EL MUNDO ESTÁ lleno de portavoces de organismos nacionales e
internacionales que opinan sobre lo divino y lo humano desde la mañana
hasta la noche. Piensen, no sé, por citar uno, en el FMI, cuya
presidenta se asoma con frecuencia a los periódicos para soltar una
amenaza. Durante la pasada crisis del Aquarius,
que rescató a más de seiscientos migrantes frente a las costas de
Libia, estuvimos esperando que la señora Lagarde se manifestara de un
momento a otro acerca del asunto. Decimos Lagarde, pero podríamos haber
dicho Juan Rosell,
que es el mandamás de la CEOE y al que vemos mucho en los telediarios. Europa está llena de siglas, la mayoría intraducibles, de las que emanan
pautas, normas, decretos, leyes, cosas, y de las que cabía esperar una
reacción frente a la odisea de esta pobre gente rechazada de forma
sucesiva por Malta y por Italia.No vamos a reproducir aquí las palabras de Matteo Salvini,
ministro de Interior del país con forma de patada, porque podría
escucharlo la niña de la foto, que sonríe en brazos del adulto como si
hubiera llegado al paraíso. A veces confundimos salir del infierno con
alcanzar la gloria, pero no es lo mismo, no es lo mismo ser que estar,
no es lo mismo estar que quedarse, etcétera.
Decía, en fin, que me sorprendió mucho el mutismo de los líderes
europeos, a los que pagamos una pasta. Por extrañarme, me extrañé hasta
del mío, pues escribiendo en la prensa debería haber llegado antes. Pero
es que ahora mismo todos llevamos un Salvini dentro. Que se manifieste
fuera, como ha sucedido en Italia, no es más que una cuestión de
tiempo.
Todos tenemos nuestra pequeña mochila de vivencias, y esto hace que,
para algunas personas, el temor a que les dejen resulte insuperable.
TENGO UNA PERRA ya mayor a la que recogí de un refugio, ANAA, cuando
tenía dos años. No sé qué horrible vida llevó antes de entrar en la mía,
pero estaba muy traumatizada. Durante seis meses no se dejó tocar por
nadie. Durante cuatro años no la pude soltar porque se escapaba. Descubrí hace poco que su cuerpo está lleno de perdigones: le pegaron un
tiro. Ahora tiene 12 años y es la perra más cariñosa que imaginarse
pueda. Se arrima a todo el mundo, pidiendo que la soben. No he visto más
hambruna de caricias en ningún animal. Como solemos hacer los dueños de perros,
mantengo con Carlota, que es como se llama, mis rituales. Uno es una
sesión de un par de minutos de caricias nada más levantarnos. Se arrima a
mi cama, baja la cabeza y yo la mimo y la rasco y le digo lindezas. Es
bastante grande y es un gusto abrazarla, y estoy completamente segura de
que a ella le encanta. Sin embargo, llega a mi lado nerviosa, envarada.
Aunque se aprieta contra mí y, si yo no corto, ella seguiría todo el
día, no está nada tranquila. De hecho, al terminar siempre se sacude
vigorosamente, que es lo que hacen los perros cuando han pasado un
momento de tensión para relajarse. Yo diría que hay una buena parte de
angustia en su placer. Probablemente tema que la rechace y que toda su
ilusión se quede en nada. Tendrá miedo de que le haga daño porque ya se
lo han hecho muchas veces. Le asustará su necesidad, que ella percibirá
como situación de debilidad, igual que la gacela que se acerca a beber a
la charca africana con un ojo avizor por si aparecen leones. Supongo
que Carlota cree ponerse en riesgo al entregarse tanto: está desgarrada
entre el deseo de acercarse y el de salir corriendo. Y ¿saben qué? Esta
mañana, de repente, me reconocí en ella. Porque a nosotros, los humanos, nos sucede igual. También estamos
divididos entre el deseo y el miedo. El deseo de querer y de que te
quieran, ese anhelo tan indispensable, exigente, animal. Y su
contrapartida de diversos temores. En primer lugar está el miedo a
mostrar tu necesidad emocional y que eso te haga frágil, te devalúe,
rebaje tu atractivo. Un amigo me decía el otro día: “Al final me falta
maldad para ser interesante, pero no valgo para ser lo que no soy”. Creo
que se equivoca: para mí no sólo no es necesario ser malo para gustar,
sino que ése es un claro factor de rechazo. Pero sí es cierto que los
humanos padecemos la perversión de valorar más lo que no tenemos, y que
algunas personas se quedan atrapadas en la paradoja de desear más a
aquellos que se escapan. De hecho, los seductores tradicionales son
aquellos que dan y luego retiran. Es un juego muy tonto, y aun así
funciona. A veces pienso que somos más elementales en nuestras emociones
que los perros. Pero estos sólo son los temores primeros, los de la etapa del cortejo. Es después, cuando la relación empieza, cuando se convierten en
terrores. Es el miedo esencial a permitir que un otro o una otra ocupe
un lugar importante en tu vida; y es la llave para infligirte dolor que
le estás dando. Porque puede que no te quiera de la manera en que tú
quieres ser querido. O porque quizá te deje. Todos tenemos nuestra
pequeña mochila de vivencias, nuestros perdigones del pasado, como mi
Carlota. Y esto hace que, para algunas personas, el miedo a que les
dejen resulte insuperable. De ahí que la ruptura preventiva sea una
cobarde estupidez que muchos y muchas cometen: romper ahora que estamos
tan bien por si luego va mal; romper ahora que lo necesito tanto por
temor a que rompa él. Tengo otro amigo que lleva algún tiempo con una
chica 32 años más joven. Están mejor que nunca, pero mi amigo, que se va
acercando a los 70, estaba pensando en dejarla para acabar en lo más
alto y evitar así el peligro de que ella lo abandone por viejo en un
futuro. Le he convencido de que sea valiente y persevere en su historia
mientras dure. No sé si acabará maldiciéndome, pero estará vivo. Siempre
hay riesgo al amar, sin duda alguna. Empezando por el riesgo supremo de que el amado se muera. ¿Pero cuál es
la otra opción? Una existencia vacía.
