Málaga, 1960) debuta en la televisión americana con la segunda temporada de Genius (se emite en Movistar +).
Antonio Banderas ha rondado a Pablo Picasso durante años y ha saldado su deuda con esta superproducción de National Geographic, que le ha devuelto “la excitación de trabajar con gente de primera categoría, con prestigio, y de hacer algo significativo”. Genius no pretende glorificar al pintor:
“Sabemos lo que dijo y lo que hizo, pero nos sabemos por qué. Tratamos de encontrar al ser humano que había dentro y todos viajamos con maletas llenas de virtudes y de cosas feas.
Picasso también las tenía”.
Antonio Banderas, en teoría, también.
Pero no lo parece.
Lleva tres décadas enarbolando la marca España antes de que se le llamase así y, en 1995, confesó que sentía que la nación le suplicaba “Antonio, no la cagues”.
“Ya no tengo esa ansiedad por demostrar cosas, siempre creía que cada cosa que hacía en Hollywood sería la última.
Y todavía sigo pensando que quizá no haya hecho aquello por lo que se me recuerde” explica.
Ha interpretado a figuras históricas (Pancho Villa, Mussolini y, este año, a Ferruccio Lamborghini y Mario Conde), pero su personaje más trascendental sigue siendo el de Antonio Banderas.
El cliché de llamarle “nuestro Antonio Banderas”, una especie de
título nobiliario populista, lo colocó en un pedestal de orgullo
colectivo para un país que nunca se pone de acuerdo en nada. “Yo lo
percibía.
Y me producía una sensación de que se estaba creando una imagen de mí que no sabía si podría defender por mucho tiempo, porque me conozco y tengo mis mierdas”, confiesa.
La España de los Juegos Olímpicos, de la Expo y del ladrillazo entró en un eufórico éxtasis cultural: ya no se emigraba a Alemania, sino a Hollywood.
Y Antonio Banderas, que se presentó allí sin hablar inglés como buena marca España (la leyenda dice que sólo sabía chapurrear “I can do it”), personificaba esa España hambrienta a la que por fin dejaban sentarse en la mesa.
Y él hizo que pareciera fácil.
“Qué va. Era casi imposible. Yo lo viví con muchísima incredulidad.
Estaba limitado, porque no me iban a ofrecer las películas que le ofrecían a Tom Cruise. Ni abogados, ni astronautas, ni ingenieros. Pero acabé haciendo de todo”, recuerda.
Como latino oficial de Hollywood, durante aquellos años calientes (“después la cosa se fue enfriando y se convirtió en una onda cálida”, explica con más resignación que amargura) Banderas cantaba, bailaba, pegaba tiros, toreaba a Madonna tirándole los tejos, hacía de vampiro, del Zorro y del gato de Shrek, al que ponía voz.
La popularidad de este personaje, que llegaría a tener su propia película y una secuela actualmente en preproducción, causó sensación en el festival de Cannes:
“Todo Cannes hablando del puto gato y claro, Mike Myers, que ponía la voz a Shrek, se agarró un cabreo porque el gato se lo estaba comiendo”.
Él mismo compara su trayectoria con la labor de los actores itinerantes de las compañías de teatro, que tenían que meterse al público en el bolsillo en cada nuevo pueblo.
“En Philadelphia hay una escena en la que Tom [Hanks] y yo vamos vestidos de militares y todos los extras eran enfermos de sida.
Tom agarraba el micrófono y, mientras colocaban las luces, improvisaba show de comedia de puta madre.
Yo me hice amigo de uno de los chicos que estaba allí, le dije 'te veo en el estreno de la película' y él negó con la cabeza [sabía que la enfermedad le iba a matar].
Me acordaré toda la vida. Le di un abrazo y me marché”, recuerda.
Philadelphia supuso una revolución en Estados Unidos al tratarse de la primera producción de Hollywood que abordaba la lacra de la epidemia, pero Banderas ya venía curtido de casa.
“Hay chicos que me han dicho que la noche que vieron La ley del deseo [la película de 1987 de Pedro Almodóvar en la que Banderas es uno de los protagonistas] se fueron a su casa, pusieron a su madre y a su padre en un sofá y les hablaron de su homosexualidad. Hay películas que ayudan a la gente a respirar”, cuenta emocionado.
Y entonces remató su fábula ibérica y neolandista ligándose a una rubia despampanante.
Este malagueño, hijo de una maestra y un guardia civil, emparentó con la realeza de Hollywood: España quedaba así oficialmente anexionada al primer mundo.
Los paseos de Banderas con Melanie Griffith entre multitudes, a medio camino entre la aparición de un mesías, una procesión de Semana Santa y una atracción de feria, convirtieron a Marbella en la embajada de Hollywood.
“Era muy agobiante. Era ridículo.
