29 mar 2020
La mirada del espejo .................................... Irene Vallejo.
La mirada del espejo
Irene Vallejo.
Hipnotizan nuestros ojos con imágenes de exultante juventud, perfecta, triunfadora: falsa. Saben que caeremos.
Después de la
pregunta, unos instantes frondosos de silencio: la tentación de mentir.
¿Cuántos años tienes? Los niños pequeños, interrogados, levantan uno a
uno los dedos con la ilusión de llegar a desplegar un día el abanico de
las dos manos.
Los adolescentes intentan atribuirse con voz ensayada los
ansiados 18, el ábrete sésamo de la edad adulta.
Casi todos los demás
pronunciamos nuestra edad en tenue súplica, como quien contiene a un
animal desbocado.
Apenas dejamos de desear ser mayores, empezamos a
lamentar no ser más jóvenes.
Qué breve es el tiempo en el que vivimos
reconciliados con nuestro tiempo.
Hoy no solo se nos exige
convertirnos en triunfadores; además debemos alcanzar el éxito jóvenes,
cuando aún podemos posar guapos y fotogénicos.
Qué anclada está la prisa
en nosotros, qué insólita se ha vuelto a cualquier edad la paciencia.
Cuenta el historiador Suetonio que, con 33 años, Julio César
desempeñaba un cargo administrativo menor en Hispania.
En viaje
oficial, llegó a Gades, nuestra actual Cádiz, a visitar el templo de
Hércules.
Allí se detuvo frente a una estatua del macedonio Alejandro
Magno y, al verla, lloró.
Derramó esas lágrimas porque,
a su edad, Alejandro había muerto después de conquistar gran parte del
mundo conocido, mientras que Julio César era solo un oscuro magistrado
en Hispania.
Con tres décadas a las espaldas, el futuro general se
sentía ya demasiado envejecido para las hazañas que su ambición le
exigía. Hay que decir que, a pesar de sus complejos, antes de ser
asesinado a los 56 años, tuvo tiempo de montar un triunvirato, perpetrar
masacres en las Galias, contribuir a una guerra civil, escribir varios
libros clásicos, derrotar a sus enemigos con asombrosos despliegues
tácticos y dejar su nombre al mes de julio y a la cesárea.
En el fondo, el problema no
es la edad, sino la insatisfacción inducida.
Julio César quería ser
Alejandro, como en su momento Alejandro quiso ser Aquiles.
Sin embargo,
lo que en el pasado era exclusivo de los individuos más desmesuradamente
ambiciosos, ahora es un síndrome generalizado.
En la película El club de la lucha, adaptación de la novela de Palahniuk
dirigida por David Fincher, el protagonista es un individuo corriente,
con un trabajo seguro y vida cómoda, pero descontento de sí mismo y
angustiado por el insomnio.
Sintiéndose mediocre y anodino, acude a grupos de terapia colectiva para el cáncer, buscando en las catástrofes ajenas anestesia contra su desasosiego.
En un avión,
conoce un día al exuberante Tyler Durden, que le fascina
instantáneamente por sus ideas, su carisma, su arrolladora seguridad en
sí mismo.
Pronto empieza a pelear a puñetazos con su nuevo amigo para
desahogar la rabia, funda con enorme éxito el club de la lucha y se
lanza a reclutar una especie de ejército anarcofascista con el que
ejecutar el gran Proyecto Caos.
Poco a poco, iremos descubriendo que
Tyler no existe en realidad, es solo la proyección de lo que el
protagonista siempre quiso ser: atractivo, seductor, desinhibido,
poderoso, temido, inmune al miedo.
El gran nihilista era una víctima más
de los mismos complejos que nos inyectan a todos.
En nuestra galaxia
mediática, invadida por pantallas, todos tenemos un doble cuidadosamente
diseñado por las agencias de publicidad. Las marcas no solo quieren que
compremos sus productos, además nos tientan para que deseemos ser
otros.
Hipnotizan nuestros ojos con imágenes de exultante juventud,
perfecta, triunfadora: falsa.
Saben que caeremos en la trampa de comprar lo que venden para
intentar parecernos a ellos, a los otros, a esos espejismos radiantes. Y
así seguiremos gastando, porque nunca lo conseguiremos: nuestra
insatisfacción son sus beneficios.
El capitalismo funciona inoculando el
virus de la esquizofrenia, la obsesión por ser otros, más fascinantes
que la imagen de nuestro espejo.
Hasta que, de pronto, la vida nos
descubre que nuestros cuerpos son frágiles y vulnerables.
En un mundo
que conspira para que desees ser la copia de alguien que no existe, lo
heroico es ser quien eres.
El tiempo de la peste ........................................Rosa Montero..
El tiempo de la peste
Intentemos que esta prueba, y la dolorosa resaca económica que vendrá, nos enseñe por lo menos a ser un poco mejores .
Este artículo es,
más que nunca, una botella que arrojo al mar del tiempo.
