Desde la perspectiva del atún, este maldito embrollo de los pescadores y de los piratas siempre tiene el mismo final. En sushi o a la plancha, encebollado o con tomate, en tacos o enlatado.
Otro cantar resulta para los humanos gobiernos de los países pescantes o pesqueros. El mundo con el que tienen que enfrentarse se complica por momentos. En general, para Occidente, hace tiempo que el mundo se ha convertido en un maldito embrollo.
El caso de la piratería somalí ilustra la paradoja de la encrucijada occidental. Pues los piratas lo mismo dificultan el paso de cargueros con armas destinadas a destrozar países, que el de navíos que transportan bienes humanitarios designados para paliar el daño producido previamente.
Asimismo, amenazan y secuestran a los pescadores que se atreven a llegar hasta sus costas para hacerse con la ración de atún que los ciudadanos, espectadores de todo y partícipes de nada, estamos esperando, cuchillo y tenedor en mano, y relamiéndonos de gusto.
Saturados de buques de pesca el Atlántico y el Pacífico, el océano Índico ofrece un amplio horizonte, en especial en las cercanías de un territorio que es la quinta esencia ejemplar de cómo se puede destruir un país por las armas, con la colaboración exterior y el más entusiasta de los ardores propios. Somalia, sin instituciones, sin gobierno que controle, fuera de la ley, presenta grandes oportunidades pesqueras.
Es su anarquía lo que facilita la pesca, la anarquía que permite campar a los piratas. Los rescates que pagamos entre todos -y en buena hora, pues esos hombres de la mar tienen que volver a casa- no son sino el importe de una especie de justicia poética de carácter siniestro. Ya que carecen de Estado, al menos los somalíes podrán presumir de una organización mafiosa bien pertrechada.
Está rico el sushi.
19 nov 2009
GUTI ES ESCRITOR....mmmm
Aunque no lo parezca, y yo no vea futbol, como todo cuando se repite y oyes acabas de saber algunas cosas, más bien algunos nombres, como el De Maradona, que va unido a su destrucción, creo que me enteré antes de sus excess que de su profesión.
Sé el nombre de jugadores y sus vidas de color de "rosa" porque así nos lo venden.
Iker Casillas , muchacho guapo normal y buen portero. Eso de ser portero de futbol que de ti depende que los otros no metan la pelota debe ser terrible, la soledad, los nervios, moverte lo justo y Parar para que no ga el narrador de ese cuento Goll goll si es España claro.
Ahora hay un Cristiano Ronaldo, nombre que jamás se me ocurriría decir si no lo oigo y leo todos los dias, me ocurrió con Beckam, guapo si que es pero nunca supe si era un buen jugador, se vestía con sus mejores galas para jugar, dos enormes brillantes en sus orejas. , luego una Limusina y su santa esposa de compras todo el dia, eso lo veo yo como más deseable para mi.
Estuvieron un grupito de Ronaldo y Ronaldiños que ni siquiera sé si jugaban en el mismo equipo, pero uno un dia aburrido se compró un castillo de nada.
Caprichitos de niños que nunca tendrían ni play mobiles ni consolas , solo un balón para jugar y mira por dónde con un balón se hicieron ricos y famosos.
Todos tatuados , festeros, y fiestas con señoritas de compañía que luego lo contaban en la tele.
Pero hay uno, uno que me llama la atención, un muchachito jovencito padre de familia y juguetón.
Guti es escritor
Una mañana soleada del mes de octubre Guti se presentó en la portada del Marca con un tatuaje gigantesco en el brazo, de elegancia señorial, y un titular muy zen: «Soy un Guti más humano, futbolero y cristiano».
Unas semanas después mandó a tomar por el culo al entrenador y se debió de estar cagando en Dios tantas veces seguidas por el campo que en Madrid ya hay quien dice que Kaká, esta temporada, es irrecuperable.
Guti arrastra fama cansina de genio incomprendido, un cliché que suele acabar con la carrera de quien se lo cree.
El primer deber de un entrenador al ver llegar a un adolescente genial y atormentado es mandarlo a hacer la pretemporada sirviendo coñacs en la taberna de su barrio.
Sin embargo a Guti se le ha perdonado hasta la histeria, como si fuese Maradona.
