Asistimos al regreso de una clase de argumentos pacatos y primitivos que
abrazan una visión retrógrada del arte y amenazan la libertad creadora.
QUE ME DISCULPEN los memoriosos, porque sé que esto lo he contado,
aunque no seguramente en esta página: mi abuela Lola era una mujer muy
buena, dulce y risueña, lo cual no le impedía ser también extremadamente
católica.
Y recuerdo haberle oído de niño la siguiente afirmación,
dirigida a mis hermanos y a mí: “A ustedes les hace mucha gracia” (era
habanera), “y quizá la tenga, pero yo no voy a ver películas de Charlot
porque se ha divorciado muchas veces”.
Hasta hace cuatro días, este tipo
de reservas pertenecían al pasado remoto.
Mi abuela había nacido hacia
1890, y desde luego era muy libre de no ir a ver el cine de Chaplin por
los motivos que se le antojaran, como cualquier otra persona.
Lo
insólito es que esta clase de argumentos extraartísticos y pacatos hayan
regresado, y que los aduzcan individuos que se tienen por “modernos”,
inverosímilmente de izquierdas, educados, aparentemente racionales y
hasta críticos profesionales.
Leo en un artículo de Fernanda Solórzano un resumen de otro reciente de
un conocido crítico cinematográfico británico, Mark Cousins, titulado
“La edad del consentimiento”.
Cuenta Solórzano que en él Cousins anuncia
que a partir de ahora “dejará de habitar la imaginación de directores como Woody Allen y Polanski”, a los que “negará su consentimiento”.
Compara ver películas de estos autores
con visitar países con regímenes dictatoriales, o aún peor, con
contemplar vídeos del Daesh con decapitaciones reales.
“Aunque sus
ficciones no muestren violencia, son imaginadas por sujetos perversos”,
explica.
Se deduce de esta frase que las películas que sí muestren
violencia —ficticia, pero el hombre no distingue— serán aún más
equiparables a los susodichos vídeos del Daesh, por lo que, me imagino,
Cousins tampoco podrá ver la mayor parte del cine mundial de todos los
tiempos, de Tarantino a Peckinpah a Coppola a Siegel a Ford a todos los thrillers, westerns y cintas bélicas.
Lo absurdo es que no haya anunciado de inmediato, en el mismo texto,
que renuncia a las salas oscuras y por lo tanto a su labor de crítico,
para la que es evidente que queda incapacitado.
Al contrario, entiendo
que asegura, con descomunal cinismo, que su adhesión a “lo correcto” no
afectará su juicio estético.
Un disparate en quien se propone juzgar
desde una perspectiva moralista, “edificante” y puritana.
Ojo, no ya
sólo las obras, sino la vida privada de sus responsables. Siempre según
Solórzano, “en adelante Cousins sólo visitará la imaginación de artistas
de comportamiento íntegro”.
Este Cousins es tan libre como mi abuela, y lo que haga me trae sin
cuidado.
Pero, claro, no es un caso aislado, ni el único primitivo que
abraza esta visión retrógrada del arte.
Constituye toda una corriente
que amenaza no sólo el oficio de crítico, sino la libertad creadora.
¿Qué es un “comportamiento íntegro”, por otra parte? Dependerá del
criterio subjetivo de cada cual.
Para los cuatro ministros de nuestro
Gobierno que hace poco cantaron “Soy el novio de la muerte” en una
alegre concentración de encapuchados, el concepto de “integridad” será
por fuerza muy distinto del mío.
Y luego, ¿cómo se averigua eso? Antes de ir a ver una película —de
“visitar la imaginación” de un director, como dice Cousins con
imperdonable cursilería—, habrá que contratar a un detective que examine
la vida entera de ese cineasta, a ver si podemos dignarnos contemplar
su trabajo.
En algunos casos ya sabemos algo, que nos reducirá
drásticamente nuestra gama de lecturas, de sesiones de cine y de museos.
Nada de “visitar” a Hitchcock ni a Picasso, de los que se cuentan abusos,
ni a Kazan, que se portó mal durante la caza de brujas de McCarthy, ni a
Caravaggio ni a Marlowe ni a Baretti, con homicidios a sus espaldas, ni
a Welles ni a Ford, que eran despóticos en los rodajes, ni a Truffaut,
que cambió mucho de mujeres y algunas sufrieron.
Nada de leer a Faulkner
ni a Fitzgerald ni a Lowry, que se emborrachaban, y el tercero estuvo a
punto de matar a su mujer en un delirio; ni a Neruda ni a Alberti, que
escribieron loas a Stalin, ni a García Márquez, que alabó hasta lo
indecible a un tirano; no digamos a Céline, Drieu la Rochelle, Hamsun y
Heidegger, pronazis; tampoco a Stevenson, que de joven anduvo con
maleantes, ni a Genet, que pagaba a chaperos, ni a nadie que fuera de
putas.
