Cuando Juan Antonio Álvarez regresó a Argentina de vacaciones, lo primero que hizo fue contar a su familia que había conocido a una chica estupenda en España.
Se llamaba María Ángeles Molina. Además de guapa y encantadora, resulta que provenía de una familia de rancio abolengo.
Ocurrió en 1988. Angie, que así la llaman, le había explicado que sus padres poseían títulos nobiliarios y tierras, muchas tierras, en Aragón.
La relación fue creciendo y pasó lo que tenía que pasar: que Juan Antonio conoció a la familia de Angie... y la mentira que esta había levantado se destapó. Juan Antonio comprobó, sorprendido, que se trataba de gente humilde, de clase trabajadora, sin ninguna huella de hidalguía. El padre, por ejemplo, era taxista.
Las fantasías aristocráticas de Angie no disuadieron a Juan Antonio, dueño de varios restaurantes en Gran Canaria, donde ambos se conocieron.
El hombre obvió la invención, siguió el consejo que le había dado su padre —“si la quieres, no importa; uno quiere a la persona y no a lo que tiene”— y, dos años más tarde, se casó con ella. Tuvieron una hija, Carolina, y vivieron en un chalé adosado de la localidad isleña de San Bartolomé de Tirajana
. Hasta que sobrevino la desgracia. En 1996, Juan Antonio murió en circunstancias poco claras.
Su cuerpo fue hallado desnudo junto a la cama de matrimonio.
La autopsia reveló que había fallecido por la ingesta de un tipo de fosfato que se encuentra en algunos detergentes y que las clases humildes usan en Suramérica para suicidarse.
Silvia Graciela, la hermana de Juan Antonio, recibió una llamada muy escueta de su cuñada Angie tras el suceso: “Tu hermano está muerto”, le dijo, según declaró ella misma en 2008 ante los Mossos d’Esquadra, que la interrogaron como testigo tras la detención de María Ángeles Molina como presunta autora de la muerte de Ana Páez, ocurrida el 19 de febrero de 2008. El pasado lunes, la Audiencia de Barcelona condenó a Angie a 22 años de cárcel por asesinato y estafa.
Durante dos años suplantó la identidad de su amiga Páez para contratar préstamos bancarios y seguros de vida por más de un millón de euros.
En febrero de aquel año la invitó a cenar a un apartamento del barrio barcelonés de Gràcia que había alquilado expresamente para cometer el crimen y, tras adormecerla con una sustancia similar al cloroformo, le enrolló una bolsa de plástico alrededor del cuello y la asfixió.
Para llevar a la policía por los derroteros del móvil sexual, Angie impregnó la boca y la vagina de su víctima con semen de dos hombres que trabajaban en el local American Gigoló y que, a cambio de 200 euros, habían eyaculado en un frasco en presencia de la propia Angie.
El dinero mueve los mundos de Angie y por ese motivo, concluye la sentencia, asesinó a Ana Páez, que había sido subordinada suya en una empresa del sector de la moda de Barcelona.
Como jefa de recursos humanos, la asesina se apoderó de sus documentos personales y, ataviada con una peluca negra, contrató servicios bancarios en los que firmaba como Ana Páez. Quienes han tenido contacto con ella, tanto en el ámbito laboral como personal, coinciden en que se trata de una mujer fría, con una gran dificultad para expresar sentimientos.
La condenada, que lleva cuatro años en prisión por el brutal crimen, es una bon vivant obsesionada por el dinero y las apariencias, capaz de crear mundos de fantasía que solo existen en su cabeza.
Pese a que no existen informes psicológicos sobre Angie —ni defensa ni acusación lo pidieron—, el abogado de la familia, Emilio Zegrí, dijo en el juicio que los rasgos de personalidad de la acusada coinciden, punto por punto, con los que Vicente Garrido reserva para los psicópatas en su libro homónimo.
“Es una persona ensimismada, fría, sin empatía ni sentimiento de culpa”, explicó Zegrí. El fiscal del caso también la tildó de “fría, calculadora y muy inteligente”.
Con esa frialdad de Angie topó Silvia Graciela el día que murió su hermano Juan Antonio.