En 1998 vino a Pontevedra a jugar con la sub 21 un partido contra Suecia. Se mamó después del partido, como es natural, pero lo que poca gente sabe es que se mamó también la noche antes y acabó la fiesta con una pontevedresa que le presentó un amigo mío. Casi doce años después todavía hay quien anda por ahí pidiendo Guti selección.
El bar, templo del saber y refugio de viejos profetas, sentenció ya en los noventa lo que ahora citan los segurolas: «Las cosas de Guti».
Uno de los grandes fracasos del Madrid es haber soportado durante quince años a un futbolista con «cosas».
Hubo otros antes, como Me lo Merezco, pero al menos éste ganó cinco ligas seguidas antes de querer marcharse del campo porque le pitaban.
Guti, más sibilino, se ha hecho expulsar en los naufragios. Luego ha dado cierta luz y resuelto ciertos partidos, y descifrado pases sensacionales a cuentagotas, que es como se gana un mediapunta el favor de Las Gaunas, no el del Bernabéu.
En días plomizos, cuando la tarde no acompañaba, hacía un poco de viento y Guti no estaba para gestas, ha obsequiado partidos tan infames que una leyenda aseguraba que esos domingos era su mujer, Arancha de Benito, la que salía al campo a corretear con el 14.
Esta temporada se dijo que iba a explotar por fin. Probablemente no haya en toda la historia del fútbol nada más tremendo que escuchar que se acerca la temporada de madurez de un jugador de 33 años.
Pero él se puso a ello: se hizo dibujar algo parecido a la Capilla Sixtina en el brazo y abrió su alma en el Marca, que debe de ser como abjurar de Nietzsche en el Mercadona.
Ahora lleva un mes en la grada explotando. Le ha hecho unos coros a Sabina y acaba de decir que escribe «cuando estoy mal, cuando estoy triste, que creo que es cuando mejor escribo», así que uno de estos días se presenta con anteojos y foulard a llenar el vestuario de sonetos bajo la mirada alucinada de Cristiano Ronaldo.
Sé el nombre de jugadores y sus vidas de color de "rosa" porque así nos lo venden.
Iker Casillas , muchacho guapo normal y buen portero. Eso de ser portero de futbol que de ti depende que los otros no metan la pelota debe ser terrible, la soledad, los nervios, moverte lo justo y Parar para que no ga el narrador de ese cuento Goll goll si es España claro.
Ahora hay un Cristiano Ronaldo, nombre que jamás se me ocurriría decir si no lo oigo y leo todos los dias, me ocurrió con Beckam, guapo si que es pero nunca supe si era un buen jugador, se vestía con sus mejores galas para jugar, dos enormes brillantes en sus orejas. , luego una Limusina y su santa esposa de compras todo el dia, eso lo veo yo como más deseable para mi.
Estuvieron un grupito de Ronaldo y Ronaldiños que ni siquiera sé si jugaban en el mismo equipo, pero uno un dia aburrido se compró un castillo de nada.
Caprichitos de niños que nunca tendrían ni play mobiles ni consolas , solo un balón para jugar y mira por dónde con un balón se hicieron ricos y famosos.
Todos tatuados , festeros, y fiestas con señoritas de compañía que luego lo contaban en la tele.
Pero hay uno, uno que me llama la atención, un muchachito jovencito padre de familia y juguetón.
Guti es escritor
Una mañana soleada del mes de octubre Guti se presentó en la portada del Marca con un tatuaje gigantesco en el brazo, de elegancia señorial, y un titular muy zen: «Soy un Guti más humano, futbolero y cristiano».
Unas semanas después mandó a tomar por el culo al entrenador y se debió de estar cagando en Dios tantas veces seguidas por el campo que en Madrid ya hay quien dice que Kaká, esta temporada, es irrecuperable.
Guti arrastra fama cansina de genio incomprendido, un cliché que suele acabar con la carrera de quien se lo cree.
El primer deber de un entrenador al ver llegar a un adolescente genial y atormentado es mandarlo a hacer la pretemporada sirviendo coñacs en la taberna de su barrio.
Sin embargo a Guti se le ha perdonado hasta la histeria, como si fuese Maradona.
En 1998 vino a Pontevedra a jugar con la sub 21 un partido contra Suecia. Se mamó después del partido, como es natural, pero lo que poca gente sabe es que se mamó también la noche antes y acabó la fiesta con una pontevedresa que le presentó un amigo mío. Casi doce años después todavía hay quien anda por ahí pidiendo Guti selección.
