Un Blues

Un Blues
Del material conque están hechos los sueños

25 mar 2012

Una tristeza insoportable

En El caballo de Turín no aparece Turín. Bueno, no aparece la ciudad de Turín; todo ocurre en un villorrio. Solo hay una habitación para que duerman los humanos, el padre y la hija, y una cuadra para guardar al caballo. Hay un pozo. Y luego el viento. Sopla todo el rato, levanta las hojas y los rastrojos, sopla y sopla. Su sonido, su presencia, sus efectos y su maniática perseverancia forman parte del hilo conductor de la película. Es la última que ha rodado el director húngaro Béla Tarr.
 El viento es una presencia obsesiva, una pesadilla. Luego hay un apagón (ya al final): se va la luz de mundo y también cesa la ventisca.
 ¿De qué va esta historia? ¿Cómo resumirla? El arranque, narrado en off, cuenta que el 3 de enero de 1889 Nietzsche salió a dar un paseo.
 Vio que en una de las plazas de Turín un cochero estaba maltratando a su caballo, así que se abrió paso entre la gente y se lanzó al cuello del animal para abrazarlo y detener, así, los latigazos que le estaba propinando su amo.
 A partir de ese momento el pensador alemán se precipitó en la locura, de la que ya no saldría hasta su muerte el 25 de agosto de 1900. La película arranca cuando el cochero y su caballo regresan a casa.
 Es una larga secuencia, acompañada de una sobria y repetitiva melodía y que avisa desde el principio cuál va a ser el ritmo de la película.
Vemos al caballo avanzar dificultosamente, vemos al hombre que lo azuza, vemos la dureza con que la naturaleza golpea la frágil marcha del carruaje. Por fin llegan a casa. La cámara sigue con todo detalle cada uno de los movimientos que hacen los personajes.
La hija del cochero sale a ayudarlo, y se descubre entonces que el  brazo derecho de este no responde, que lo tiene paralizado. Liberar al caballo del coche, conducirlo a la cuadra, arrastrar el vehículo a una estancia contigua, dar de comer al animal, cerrar las puertas, dirigirse finalmente a casa. Paso a paso, con todo detalle, en un blanco y negro que aprecia cada una de las minúsculas variaciones de los grises, y con una deslumbrante belleza en algunas de las tomas donde las cosas parecen estar llenas de vida, aunque su vida sea muy pobre. Y expresan mucho más de lo que caso podrían decir las palabras.

El caballo de turin 1
Las patatas, por ejemplo. Béla Tarr no hace ninguna concesión, le importa un bledo la hipótesis de ponérselo fácil al espectador
. Quiere, seguramente, llevarlo ahí: a ese mundo desamparado, olvidado, apartado y condenado a los márgenes de la historia. Así pasan los días este hombre y su hija, eso es ni más ni menos lo que cuenta. Ella tiene que ayudarlo a quitarse la ropa y a vestirse.
 Por eso se detiene en cada gesto: cómo lo va despojando del abrigo y el jersey y los pantalones y las botas: paso a paso, sin saltarse una coma. Y también muestra cómo hierve el agua para que cuezan unas patatas, y cómo la joven pone la mesa (esa hermosa mesa desnuda con esos hermosos platos de madera: tan hermosos y dignos en su pobreza), y sirve la comida.
 Nada más que una patata por plato, una patata grande y humeante. Y la mano, la única que le sirve al hombre, arañando la piel y procurando no quemarse. Un poco de sal. Soplar cada bocado. ¡Qué vida más insoportablemente triste!

En la película no pasa nada más que eso: guardar el caballo, desvestir al padre para acostarlo, comer una patata, recoger los restos, levantarse por la mañana y buscar agua en el pozo, beber un sorbo de aguardiente para tirar adelante, ensillar el caballo, volverlo a guardar porque no quiere caminar, cortar leña.
Un día viene un vecino a comprar aguardiente y lanza una filípica contra la corrupción.
 Otro día aparece un carromato con gitanos, y uno de ellos le regala un libro a la chica. Incluso el padre y su hija llegan a intentar marcharse (y luego regresan). Hablan poco. Al principio el hombre dice que, tras decenas de años, ha dejado de oír a las carcomas. Béla Tarr ha dicho que esta ha sido su última película, así que el que quiera puede tomársela como su testamento y barruntar símbolos.

El caso es que el caballo se está dejando morir.
No quiere moverse, no quiere comer ni beber. Lo vemos todavía de pie, pero ya lo imaginamos derrumbado. Como Nietzsche, que se derrumbó después de abrazarlo. Béla Tarr ha filmado con una exasperante morosidad esa agonía.
Llega un momento en que ya no hay agua, calla el viento y la luz se va. Toca retirarse.
 A mí me ha gustado la película. No se la recomiendo a nadie por pura prudencia: por su lentitud y la radicalidad de sus retos podría ser fusilado al instante.