Ojo con Flaubert, que fue juzgado, y con Cervantes y Wilde, que
pasaron por la cárcel;
Mann se portó mal con su mujer y espiaba a
jovencitos, y no hablemos de los cantantes de rock,
probablemente ninguno cumpliría con el “comportamiento íntegro” que
exigen el pseudocrítico Cousins y las legiones de policías de la virtud
que hoy lo azuzan y lo amparan.
Ya es hora de que toda esta corriente reconozca su verdadero rostro:
se trata de gente que detesta el arte y a los artistas, que quisiera
suprimirlos o dictarles obras dóciles y mansas, y además conductas
personales sin tacha, según su moral particular y severa.
Es exactamente
lo que les exigieron el nazismo y el stalinismo, bajo los cuales toda
la gente de valía acabó exiliada, en un gulag o asesinada, lo
mismo que Machado y Lorca en España.
No a otra cosa que a la represión y
la persecución está dando su consentimiento esta corriente de
inquisidores vocacionales.
Al menos mi abuela Lola no ejercía el
proselitismo, ni intentaba imponer nada a nadie.
29 abr 2018
28 abr 2018
La crema antiedad........................................ Boris Izaguirre
Entretiene más un buen escándalo sexual que uno por corrupción, pero en España somos más de codicia que de lujuria.
¿Cuál es la mejor edad para dejar de usar una crema antiedad? La
pregunta me la hicieron minutos antes de que Cristina Cifuentes
renunciara a la presidencia de la Comunidad de Madrid.
Ninguna, porque las cremas, como los másteres, deben ser para toda la vida.
Lo más notorio, al menos para mí, del vídeo de Cifuentes asumiendo un “error involuntario” en un supermercado de Vallecas, es que —al contrario de los regalos de la trama Gürtel, que siempre eran artículos de lujo— la expresidenta optó por la eficacia de una crema y no por su allure (seducción).
Como bien anuncia la firma de cosméticos en liza, se trata de productos que “trabajan la firmeza de la piel, una preocupación entre mujeres y hombres que superan los 40”.
Y el resultado se confirmó en el rostro de Cifuentes que no lloró en su renuncia y mantuvo la firmeza hasta el último instante.
Una crema no es una pomada y el Partido Popular es más una pomada que una crema.
Asombra que el juicio del caso Gürtel se extienda durante una década mientras que recuperar el vídeo de Cifuentes en un supermercado fuese cuestión de días.
Es más difícil demostrar una supuesta financiación cara e irregular que un posible brote de cleptomanía.
Lo mejor sería que el PP sacara una línea de cremas antiedad para financiarse de manera transparente.
Serían unas cremas antirrobo.
El vídeo de Cifuentes —que ella calificó de acoso y derribo hacia su persona, pero sin indicar por parte de quien— me recordó a ese angustioso momento en el que Winona Ryder fue pillada robando en unos grandes almacenes de Los Ángeles.
Para los que crecimos con sus películas, fue demoledor.
El día que se dictó condena a varios años de cárcel, yo estaba en mi gimnasio de Madrid y exclamé: “Hijos de p…a”, refiriéndome a los que la habían juzgado.
Lamentablemente, el exministro Arias Cañete andaba cerca y, al escuchar mi grito, creyó que lo dirigía a él.
Fue un error involuntario. Pero la vida siempre te da una segunda oportunidad sobre todo en América.
Winona es ahora la estrella de una exitosa serie, Stranger Things y tiene contrato con una marca de champú donde luce melena y la acompaña la frase:
“Todos merecemos… una segunda oportunidad”. Cifuentes la tendrá y será cuando Esperanza Aguirre tenga que enfrentarse a algo tan olvidado como aquellas horas del Tamayazo que la auparon a la presidencia de Madrid, desde entonces la comunidad con más pomada del reino.
Cifuentes escogió para su despedida un traje blanco nuclear.
Como las cremas antiedad, como un mirlo blanco y como el que vistió Melania Trump para recibir a los señores Macron en Washington.
Tanto Brigitte Macron como Melania apostaron por el no color y se mantuvieron muy firmes mientras sus maridos no paraban de tocarse, llamarse “amigos”, darse palmaditas y hasta revisar el estado de sus barrigas.
Como si estuvieran escenificando una pomada, ese colegueo que le permita a Donald tener al menos un socio en alguna parte.
En la CNN, donde no tiene socios, observaron con rubor el “romance” de los presis y enfocaron la prudencia burlona con que Trump se aproxima a su esposa.
Cuando va a cogerle la mano, Melania la aparta.
Ella parece no estar muy dispuesta a perdonarle pronto que le haya puesto crema a otras señoras, como la exuberante Stormy Daniels.
En esto somos diferentes, son escasísimos los escándalos sexuales en la política española.
Es una lástima, porque un buen escándalo sexual siempre es más entretenido y sofisticado que uno por corrupción.
Pero aquí somos más de codicia que de lujuria.
Isabel Pantoja siempre está en la pomada.
Ha reaparecido en ¡Hola! como abuela, con un moño y flanqueada por dos nietos, en su nueva faceta como “intérprete de fotos históricas”.
