El pensador británico Bertrand Russell siempre fue a contracorriente y sus ideas aperturistas fueron calificadas de lascivas y peligrosas.
Hoy se cumplen 50 años de su muerte.
Bertrand Russell (1872-1970), figura central de la filosofía del
siglo XX, no fue un hombre unidimensional.
Tanto como el conocimiento, le preocupaban los asuntos políticos y sociales de su época.
Los últimos años de su vida los dedicó a combatir las armas nucleares, impulsar el Tribunal contra los Crímenes de Guerra y a oponerse a la intervención de Estados Unidos en Vietnam.
Su activismo antibelicista y feminista, de hecho, le causó muchos problemas: fue encarcelado dos veces (1918 y 1961); expulsado del Trinity College, en Cambridge; y le acusaron de lascivia e incluso de inducir al suicidio.
No le importó: respondía solo ante su conciencia.
El amor libre y la lucha contra las estrecheces de la moralidad imperante marcaron su trayectoria.
En 1957 el obispo de Rochester le escribió: “En su libro, Matrimonio y moral, no se pueden ocultar las pezuñas hendidas de la lascivia (…) a veces deben acosarlo recuerdos de asesinatos, suicidios e incalculable dolor causados por los experimentos de jóvenes unidos fuera del matrimonio”.
No fue la única crítica.
Pero mucho de lo que le atribuían no figuraba en el libro. Sí defendía la igualdad de derechos (políticos y sexuales) de hombres y mujeres, y calificaba de “superstición cristiana” la idea de que el sexo fuera impuro, herencia, decía, de Pablo de Tarso: “Si no tienen don de continencia, cásense.
Pues más vale casarse que abrasarse”. Añadía que la ética cristiana degrada a la mujer, quien había empezado a ser libre al decaer la noción de pecado, ayudada por los anticonceptivos y su incorporación al trabajo, que le daba independencia.
Proponía la educación sexual y profundizar en la igualdad: “Mantener lo antiguo exige que la educación de las jóvenes busque volverlas estúpidas, supersticiosas e ignorantes; requisito que cumplen las escuelas donde interviene la Iglesia”, porque “la ignorancia nunca puede fomentar la conducta recta ni el conocimiento estorbarla”.
Además, sugería los “matrimonios a prueba” y defendía las relaciones extramatrimoniales si no suponían daño para nadie.
Fue un librepensador.
En 1920 viajó a Rusia y conoció a Lenin, que le decepcionó.
A su vuelta no ahorró críticas al nuevo régimen, lo que no implicaba elogios a Occidente.
Cuando le preguntaron qué tenía contra el “mundo libre” respondió de inmediato: “Que no es libre”.
Y fue un pensador muy precoz. Siendo adolescente inició una investigación sobre tres cuestiones que le apremiaban:
Dios, la inmortalidad y el libre albedrío.
Concluyó que “no había razones para creer” en ninguna de ellas.
Tanto como el conocimiento, le preocupaban los asuntos políticos y sociales de su época.
Los últimos años de su vida los dedicó a combatir las armas nucleares, impulsar el Tribunal contra los Crímenes de Guerra y a oponerse a la intervención de Estados Unidos en Vietnam.
Su activismo antibelicista y feminista, de hecho, le causó muchos problemas: fue encarcelado dos veces (1918 y 1961); expulsado del Trinity College, en Cambridge; y le acusaron de lascivia e incluso de inducir al suicidio.
No le importó: respondía solo ante su conciencia.
El amor libre y la lucha contra las estrecheces de la moralidad imperante marcaron su trayectoria.
En 1957 el obispo de Rochester le escribió: “En su libro, Matrimonio y moral, no se pueden ocultar las pezuñas hendidas de la lascivia (…) a veces deben acosarlo recuerdos de asesinatos, suicidios e incalculable dolor causados por los experimentos de jóvenes unidos fuera del matrimonio”.
No fue la única crítica.
Pero mucho de lo que le atribuían no figuraba en el libro. Sí defendía la igualdad de derechos (políticos y sexuales) de hombres y mujeres, y calificaba de “superstición cristiana” la idea de que el sexo fuera impuro, herencia, decía, de Pablo de Tarso: “Si no tienen don de continencia, cásense.
Pues más vale casarse que abrasarse”. Añadía que la ética cristiana degrada a la mujer, quien había empezado a ser libre al decaer la noción de pecado, ayudada por los anticonceptivos y su incorporación al trabajo, que le daba independencia.
