La mirada del espejo
Irene Vallejo.
Hipnotizan nuestros ojos con imágenes de exultante juventud, perfecta, triunfadora: falsa. Saben que caeremos.
Después de la
pregunta, unos instantes frondosos de silencio: la tentación de mentir.
¿Cuántos años tienes? Los niños pequeños, interrogados, levantan uno a
uno los dedos con la ilusión de llegar a desplegar un día el abanico de
las dos manos.
Los adolescentes intentan atribuirse con voz ensayada los
ansiados 18, el ábrete sésamo de la edad adulta.
Casi todos los demás
pronunciamos nuestra edad en tenue súplica, como quien contiene a un
animal desbocado.
Apenas dejamos de desear ser mayores, empezamos a
lamentar no ser más jóvenes.
Qué breve es el tiempo en el que vivimos
reconciliados con nuestro tiempo.
Hoy no solo se nos exige
convertirnos en triunfadores; además debemos alcanzar el éxito jóvenes,
cuando aún podemos posar guapos y fotogénicos.
Qué anclada está la prisa
en nosotros, qué insólita se ha vuelto a cualquier edad la paciencia.
Cuenta el historiador Suetonio que, con 33 años, Julio César
desempeñaba un cargo administrativo menor en Hispania.
En viaje
oficial, llegó a Gades, nuestra actual Cádiz, a visitar el templo de
Hércules.
Allí se detuvo frente a una estatua del macedonio Alejandro
Magno y, al verla, lloró.
Derramó esas lágrimas porque,
a su edad, Alejandro había muerto después de conquistar gran parte del
mundo conocido, mientras que Julio César era solo un oscuro magistrado
en Hispania.
Con tres décadas a las espaldas, el futuro general se
sentía ya demasiado envejecido para las hazañas que su ambición le
exigía. Hay que decir que, a pesar de sus complejos, antes de ser
asesinado a los 56 años, tuvo tiempo de montar un triunvirato, perpetrar
masacres en las Galias, contribuir a una guerra civil, escribir varios
libros clásicos, derrotar a sus enemigos con asombrosos despliegues
tácticos y dejar su nombre al mes de julio y a la cesárea.
En el fondo, el problema no
es la edad, sino la insatisfacción inducida.
Julio César quería ser
Alejandro, como en su momento Alejandro quiso ser Aquiles.
Sin embargo,
lo que en el pasado era exclusivo de los individuos más desmesuradamente
ambiciosos, ahora es un síndrome generalizado.
En la película El club de la lucha, adaptación de la novela de Palahniuk
dirigida por David Fincher, el protagonista es un individuo corriente,
con un trabajo seguro y vida cómoda, pero descontento de sí mismo y
angustiado por el insomnio.
Sintiéndose mediocre y anodino, acude a grupos de terapia colectiva para el cáncer, buscando en las catástrofes ajenas anestesia contra su desasosiego.
En un avión,
conoce un día al exuberante Tyler Durden, que le fascina
instantáneamente por sus ideas, su carisma, su arrolladora seguridad en
sí mismo.
Pronto empieza a pelear a puñetazos con su nuevo amigo para
desahogar la rabia, funda con enorme éxito el club de la lucha y se
lanza a reclutar una especie de ejército anarcofascista con el que
ejecutar el gran Proyecto Caos.
Poco a poco, iremos descubriendo que
Tyler no existe en realidad, es solo la proyección de lo que el
protagonista siempre quiso ser: atractivo, seductor, desinhibido,
poderoso, temido, inmune al miedo.
El gran nihilista era una víctima más
de los mismos complejos que nos inyectan a todos.
En nuestra galaxia
mediática, invadida por pantallas, todos tenemos un doble cuidadosamente
diseñado por las agencias de publicidad. Las marcas no solo quieren que
compremos sus productos, además nos tientan para que deseemos ser
otros.
Hipnotizan nuestros ojos con imágenes de exultante juventud,
perfecta, triunfadora: falsa.
Saben que caeremos en la trampa de comprar lo que venden para
intentar parecernos a ellos, a los otros, a esos espejismos radiantes. Y
así seguiremos gastando, porque nunca lo conseguiremos: nuestra
insatisfacción son sus beneficios.
El capitalismo funciona inoculando el
virus de la esquizofrenia, la obsesión por ser otros, más fascinantes
que la imagen de nuestro espejo.
Hasta que, de pronto, la vida nos
descubre que nuestros cuerpos son frágiles y vulnerables.
En un mundo
que conspira para que desees ser la copia de alguien que no existe, lo
heroico es ser quien eres.
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