Lo escribo al
principio de la reclusión, rodeada por una ciudad silenciosa y cautiva,
caracoles frágiles ocultos tras la concha que sólo mostramos nuestro
blando cuerpo a la hora del aplauso, en los balcones.
Y vosotros lo
estáis leyendo dos semanas más tarde, todavía encerrados y, me temo, con
bastantes días de clausura aún por delante.
Me imagino a mí misma
dentro de 15 días, junto a vosotros; las raíces blancas de mi pelo
teñido estarán más crecidas y serán un memento de la fugacidad de la
vida (qué canosos saldremos muchos de nosotros del aislamiento: bien
mirado, el debate sobre la apertura de las peluquerías
era existencial).
Pero, fuera de eso, supongo que todo será más o menos
igual. Seguiremos navegando por las aguas profundas del intenso tiempo
de la peste.
Es una derrota especialmente
humillante, porque el virus es una pizca tan diminutérrima que no se ve
con microscopios ópticos.
Se trata de un grumo de ácido
nucleico y proteína que ni siquiera está del todo vivo: es como el
zombi de los agentes infecciosos.
Y esa nadería ha tumbado al planeta.
La humildad debería ser nuestro primer aprendizaje.
En ocasiones, sobre todo de
joven, cuando todavía ignoraba mucho de mí misma, me he preguntado cómo
hubiera reaccionado en determinadas situaciones históricas críticas.
En
la Alemania nazi, por ejemplo: ¿hubiera sido capaz de esconder a un
judío, con el peligro que eso suponía?
Pues bien, ahora estamos viviendo
nuestra circunstancia crítica. Es una prueba tremenda, inesperada.
Es
nuestra prueba. El resto de nuestros días quedará marcado por lo que
hicimos o no hicimos, por cómo nos comportamos dentro de esta anomalía
colosal.
Hablo de esos descerebrados insolidarios que se marcharon a abarrotar e infectar playas como si estuvieran de vacaciones
(por cierto: fueron una minoría dentro de la población de Madrid; caer
en el estereotipo del odio al madrileño es otra actitud descerebrada);
esos chavales ignorantes que juegan a burlar la autoridad y se reúnen en
los pisos de los amigos (sois potenciales asesinos); esos listillos egoístas que vacían los supermercados;
esos canallas que se disfrazan de médicos para entrar a robar en las
casas.
O esos miserables que crean noticias falsas sobre el Covid (acabo
de escuchar el audio de una supuesta doctora dando torrentes de datos
mentirosos para justificar que debemos abandonar el aislamiento).
Todos
esos individuos, en fin, cada uno en su medida, han escogido pasar a la
historia, a su propia historia y su memoria, como unos marranos.
Pero no me refiero solo al
ámbito social.
El reto mayor es el interior. ¿Cómo vivir la vida cuando
se ha quedado sin trucos defensivos ni disfraces?
La vida cruda y limpia
en el lento e incandescente tiempo de la peste.
Entre los sanadores y
maravillosos chistes que recorren las redes (bendita tecnología que nos
une) me llegó esto:
“Dice una amiga que con esto del aislamiento en casa
ha estado hablando un rato con su marido y que le ha parecido muy
simpático”.
Esa es la cuestión: intentemos encontrarnos simpáticos.
O
intentemos simplemente encontrarnos
. Cuando el ruido y el movimiento
incesante se paran, queda lo real. Aguantar semanas con unos niños a los
que normalmente aparcas en algún lado.
Convivir de verdad con tu pareja en un ámbito estrecho, y aprender no
sólo a escucharla, sino también a respetar su ausencia en la presencia.
Soportar tu soledad, si vives solo, y lograr sentirte a gusto en ella.
Y, sobre todo, manejar bien el tiempo.
En vez de perderlo, quemarlo,
tirarlo (la vida es eso que ocurre mientras nosotros nos ocupamos de
otra cosa, según una supuesta frase de John Lennon) como hacíamos en la
agitación de la normalidad,
ahora tenemos una oportunidad única para habitar el presente.
Para
llenar de conciencia y de voluntad cada minuto.
Para discernir entre lo
esencial y lo superfluo.
Intentemos que esta prueba, y la dolorosa
resaca económica que vendrá, nos enseñe por lo menos a ser un poco
mejores.
Entusiastas del pánico ..............................Javier Marías
Entusiastas del pánico
Sin la mala fe de muchos medios la población habría estado más sosegada, lo que no es poco. Es muchísimo .
Naturalmente no soy quién para opinar sobre la crisis del Covid-19 o
coronavirus iniciado en la China.
Sobre su gravedad enorme o no tanto,
ni sobre las medidas que van tomándose y que, por lo que se anuncia,
todavía no han alcanzado su culmen.
Tampoco me compete pronunciarme
sobre si se quedan cortas o son exageradas.
Pero sí he percibido, desde
el comienzo y hasta hoy mismo, que los medios de comunicación que veo y
leo (no todos, evidentemente, pero sí unos cuantos) parecen estar a
favor del pánico en su mayoría.