Fallece el escritor italiano Antonio Tabucchi a los 68 años en Lisboa

El escritor italiano Antonio Tabucchi, fallecido hoy en Lisboa, en una imagen de 2010
Muchos niños italianos se acercaron a los libros de la mano de Antonio Tabucchi, así que a Italia –y también a Portugal y a España— no solo se le acaba de morir un escritor en Lisboa, a los 68 años, de cáncer, sino también una relación sentimental con la literatura.
 El escritor italiano, nacido en Pisa el 23 de septiembre de 1943, era además de un autor de obras inolvidables –Sostiene Pereira (1994), Nocturno hindú (1984) o Réquiem—, muchas cosas más. La más conocida internacionalmente era su labor como experto y traductor de Fernando Pessoa (1885-1935), pero en Italia también era notoria su actividad como apasionado de la política y brillante polemista. En los últimos años, su bestia negra –y la de Italia—era Silvio Berlusconi. Tabucchi ha muerto de un cáncer que lo venía persiguiendo desde hace tiempo.
Antonio Tabucchi -que tenía nacionalidad portuguesa desde 2004- estaba ingresado en el hospital lisboeta de La Cruz Roja y será enterrado el próximo jueves en la capital lusa, ha explicado su viuda, Maria José Lancastre, informa Efe. Fue colaborador del diario italiano Il Corriere della Sera,  el francés Le Monde y EL PAÍS. Además su labor como literato, era profesor de Lengua y Literatura Portuguesas en la Universidad italiana de Siena. En su carrera ha ganado premios literarios como el Pen Club, el Campiello y el Viareggio-Répaci en Italia; el Médicis Etranger, el Européen de la Littérature o el Méditerranée en Francia y el Francisco Cerecedo, de periodismo, en España. Traducido a más de 40 lenguas, su último libro -de cuentos-  fue Racconti con Figure, publicado en 2011. (En España se acababa de editar Viajes y otros viajes).
En un encuentro en Florencia en 1998, Tabucchi le confiaba al también escritor Manuel Rivas su desencuentro con la tecnología. "¿No se siente fuera de juego?", le preguntaba Rivas. A lo que el italiano respondía: "Bueno, ¿sabe usted?, el fuera de juego es una posición que me conviene.
 En el fondo, todos los escritores están un poco fuera de juego, y sobre todo están fuera de juego los que creen que ocupan el centro del campo…". Decía también en aquella entrevista que "la literatura es el Internet del alma".
Tabucchi publicó su primera novela en 1975, Piazza d’Italia, pero el éxito absoluto le llegó en 1994 con Sostiene Pereira, que fue llevada al cine interpretada por Marcello Mastroianni.
No serán pocos los que hoy irán a su biblioteca y abrirán con emoción el pequeño y tan grande libro amarillo de Anagrama: “Sostiene Pereira que le conoció un día de verano.
Una magnífica jornada veraniega, soleada y aireada, y Lisboa resplandecía…".
Solo leí de él "Sostiene Pereira" y tanto me gustó que aún hoy para empezar alguna frase repito:Sostiene Pereira, los que lo han leído que son muchos, siguen el hilo narrativo, Que pena que se vaya tan Joven, Sostiene Pereira.......Descanse en Paz.

Juan Cruz arremete en un libro contra el prestigio de la sinceridad

Juan Cruz (El Puerto de la Cruz, Tenerife, 1948) es uno de esos hombres sobre los que uno siempre se pregunta de dónde saca tiempo para tanto.
 Está en casi todos los saraos culturales, escribe, edita..., y otra prueba: en dos minutos le llamaron a su móvil un escritor, un cineasta y otro editor.
Dice que es porque no pierde tiempo sintiendo rencor.
 El caso es que Cruz, director de coordinación editorial de los grupos PRISA y Santillana, va por su decimosexto libro, en los que ha cultivado casi todos los géneros.
 Ha recibido el Premio Canarias de Literatura al conjunto de su obra.Ahora publica Contra la sinceridad, un libro que él define como "un tratado que pide que la gente sea más educada, generosa en sus juicios y dubitativa".
 Su teoría es que la gente, apelando a la sinceridad, se cree con derecho a decir a otro lo que piensa, "y no aceptamos que a nosotros nos digan lo mismo.
 Hay que plantearse que lo que uno dice a los demás se lo puedan decir a él, evitaría sonrojos".
Escribir este libro le ha servido al autor para reflexionar sobre lo que considera mucho más valioso que la sinceridad, la buena educación.
 "Vivimos en un mundo en que el abuso de una supuesta sinceridad ha acabado desnaturalizando la naturalidad y ésta no debe estar reñida con la frescura o la sinceridad, pero debe estar matizada por la buena educación".
 A juicio del editor, la buena educación viene de la intuición: "Hay que intuir el estado de ánimo de un alma para irrumpir en ella".
Para el autor de La foto de los suecos, evitar la sinceridad no es sinónimo de mentir ("es respetar las zonas oscuras que tiene la verdad") y se muestra partidario de seguir en la vida las buenas reglas del periodismo: "No se puede dar una información de alguien sin ser verificada".

