Con su petición de perdón al Rey, Obrador ha demostrado ser un demagogo.
Pensar que las naciones no varían es tan elemental que da miedo.
YA NO SÉ LAS VECES que he escrito sobre la estúpida moda de los
perdones vicarios y en diferido, pero creo que la primera fue en 1995, y
por extenso. Es decir, como mínimo llevamos veinticuatro años de
variadas tabarras, que, lejos de remitir, van en aumento. Como la
realidad es repetitiva, machacona y pesadísima, en ocasiones no nos
queda más remedio, a quienes publicamos en prensa, que imitarla y
resultar reiterativos, aunque no nos guste. El asunto se ha puesto de
actualidad de nuevo a raíz de la solicitud del Presidente de México,
Obrador, de una petición de perdón formal a su país
por parte del Rey Felipe VI y —se sobreentiende— de los españoles en
general. Hace mucho contó Fernando Savater que, durante sus frecuentes
estancias en México, cuando alguien le echaba en cara los “crímenes de
sus antepasados”, él solía responder al acusador: “Serán de los antepasados de usted, porque los míos no se movieron de
España ni pisaron este continente, así que difícilmente pudieron dañar a
ningún indígena. Es en cambio probable que los suyos sí abusaran de
ellos. Haga sus pesquisas y pídales cuentas en la tumba, si procede”. O
algo por el estilo.
Obrador ha demostrado ser muy tonto o un demagogo o ambas cosas. No
menos tontas y demagógicas han sido muchas de las histéricas reacciones
habidas entre los políticos españoles, la mayoría individuos tan lacios y
faltos de personalidad que han de recurrir a los chillidos para
compensar (sin éxito) su grisura. “Una afrenta”, exclamó Casado el
Torpe. “Un insulto”, agregó Abascal el Jinete Desequilibrado. “Gran
Obrador, nosotros repararíamos a las incontables víctimas de España”,
aplaudió Unidas Podemas
o como se llame ahora ese partido. Todo muy melodramático, casi
operístico, para lo que no deja de ser una bobada que quizá debería
haberse dejado caer en el vacío. A nadie se le ocurriría exigirle a un lejano descendiente de Jack el
Destripador (si supiéramos quién fue) que pidiera perdón por los
desventramientos de su tatarabuelo. Ni siquiera se les ha exigido tal
cosa a los nietos de Franco, que andan por aquí a mano y no se han
cambiado el apellido, y eso que su abuelo mató a mansalva. Todos estamos
de acuerdo, cuando se trata de personas, en que los descendientes de un
criminal no son ni pueden ser culpables de nada. (Tampoco los padres de
un violador o un asesino, y dan mucha pena esos progenitores que de
tanto en tanto aparecen en televisión abochornados por el delito
cometido por un vástago suyo.) Todos aceptamos, por suerte, que uno sólo
es responsable de sus propios actos y que, por recordar la cita
bíblica, no es nunca “el guardián de su hermano”. Se entiende mal, así
pues, que en cambio se siga considerando culpables a los países o a las
razas de las atrocidades llevadas a cabo, hace siglos o decenios —tanto
da—, por compatriotas remotos o gente antediluviana de color parecido,
que nada tienen que ver con nosotros.
Pensar que las instituciones y las naciones no varían, que son
eternas e idénticas a lo largo del tiempo, es tan elemental, tan
rudimentario, que da miedo ver a buena parte de la población mundial
creyendo esas supersticiones. Ni “España” ni “Francia” ni “México” ni
“Rusia” son abstracciones inmutables. Tampoco “la Iglesia” ni “la
Corona” ni “la República”. Lo que entendemos por “Francia” tiene mil
caras: la del Rey Sol y la de Luis XVI (guillotinado), la de la
Revolución y la del Reinado del Terror, la de Napoleón y la de la
Comuna, la colaboracionista con los nazis y la de la Resistencia, la de
Argelia y la actual. “Rusia” ha sido la de los zares durante siglos, la
del bolchevismo, la de Stalin con sus matanzas,
la soviética tiránica, la de Gorbachov y la del camarada Putin. ¿Habría
de pedir perdón este último por los desmanes de los zares? ¿Macron por
el despotismo de los Reyes o por las enloquecidas decapitaciones? No es
ya que no deban, es que tampoco pueden.