Le pidió quedarse a solas un rato con el cadáver. La respuesta de María Ángeles la dejó helada: “A mí no me hables en términos filosóficos, yo no puedo darte toda la tarde”.
La hermana de Juan Antonio ha explicado que su cuñada había sacado 10.000 dólares de la cuenta corriente de la pareja y se había llevado a Madrid a su hija Carolina.
Cuenta, además, que cuando fue hallado el cadáver faltaba el reloj de su hermano (un Rolex), una cadena de oro y tarjetas de crédito, aunque el cuerpo no presentaba signos de violencia. Silvia refiere una reunión entre varias personas en la que Angie detalló su versión de los hechos: que llegó a casa con su hija y se fue a su cuarto a ver la televisión; más tarde encontró el cadáver.
“Sabía que estaba muerto porque tenía las uñas negras”, dijo Angie. En opinión de la testigo, la asesina “no se llevaba bien con los amigos de Juan Antonio”, al que había acabado “aislando de todos los que le rodeaban”.
“La que ahora está aislada es Angie”, señalan fuentes próximas a su defensa.
En Barcelona, la mujer rehízo su vida con un empresario catalán ligado a la industria textil.
Cuando fue detenida, pocas semanas después del crimen, el hombre la apoyó. Pero la dejó de lado al descubrir que en la cisterna de su casa había escondido el DNI y el pasaporte de Páez.
Sin pareja, viuda y huérfana de padre y madre, la condenada solo cuenta con el apoyo incondicional de su hija, una universitaria de 20 años que la defiende a capa y espada.
Angie se ha adaptado a la vida carcelaria y, según fuentes penitenciarias, ejerce cierta ascendencia sobre sus compañeras. “Pero en ningún caso es una kie”, un término referido en argot carcelario al preso que ejerce de líder.
El paso por prisión no le ha restado un ápice de coquetería ni de gusto por la ostentación.
Dispuesta siempre a guardar las apariencias, Angie se presentó a la primera sesión del juicio enfundada en una chupa de cuero, con botas de ante y pantalones ajustados, toda ella de negro.
En cada sesión ha lucido un look distinto —siempre con el pelo bien alisado— y ha mantenido el mismo semblante inanimado
. El día de su declaración trató de escurrir el bulto con excusas difíciles de encajar.
Por ejemplo, que había comprado cloroformo para arreglar unos candelabros. Lo explicaba todo con aparente indiferencia, como si lo que ocurría en la sala no fuera con ella.
Angie, que durante cuatro años ha negado los hechos, tampoco se derrumbó en el juicio.
El día del crimen, dijo, viajó por la mañana a Zaragoza a recoger las cenizas de su madre, muerta un año antes.
Eso es cierto, como ratificó el dueño de la funeraria.
Por la tarde regresó a Barcelona y buscó un reloj Cartier como regalo de cumpleaños para su novio. Este, sin embargo, declaró que ese regalo se lo había hecho un año antes, al cumplir los 40.
Después, siguió Angie, fue a un Opencor a comprar yogures.
“Yo es que sin mis yogures de dulce de leche no soy nada”, declaró ante la indignación de los familiares de la víctima.
Respecto a la peluca hallada en el apartamento, explicó que ella la usaba para “juegos sexuales” y que Páez se la había pedido porque le parecía “mona”.
También negó haber contratado los servicios de dos gigolós, a pesar de que el dueño del local detalló incluso que, para enmascarar su extraña petición, Angie le dijo que había hecho una apuesta con unas amigas y que necesitaba el semen para demostrar que había sido capaz de tener sexo de pago.
La acusada jugó su principal baza tratando de desacreditar el móvil económico.
Según su abogada, tenía cuantiosos ingresos: 3.000 euros por el alquiler de una casa en Canarias, 3.000 euros de salario, una aportación anual que le venía de su padre por 100.000 euros y la herencia de su marido, de casi dos millones de euros.
Además posee tres coches de alta gama: un Porsche 911, un Hammer y un BMW. ¿Por qué iba a querer matar a Páez por dinero? Quienes la conocen señalan que llevaba un alto tren de vida y que siempre quería más.