Las crueles fantasías de Angie

María Ángeles Molina, Angie, condenada por asesinar a Ana María Páez, declara ante el tribunal el pasado enero.
Cuando Juan Antonio Álvarez regresó a Argentina de vacaciones, lo primero que hizo fue contar a su familia que había conocido a una chica estupenda en España.
Se llamaba María Ángeles Molina. Además de guapa y encantadora, resulta que provenía de una familia de rancio abolengo.
 Ocurrió en 1988. Angie, que así la llaman, le había explicado que sus padres poseían títulos nobiliarios y tierras, muchas tierras, en Aragón.
 La relación fue creciendo y pasó lo que tenía que pasar: que Juan Antonio conoció a la familia de Angie... y la mentira que esta había levantado se destapó. Juan Antonio comprobó, sorprendido, que se trataba de gente humilde, de clase trabajadora, sin ninguna huella de hidalguía. El padre, por ejemplo, era taxista.
Las fantasías aristocráticas de Angie no disuadieron a Juan Antonio, dueño de varios restaurantes en Gran Canaria, donde ambos se conocieron.
 El hombre obvió la invención, siguió el consejo que le había dado su padre —“si la quieres, no importa; uno quiere a la persona y no a lo que tiene”— y, dos años más tarde, se casó con ella. Tuvieron una hija, Carolina, y vivieron en un chalé adosado de la localidad isleña de San Bartolomé de Tirajana
. Hasta que sobrevino la desgracia. En 1996, Juan Antonio murió en circunstancias poco claras.
 Su cuerpo fue hallado desnudo junto a la cama de matrimonio.
La autopsia reveló que había fallecido por la ingesta de un tipo de fosfato que se encuentra en algunos detergentes y que las clases humildes usan en Suramérica para suicidarse.
Silvia Graciela, la hermana de Juan Antonio, recibió una llamada muy escueta de su cuñada Angie tras el suceso: “Tu hermano está muerto”, le dijo, según declaró ella misma en 2008 ante los Mossos d’Esquadra, que la interrogaron como testigo tras la detención de María Ángeles Molina como presunta autora de la muerte de Ana Páez, ocurrida el 19 de febrero de 2008. El pasado lunes, la Audiencia de Barcelona condenó a Angie a 22 años de cárcel por asesinato y estafa.
 Durante dos años suplantó la identidad de su amiga Páez para contratar préstamos bancarios y seguros de vida por más de un millón de euros.
 En febrero de aquel año la invitó a cenar a un apartamento del barrio barcelonés de Gràcia que había alquilado expresamente para cometer el crimen y, tras adormecerla con una sustancia similar al cloroformo, le enrolló una bolsa de plástico alrededor del cuello y la asfixió.
Para llevar a la policía por los derroteros del móvil sexual, Angie impregnó la boca y la vagina de su víctima con semen de dos hombres que trabajaban en el local American Gigoló y que, a cambio de 200 euros, habían eyaculado en un frasco en presencia de la propia Angie.
El dinero mueve los mundos de Angie y por ese motivo, concluye la sentencia, asesinó a Ana Páez, que había sido subordinada suya en una empresa del sector de la moda de Barcelona.
 Como jefa de recursos humanos, la asesina se apoderó de sus documentos personales y, ataviada con una peluca negra, contrató servicios bancarios en los que firmaba como Ana Páez. Quienes han tenido contacto con ella, tanto en el ámbito laboral como personal, coinciden en que se trata de una mujer fría, con una gran dificultad para expresar sentimientos.
 La condenada, que lleva cuatro años en prisión por el brutal crimen, es una bon vivant obsesionada por el dinero y las apariencias, capaz de crear mundos de fantasía que solo existen en su cabeza.
María Ángeles suplantó durante dos años la identidad de su víctima y contrató préstamos por más de un millón
Pese a que no existen informes psicológicos sobre Angie —ni defensa ni acusación lo pidieron—, el abogado de la familia, Emilio Zegrí, dijo en el juicio que los rasgos de personalidad de la acusada coinciden, punto por punto, con los que Vicente Garrido reserva para los psicópatas en su libro homónimo.
 “Es una persona ensimismada, fría, sin empatía ni sentimiento de culpa”, explicó Zegrí. El fiscal del caso también la tildó de “fría, calculadora y muy inteligente”.