El verano pasado posó en una embarcación en Marbella casi de la misma forma que lo hiciera Lady Di veinte años atrás.
Esta semana se ha apoderado de la foto frustrada en Palma de la reina Sofía con sus nietas.
La reina Pantoja une a España en muchas de sus pasiones y contradicciones: consiguió esa foto y ahora es mucho más abuela que nadie.
Además, mostrando dientes —como le gusta— y una tersura de piel que podría ser el porcelánico resultado de las cremas antiedad a buen precio
. ¿Que pensara de todas estas pomadas la doctora de Podemos, Carolina Bescansa, desde su remoto laboratorio?
Ninguna, porque las cremas, como los másteres, deben ser para toda la vida.
Lo más notorio, al menos para mí, del vídeo de Cifuentes asumiendo un “error involuntario” en un supermercado de Vallecas, es que —al contrario de los regalos de la trama Gürtel, que siempre eran artículos de lujo— la expresidenta optó por la eficacia de una crema y no por su allure (seducción).
Como bien anuncia la firma de cosméticos en liza, se trata de productos que “trabajan la firmeza de la piel, una preocupación entre mujeres y hombres que superan los 40”.
Y el resultado se confirmó en el rostro de Cifuentes que no lloró en su renuncia y mantuvo la firmeza hasta el último instante.
Una crema no es una pomada y el Partido Popular es más una pomada que una crema.
Asombra que el juicio del caso Gürtel se extienda durante una década mientras que recuperar el vídeo de Cifuentes en un supermercado fuese cuestión de días.
Es más difícil demostrar una supuesta financiación cara e irregular que un posible brote de cleptomanía.
Lo mejor sería que el PP sacara una línea de cremas antiedad para financiarse de manera transparente.
Serían unas cremas antirrobo.
El vídeo de Cifuentes —que ella calificó de acoso y derribo hacia su persona, pero sin indicar por parte de quien— me recordó a ese angustioso momento en el que Winona Ryder fue pillada robando en unos grandes almacenes de Los Ángeles.
Para los que crecimos con sus películas, fue demoledor.
El día que se dictó condena a varios años de cárcel, yo estaba en mi gimnasio de Madrid y exclamé: “Hijos de p…a”, refiriéndome a los que la habían juzgado.
Lamentablemente, el exministro Arias Cañete andaba cerca y, al escuchar mi grito, creyó que lo dirigía a él.
Fue un error involuntario. Pero la vida siempre te da una segunda oportunidad sobre todo en América.
Winona es ahora la estrella de una exitosa serie, Stranger Things y tiene contrato con una marca de champú donde luce melena y la acompaña la frase:
“Todos merecemos… una segunda oportunidad”. Cifuentes la tendrá y será cuando Esperanza Aguirre tenga que enfrentarse a algo tan olvidado como aquellas horas del Tamayazo que la auparon a la presidencia de Madrid, desde entonces la comunidad con más pomada del reino.
Cifuentes escogió para su despedida un traje blanco nuclear.
Como las cremas antiedad, como un mirlo blanco y como el que vistió Melania Trump para recibir a los señores Macron en Washington.
Tanto Brigitte Macron como Melania apostaron por el no color y se mantuvieron muy firmes mientras sus maridos no paraban de tocarse, llamarse “amigos”, darse palmaditas y hasta revisar el estado de sus barrigas.
Como si estuvieran escenificando una pomada, ese colegueo que le permita a Donald tener al menos un socio en alguna parte.
En la CNN, donde no tiene socios, observaron con rubor el “romance” de los presis y enfocaron la prudencia burlona con que Trump se aproxima a su esposa.
Cuando va a cogerle la mano, Melania la aparta.
Ella parece no estar muy dispuesta a perdonarle pronto que le haya puesto crema a otras señoras, como la exuberante Stormy Daniels.
En esto somos diferentes, son escasísimos los escándalos sexuales en la política española.
Es una lástima, porque un buen escándalo sexual siempre es más entretenido y sofisticado que uno por corrupción.
Pero aquí somos más de codicia que de lujuria.
Isabel Pantoja siempre está en la pomada.
Ha reaparecido en ¡Hola! como abuela, con un moño y flanqueada por dos nietos, en su nueva faceta como “intérprete de fotos históricas”.
El verano pasado posó en una embarcación en Marbella casi de la misma forma que lo hiciera Lady Di veinte años atrás.
Esta semana se ha apoderado de la foto frustrada en Palma de la reina Sofía con sus nietas.
La reina Pantoja une a España en muchas de sus pasiones y contradicciones: consiguió esa foto y ahora es mucho más abuela que nadie.
Además, mostrando dientes —como le gusta— y una tersura de piel que podría ser el porcelánico resultado de las cremas antiedad a buen precio
. ¿Que pensara de todas estas pomadas la doctora de Podemos, Carolina Bescansa, desde su remoto laboratorio?
El día que el terror saltó a la pista: Monica Seles acuchillada en pleno partido
Hace 25 años un demente frenó con sangre la carrera de una fuerza de la naturaleza.
