Hace 25 años un demente frenó con sangre la carrera de una fuerza de la naturaleza.
Después de aquello, la tenista sufrió depresiones, ansiedad y obsesión por la comida.
Cómo fue aquello y dónde están hoy los protagonistas.
Los cuartos de final del Abierto de Alemania, celebrado hace ahora 25
años, no deberían haber pasado a la historia. Se trataba de un escalón
previo a Roland Garros y Monica Seles (Novi Sad, Serbia, 1973), la
tenista que llevaba 178 semanas en el número 1 del mundo, iba ganando a
la búlgara Magdalena Maleeva por 6-4 y 4-3. Su victoria parecía un
trámite sin contratiempos hasta que el partido se convirtió en un relato de terror: durante un descanso, Seles fue apuñalada en la espalda.
Ante el desconcierto y el horror de los 7.000 espectadores presentes, la tenista se levantó, se llevó la mano al hombro, dio varios pasos y se desplomó en la arcilla.
Su oponente, Maleeva, lloraba mientras aún sostenía su botella de agua.
Los testigos aseguraron que el agresor iba borracho, algunos especularon con motivaciones políticas (Seles pertenecía a una minoría húngara de Serbia, en plena guerra con Yugoslavia, y llevaba dos años recibiendo amenazas por carta).
Pero aquel lunático tenía un solo objetivo: neutralizar a Seles para que su ídolo, Steffi Graf, volviese a ser la mejor tenista del mundo.
En 1988 y 1989, Steffi Graf (Mannheim, Alemania, 1969) convirtió el
tenis mundial en un paseíllo militar ganando siete de los ocho grandes
títulos (solo perdió la final de Roland Garros, en 1989, frente a Arantxa Sánchez-Vicario).
Su compañera, Martina Navratilova, definió aquella etapa como “Steffi y los siete enanitos” porque la alemana arrasaba sistemática y predeciblemente con un juego que los expertos definían como “perfecto”, pero al que le faltaban las agallas que un tenista solo escupe cuando encuentra un rival que le arrastre al límite:
Graf solo sublimaría su tenis si encontraba al Borg de su McEnroe, al Nadal de su Federer.
Y entonces llegó Monica Seles.
Antes de cumplir 20 años, esta serbia había ganado ocho grandes títulos (una estadística que hoy sigue siendo un récord) empuñando la raqueta con las dos manos, devolviendo la pelota inmediatamente después de que botase, desconcertando a sus rivales con tiros paralelos al límite de la línea y berreando alaridos con cada golpe ante las quejas formales a la Federación de oponentes como Navratilova, que lo consideraban una ordinaria maniobra de distracción.
Incluso el actor Peter Ustinov comentó: “Compadezco a sus vecinos en su noche de bodas”.
Su tenis era anárquico, brutal y vacilón.
La americana Pam Shriever describía que “cuanto más duro se vuelve el punto, Monica te sigue asfixiando y no te deja escapar: su inclemencia mental es increíble”.
Sus ruedas de prensa parecían pequeñas fiestas de té: un columnista comparó a Seles con “una adolescente que se ríe sin parar como si estuviera en su primera boda bebiendo su tercera copa de champán”.
Seles vulgarizaba, según los puristas, el deporte de los reyes.
No se había formado en elitistas clubes de tenis sino en el aparcamiento de su barrio golpeando pelotas desde los cinco años en las que su padre, que había conducido 10 horas a Italia para comprarle una raqueta infantil, dibujaba animales para animarle a practicar.
Cuando viajó a Florida con 13 años para entrenar profesionalmente, Seles no entendía el sistema del marcador de su propio deporte: ella se limitaba a ganar cada punto.
“Se trataba sin duda de la primera tenista femenina en abordar su ofensiva desde el fondo de la pista”, escribía el New York Times, “sometiendo a sus oponentes a un nuevo formato de presión constante” (Seles solo subía a la red si era cuestión de vida o muerte).
En 1991 y 1992, Graf solo ganó dos títulos. Seles arrasó con los otros seis.
Aquel 1993 parecía destinado a erigir a Monica Seles como la mejor tenista de la historia.
Y aún tenía 19 años.