El bar, templo del saber y refugio de viejos profetas, sentenció ya en los noventa lo que ahora citan los segurolas: «Las cosas de Guti».
Uno de los grandes fracasos del Madrid es haber soportado durante quince años a un futbolista con «cosas».
Hubo otros antes, como Me lo Merezco, pero al menos éste ganó cinco ligas seguidas antes de querer marcharse del campo porque le pitaban.
Guti, más sibilino, se ha hecho expulsar en los naufragios. Luego ha dado cierta luz y resuelto ciertos partidos, y descifrado pases sensacionales a cuentagotas, que es como se gana un mediapunta el favor de Las Gaunas, no el del Bernabéu.
En días plomizos, cuando la tarde no acompañaba, hacía un poco de viento y Guti no estaba para gestas, ha obsequiado partidos tan infames que una leyenda aseguraba que esos domingos era su mujer, Arancha de Benito, la que salía al campo a corretear con el 14.
Esta temporada se dijo que iba a explotar por fin. Probablemente no haya en toda la historia del fútbol nada más tremendo que escuchar que se acerca la temporada de madurez de un jugador de 33 años.
Pero él se puso a ello: se hizo dibujar algo parecido a la Capilla Sixtina en el brazo y abrió su alma en el Marca, que debe de ser como abjurar de Nietzsche en el Mercadona.
Ahora lleva un mes en la grada explotando. Le ha hecho unos coros a Sabina y acaba de decir que escribe «cuando estoy mal, cuando estoy triste, que creo que es cuando mejor escribo», así que uno de estos días se presenta con anteojos y foulard a llenar el vestuario de sonetos bajo la mirada alucinada de Cristiano Ronaldo.
RENGLONES DE PLAYA
Renglones de playa
Este pedazo de playa, que con el paso de los años va ganando arena y perdiendo lo que fuera su hosca alfombra de piedra, nos reserva todos los veranos un lugar. No necesariamente el mismo.
Aunque tan igual pese a su diversidad que nada se echa casi nunca de menos, sea donde fuere finalmente que extendemos esterillas, apoyamos espaldas y leemos. O miramos la mar.
Hasta donde alcanza su gravidez. Más allá posiblemente caiga en cascada sobre un mundo desconocido. O sea sólo una duplicación en otros ojos de este mismo paisaje que aquí vemos. Sobre ese borde incierto avanzan a menudo los mercantes camino del puerto, sobre el filo del océano. A esta hora de la tarde deja hoy la bajamar al descubierto una orilla de rocas, algas y llámpares. Y el trávelin de la mirada transcurre lento por las hojas que estaba leyendo y he posado unos instantes, por la arena gruesa, el pedrero, la mar en calma, los pocos bañistas, el barco lejano y el cielo limpio.
A mi lado conversa una familia francesa. Tienen un niño pequeño de cinco o seis años. Llega extasiado del agua. Dice haber visto peces.
Y mientras señala hacia el lugar donde supuestamente nadaba el cardumen, repara de pronto en que a lo lejos se impone el majestuoso perfil de un grand boiteau. Su padre lleva un sombrero color caqui de explorador. Lía un porro. A su lado, su mujer toma el sol. Tiene unos pechos blancos, maternales. Teme uno que se los queme esta luz casi violenta. A mis espaldas, me concentro ahora en lo que le dice un hombre joven a la chica que lo acompaña.
Emplea un tono monocorde. Sentencioso. Triste. No habla alto, pero tiene una voz grave que reverbera en el aire caliente. Qué molesta resulta esa cháchara impostada de quien habla sólo por escucharse. Y sin embargo, aun siendo esa mi queja, reparo en que algo hay de parecido en escribir por leerse. Lo que uno tantas veces hace. Vuelvo a las hojas que dejé antes.
He traido conmigo los apuntes de un viaje. De Avilés a Cádiz. De José Luís García Martín. Doce etapas que ha publicado en su bitácora. Hace un rato subrayé en el texto unas líneas: “Soy una persona que nunca deja de cumplir una obligación por un capricho.