Después de aquello, la tenista sufrió depresiones, ansiedad y obsesión por la comida.
Cómo fue aquello y dónde están hoy los protagonistas.
Los cuartos de final del Abierto de Alemania, celebrado hace ahora 25
años, no deberían haber pasado a la historia. Se trataba de un escalón
previo a Roland Garros y Monica Seles (Novi Sad, Serbia, 1973), la
tenista que llevaba 178 semanas en el número 1 del mundo, iba ganando a
la búlgara Magdalena Maleeva por 6-4 y 4-3. Su victoria parecía un
trámite sin contratiempos hasta que el partido se convirtió en un relato de terror: durante un descanso, Seles fue apuñalada en la espalda.
Ante el desconcierto y el horror de los 7.000 espectadores presentes, la tenista se levantó, se llevó la mano al hombro, dio varios pasos y se desplomó en la arcilla.
Su oponente, Maleeva, lloraba mientras aún sostenía su botella de agua.
Los testigos aseguraron que el agresor iba borracho, algunos especularon con motivaciones políticas (Seles pertenecía a una minoría húngara de Serbia, en plena guerra con Yugoslavia, y llevaba dos años recibiendo amenazas por carta).
Pero aquel lunático tenía un solo objetivo: neutralizar a Seles para que su ídolo, Steffi Graf, volviese a ser la mejor tenista del mundo.
En 1988 y 1989, Steffi Graf (Mannheim, Alemania, 1969) convirtió el
tenis mundial en un paseíllo militar ganando siete de los ocho grandes
títulos (solo perdió la final de Roland Garros, en 1989, frente a Arantxa Sánchez-Vicario).
Su compañera, Martina Navratilova, definió aquella etapa como “Steffi y los siete enanitos” porque la alemana arrasaba sistemática y predeciblemente con un juego que los expertos definían como “perfecto”, pero al que le faltaban las agallas que un tenista solo escupe cuando encuentra un rival que le arrastre al límite:
Graf solo sublimaría su tenis si encontraba al Borg de su McEnroe, al Nadal de su Federer.
Y entonces llegó Monica Seles.
Antes de cumplir 20 años, esta serbia había ganado ocho grandes títulos (una estadística que hoy sigue siendo un récord) empuñando la raqueta con las dos manos, devolviendo la pelota inmediatamente después de que botase, desconcertando a sus rivales con tiros paralelos al límite de la línea y berreando alaridos con cada golpe ante las quejas formales a la Federación de oponentes como Navratilova, que lo consideraban una ordinaria maniobra de distracción.
Incluso el actor Peter Ustinov comentó: “Compadezco a sus vecinos en su noche de bodas”.
Su tenis era anárquico, brutal y vacilón.
La americana Pam Shriever describía que “cuanto más duro se vuelve el punto, Monica te sigue asfixiando y no te deja escapar: su inclemencia mental es increíble”.
Sus ruedas de prensa parecían pequeñas fiestas de té: un columnista comparó a Seles con “una adolescente que se ríe sin parar como si estuviera en su primera boda bebiendo su tercera copa de champán”.
Seles vulgarizaba, según los puristas, el deporte de los reyes.
No se había formado en elitistas clubes de tenis sino en el aparcamiento de su barrio golpeando pelotas desde los cinco años en las que su padre, que había conducido 10 horas a Italia para comprarle una raqueta infantil, dibujaba animales para animarle a practicar.
Cuando viajó a Florida con 13 años para entrenar profesionalmente, Seles no entendía el sistema del marcador de su propio deporte: ella se limitaba a ganar cada punto.
“Se trataba sin duda de la primera tenista femenina en abordar su ofensiva desde el fondo de la pista”, escribía el New York Times, “sometiendo a sus oponentes a un nuevo formato de presión constante” (Seles solo subía a la red si era cuestión de vida o muerte).
En 1991 y 1992, Graf solo ganó dos títulos. Seles arrasó con los otros seis.
Aquel 1993 parecía destinado a erigir a Monica Seles como la mejor tenista de la historia.
Y aún tenía 19 años.
Comenzó el año ganando el Abierto de Australia contra Graf y los expertos asumían que ganaría los cuatro títulos (Australia, Roland Garros, Wimbledon y Estados Unidos), pero el 30 de abril un demente clavó un cuchillo para deshuesar de 12 centímetros en su espalda.
En teoría, se iba a perder Roland Garros, pero podría competir en Wimbledon (el único título de Grand Slam que se le seguía resistiendo) en junio.
La realidad fue mucho más devastadora y Seles se perdió diez torneos en dos años de baja.
La Federación Mundial de Tenis propuso mantenerla como número 1 adyacente hasta que regresase, pero todas las tenistas votaron en contra con la excepción de la argentina Gabriela Sabatini, que se abstuvo.
Steffi Graf, que visitó a su rival en el hospital “durante un par de minutos”, según recuerda Seles, cumplió la profecía de Günther Parche y siguió ganando títulos como si Seles nunca hubiera existido: seis torneos (de ocho) durante los dos años de ausencia de su oponente.