Como explica uno de sus conocidos, que prefiere guardar el anonimato, “cuando una persona así se cruza en tu camino y te atrapa, puede arruinarte la vida”.
Se llamaba María Ángeles Molina. Además de guapa y encantadora, resulta que provenía de una familia de rancio abolengo.
Ocurrió en 1988. Angie, que así la llaman, le había explicado que sus padres poseían títulos nobiliarios y tierras, muchas tierras, en Aragón.
La relación fue creciendo y pasó lo que tenía que pasar: que Juan Antonio conoció a la familia de Angie... y la mentira que esta había levantado se destapó. Juan Antonio comprobó, sorprendido, que se trataba de gente humilde, de clase trabajadora, sin ninguna huella de hidalguía. El padre, por ejemplo, era taxista.
Las fantasías aristocráticas de Angie no disuadieron a Juan Antonio, dueño de varios restaurantes en Gran Canaria, donde ambos se conocieron.
El hombre obvió la invención, siguió el consejo que le había dado su padre —“si la quieres, no importa; uno quiere a la persona y no a lo que tiene”— y, dos años más tarde, se casó con ella. Tuvieron una hija, Carolina, y vivieron en un chalé adosado de la localidad isleña de San Bartolomé de Tirajana
. Hasta que sobrevino la desgracia. En 1996, Juan Antonio murió en circunstancias poco claras.
Su cuerpo fue hallado desnudo junto a la cama de matrimonio.
La autopsia reveló que había fallecido por la ingesta de un tipo de fosfato que se encuentra en algunos detergentes y que las clases humildes usan en Suramérica para suicidarse.
Silvia Graciela, la hermana de Juan Antonio, recibió una llamada muy escueta de su cuñada Angie tras el suceso: “Tu hermano está muerto”, le dijo, según declaró ella misma en 2008 ante los Mossos d’Esquadra, que la interrogaron como testigo tras la detención de María Ángeles Molina como presunta autora de la muerte de Ana Páez, ocurrida el 19 de febrero de 2008. El pasado lunes, la Audiencia de Barcelona condenó a Angie a 22 años de cárcel por asesinato y estafa.
Durante dos años suplantó la identidad de su amiga Páez para contratar préstamos bancarios y seguros de vida por más de un millón de euros.
En febrero de aquel año la invitó a cenar a un apartamento del barrio barcelonés de Gràcia que había alquilado expresamente para cometer el crimen y, tras adormecerla con una sustancia similar al cloroformo, le enrolló una bolsa de plástico alrededor del cuello y la asfixió.
Para llevar a la policía por los derroteros del móvil sexual, Angie impregnó la boca y la vagina de su víctima con semen de dos hombres que trabajaban en el local American Gigoló y que, a cambio de 200 euros, habían eyaculado en un frasco en presencia de la propia Angie.
El dinero mueve los mundos de Angie y por ese motivo, concluye la sentencia, asesinó a Ana Páez, que había sido subordinada suya en una empresa del sector de la moda de Barcelona.
Como jefa de recursos humanos, la asesina se apoderó de sus documentos personales y, ataviada con una peluca negra, contrató servicios bancarios en los que firmaba como Ana Páez. Quienes han tenido contacto con ella, tanto en el ámbito laboral como personal, coinciden en que se trata de una mujer fría, con una gran dificultad para expresar sentimientos.
La condenada, que lleva cuatro años en prisión por el brutal crimen, es una bon vivant obsesionada por el dinero y las apariencias, capaz de crear mundos de fantasía que solo existen en su cabeza.
María Ángeles suplantó durante dos años la identidad de su víctima y contrató préstamos por más de un millón
“Es una persona ensimismada, fría, sin empatía ni sentimiento de culpa”, explicó Zegrí. El fiscal del caso también la tildó de “fría, calculadora y muy inteligente”.
Con esa frialdad de Angie topó Silvia Graciela el día que murió su hermano Juan Antonio.
Le pidió quedarse a solas un rato con el cadáver. La respuesta de María Ángeles la dejó helada: “A mí no me hables en términos filosóficos, yo no puedo darte toda la tarde”.