Proponía la educación sexual y profundizar en la igualdad: “Mantener lo antiguo exige que la educación de las jóvenes busque volverlas estúpidas, supersticiosas e ignorantes; requisito que cumplen las escuelas donde interviene la Iglesia”, porque “la ignorancia nunca puede fomentar la conducta recta ni el conocimiento estorbarla”.
Además, sugería los “matrimonios a prueba” y defendía las relaciones extramatrimoniales si no suponían daño para nadie.
Fue un librepensador.
En 1920 viajó a Rusia y conoció a Lenin, que le decepcionó.
A su vuelta no ahorró críticas al nuevo régimen, lo que no implicaba elogios a Occidente.
Cuando le preguntaron qué tenía contra el “mundo libre” respondió de inmediato: “Que no es libre”.
Y fue un pensador muy precoz. Siendo adolescente inició una investigación sobre tres cuestiones que le apremiaban:
Dios, la inmortalidad y el libre albedrío.
Concluyó que “no había razones para creer” en ninguna de ellas.
El amor libre y la lucha contra las estrecheces de la moralidad imperante marcaron su trayectoria.
En 1957 el obispo de Rochester le escribió: “En su libro, Matrimonio y moral, no se pueden ocultar las pezuñas hendidas de la lascivia (…) a veces deben acosarlo recuerdos de asesinatos, suicidios e incalculable dolor causados por los experimentos de jóvenes unidos fuera del matrimonio”.
No fue la única crítica.
Pero mucho de lo que le atribuían no figuraba en el libro.
Sí defendía la igualdad de derechos (políticos y sexuales) de hombres y mujeres, y calificaba de “superstición cristiana” la idea de que el sexo fuera impuro, herencia, decía, de Pablo de Tarso:
“Si no tienen don de continencia, cásense. Pues más vale casarse que abrasarse”.
Añadía que la ética cristiana degrada a la mujer, quien había empezado a ser libre al decaer la noción de pecado, ayudada por los anticonceptivos y su incorporación al trabajo, que le daba independencia.
Proponía la educación sexual y profundizar en la igualdad: “Mantener lo antiguo exige que la educación de las jóvenes busque volverlas estúpidas, supersticiosas e ignorantes; requisito que cumplen las escuelas donde interviene la Iglesia”, porque “la ignorancia nunca puede fomentar la conducta recta ni el conocimiento estorbarla”.
Además, sugería los “matrimonios a prueba” y defendía las relaciones extramatrimoniales si no suponían daño para nadie.
Pero le supuso mil problemas, sobre todo en Estados Unidos, adonde viajó en 1938 y donde tuvo que quedarse, forzado por la guerra. Iba a impartir un curso en la Universidad de Chicago y pensaba titularlo Las palabras y los hechos, conectando con la perspectiva del atomismo lógico, que sugería analizar los problemas filosóficos descomponiéndolos en sus elementos mínimos lingüísticos.
El título pareció demasiado claro a la academia y fue rebautizado: Correlación entre hábitos motrices orales y somáticos.
El rector de la Universidad, un neotomista, no lo apreciaba y no le renovó el contrato.
Tampoco fue bien acogido en la Universidad de California. Ya se veía sin ingresos (la guerra le impedía obtener dinero del Reino Unido) cuando le llegó una invitación de The City College of New York.
Su llegada al centro provocó una masiva protesta de clérigos católicos.
La madre de una alumna (no inscrita en las clases de Russell) se querelló alegando que su presencia era “peligrosa para la virtud de su hija”.
Ante el tribunal, sus obras fueron descritas como “lascivas, libidinosas, lujuriosas, venéreas, eroticomaniacas, afrodisiacas, irreverentes, parciales, falsas y privadas de fibra moral”.
Sin trabajo, se puso a escribir Historia de la Filosofía Occidental y sobrevivió gracias a un anticipo por la obra.
El laicismo le llegó casi por herencia. Cuando quedó huérfano, a los cuatro años, se vio que su padre, vizconde de Amberley, había dejado establecido que no lo educara la familia sino otras personas que eran ateas y podrían protegerlo de los “males de una formación religiosa”.
Los abuelos
amenazaron con un pleito que inclinó a los tutores a cederles la
custodia.
Siendo todavía un adolescente, decidió que el matrimonio era nefasto y
lo racional, el amor libre.
Corría el final del siglo XIX. Descubrió el sexo y la masturbación, una práctica que mantuvo hasta los 20, cuando se enamoró de Alys Pearsall Smith, que sería su primera esposa.