Monica Seles sufría pesadillas, ataques de ansiedad y una depresión
agravada por el diagnóstico de cáncer de estómago incurable de su padre,
Karolj Seles.
Ante el desconcierto y el horror de los 7.000 espectadores presentes, la tenista se levantó, se llevó la mano al hombro, dio varios pasos y se desplomó en la arcilla.
Su oponente, Maleeva, lloraba mientras aún sostenía su botella de agua.
Los testigos aseguraron que el agresor iba borracho, algunos especularon con motivaciones políticas (Seles pertenecía a una minoría húngara de Serbia, en plena guerra con Yugoslavia, y llevaba dos años recibiendo amenazas por carta).
Pero aquel lunático tenía un solo objetivo: neutralizar a Seles para que su ídolo, Steffi Graf, volviese a ser la mejor tenista del mundo.
En su 21 cumpleaños, cuando debería estar
batiendo récords en la pista, se pasó la noche comiendo una caja de
galletas y llorando. “La comida era mi única terapia", dijo
Su compañera, Martina Navratilova, definió aquella etapa como “Steffi y los siete enanitos” porque la alemana arrasaba sistemática y predeciblemente con un juego que los expertos definían como “perfecto”, pero al que le faltaban las agallas que un tenista solo escupe cuando encuentra un rival que le arrastre al límite:
Graf solo sublimaría su tenis si encontraba al Borg de su McEnroe, al Nadal de su Federer.
Y entonces llegó Monica Seles.
Antes de cumplir 20 años, esta serbia había ganado ocho grandes títulos (una estadística que hoy sigue siendo un récord) empuñando la raqueta con las dos manos, devolviendo la pelota inmediatamente después de que botase, desconcertando a sus rivales con tiros paralelos al límite de la línea y berreando alaridos con cada golpe ante las quejas formales a la Federación de oponentes como Navratilova, que lo consideraban una ordinaria maniobra de distracción.
Incluso el actor Peter Ustinov comentó: “Compadezco a sus vecinos en su noche de bodas”.
La americana Pam Shriever describía que “cuanto más duro se vuelve el punto, Monica te sigue asfixiando y no te deja escapar: su inclemencia mental es increíble”.
Sus ruedas de prensa parecían pequeñas fiestas de té: un columnista comparó a Seles con “una adolescente que se ríe sin parar como si estuviera en su primera boda bebiendo su tercera copa de champán”.
No se había formado en elitistas clubes de tenis sino en el aparcamiento de su barrio golpeando pelotas desde los cinco años en las que su padre, que había conducido 10 horas a Italia para comprarle una raqueta infantil, dibujaba animales para animarle a practicar.
Cuando viajó a Florida con 13 años para entrenar profesionalmente, Seles no entendía el sistema del marcador de su propio deporte: ella se limitaba a ganar cada punto.
“Se trataba sin duda de la primera tenista femenina en abordar su ofensiva desde el fondo de la pista”, escribía el New York Times, “sometiendo a sus oponentes a un nuevo formato de presión constante” (Seles solo subía a la red si era cuestión de vida o muerte).
En 1991 y 1992, Graf solo ganó dos títulos. Seles arrasó con los otros seis.
Aquel 1993 parecía destinado a erigir a Monica Seles como la mejor tenista de la historia.
Y aún tenía 19 años.
Comenzó el año ganando el Abierto de Australia contra Graf y los expertos asumían que ganaría los cuatro títulos (Australia, Roland Garros, Wimbledon y Estados Unidos), pero el 30 de abril un demente clavó un cuchillo para deshuesar de 12 centímetros en su espalda.
En teoría, se iba a perder Roland Garros, pero podría competir en Wimbledon (el único título de Grand Slam que se le seguía resistiendo) en junio.
La realidad fue mucho más devastadora y Seles se perdió diez torneos en dos años de baja.
La Federación Mundial de Tenis propuso mantenerla como número 1 adyacente hasta que regresase, pero todas las tenistas votaron en contra con la excepción de la argentina Gabriela Sabatini, que se abstuvo.
Steffi Graf, que visitó a su rival en el hospital “durante un par de minutos”, según recuerda Seles, cumplió la profecía de Günther Parche y siguió ganando títulos como si Seles nunca hubiera existido: seis torneos (de ocho) durante los dos años de ausencia de su oponente.
Cuando se reincorporó al circuito, su victoria en el
Abierto de Australia sugirió que Seles retomaría su implacable
trayectoria.
Pero ya no era la misma: tenía menos resistencia, sus
movimientos eran más lentos y sus gritos sonaban más a desesperación que
a la seguridad de que el punto era suyo.
Günther Parch, un alemán de 38 años que sufría instintos suicidas
cada vez que su ídolo Steffi Graf perdía un partido, logró su propósito
de quitarse a Seles de en medio: tardó dos semanas en cicatrizar (la
herida tenía tres centímetros de profundidad, y se quedó a cinco de
dejarla paralítica) y un par de meses en poder volver a coger una
raqueta.