Pedir perdón en nombre de otros es un disimulado acto de soberbia,
por mucho que seamos sus “herederos”. Lo que alguien hizo, bueno o malo,
sólo a él pertenece. Los vivos no somos quiénes para atribuírnoslo (lo
bueno) ni para enmendarlo y penar por ello (lo malo). Aún menos para “repararlo”. Para los asesinados no hay reparación
posible, ni para los esclavizados. Sus supuestos descendientes no han
padecido lo mismo, o sólo muy indirectamente. A quienes se dañó ya no
hay modo de compensarlos, ni a quienes sufrieron injusticia. Ocurrió
(lleva ocurriendo la historia entera), y los únicos culpables también
están muertos, ya no es posible castigarlos. Extender las culpas
indefinidamente en el tiempo, a los individuos “similares”, a los países
o a las instituciones, es una vacuidad oportunista y peligrosa. Y
quienes se avienen a pedir perdón (sean la Iglesia, Alemania, Francia o
España) demuestran ser unos arrogantes. Tan arrogantes como si el Estado
español actual se atribuyera la grandeza de Cervantes y Velázquez o el
italiano la de Leonardo y Dante. Cada cual hace lo que hace, y nadie más
debe reclamar para sí el mérito o el demérito, la proeza o la tropelía. No son nuestros.
La poeta Francisca Aguirre
(Alicante, 88 años) ha fallecido hoy por la tarde en su domicilio
madrileño. Con ella desaparece una de las pocas autoras que se mantenían
en activo de la llamada “otra generación del 50”, es decir, la que
conformaron poetas mujeres que inicialmente quedaron fuera de las
antologías de la época y que poco a poco fueron ocupando un espacio
imprescindible en el mapa poético del país.
Francisca Aguirre tuvo un reconocimiento institucional tardío aunque
la crítica había prestado atención a su obra desde sus primeros libros. En los últimos años ese reconocimiento se concretó en el Nacional de Poesía por Historia de una anatomía en 2011 y el pasado noviembre con el Premio Nacional de las Letras Españolas,
el máximo galardón de nuestra literatura tras el Cervantes. En el fallo
del jurado se destacó una característica de su trabajo poético que
honraría su obra y que la situaba en la zona más arraigada y cercana a
la sentimentalidad colectiva de nuestra poesía: señaló que era la poeta
"más machadiana" de las integrantes de la generación de los 50.
Aunque por año de nacimiento, Francisca Aguirre forma parte de la
leva más joven de una promoción en la que estuvieron integrados autores
como José Ángel Valente, Francisco Brines, Ángel González, Jaime Gil de
Biedma o José Manuel Caballero Bonald, lo cierto es que la publicación
tardía, en 1971, de su primer libro, Ítaca, cuando la obra de
sus coetáneos estaba ya consolidada, la situó en un espacio al margen,
en un lugar alejado de los cánones académicos. Con Angelina Gatell,
Julia Uceda y María Beneyto, participó en la consolidación de una poesía
hecha de cotidianidad y de meditación, de precisión formal y de aliento
colectivo a la que las mujeres que vivieron los años más duros de la
posguerra en el lugar de los vencidos aportaron altas dosis de
experiencia y de lucidez. Su mirada hacia la realidad nunca fue
complaciente: siempre estuvo atenta a los males colectivos y, en la
estela del Machado más esencial, el de las Soledades más que el de Campos de Castilla,
pero también asimilando ecos de Miguel Hernández, o de José Hierro, a
quien le unió una profunda amistad, acabó construyendo una obra de un
alto nivel de calidad pese a los tonos conversacionales y directos que
dominan en la mayor parte de sus poemas. Casada con el escritor Félix Grande
—fallecido en 2014— y madre de la también poeta Guadalupe Grande
Aguirre, Francisca Aguirre ha llevado a su poesía una experiencia vital
extremadamente dura, sobre todo en los años posteriores a la Guerra
Civil, hasta el punto de que incluso algunos poemas de sus libros más
recientes no han dejado de estar marcados por la sombra de la trágica
muerte de su padre, el pintor Lorenzo Aguirre, que fue condenado a la
máxima pena y ejecutado por garrote vil en 1942.