Nos pinchaban los teléfonos. Cuando llegábamos en verano hacíamos una pequeña rueda de prensa en la puerta de la casa a ver si así la cosa se relajaba, si bajaba el precio de las fotografías, les decíamos que íbamos a estar con el mismo bañador todo el verano para tratar de minimizar un poco el impacto.
El día que Melanie dio a luz a Stella, la sacamos preñada por una muralla de la casa de la vecina con una escalera. Dos policías nos ayudaron”.
Mientras Griffith paría, el director del hospital les informó de que
los fotógrafos habían roto las ventanas y estaban dentro del edificio.
“Tuve que salir a dar unas declaraciones de que había nacido mi niña en un telediario. En un telediario”.
Para acercarse a la vida normal y poder salir a la calle con sus hijos, despidió a sus guardaespaldas.
“Ahora la gente me grita '¡Antonio!' y yo digo 'qué hay, buenos días' y sigo caminando”.
El mejor año profesional de su vida, reconoce, no fue delante de una cámara sino de 2.000 personas cada noche en el Eugene O'Neill Theatre de Broadway. Nine era “un espectáculo fascinante que después destrozaron con la película”, según Banderas. Ojalá la hubiera protagonizado él.
“No, ojalá no, porque habrían hecho la misma película y parecía un anuncio de champán.
Era horroroso. Daniel Day Lewis [el actor que interpretó al protagonista del musical en cine] no lo entendió.
Él es un intelectual británico y el intelectual italiano es como Picasso, que se va con las tías y con el vino”.
Cuando hace dos años le concedieron el Goya de Honor, un premio que nunca había ganado antes (para algunos quizá sea aún más icono folclórico que actor de carácter), aseguró afrontar con ilusión “la segunda parte del partido de mi vida”.
Minuto y resultado: “Desde que me dio un ataque al corazón dejé de fumar me encuentro muy bien.
Me hago pruebas cada seis meses y dan positivo, así que los bichitos que me pusieron ahí funcionan.
Tengo muchos proyectos muy bonitos y tengo una novia muy guapa, muy holandesa”.
Banderas inserta, por deformación profesional o por inercia, detalles sobre su vida privada con la empresaria Nicole Kempel, de 38 años (19 menos que él), aunque nadie se los pregunte. Y mientras le quitan los brillos para la sesión de fotos, sigue hablando por los codos:
“No me los quites todos, que tengo que brillar, soy una estrella”.
La bienvenida de su representante suena rupturista: la misión de estos profesionales suele ser avisar de que su estrella está muy cansada para que el entrevistador encaje los monosílabos con deportividad. Antonio Banderas, que se estrena en la televisión estadounidense haciendo de Picasso en la serie de National Geographic Genius, es de otra pasta.
Esto promete.
En 1981, Pedro Almodóvar se le acercó en el muy madrileño Café Gijón y le dijo que tenía una cara romántica y que debería hacer películas.
Ya lleva 99 y a los 57 años (Málaga, 1960) debuta en la televisión americana con la segunda temporada de Genius (se emite en Movistar +).
Antonio Banderas ha rondado a Pablo Picasso durante años y ha saldado su deuda con esta superproducción de National Geographic, que le ha devuelto “la excitación de trabajar con gente de primera categoría, con prestigio, y de hacer algo significativo”. Genius no pretende glorificar al pintor:
“Sabemos lo que dijo y lo que hizo, pero nos sabemos por qué. Tratamos de encontrar al ser humano que había dentro y todos viajamos con maletas llenas de virtudes y de cosas feas.
Picasso también las tenía”.
Antonio Banderas, en teoría, también.
Pero no lo parece.
Lleva tres décadas enarbolando la marca España antes de que se le llamase así y, en 1995, confesó que sentía que la nación le suplicaba “Antonio, no la cagues”.
“Ya no tengo esa ansiedad por demostrar cosas, siempre creía que cada cosa que hacía en Hollywood sería la última.
Y todavía sigo pensando que quizá no haya hecho aquello por lo que se me recuerde” explica.
Ha interpretado a figuras históricas (Pancho Villa, Mussolini y, este año, a Ferruccio Lamborghini y Mario Conde), pero su personaje más trascendental sigue siendo el de Antonio Banderas.
Y me producía una sensación de que se estaba creando una imagen de mí que no sabía si podría defender por mucho tiempo, porque me conozco y tengo mis mierdas”, confiesa.
La España de los Juegos Olímpicos, de la Expo y del ladrillazo entró en un eufórico éxtasis cultural: ya no se emigraba a Alemania, sino a Hollywood.
Y Antonio Banderas, que se presentó allí sin hablar inglés como buena marca España (la leyenda dice que sólo sabía chapurrear “I can do it”), personificaba esa España hambrienta a la que por fin dejaban sentarse en la mesa.
Y él hizo que pareciera fácil.
“Qué va. Era casi imposible. Yo lo viví con muchísima incredulidad.