Para seguir viviendo hace falta
beber de la charca, aunque nos den miedo los leones.
ME FUI DOS DÍAS de viaje. Al partir había un Presidente del Gobierno con sus ministros y al volver había otro, todavía sin gabinete. Unas fechas más tarde, cambió el director de este diario
(suerte al saliente y suerte a la entrante, y a sus respectivos
equipos). Al poco había nuevos ministros, saludados con cierto respeto
(con alguna excepción), cosa rara en España. El siguiente miércoles ya
se había hecho dimitir a uno de ellos, y también se había destituido al
seleccionador de fútbol, la víspera de comenzar el Mundial. (Había un
Presidente de la Federación reciente, así que dio un martillazo en la
mesa para que se le notara personalidad.) El cesante llevaba dos años en su cargo y no había recibido más que
parabienes, pero inoportunamente se había anunciado que al término del
campeonato pasaría a dirigir al Real Madrid, del cual, unas semanas
antes, se había despedido Zidane
tras ganar tres Copas de Europa consecutivas y gozar de la devoción de
sus jugadores. Por cambiar, ha cambiado de pronto hasta el jefe de El
Corte Inglés, que en su campo es una institución. Sin duda cada relevo es distinto y obedece a distintas
circunstancias. Pero, sea como sea, en estas semanas se ha comprobado
que este es un país de vaivenes y extremos, y de éstos no se sabe nunca
cuál es peor. Uno de los más perniciosos efectos de la insoportable y
prolongadísima corrupción de políticos, constructores y empresarios es
que —en apariencia— se ha pasado a lo opuesto. De boquilla, claro está;
sin entrenamiento previo; sin tradición de honradez; con los aspavientos
y la ira inquisitorial de los conversos, es decir, de los hipócritas.
Es como si se hubiera iniciado una competición por demostrar quién
está más limpio, quién es más puro e incontaminado, quién más
intransigente con los podridos, quién defenestra mejor a los
sospechosos. Y claro, no nos engañemos: este, como Italia, es un país
secularmente indulgente con los hurtos, las picardías, la transgresión
leve, los pecados veniales, las pillerías. Es más, ha admirado todo eso,
tácita o abiertamente. Ha envidiado a quienes osaban cometerlos y se
salían con la suya y rehuían el castigo. No es esta una actitud de
siglos remotos. Hace pocos años causaba incredulidad que, sabiéndose
cuanto se sabía de la corrupción del PP de Valencia, este partido
siguiera ganando allí elecciones generales, autonómicas, municipales,
una y otra vez. Por no hablar del consentimiento catalán de décadas a
los Pujol y al 3%. En casi todas las comunidades encontraríamos el mismo
panorama, de Galicia a Baleares a Andalucía a Madrid. Esto era lamentable (¿era?), pero era nuestra historia y la verdad. Ahora, de repente, el país se ha llenado de virtuosos que miran con lupa
hasta el más insignificante curriculum de cualquiera, para ver si ha mentido o lo ha inflado,
algo que probablemente hace o ha hecho el 80% de la población con
curriculum. Se escudriñan las declaraciones de la renta, como si hubiera
algún español (¿el 5% quizá?) que jamás hubiera intentado mejorar su
tributación con algún recurso legal o semilegal. En esto, además, es
difícil que nadie esté limpio, porque Hacienda se encargó de que todos
metiéramos la pata: lo que un año admitía, al año siguiente o dos ya no,
y a veces la falta era retroactiva. Uno ve clamar al cielo a políticos
de lo más dudoso (ver a Monedero o Hernando con el manto de la
Inmaculada produce irrisión), acusando con el dedo al individuo caído en
desgracia o víctima de una cacería. Lo mismo a periodistas y
tertulianos, muchos de los cuales habrán incurrido exactamente en lo
mismo que el linchado de turno: lejos de mostrarle comprensión o
solidaridad, se ensañan con él, sin caer en la cuenta de que ellos
pueden ser los próximos.
El resultado de esta falsa furia purificadora es el habitual en casos
así: todo se agiganta y no hay matices; cualquier pequeña omisión es
presentada como un grave crimen; alguien con una multa por haber
aparcado mal corre el riesgo de acabar inhabilitado para cualquier cargo
público, o docente, o empresarial; se confunde una infracción con un
delito; se considera corrupto a quien meramente fue mal aconsejado o
cometió un error; la buena fe está descartada y se presupone siempre la
mala. Pero, como nuestra tradición es la que es (y éstas no cambian en un
lustro ni dos), todo este espíritu flamígero es impostado, farisaico,
artificial, suena a fanfarria y a farsa. Después de hacer la infinita
vista gorda ante la corrupción más descarada, ahora toca no pasar una,
con razón o sin ella. Darse golpes de pecho y exigir a los demás (eso es
invariable: a los demás) una trayectoria sin tacha en todos los
aspectos. Y aquí ya no apuntaré porcentajes: niños aparte, no hay en
España un solo ciudadano con una trayectoria impoluta en todos los
ámbitos de la vida. Lo peor es que quienes mejor lo saben son los políticos, los periodistas
y los tertulianos que (con la honrosa excepción, que yo sepa, de
Nativel Preciado y Carmelo Encinas, justo es reconocérselo) se han
puesto últimamente el disfraz de la Purísima, sin pecado concebida.