En su 21 cumpleaños, cuando debería estar batiendo récords en la
pista, se pasó la noche comiendo una caja de galletas y llorando. “La
comida era mi única terapia.
Dime cualquier ciudad del mundo y te diré cuál es su mejor restaurante italiano.
No era la comida en sí, sino la emoción que me producía”, confesó. La presión de los medios, de sus entrenadores y de sus propios novios (Seles rompió con varias parejas en cuanto empezaban a hacerle sentir mal por su peso) solo le provocaba más ansiedad mientras su padre moría en el hospital.
“Yo había crecido en la pista de tenis.
Allí es donde me sentía más segura, más a salvo, y aquel día en Hamburgo todo me fue arrebatado”, explicó.
“Mi inocencia, mi número 1, mis ingresos, mis patrocinios.
Todo se canceló.
Y la única persona que podía hacerme sentir mejor, que entendería lo que eso significaba para mí, era mi padre”, añadió.
“A algunas personas les ha ido mejor que a mí, a otras les ha ido peor.
Y a mí, en general, me ha ido bien”, reflexiona. “Tengo una familia fantástica y sigo manteniendo una relación sana con el tenis, pero no es mi vida”.
Durante su jubilación anticipada, Seles ha disfrutado de una beca en una firma de arquitectura, ha hecho cursos de fotografía, ha diseñado joyas y ha paseado a diario con sus cuatro perros (no tiene hijos) y sus amigos, a quienes no podría importarles menos su carrera como tenista.
“Ha sido todo un viaje y me ha llevado tiempo, pero estoy feliz. ¿Qué tal si lo dejamos ahí?”, concluye.
Además de en su residencia en Tampa, Seles pasa sus días en una mansión de 500 metros cuadrados en Francia, una casa de la playa en otra ciudad de Florida y un apartamento en Europa.
Por motivos de seguridad, prefiere no revelar la región exacta de ninguna de ellas.
Su
tenis era anárquico, brutal y vacilón. La americana Pam Shriever
describió: “Cuanto más duro se vuelve el punto, Monica te sigue
asfixiando y no te deja escapar: su inclemencia mental es increíble”
Dime cualquier ciudad del mundo y te diré cuál es su mejor restaurante italiano.
No era la comida en sí, sino la emoción que me producía”, confesó. La presión de los medios, de sus entrenadores y de sus propios novios (Seles rompió con varias parejas en cuanto empezaban a hacerle sentir mal por su peso) solo le provocaba más ansiedad mientras su padre moría en el hospital.
“Yo había crecido en la pista de tenis.
Allí es donde me sentía más segura, más a salvo, y aquel día en Hamburgo todo me fue arrebatado”, explicó.
“Mi inocencia, mi número 1, mis ingresos, mis patrocinios.
Todo se canceló.
Y la única persona que podía hacerme sentir mejor, que entendería lo que eso significaba para mí, era mi padre”, añadió.
“A algunas personas les ha ido mejor que a mí, a otras les ha ido peor.
Y a mí, en general, me ha ido bien”, reflexiona. “Tengo una familia fantástica y sigo manteniendo una relación sana con el tenis, pero no es mi vida”.
Durante su jubilación anticipada, Seles ha disfrutado de una beca en una firma de arquitectura, ha hecho cursos de fotografía, ha diseñado joyas y ha paseado a diario con sus cuatro perros (no tiene hijos) y sus amigos, a quienes no podría importarles menos su carrera como tenista.
“Ha sido todo un viaje y me ha llevado tiempo, pero estoy feliz. ¿Qué tal si lo dejamos ahí?”, concluye.
Además de en su residencia en Tampa, Seles pasa sus días en una mansión de 500 metros cuadrados en Francia, una casa de la playa en otra ciudad de Florida y un apartamento en Europa.
Por motivos de seguridad, prefiere no revelar la región exacta de ninguna de ellas.
Iniesta, el jinete pálido.......................Publicado por David Araújo.
Antes de rematarlo, Andrés
ya tenía la certeza de que aquel balón acabaría en la red.
«Escuché el
silencio y sabía que ese balón iba adentro», contó en el programa de Michael Robinson.
Tuvieron que transcurrir unos segundos, sin embargo, para que los demás
nos convenciésemos de que algo muy gordo estaba pasando. Aquel muchacho
pálido de Fuentealbilla ya había empezado a correr fuera de sí, con los
brazos abiertos y la cara desencajada por la emoción y nosotros,
suspicaces porque los mundiales, Cardeñosa, Eloy, Al-Ghandour o Roberto Baggio
nos habían hecho así, aún no nos creíamos que España fuera a ser
campeona del mundo:
a ver si es un efecto óptico y el balón ha golpeado
la parte externa de la red (imposible, por la trayectoria del balón);
espérate, que va a pitar «orsay»;
verás, que aún quedan dos minutos y
nos la clavan en un córner, pensaba quien más y quien menos, hasta que
una voz atronadora nos sacó de ese tránsito por los oscuros ensueños del
escepticismo:
«Iniesta de mi vida», cual Júpiter tonante, gritaba Camacho.
