Desde la perspectiva del atún, este maldito embrollo de los pescadores y de los piratas siempre tiene el mismo final. En sushi o a la plancha, encebollado o con tomate, en tacos o enlatado.
Otro cantar resulta para los humanos gobiernos de los países pescantes o pesqueros. El mundo con el que tienen que enfrentarse se complica por momentos. En general, para Occidente, hace tiempo que el mundo se ha convertido en un maldito embrollo.
El caso de la piratería somalí ilustra la paradoja de la encrucijada occidental. Pues los piratas lo mismo dificultan el paso de cargueros con armas destinadas a destrozar países, que el de navíos que transportan bienes humanitarios designados para paliar el daño producido previamente.
Asimismo, amenazan y secuestran a los pescadores que se atreven a llegar hasta sus costas para hacerse con la ración de atún que los ciudadanos, espectadores de todo y partícipes de nada, estamos esperando, cuchillo y tenedor en mano, y relamiéndonos de gusto.
Saturados de buques de pesca el Atlántico y el Pacífico, el océano Índico ofrece un amplio horizonte, en especial en las cercanías de un territorio que es la quinta esencia ejemplar de cómo se puede destruir un país por las armas, con la colaboración exterior y el más entusiasta de los ardores propios. Somalia, sin instituciones, sin gobierno que controle, fuera de la ley, presenta grandes oportunidades pesqueras.
Es su anarquía lo que facilita la pesca, la anarquía que permite campar a los piratas. Los rescates que pagamos entre todos -y en buena hora, pues esos hombres de la mar tienen que volver a casa- no son sino el importe de una especie de justicia poética de carácter siniestro. Ya que carecen de Estado, al menos los somalíes podrán presumir de una organización mafiosa bien pertrechada.
Está rico el sushi.
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