Por aquellos años trabajaba ya en los tres volúmenes de Principia Mathematica, que se publicaría entre 1910 y 1913, escritos conjuntamente con Alfred North Whitehead.
Con ellos alumbraron la filosofía analítica, una de las principales corrientes del siglo XX.
La madre de una alumna se querelló porque su presencia amenazaba “la virtud de su hija”
Ya se veía sin ingresos (la guerra le impedía obtener dinero del Reino Unido) cuando le llegó una invitación de The City College of New York. Su llegada al centro provocó una masiva protesta de clérigos católicos. La madre de una alumna (no inscrita en las clases de Russell) se querelló alegando que su presencia era “peligrosa para la virtud de su hija”.
Ante el tribunal, sus obras fueron descritas como “lascivas, libidinosas, lujuriosas, venéreas, eroticomaniacas, afrodisiacas, irreverentes, parciales, falsas y privadas de fibra moral”. Sin trabajo, se puso a escribir Historia de la Filosofía Occidental y sobrevivió gracias a un anticipo por la obra.
El laicismo le llegó casi por herencia.
Cuando quedó huérfano, a los cuatro años, se vio que su padre, vizconde de Amberley, había dejado establecido que no lo educara la familia sino otras personas que eran ateas y podrían protegerlo de los “males de una formación religiosa”.
Los abuelos amenazaron con un pleito que inclinó a los tutores a cederles la custodia.
Siendo todavía un adolescente, decidió que el matrimonio era nefasto y lo racional, el amor libre.
Corría el final del siglo XIX. Descubrió el sexo y la masturbación, una práctica que mantuvo hasta los 20, cuando se enamoró de Alys Pearsall Smith, que sería su primera esposa.
Por aquellos años trabajaba ya en los tres volúmenes de Principia Mathematica, que se publicaría entre 1910 y 1913, escritos conjuntamente con Alfred North Whitehead.
La crisis de los misiles en Cuba acentuó, si cabe, la conciencia de que había que moverse en todas direcciones.
Escribió a los Gobiernos implicados y trató de provocar movilizaciones con escaso éxito. Paralelamente, intentó convencer a Israel de que revisara la situación de los palestinos.
El resultado de toda esta actividad fue la creación de la Fundación Russell para la Paz, a la que se dedicó hasta el límite de sus fuerzas. También se opuso a la guerra del Vietnam y a cualquier violación de los derechos humanos, participando junto a Jean-Paul Sartre en el Tribunal contra los Crímenes de Guerra.
Una de las consecuencias de esta actividad fue su segundo ingreso en prisión (esta vez sólo una semana) acusado de desobediencia civil.
Tenía 88 años. Le acompañó, tanto en la desobediencia como en la condena, su cuarta esposa, Edith Finch, con la que conviviría hasta su muerte.
Poco antes escribió que estaba convencido de que, por desastroso que pareciera el presente, “la mejor parte de la historia humana no reside en el pasado, sino en el futuro”.
Con ellos alumbraron la filosofía analítica, una de las principales corrientes del siglo XX.
El matrimonio, decía, le aportó estabilidad. Más tarde recomendaría a sus alumnos (hombres y mujeres) la convivencia prematrimonial para escapar de los apremios sexuales de la edad.
Con Pearshall cubría una de sus pasiones (“el ansia de amor”) y podía dedicarse a las otras dos: “La búsqueda del conocimiento y la piedad por el sufrimiento de la humanidad”.
Su actividad filosófica quedó a veces subordinada a la política. Aun así, su influencia aumentaba, a lo que contribuyó el Círculo de Viena, que impulsó el análisis lingüístico como método de abordar (y disolver) los problemas filosóficos.
También uno de sus discípulos: Ludwig Wittgenstein, cuyo Tractatus prologaría, facilitando su publicación.
Russell lo describe “apasionado, profundo, intenso, dominante”. Un día, Wittgenstein le preguntó: “¿Cree usted que soy un perfecto idiota?”. “¿Para qué quiere saberlo?”, replicó Russell.
“Si lo soy me haré aeronauta, pero si no lo soy me convertiré en filósofo”, dijo el discípulo.
Una de las consecuencias de esta actividad fue su segundo ingreso en prisión (esta vez sólo una semana) acusado de desobediencia civil. Tenía 88 años. Le acompañó, tanto en la desobediencia como en la condena, su cuarta esposa, Edith Finch, con la que conviviría hasta su muerte. Poco antes escribió que estaba convencido de que, por desastroso que pareciera el presente, “la mejor parte de la historia humana no reside en el pasado, sino en el futuro”.