Con esa frialdad de Angie topó Silvia Graciela el día que murió su hermano Juan Antonio.
 Le pidió quedarse a solas un rato con el cadáver. La respuesta de María Ángeles la dejó helada: “A mí no me hables en términos filosóficos, yo no puedo darte toda la tarde”.
La hermana de Juan Antonio ha explicado que su cuñada había sacado 10.000 dólares de la cuenta corriente de la pareja y se había llevado a Madrid a su hija Carolina.
Cuenta, además, que cuando fue hallado el cadáver faltaba el reloj de su hermano (un Rolex), una cadena de oro y tarjetas de crédito, aunque el cuerpo no presentaba signos de violencia. Silvia refiere una reunión entre varias personas en la que Angie detalló su versión de los hechos: que llegó a casa con su hija y se fue a su cuarto a ver la televisión; más tarde encontró el cadáver.
 “Sabía que estaba muerto porque tenía las uñas negras”, dijo Angie. En opinión de la testigo, la asesina “no se llevaba bien con los amigos de Juan Antonio”, al que había acabado “aislando de todos los que le rodeaban”.
“La que ahora está aislada es Angie”, señalan fuentes próximas a su defensa.
En Barcelona, la mujer rehízo su vida con un empresario catalán ligado a la industria textil.
Cuando fue detenida, pocas semanas después del crimen, el hombre la apoyó. Pero la dejó de lado al descubrir que en la cisterna de su casa había escondido el DNI y el pasaporte de Páez.
Sin pareja, viuda y huérfana de padre y madre, la condenada solo cuenta con el apoyo incondicional de su hija, una universitaria de 20 años que la defiende a capa y espada.
 Angie se ha adaptado a la vida carcelaria y, según fuentes penitenciarias, ejerce cierta ascendencia sobre sus compañeras. “Pero en ningún caso es una kie”, un término referido en argot carcelario al preso que ejerce de líder.
El paso por prisión no le ha restado un ápice de coquetería ni de gusto por la ostentación.
Dispuesta siempre a guardar las apariencias, Angie se presentó a la primera sesión del juicio enfundada en una chupa de cuero, con botas de ante y pantalones ajustados, toda ella de negro.
 En cada sesión ha lucido un look distinto —siempre con el pelo bien alisado— y ha mantenido el mismo semblante inanimado
. El día de su declaración trató de escurrir el bulto con excusas difíciles de encajar.
Por ejemplo, que había comprado cloroformo para arreglar unos candelabros. Lo explicaba todo con aparente indiferencia, como si lo que ocurría en la sala no fuera con ella.
Angie, que durante cuatro años ha negado los hechos, tampoco se derrumbó en el juicio.
El día del crimen, dijo, viajó por la mañana a Zaragoza a recoger las cenizas de su madre, muerta un año antes.
 Eso es cierto, como ratificó el dueño de la funeraria.
Por la tarde regresó a Barcelona y buscó un reloj Cartier como regalo de cumpleaños para su novio. Este, sin embargo, declaró que ese regalo se lo había hecho un año antes, al cumplir los 40.
 Después, siguió Angie, fue a un Opencor a comprar yogures.
“Yo es que sin mis yogures de dulce de leche no soy nada”, declaró ante la indignación de los familiares de la víctima.
 Respecto a la peluca hallada en el apartamento, explicó que ella la usaba para “juegos sexuales” y que Páez se la había pedido porque le parecía “mona”.
 También negó haber contratado los servicios de dos gigolós, a pesar de que el dueño del local detalló incluso que, para enmascarar su extraña petición, Angie le dijo que había hecho una apuesta con unas amigas y que necesitaba el semen para demostrar que había sido capaz de tener sexo de pago.
La acusada jugó su principal baza tratando de desacreditar el móvil económico.
 Según su abogada, tenía cuantiosos ingresos: 3.000 euros por el alquiler de una casa en Canarias, 3.000 euros de salario, una aportación anual que le venía de su padre por 100.000 euros y la herencia de su marido, de casi dos millones de euros.
 Además posee tres coches de alta gama: un Porsche 911, un Hammer y un BMW. ¿Por qué iba a querer matar a Páez por dinero? Quienes la conocen señalan que llevaba un alto tren de vida y que siempre quería más.
Como explica uno de sus conocidos, que prefiere guardar el anonimato, “cuando una persona así se cruza en tu camino y te atrapa, puede arruinarte la vida”.