Llevamos dos meses y medio de cobertura
exhaustiva y excluyente de casi cualquier otro asunto.
Al principio —un
muy prolongado principio—, las locutoras y los conductores de
informativos, sobre todo los apocalípticos de TelePodemos, comunicaban
los nuevos casos y fallecimientos en tono triunfal, como si temieran que
nuestro país se quedara atrás en la desgracia.
“Si hay una calamidad
mundial”, parecían estarse diciendo, “no vamos a ir a la zaga, como una
nación sin importancia”.
Este tono
exultante me provocaba estupefacción, y, siendo benévolo, lo achacaba al
viejísimo lema de que “sólo las malas noticias son noticia”, y a que,
por lo tanto, la prensa las necesita hasta llegar a desearlas, y de ahí a
celebrarlas no hay más que un paso.
Por mucho que siempre haya sido así
(recuérdense las acerbas críticas de Billy Wilder en El gran carnaval y en Primera plana), si
ahora me escandaliza esta actitud es porque ni siquiera se disimula. No
se es ni hipócrita.
Ni se toman la molestia de adoptar una expresión
(falsamente) compungida para contar una desdicha.
“¡Ya son 27 los
muertos!”, exclaman como si fueran medallas en unos Juegos Olímpicos.
“¡Ya son 12 las mujeres asesinadas en lo que va de año!”
Indica que “por fin” se ha alcanzado tal o cual cifra y
también que se confía en que aumente y en que no hayamos tocado techo.
Todo eso alarma más de la cuenta, dispara la adrenalina en dosis
nocivas, angustia, desmoraliza, saca de quicio o deprime.
Los
hipocondriacos deben de estar sufriendo lo indecible.
Sin embargo, lamento decirlo, también he observado mala fe.
Es demasiado,
demasiado curioso: en una época en que se recurre sin tregua a las
estadísticas y porcentajes, aquí estos últimos se han omitido
sistemáticamente.
No era por falta de tiempo, dadas las horas y páginas
dedicadas al monotema.
¿Por qué, entonces? La única respuesta verosímil
es porque podían tranquilizar un poco, y
eso no lo queremos en modo alguno. Hace ya tiempo, el número de
contagiados chinos era de unos 80.000. Si su inmenso país cuenta con una
población de 1.350 millones, el porcentaje de infectados era del
0,006%.
A día de hoy, en Italia, el lugar más contagiado de Europa, los
afectados son unos 16.000 y los muertos algo más de 1.000.
Con 60
millones de habitantes, el porcentaje de los primeros sería el 0,03%, y
el de los segundos, el 0,002% o aún menor.
En lo relativo a España, con
47 millones, hoy hay 4.500 positivos y 120 difuntos.
Los porcentajes
equivalen, respectivamente, al 0,01% y al 0,0003% a lo sumo.
Si miramos
los números de todo el planeta, que ya ha acumulado más de 7.000
millones de pobladores, los enfermos son hoy 140.000 y los fallecidos
unos 5.000.
Ambos porcentajes son mínimos.
Claro que nada es mínimo en cifras absolutas, ni en el mundo ni en la China ni en Italia ni en España.
Cada vida es
importantísima, para cada uno la suya sobre todo.
El coronavirus no deja
de ser una catástrofe y hay que tomársela en serio.
Esos porcentajes
subirán (ojalá no).
Pero si se hubieran señalado a diario (e insisto: es
lo único que se ha escamoteado), y se hubiera hecho más hincapié en que
la mayoría de los primeros muertos eran de edad avanzada y con
afecciones ya previas, la gente no habría enloquecido tanto ni habría
acaparado mascarillas ni saqueado supermercados.
No pongo en cuestión
las medidas adoptadas, incluidas las coercitivas.
Pero sin la mala fe de
muchos medios la población habría estado algo más sosegada, lo que no
es poco.
Es muchísimo.
Durante semanas el principal encargado de informar fue Fernando Simón,
epidemiólogo sensato y calmado, en quien más o menos se confiaba.
Luego
intervinieron Díaz Ayuso hecha un manojo de nervios y con la voz muerta
de miedo, y el Ministro Illa, recién nombrado, que por ahora infunde
escasa confianza.
Antes, desde el Gobierno, se alentó a acudir en masa a
la manifestación del 8-M (120.000 personas) para mimar aún más a la mimada Ministra de Desigualdad, y allí vimos a ministras y ministros comportándose como colegiales alborotados y efusivos en medio de
una emergencia sanitaria…, con el consiguiente incremento de casos de
coronavirus en Madrid.
¿Hasta cuándo, y a costa de qué, seguirá
aumentando el precio que paga el flojo Sánchez, y del que hablé hace dos
domingos? Por su parte, Vox reunió a 9.000 militantes ufanos en un
recinto cerrado, para un mitin innecesario.
Supongo que, involuntaria o
deliberadamente, fueron maneras festivas de alimentar y complacer a los
medios más sádicos, ansiosos por agrandar las desgracias y fervorosos
entusiastas del pánico.
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