Francisca Aguirre, retratada en su casa en Madrid el pasado mes de noviembre.Álvaro García
La poeta Francisca Aguirre
(Alicante, 88 años) ha fallecido hoy por la tarde en su domicilio
madrileño. Con ella desaparece una de las pocas autoras que se mantenían
en activo de la llamada “otra generación del 50”, es decir, la que
conformaron poetas mujeres que inicialmente quedaron fuera de las
antologías de la época y que poco a poco fueron ocupando un espacio
imprescindible en el mapa poético del país.
Francisca Aguirre, retratada en su casa en Madrid el pasado mes de noviembre.Álvaro García
Francisca Aguirre tuvo un reconocimiento institucional tardío aunque
la crítica había prestado atención a su obra desde sus primeros libros. En los últimos años ese reconocimiento se concretó en el Nacional de Poesía por Historia de una anatomía en 2011 y el pasado noviembre con el Premio Nacional de las Letras Españolas,
el máximo galardón de nuestra literatura tras el Cervantes. En el fallo
del jurado se destacó una característica de su trabajo poético que
honraría su obra y que la situaba en la zona más arraigada y cercana a
la sentimentalidad colectiva de nuestra poesía: señaló que era la poeta
"más machadiana" de las integrantes de la generación de los 50.
Aunque por año de nacimiento, Francisca Aguirre forma parte de la
leva más joven de una promoción en la que estuvieron integrados autores
como José Ángel Valente, Francisco Brines, Ángel González, Jaime Gil de
Biedma o José Manuel Caballero Bonald, lo cierto es que la publicación
tardía, en 1971, de su primer libro, Ítaca, cuando la obra de
sus coetáneos estaba ya consolidada, la situó en un espacio al margen,
en un lugar alejado de los cánones académicos. Con Angelina Gatell,
Julia Uceda y María Beneyto, participó en la consolidación de una poesía
hecha de cotidianidad y de meditación, de precisión formal y de aliento
colectivo a la que las mujeres que vivieron los años más duros de la
posguerra en el lugar de los vencidos aportaron altas dosis de
experiencia y de lucidez. Su mirada hacia la realidad nunca fue
complaciente: siempre estuvo atenta a los males colectivos y, en la
estela del Machado más esencial, el de las Soledades más que el de Campos de Castilla,
pero también asimilando ecos de Miguel Hernández, o de José Hierro, a
quien le unió una profunda amistad, acabó construyendo una obra de un
alto nivel de calidad pese a los tonos conversacionales y directos que
dominan en la mayor parte de sus poemas. Casada con el escritor Félix Grande
—fallecido en 2014— y madre de la también poeta Guadalupe Grande
Aguirre, Francisca Aguirre ha llevado a su poesía una experiencia vital
extremadamente dura, sobre todo en los años posteriores a la Guerra
Civil, hasta el punto de que incluso algunos poemas de sus libros más
recientes no han dejado de estar marcados por la sombra de la trágica
muerte de su padre, el pintor Lorenzo Aguirre, que fue condenado a la
máxima pena y ejecutado por garrote vil en 1942.
Publicación pausada
Francisca Aguirre, tras su primer y muy maduro poemario Ítaca,
con el que obtuvo el premio de poesía Leopoldo Panero de 1971, fue
publicando, con un ritmo pausado pero con escasas zonas de vacío
editorial o, tal y como definiera a esas etapas José Hierro, “períodos
de estiaje” (los años ochenta), una obra sólida y cargada de serenidad y
hondura. En 1976 publicó Los trescientos escalones, reeditado recientemente con un estudio de la joven poeta Sandra Santana. En 1978 apareció La otra música y en 1995 publicó un libro, Ensayo general,
en el que el soneto tiene un protagonismo central y en el que se
advierte, junto a la devoción machadiana, el eco de poetas más recientes
como Blas de Otero, o el pulso clásico de algunos autores del siglo de
Oro, desde Quevedo a Lope. En 1998 publicaría Pavana del desasosiego y en el filo del nuevo siglo, en el año 2000, reunió su poesía completa bajo el mismo título que dio a libro de sonetos, Ensayo general (volumen que ha contado con una edición ampliada y prácticamente cerrada en 2018).
El nuevo siglo ha sido especialmente generoso con la obra de Aguirre. No solo ha publicado libros memorables, sino que ha sido el tiempo de
los reconocimientos de mayor alcance: Premio de la Crítica del País
Valenciano por su poesía completa, aparición de su antología Memoria arrodillada, nuevos libros como La herida absurda (2006), Nanas para dormir desperdicios (2008), además del Nacional de Poesía. En los relatos Que planche Rosa Luxemburgo, y las memorias, mezcla de poesía y prosa, de Espejito, espejito, puso de relieve su dominio del texto narrativo. Sus últimos libros de poemas han sido Los maestros cantores (2011) y Conversaciones con mi animal de compañía (2012). El amor, la cotidianidad, la memoria personal y la memoria colectiva,
la muerte, el peso de los años más sombríos del franquismo, la mirada
hacia los clásicos, desde Cervantes hasta Machado pasando por autores en
apariencia lejanos a su formación como Kafka o Borges, y una pasión
permanente y casi obsesiva por la música, todo ello amasado en una
visión del poema atento a la realidad y a sus desmanes, y en una
concepción rigurosa y realista del poema, han hecho de Francisca Aguirre
una de nuestras poetas imprescindibles. En noviembre de 2018, tras serle anunciado el Nacional de las Letras,
aseguraba: “Escribes para no andar a gritos y para no volverte loca. La
poesía tranquiliza. A mí me ayuda. El mundo es injusto, pero el
lenguaje es inocente. El poder de las mujeres es tener la oportunidad de
decir que no. Por eso es tan importante la educación, la independencia. Queda mucho por hacer porque la desigualdad sigue siendo enorme: entre
hombre y mujeres, entre ricos y pobres…”.
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