Publicación pausada
Francisca Aguirre, tras su primer y muy maduro poemario Ítaca,
con el que obtuvo el premio de poesía Leopoldo Panero de 1971, fue
publicando, con un ritmo pausado pero con escasas zonas de vacío
editorial o, tal y como definiera a esas etapas José Hierro, “períodos
de estiaje” (los años ochenta), una obra sólida y cargada de serenidad y
hondura. En 1976 publicó Los trescientos escalones, reeditado recientemente con un estudio de la joven poeta Sandra Santana. En 1978 apareció La otra música y en 1995 publicó un libro, Ensayo general,
en el que el soneto tiene un protagonismo central y en el que se
advierte, junto a la devoción machadiana, el eco de poetas más recientes
como Blas de Otero, o el pulso clásico de algunos autores del siglo de
Oro, desde Quevedo a Lope. En 1998 publicaría Pavana del desasosiego y en el filo del nuevo siglo, en el año 2000, reunió su poesía completa bajo el mismo título que dio a libro de sonetos, Ensayo general (volumen que ha contado con una edición ampliada y prácticamente cerrada en 2018).
El nuevo siglo ha sido especialmente generoso con la obra de Aguirre. No solo ha publicado libros memorables, sino que ha sido el tiempo de
los reconocimientos de mayor alcance: Premio de la Crítica del País
Valenciano por su poesía completa, aparición de su antología Memoria arrodillada, nuevos libros como La herida absurda (2006), Nanas para dormir desperdicios (2008), además del Nacional de Poesía. En los relatos Que planche Rosa Luxemburgo, y las memorias, mezcla de poesía y prosa, de Espejito, espejito, puso de relieve su dominio del texto narrativo. Sus últimos libros de poemas han sido Los maestros cantores (2011) y Conversaciones con mi animal de compañía (2012). El amor, la cotidianidad, la memoria personal y la memoria colectiva,
la muerte, el peso de los años más sombríos del franquismo, la mirada
hacia los clásicos, desde Cervantes hasta Machado pasando por autores en
apariencia lejanos a su formación como Kafka o Borges, y una pasión
permanente y casi obsesiva por la música, todo ello amasado en una
visión del poema atento a la realidad y a sus desmanes, y en una
concepción rigurosa y realista del poema, han hecho de Francisca Aguirre
una de nuestras poetas imprescindibles. En noviembre de 2018, tras serle anunciado el Nacional de las Letras,
aseguraba: “Escribes para no andar a gritos y para no volverte loca. La
poesía tranquiliza. A mí me ayuda. El mundo es injusto, pero el
lenguaje es inocente. El poder de las mujeres es tener la oportunidad de
decir que no. Por eso es tan importante la educación, la independencia. Queda mucho por hacer porque la desigualdad sigue siendo enorme: entre
hombre y mujeres, entre ricos y pobres…”.
No es maravilloso que la primera fotografía de un agujero negro,
sea algo bello? Una especie de ojo de Dios con un trazo de maquillaje
fosforescente que parece vigilarnos con serenidad y distancia y no como
el ojo de Gran Hermano o las retinas de Villarejo. Siempre he pensado que el agujero negro era un túnel y esta primavera
electoral me confirma que no. Es un amuleto. Un talismán en forma de
cuerpo celestial a una distancia de 55 millones de años luz, en el
centro de una galaxia que se llama Messier 87 (M87). Y me emociona.
