Renglones de playa
Este pedazo de playa, que con el paso de los años va ganando arena y perdiendo lo que fuera su hosca alfombra de piedra, nos reserva todos los veranos un lugar. No necesariamente el mismo.
Aunque tan igual pese a su diversidad que nada se echa casi nunca de menos, sea donde fuere finalmente que extendemos esterillas, apoyamos espaldas y leemos. O miramos la mar.
Hasta donde alcanza su gravidez. Más allá posiblemente caiga en cascada sobre un mundo desconocido. O sea sólo una duplicación en otros ojos de este mismo paisaje que aquí vemos. Sobre ese borde incierto avanzan a menudo los mercantes camino del puerto, sobre el filo del océano. A esta hora de la tarde deja hoy la bajamar al descubierto una orilla de rocas, algas y llámpares. Y el trávelin de la mirada transcurre lento por las hojas que estaba leyendo y he posado unos instantes, por la arena gruesa, el pedrero, la mar en calma, los pocos bañistas, el barco lejano y el cielo limpio.
A mi lado conversa una familia francesa. Tienen un niño pequeño de cinco o seis años. Llega extasiado del agua. Dice haber visto peces.
Y mientras señala hacia el lugar donde supuestamente nadaba el cardumen, repara de pronto en que a lo lejos se impone el majestuoso perfil de un grand boiteau. Su padre lleva un sombrero color caqui de explorador. Lía un porro. A su lado, su mujer toma el sol. Tiene unos pechos blancos, maternales. Teme uno que se los queme esta luz casi violenta. A mis espaldas, me concentro ahora en lo que le dice un hombre joven a la chica que lo acompaña.
Emplea un tono monocorde. Sentencioso. Triste. No habla alto, pero tiene una voz grave que reverbera en el aire caliente. Qué molesta resulta esa cháchara impostada de quien habla sólo por escucharse. Y sin embargo, aun siendo esa mi queja, reparo en que algo hay de parecido en escribir por leerse. Lo que uno tantas veces hace. Vuelvo a las hojas que dejé antes.
He traido conmigo los apuntes de un viaje. De Avilés a Cádiz. De José Luís García Martín. Doce etapas que ha publicado en su bitácora. Hace un rato subrayé en el texto unas líneas: “Soy una persona que nunca deja de cumplir una obligación por un capricho.
Pero que he tenido la habilidad de ir consiguiendo poco a poco que mis obligaciones laborales coincidan casi exactamente con mis caprichos”. Envidiable. La confesión. Y el estilo. Pocos gozan de esa suerte. No siempre se alcanza la fortuna a golpe de voluntad. Pero no es menos cierto que a veces no se pone en la tarea el empeño preciso. ¿Fue esa mi debilidad acaso? ¿Me tuve poca confianza? Ciertamente, mi trabajo no es un capricho.
Aunque tenga algunas gracias no desdeñables. Entre las que no desprecio, por ejemplo, la de los respiros a media mañana cerca del puerto, a esa hora de los jubilados ociosos y de quien deja su despacho no por un café sino por un paseo. Y si me apuran, más incluso que por un paseo, por uno mismo, pues no hay mejor sitio para encontrarse que la soledad de un cabotaje.
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