Un locutor argentino —el del «barrilete cósmico, de qué planeta
viniste», por ejemplo— se hubiera adornado con un epíteto épico, pero
¿qué iba a hacer Camacho, sacarse de la manga un «duendecillo albino, de
qué bosque de la Mancha saliste?».
Curiosamente,
las dos imágenes por las que más se recordará a Iniesta, el gol de la
final del Mundial y el de las semifinales de Champions contra el
Chelsea, no serán las más iniestescas.
En Sudáfrica, los hados
escribieron recto con renglones torcidos para que él anotara ese tanto,
pero lo lógico es que hubiera sido Fernando Torres el
que hubiera estado en el lugar en el que se encontraba el de
Fuentealbilla.
Lejos del área grande, escorado a la izquierda, el
madrileño intentó una acción que evidenciaba que ese, sobre todo si no
hay espacio para correr, no era su lugar en el mundo: un mal pase, que
nació cadáver ya, fue resucitado por un jugador holandés; este entregó
el esférico a Cesc, que, aun siendo centrocampista,
tenía en esa selección un papel más de llegador que de asistente, pero
Cesc hizo lo que le tocó hacer, asistir a Iniesta, y el resto nos lo
sabemos de memoria.
Más inistiesco hubiera sido un pase definitivo de
Andrés para que otro, Torres o Cesc, por ejemplo, finalizara cómodamente
la acción, o una llegada al área combinando en corto con un nueve que
no estuviera en el ala oeste.
Más inistiesco hubiera sido también que en
Stamford Bridge, tras recibir el balón de Messi,
Andrés, más confiado en su habilidad técnica que en un golpeo que no
destaca por potente, en vez de decidir chutar desde la distancia a la
que lo hizo para rescatar a un Barça agonizante, hubiera intentado
regatear o sortear rivales mediante una pared con el argentino para
acercarse a la meta rival.
Así,
un tipo que se pasó la vida acariciando con deleite la pelota consiguió
curiosamente con dos golpeos contundentes que muchos alcanzáramos el
éxtasis.
Pero si la épica de Andrés Iniesta nos ha hecho estremecer de
gozo, su lírica es la que nos ha cautivado día a día.
Que sus hazañas en
momentos de tensión dramática no nos impidan ver sus delicadas
conquistas cotidianas.
Es imposible olvidarse de Sudáfrica o de Londres,
pero sería injusto que estos hitos empequeñeciesen otras exhibiciones
suyas, como la de aquel partido del Bernabéu del 2-6.
Allí escribió
mucha poesía. Gago y Diarra, que lo
probaron, lo saben.
Como poesía hay en esa foto en la que cinco
jugadores italianos lo acorralan, víctimas de su embrujo, o en sus
desbordes por velocidad a rivales que son bastante más rápidos que él.
Parece inexplicable, puede que hasta paradójico.
Será una cuestión de
coordinación de zancada, de obstaculizar con su cuerpo la trayectoria
del rival, o de iniciar la carrera en el momento justo.
O será magia.
La
misma magia que hay en sus regates imposibles, sus croquetas en
espacios que no existen, entre marañas de piernas que constituyen
cuerpos uniformes y sólidos que los postulados de la física te dicen que
no se pueden traspasar.
Iniesta los ha traspasado.
Igual que ha
traspasado los muros de las leyes tácitas del odio entre aficiones: hay
que ser muy especial para que te aplaudan, siendo culé, los aficionados
del Espanyol o para que te ovacione la hinchada de un equipo que va
perdiendo 5-0 en una final.
Hay que ser muy especial para, cuando has
perdido la cabeza porque estás celebrando un momento de una intensidad
que ha superado toda expectativa, acordarte de tu amigo fallecido y
llevar a cabo ese precioso homenaje mostrando al mundo entero una
camiseta en la que, en los momentos previos al partido más importante de
tu vida, tuviste el detalle de escribir su nombre.
Y hay que ser muy
especial para seguir siendo normal haciendo las cosas que hace este
chico, habiendo conseguido todo lo que ha conseguido.
Es algo
de lo que no se habla pero que me gustaría resaltar. Iniesta ha hecho
muchos kilómetros, sobre todo en estas últimas temporadas, cuando el
equipo culé, sin Xavi, ya no es aquel de los
porcentajes de posesión de balón escandalosos de antaño. Sin el
monopolio de la pelota, los centrocampistas se han visto obligados a
pegarse unas buenas palizas para recuperar el esférico, teniendo en
cuenta que los jugadores de arriba, a veces hasta tres (este año han
sido casi siempre dos), aportan muy poco en tareas defensivas. Iniesta,
consagrado ya como un jugador exquisito y con los galones que otorga el
brazalete de capitán, pudo haberse acomodado. No sería el primero que en
una situación como la suya, con una jerarquía incuestionable dentro del
equipo, solicitase para sí un rol menos exigente, un trabajo más «de
oficina». Es muy complicado, habiendo estado disputando dos partidos
semanales desde los diecinueve o veinte años, mantener con treinta y
tres la intensidad futbolística de Andrés Iniesta, si se espera de él
que llegue a la línea de fondo del área rival y que, después de eso,
acuda a ayudar a su equipo en defensa, pretendiendo además que conserve
la frescura y la inspiración necesarias para seguir inventando versos y
hechizos. Por eso, aunque su nivel haya disminuido, quizá su mérito haya
sido mayor, porque hasta el final, en mayor o menor medida, nos ha
seguido deleitando. Quién sabe si hubiéramos podido disfrutarlo más si
se le hubiera dosificado, no tanto en cuanto a minutos, sino más en
cuanto a esfuerzos.