La hermana de Juan Antonio ha explicado que su cuñada había sacado 10.000 dólares de la cuenta corriente de la pareja y se había llevado a Madrid a su hija Carolina.
Cuenta, además, que cuando fue hallado el cadáver faltaba el reloj de su hermano (un Rolex), una cadena de oro y tarjetas de crédito, aunque el cuerpo no presentaba signos de violencia. Silvia refiere una reunión entre varias personas en la que Angie detalló su versión de los hechos: que llegó a casa con su hija y se fue a su cuarto a ver la televisión; más tarde encontró el cadáver.
“Sabía que estaba muerto porque tenía las uñas negras”, dijo Angie. En opinión de la testigo, la asesina “no se llevaba bien con los amigos de Juan Antonio”, al que había acabado “aislando de todos los que le rodeaban”.
“La que ahora está aislada es Angie”, señalan fuentes próximas a su defensa.
En Barcelona, la mujer rehízo su vida con un empresario catalán ligado a la industria textil.
Cuando fue detenida, pocas semanas después del crimen, el hombre la apoyó. Pero la dejó de lado al descubrir que en la cisterna de su casa había escondido el DNI y el pasaporte de Páez.
Sin pareja, viuda y huérfana de padre y madre, la condenada solo cuenta con el apoyo incondicional de su hija, una universitaria de 20 años que la defiende a capa y espada.
Angie se ha adaptado a la vida carcelaria y, según fuentes penitenciarias, ejerce cierta ascendencia sobre sus compañeras. “Pero en ningún caso es una kie”, un término referido en argot carcelario al preso que ejerce de líder.
El paso por prisión no le ha restado un ápice de coquetería ni de gusto por la ostentación.
Dispuesta siempre a guardar las apariencias, Angie se presentó a la primera sesión del juicio enfundada en una chupa de cuero, con botas de ante y pantalones ajustados, toda ella de negro.
En cada sesión ha lucido un look distinto —siempre con el pelo bien alisado— y ha mantenido el mismo semblante inanimado
. El día de su declaración trató de escurrir el bulto con excusas difíciles de encajar.
Por ejemplo, que había comprado cloroformo para arreglar unos candelabros. Lo explicaba todo con aparente indiferencia, como si lo que ocurría en la sala no fuera con ella.
Angie, que durante cuatro años ha negado los hechos, tampoco se derrumbó en el juicio.
El día del crimen, dijo, viajó por la mañana a Zaragoza a recoger las cenizas de su madre, muerta un año antes.
Eso es cierto, como ratificó el dueño de la funeraria.
Por la tarde regresó a Barcelona y buscó un reloj Cartier como regalo de cumpleaños para su novio. Este, sin embargo, declaró que ese regalo se lo había hecho un año antes, al cumplir los 40.
Después, siguió Angie, fue a un Opencor a comprar yogures.
“Yo es que sin mis yogures de dulce de leche no soy nada”, declaró ante la indignación de los familiares de la víctima.
Respecto a la peluca hallada en el apartamento, explicó que ella la usaba para “juegos sexuales” y que Páez se la había pedido porque le parecía “mona”.
También negó haber contratado los servicios de dos gigolós, a pesar de que el dueño del local detalló incluso que, para enmascarar su extraña petición, Angie le dijo que había hecho una apuesta con unas amigas y que necesitaba el semen para demostrar que había sido capaz de tener sexo de pago.
La acusada jugó su principal baza tratando de desacreditar el móvil económico.
Según su abogada, tenía cuantiosos ingresos: 3.000 euros por el alquiler de una casa en Canarias, 3.000 euros de salario, una aportación anual que le venía de su padre por 100.000 euros y la herencia de su marido, de casi dos millones de euros.
Además posee tres coches de alta gama: un Porsche 911, un Hammer y un BMW. ¿Por qué iba a querer matar a Páez por dinero? Quienes la conocen señalan que llevaba un alto tren de vida y que siempre quería más.
Como explica uno de sus conocidos, que prefiere guardar el anonimato, “cuando una persona así se cruza en tu camino y te atrapa, puede arruinarte la vida”.
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