Estaba limitado, porque no me iban a ofrecer las películas que le ofrecían a Tom Cruise. Ni abogados, ni astronautas, ni ingenieros. Pero acabé haciendo de todo”, recuerda.
Como latino oficial de Hollywood, durante aquellos años calientes (“después la cosa se fue enfriando y se convirtió en una onda cálida”, explica con más resignación que amargura) Banderas cantaba, bailaba, pegaba tiros, toreaba a Madonna tirándole los tejos, hacía de vampiro, del Zorro y del gato de Shrek, al que ponía voz.
La popularidad de este personaje, que llegaría a tener su propia película y una secuela actualmente en preproducción, causó sensación en el festival de Cannes:
“Todo Cannes hablando del puto gato y claro, Mike Myers, que ponía la voz a Shrek, se agarró un cabreo porque el gato se lo estaba comiendo”.
Él mismo compara su trayectoria con la labor de los actores itinerantes de las compañías de teatro, que tenían que meterse al público en el bolsillo en cada nuevo pueblo.
“En Philadelphia hay una escena en la que Tom [Hanks] y yo vamos vestidos de militares y todos los extras eran enfermos de sida.
Tom agarraba el micrófono y, mientras colocaban las luces, improvisaba show de comedia de puta madre.
Yo me hice amigo de uno de los chicos que estaba allí, le dije 'te veo en el estreno de la película' y él negó con la cabeza [sabía que la enfermedad le iba a matar].
Me acordaré toda la vida. Le di un abrazo y me marché”, recuerda.
Philadelphia supuso una revolución en Estados Unidos al tratarse de la primera producción de Hollywood que abordaba la lacra de la epidemia, pero Banderas ya venía curtido de casa.
“Hay chicos que me han dicho que la noche que vieron La ley del deseo [la película de 1987 de Pedro Almodóvar en la que Banderas es uno de los protagonistas] se fueron a su casa, pusieron a su madre y a su padre en un sofá y les hablaron de su homosexualidad. Hay películas que ayudan a la gente a respirar”, cuenta emocionado.
Y entonces remató su fábula ibérica y neolandista ligándose a una rubia despampanante.
Este malagueño, hijo de una maestra y un guardia civil, emparentó con la realeza de Hollywood: España quedaba así oficialmente anexionada al primer mundo.
Los paseos de Banderas con Melanie Griffith entre multitudes, a medio camino entre la aparición de un mesías, una procesión de Semana Santa y una atracción de feria, convirtieron a Marbella en la embajada de Hollywood.
“Era muy agobiante. Era ridículo.
Nos pinchaban los teléfonos. Cuando llegábamos en verano hacíamos una pequeña rueda de prensa en la puerta de la casa a ver si así la cosa se relajaba, si bajaba el precio de las fotografías, les decíamos que íbamos a estar con el mismo bañador todo el verano para tratar de minimizar un poco el impacto.
El día que Melanie dio a luz a Stella, la sacamos preñada por una muralla de la casa de la vecina con una escalera. Dos policías nos ayudaron”.
“Tuve que salir a dar unas declaraciones de que había nacido mi niña en un telediario. En un telediario”.
Para acercarse a la vida normal y poder salir a la calle con sus hijos, despidió a sus guardaespaldas.
“Ahora la gente me grita '¡Antonio!' y yo digo 'qué hay, buenos días' y sigo caminando”.
El mejor año profesional de su vida, reconoce, no fue delante de una cámara sino de 2.000 personas cada noche en el Eugene O'Neill Theatre de Broadway. Nine era “un espectáculo fascinante que después destrozaron con la película”, según Banderas. Ojalá la hubiera protagonizado él.
“No, ojalá no, porque habrían hecho la misma película y parecía un anuncio de champán.
Era horroroso. Daniel Day Lewis [el actor que interpretó al protagonista del musical en cine] no lo entendió.
Él es un intelectual británico y el intelectual italiano es como Picasso, que se va con las tías y con el vino”.
Cuando hace dos años le concedieron el Goya de Honor, un premio que nunca había ganado antes (para algunos quizá sea aún más icono folclórico que actor de carácter), aseguró afrontar con ilusión “la segunda parte del partido de mi vida”.
Minuto y resultado: “Desde que me dio un ataque al corazón dejé de fumar me encuentro muy bien.
Me hago pruebas cada seis meses y dan positivo, así que los bichitos que me pusieron ahí funcionan.
Tengo muchos proyectos muy bonitos y tengo una novia muy guapa, muy holandesa”.
Banderas inserta, por deformación profesional o por inercia, detalles sobre su vida privada con la empresaria Nicole Kempel, de 38 años (19 menos que él), aunque nadie se los pregunte. Y mientras le quitan los brillos para la sesión de fotos, sigue hablando por los codos:
“No me los quites todos, que tengo que brillar, soy una estrella”.
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