En El caballo de Turín no aparece Turín. Bueno, no aparece la ciudad de Turín; todo ocurre en un villorrio. Solo hay una habitación para que duerman los humanos, el padre y la hija, y una cuadra para guardar al caballo. Hay un pozo. Y luego el viento. Sopla todo el rato, levanta las hojas y los rastrojos, sopla y sopla. Su sonido, su presencia, sus efectos y su maniática perseverancia forman parte del hilo conductor de la película. Es la última que ha rodado el director húngaro Béla Tarr.
El viento es una presencia obsesiva, una pesadilla. Luego hay un apagón (ya al final): se va la luz de mundo y también cesa la ventisca.
¿De qué va esta historia? ¿Cómo resumirla? El arranque, narrado en off, cuenta que el 3 de enero de 1889 Nietzsche salió a dar un paseo.
Vio que en una de las plazas de Turín un cochero estaba maltratando a su caballo, así que se abrió paso entre la gente y se lanzó al cuello del animal para abrazarlo y detener, así, los latigazos que le estaba propinando su amo.
A partir de ese momento el pensador alemán se precipitó en la locura, de la que ya no saldría hasta su muerte el 25 de agosto de 1900. La película arranca cuando el cochero y su caballo regresan a casa.
Es una larga secuencia, acompañada de una sobria y repetitiva melodía y que avisa desde el principio cuál va a ser el ritmo de la película.
Vemos al caballo avanzar dificultosamente, vemos al hombre que lo azuza, vemos la dureza con que la naturaleza golpea la frágil marcha del carruaje. Por fin llegan a casa. La cámara sigue con todo detalle cada uno de los movimientos que hacen los personajes.
La hija del cochero sale a ayudarlo, y se descubre entonces que el brazo derecho de este no responde, que lo tiene paralizado. Liberar al caballo del coche, conducirlo a la cuadra, arrastrar el vehículo a una estancia contigua, dar de comer al animal, cerrar las puertas, dirigirse finalmente a casa. Paso a paso, con todo detalle, en un blanco y negro que aprecia cada una de las minúsculas variaciones de los grises, y con una deslumbrante belleza en algunas de las tomas donde las cosas parecen estar llenas de vida, aunque su vida sea muy pobre. Y expresan mucho más de lo que caso podrían decir las palabras.
Las patatas, por ejemplo. Béla Tarr no hace ninguna concesión, le importa un bledo la hipótesis de ponérselo fácil al espectador
. Quiere, seguramente, llevarlo ahí: a ese mundo desamparado, olvidado, apartado y condenado a los márgenes de la historia. Así pasan los días este hombre y su hija, eso es ni más ni menos lo que cuenta. Ella tiene que ayudarlo a quitarse la ropa y a vestirse.
Por eso se detiene en cada gesto: cómo lo va despojando del abrigo y el jersey y los pantalones y las botas: paso a paso, sin saltarse una coma. Y también muestra cómo hierve el agua para que cuezan unas patatas, y cómo la joven pone la mesa (esa hermosa mesa desnuda con esos hermosos platos de madera: tan hermosos y dignos en su pobreza), y sirve la comida.
Nada más que una patata por plato, una patata grande y humeante. Y la mano, la única que le sirve al hombre, arañando la piel y procurando no quemarse. Un poco de sal. Soplar cada bocado. ¡Qué vida más insoportablemente triste!
En la película no pasa nada más que eso: guardar el caballo, desvestir al padre para acostarlo, comer una patata, recoger los restos, levantarse por la mañana y buscar agua en el pozo, beber un sorbo de aguardiente para tirar adelante, ensillar el caballo, volverlo a guardar porque no quiere caminar, cortar leña.
Un día viene un vecino a comprar aguardiente y lanza una filípica contra la corrupción.
Otro día aparece un carromato con gitanos, y uno de ellos le regala un libro a la chica. Incluso el padre y su hija llegan a intentar marcharse (y luego regresan). Hablan poco. Al principio el hombre dice que, tras decenas de años, ha dejado de oír a las carcomas. Béla Tarr ha dicho que esta ha sido su última película, así que el que quiera puede tomársela como su testamento y barruntar símbolos.
El caso es que el caballo se está dejando morir.
No quiere moverse, no quiere comer ni beber. Lo vemos todavía de pie, pero ya lo imaginamos derrumbado. Como Nietzsche, que se derrumbó después de abrazarlo. Béla Tarr ha filmado con una exasperante morosidad esa agonía.
Llega un momento en que ya no hay agua, calla el viento y la luz se va. Toca retirarse.
A mí me ha gustado la película. No se la recomiendo a nadie por pura prudencia: por su lentitud y la radicalidad de sus retos podría ser fusilado al instante.
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