Pero que he tenido la habilidad de ir consiguiendo poco a poco que mis obligaciones laborales coincidan casi exactamente con mis caprichos”. Envidiable. La confesión. Y el estilo. Pocos gozan de esa suerte. No siempre se alcanza la fortuna a golpe de voluntad. Pero no es menos cierto que a veces no se pone en la tarea el empeño preciso. ¿Fue esa mi debilidad acaso? ¿Me tuve poca confianza? Ciertamente, mi trabajo no es un capricho.
Aunque tenga algunas gracias no desdeñables. Entre las que no desprecio, por ejemplo, la de los respiros a media mañana cerca del puerto, a esa hora de los jubilados ociosos y de quien deja su despacho no por un café sino por un paseo. Y si me apuran, más incluso que por un paseo, por uno mismo, pues no hay mejor sitio para encontrarse que la soledad de un cabotaje.
Este pedazo de playa, que con el paso de los años va ganando arena y perdiendo lo que fuera su hosca alfombra de piedra, nos reserva todos los veranos un lugar. No necesariamente el mismo.
Aunque tan igual pese a su diversidad que nada se echa casi nunca de menos, sea donde fuere finalmente que extendemos esterillas, apoyamos espaldas y leemos. O miramos la mar.
Hasta donde alcanza su gravidez. Más allá posiblemente caiga en cascada sobre un mundo desconocido. O sea sólo una duplicación en otros ojos de este mismo paisaje que aquí vemos. Sobre ese borde incierto avanzan a menudo los mercantes camino del puerto, sobre el filo del océano. A esta hora de la tarde deja hoy la bajamar al descubierto una orilla de rocas, algas y llámpares. Y el trávelin de la mirada transcurre lento por las hojas que estaba leyendo y he posado unos instantes, por la arena gruesa, el pedrero, la mar en calma, los pocos bañistas, el barco lejano y el cielo limpio.
A mi lado conversa una familia francesa. Tienen un niño pequeño de cinco o seis años. Llega extasiado del agua. Dice haber visto peces.
Y mientras señala hacia el lugar donde supuestamente nadaba el cardumen, repara de pronto en que a lo lejos se impone el majestuoso perfil de un grand boiteau. Su padre lleva un sombrero color caqui de explorador. Lía un porro. A su lado, su mujer toma el sol. Tiene unos pechos blancos, maternales. Teme uno que se los queme esta luz casi violenta. A mis espaldas, me concentro ahora en lo que le dice un hombre joven a la chica que lo acompaña.
Emplea un tono monocorde. Sentencioso. Triste. No habla alto, pero tiene una voz grave que reverbera en el aire caliente. Qué molesta resulta esa cháchara impostada de quien habla sólo por escucharse. Y sin embargo, aun siendo esa mi queja, reparo en que algo hay de parecido en escribir por leerse. Lo que uno tantas veces hace. Vuelvo a las hojas que dejé antes.
He traido conmigo los apuntes de un viaje. De Avilés a Cádiz. De José Luís García Martín. Doce etapas que ha publicado en su bitácora. Hace un rato subrayé en el texto unas líneas: “Soy una persona que nunca deja de cumplir una obligación por un capricho.
Pero que he tenido la habilidad de ir consiguiendo poco a poco que mis obligaciones laborales coincidan casi exactamente con mis caprichos”. Envidiable. La confesión. Y el estilo. Pocos gozan de esa suerte. No siempre se alcanza la fortuna a golpe de voluntad. Pero no es menos cierto que a veces no se pone en la tarea el empeño preciso. ¿Fue esa mi debilidad acaso? ¿Me tuve poca confianza? Ciertamente, mi trabajo no es un capricho.
Aunque tenga algunas gracias no desdeñables. Entre las que no desprecio, por ejemplo, la de los respiros a media mañana cerca del puerto, a esa hora de los jubilados ociosos y de quien deja su despacho no por un café sino por un paseo. Y si me apuran, más incluso que por un paseo, por uno mismo, pues no hay mejor sitio para encontrarse que la soledad de un cabotaje.
LETRAS CANALLAS
Letras canallas
A uno le da apuro hablar de estas cosas. Y sin embargo creo que debo hacerlo. Quienes seguís estos diarios desde hace tiempo sabéis que sólo con el paso de los días han ido desvelando el rostro de quien los escribe. Ya no son, por tanto, tan anónimos como nacieron.
Al inicio la intención en ellos era poco más que hacer dedos. Ejercicios de aproximación a lo literario. En eso se anduvo con mejor o peor fortuna. Y en eso se anda aún.