Su
salida del Barça no deja de tener cierto simbolismo.
Se va el emblema
de la Masía, de la Masía no solo como cantera, sino de ese edificio en
el que desde pequeños conviven las promesas de fuera de Barcelona de las
categorías inferiores. Después de Guillermo Amor y Pep Guardiola, se puede decir que Andrés Iniesta (junto con Carles Puyol)
cierra un ciclo de tres etapas, cada cual mejor en lo deportivo y en lo
relativo a la definición de un estilo futbolístico y unos valores.
Coincide su despedida con un momento complicado en la cantera culé, lo
cual, con lo que esta significa para el club, es como decir que asoma
una crisis de identidad institucional.
Hace unas semanas, por primera
vez en muchos años, el Barça alineó un equipo sin canteranos.
Es la peor
noticia de la temporada para los culés, por encima incluso de la
vergonzosa eliminación ante la Roma.
Un partido pésimo admite el debate
de si lo que ha ocurrido ha sido un mero accidente, pero que un
encuentro como el de Balaídos, en el que por tener un amplio margen de
error te puedas permitir el lujo de dar descanso a todos tus jugadores
titulares, no se haya considerado la posibilidad de recurrir a varios
jugadores del filial o del equipo juvenil obliga a la reflexión.
No se
puede aspirar a que cada cinco años debute un Iniesta, porque los genios
nacen cada mucho tiempo y que lo hagan en un pueblo de Albacete a
cuatrocientos kilómetros de Barcelona, con lo grande que es el mundo, es
una bendita casualidad.
Pero sí se puede pretender que, en una entidad
como el FC Barcelona, en los lugares que ocupan futbolistas como Paulinho, André Gomes, Alcaçer o Semedo
figuren jóvenes formados en La Masía.
Algo mal se tiene que estar
haciendo, ya sea en los procesos de selección o de formación, para que
no asomen jugadores con un nivel similar a estos, y que cuenten además
desde que son adolescentes con esa mentalidad blaugrana tan específica.
A
esa mentalidad no es fácil adaptarse de la noche a la mañana (que se lo
digan a Dembelé) y por eso traerla de serie es un
plus. Sería un error esperar a que los chicos del filial alcancen un
nivel parecido al de Iniesta para abrirles las puertas del primer
equipo, pero un error mayor sería no proyectar la imagen de Andrés para
marcar el rumbo de los jóvenes jugadores y hacerlos identificarse con
unos valores deportivos y humanos que el Barça debe conservar a toda
costa, si anhela mantener la esencia que lo ha convertido en una
institución especial en los últimos veinticinco años y que lo ha llevado
a conseguir los mayores éxitos de su historia.
Iniesta, como los grandes jugadores,
siempre ha visto lo que va a pasar en un campo de fútbol antes que la
mayoría, y por eso tuvo el privilegio no solo de anotar el gol
definitivo en Sudáfrica, sino de saberse campeón del mundo antes que
nadie.
En esa clarividencia —«ya no podré dar lo mejor de mí en todos
los sentidos»— se fundamenta su decisión de decir hasta aquí. Igual que
nos costó asimilar aquel gol en el minuto cinco mil de la prórroga, no
es fácil aceptar que el jugador más emblemático de la historia del
fútbol español se nos vaya (se nos venga, si finalmente recala en el
Chongqing, puesto que escribo desde China) a otra competición.
Si
alguien puede hacer que aquí se valore como es debido un exquisito
control de balón, una pulcra conducción de pelota, una finta o una pared
ese es Andrés.
Porque en este fútbol y en otros que todavía se
encuentran en periodo de efervescencia marketiniana, lo que se espera de
una estrella son goles, remates acrobáticos o chuts potentes desde
cuarenta y cinco metros, pero si Iniesta —junto con los Xavi, Villa, Navas
o Messi— fue capaz de que cambiáramos el discurso del «no vamos a
ningún lado con tan poco cuerpo» al del «da gusto ver jugar a estos
pequeñitos», quién sabe si revolucionará también las sensibilidades de
otras latitudes futbolísticas, y en unos meses estaremos oyendo decir en
chino, o en cualquier otro idioma, «¿de qué bosque de la Mancha
saliste, duendecillo albino?» mientras en España echamos de menos al
Iniesta de nuestras vidas.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)