Creíamos, ¡ay, las creencias!, que íbamos a ser tragados por un agujero
negro y ahora, al verlo, lo sentimos casi protector. La ciencia confirma
que no es malo. Aquellos agujeros negros malos, en realidad, somos
nosotros. Amo la ciencia. Casi en igual medida que amo a las estrellas del
cielo y la tierra. Y las noticias buenas: entre los ocho
radiotelescopios sincronizados que fotografiaron durante cinco días
seguidos a Messier 87, hay uno español, es el radiotelescopio de Pico
Veleta en Sierra Nevada. Pensé que nuestros candidatos electorales
deberían dirigirse hacia ese pico para cerrar sus campañas. En casa,
donde siempre me bajan a tierra, me dijeron que la imagen del agujero
negro arroja luz sobre los indecisos y el voto oculto, que antes era
también algo oscuro y ahora vemos como algo muy deseado.
Antes de ver la imagen del agujero negro pensaba que Cantora, la
remota galaxia de Isabel Pantoja, era un cuerpo astral “tan masivo que
genera un campo gravitatorio de cual no escapa ninguna partícula”, como
siempre se ha definido a un agujero negro. Pero tras las exclusivas de
la revista Semana alertando sobre el gran contrato de exclusividad de Pantoja con Telecinco,
allí va a suceder un nuevo Big-Bang. Es tan inminente la llegada de
bienes y partículas a esa parte del planeta que ha reaparecido Agustín
Pantoja, el hermano menor de la estrella de la copla que tanto la
acompaña a entrar en la cárcel como a su llegada al aeropuerto de Jerez. O sea, que esta en las buenas y las malas, como un verdadero satélite. Mientras, Pantoja sonríe, el cielo se ilumina.
En Semana insisten en que se va a la isla de Supervivientes,
que esta en Honduras, un país con un papel cada vez más difícil en las
políticas migratorias de Donald Trump. Solo le pido al agujero negro
protector que no salga ningún político hondureño reclamando disculpas a
España por la conducta de alguno de nuestros supervivientes en sus
islas. Cada vez que uno de los nuestros salta desde el helicóptero sobre
Cayo Cochinos, me siento mal por esas aguas invadidas. Por ese impacto
medioambiental. Pero ese malestar empequeñece cuando imagino ese momento
en el que Pantoja se arroje al vacío. ¡Eso sí que podría alterar la órbita gravitatoria de la Tierra para siempre! El Brexit es infinito. Las cloacas del Estado cada vez más extensas y
sucias. Los mármoles en la sala del Tribunal Supremo donde se juzga el próces,
lucen cada vez más pulidos y lujosos. Todo parecía llevarnos al abismo
cuando aparecen el agujero negro y el relanzamiento de Pantoja y todo es
primavera. Y vestidos en todo tipo de estampados como el de Paulina
Rubio en la final de La Voz. Pero existen puntos negros entre
tanta felicidad. Hay una colisión mediática entre Alba Carrillo, la
exesposa más aguerrida de España y José Ramón de la Morena. La estrella
radiofónica deportiva entrevistó al portero del Real Madrid, Courtois que negó cualquier vinculo con Carrillo. De la Morena calificó, con retintín, a Alba de “señorita” y alertó al
futbolista que ese tipo de personas perjudican su imagen. Carrillo, que
tiene una imagen linda pero un verbo agrio, definió al locutor como un
“machistorro trasnochado”. Mucha gente prefiere no entrar al trapo con
Carrillo pero de la Morena, envalentonado, lo hizo. Le dijo que aunque
era mona, eso lo perdería “pero la estupidez no. Te queda poquito tiempo
de ser mona pero tu cerebro de mona te va a durar para siempre”,
afirmó. Quizás De La Morena debió quedarse callado. Personas como
Carrillo saben alimentarse de cualquier penalti y siempre tienen un voto
oculto o un agujero negro por donde escapar. No hay que caer en sus
trampas. Alejarse de ellas todo lo posible. Y celebrar que el retrato
del agujero negro sea poesía, luz y no oscuridad.