Sin dar más señas de identidad que las de la mi sensibilidad, que no es sino la manera en que se está en el mundo respondiendo a sus reclamos. No creo que me hubiera sentido cómodo en otro tipo de bitácora, dando sobre mi más allá de lo imprescindible. Pero no constituiría ya sino una discreción casi patológica tener por vez primera una novela, una breve novela en las librerías, y no dar noticia de ella.
No animar a su lectura. Se escribe y se publica, entre otras razones no menores tampoco, para que se nos lea. Y hay en el resultado final del libro que llega a las manos del lector no sólo el esfuerzo de su creador, sino la apuesta de un editor. Alentado en estas reflexiones, me animo a hablar de mi novela Letras canallas, publicada por la editorial Septem y que recién empieza a distribuirse por las librerías.
En ella se combina algo de humor, posesiones casi diabólicas, pequeñas dosis de tragedia en tono parco, bastante parodia y una pertinaz auto-conmiseración del narrador, que, aclaro, no es quien la escribe, aunque, me temo, algo tendrá de él.
Decía en una entrevista reciente mi paisano Ricardo Menéndez Salmón que la literatura no es un oficio sino una enfermedad, que uno no escribe para ganar dinero o caer bien a la gente, sino porque intenta curarse, porque está infectado, porque lo ha ganado la tristeza.
No le faltaba razón. De esa, la tristeza, o de otras carencias nace siempre lo que escribimos.
El protagonista de Letras canallas cuenta por alivio, narra para justificarse, escribe para entender el mundo. No es un héroe intachable. Es, más bien, un pobre hombre.
Las letras le son canallas, pero, aún así, las necesita como el aire que respira. Lo condenan, sí. Pero también lo salvan. Esta obrita es pues, dejadme que os ponga en la pista, una alegoría del propio oficio de escritor. Como aclara la cita de Claudio Magris que antecede la trama de la novela: “La literatura no salva la vida, pero puede darle sentido.”
A uno le da apuro hablar de estas cosas. Y sin embargo creo que debo hacerlo. Quienes seguís estos diarios desde hace tiempo sabéis que sólo con el paso de los días han ido desvelando el rostro de quien los escribe. Ya no son, por tanto, tan anónimos como nacieron.
Al inicio la intención en ellos era poco más que hacer dedos. Ejercicios de aproximación a lo literario. En eso se anduvo con mejor o peor fortuna. Y en eso se anda aún.
Sin dar más señas de identidad que las de la mi sensibilidad, que no es sino la manera en que se está en el mundo respondiendo a sus reclamos. No creo que me hubiera sentido cómodo en otro tipo de bitácora, dando sobre mi más allá de lo imprescindible. Pero no constituiría ya sino una discreción casi patológica tener por vez primera una novela, una breve novela en las librerías, y no dar noticia de ella.
No animar a su lectura. Se escribe y se publica, entre otras razones no menores tampoco, para que se nos lea. Y hay en el resultado final del libro que llega a las manos del lector no sólo el esfuerzo de su creador, sino la apuesta de un editor. Alentado en estas reflexiones, me animo a hablar de mi novela Letras canallas, publicada por la editorial Septem y que recién empieza a distribuirse por las librerías.
En ella se combina algo de humor, posesiones casi diabólicas, pequeñas dosis de tragedia en tono parco, bastante parodia y una pertinaz auto-conmiseración del narrador, que, aclaro, no es quien la escribe, aunque, me temo, algo tendrá de él.
Decía en una entrevista reciente mi paisano Ricardo Menéndez Salmón que la literatura no es un oficio sino una enfermedad, que uno no escribe para ganar dinero o caer bien a la gente, sino porque intenta curarse, porque está infectado, porque lo ha ganado la tristeza.
No le faltaba razón. De esa, la tristeza, o de otras carencias nace siempre lo que escribimos.
El protagonista de Letras canallas cuenta por alivio, narra para justificarse, escribe para entender el mundo. No es un héroe intachable. Es, más bien, un pobre hombre.
Las letras le son canallas, pero, aún así, las necesita como el aire que respira. Lo condenan, sí. Pero también lo salvan. Esta obrita es pues, dejadme que os ponga en la pista, una alegoría del propio oficio de escritor. Como aclara la cita de Claudio Magris que antecede la trama de la novela: “La literatura no salva la vida, pero puede darle sentido.”
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