Comenzó el año ganando el Abierto de Australia contra Graf y los expertos asumían que ganaría los cuatro títulos (Australia, Roland Garros, Wimbledon y Estados Unidos), pero el 30 de abril un demente clavó un cuchillo para deshuesar de 12 centímetros en su espalda.
En teoría, se iba a perder Roland Garros, pero podría competir en Wimbledon (el único título de Grand Slam que se le seguía resistiendo) en junio.
La realidad fue mucho más devastadora y Seles se perdió diez torneos en dos años de baja.
La Federación Mundial de Tenis propuso mantenerla como número 1 adyacente hasta que regresase, pero todas las tenistas votaron en contra con la excepción de la argentina Gabriela Sabatini, que se abstuvo.
Steffi Graf, que visitó a su rival en el hospital “durante un par de minutos”, según recuerda Seles, cumplió la profecía de Günther Parche y siguió ganando títulos como si Seles nunca hubiera existido: seis torneos (de ocho) durante los dos años de ausencia de su oponente.
Monica Seles sufría pesadillas, ataques de ansiedad y una depresión
agravada por el diagnóstico de cáncer de estómago incurable de su padre,
Karolj Seles.
Ante el desconcierto y el horror de los 7.000 espectadores presentes, la tenista se levantó, se llevó la mano al hombro, dio varios pasos y se desplomó en la arcilla.
Su oponente, Maleeva, lloraba mientras aún sostenía su botella de agua.
Los testigos aseguraron que el agresor iba borracho, algunos especularon con motivaciones políticas (Seles pertenecía a una minoría húngara de Serbia, en plena guerra con Yugoslavia, y llevaba dos años recibiendo amenazas por carta).
Pero aquel lunático tenía un solo objetivo: neutralizar a Seles para que su ídolo, Steffi Graf, volviese a ser la mejor tenista del mundo.
En su 21 cumpleaños, cuando debería estar
batiendo récords en la pista, se pasó la noche comiendo una caja de
galletas y llorando. “La comida era mi única terapia", dijo
Su compañera, Martina Navratilova, definió aquella etapa como “Steffi y los siete enanitos” porque la alemana arrasaba sistemática y predeciblemente con un juego que los expertos definían como “perfecto”, pero al que le faltaban las agallas que un tenista solo escupe cuando encuentra un rival que le arrastre al límite:
Graf solo sublimaría su tenis si encontraba al Borg de su McEnroe, al Nadal de su Federer.
Y entonces llegó Monica Seles.
Antes de cumplir 20 años, esta serbia había ganado ocho grandes títulos (una estadística que hoy sigue siendo un récord) empuñando la raqueta con las dos manos, devolviendo la pelota inmediatamente después de que botase, desconcertando a sus rivales con tiros paralelos al límite de la línea y berreando alaridos con cada golpe ante las quejas formales a la Federación de oponentes como Navratilova, que lo consideraban una ordinaria maniobra de distracción.
Incluso el actor Peter Ustinov comentó: “Compadezco a sus vecinos en su noche de bodas”.
La americana Pam Shriever describía que “cuanto más duro se vuelve el punto, Monica te sigue asfixiando y no te deja escapar: su inclemencia mental es increíble”.
Sus ruedas de prensa parecían pequeñas fiestas de té: un columnista comparó a Seles con “una adolescente que se ríe sin parar como si estuviera en su primera boda bebiendo su tercera copa de champán”.
No se había formado en elitistas clubes de tenis sino en el aparcamiento de su barrio golpeando pelotas desde los cinco años en las que su padre, que había conducido 10 horas a Italia para comprarle una raqueta infantil, dibujaba animales para animarle a practicar.
Cuando viajó a Florida con 13 años para entrenar profesionalmente, Seles no entendía el sistema del marcador de su propio deporte: ella se limitaba a ganar cada punto.
“Se trataba sin duda de la primera tenista femenina en abordar su ofensiva desde el fondo de la pista”, escribía el New York Times, “sometiendo a sus oponentes a un nuevo formato de presión constante” (Seles solo subía a la red si era cuestión de vida o muerte).
En 1991 y 1992, Graf solo ganó dos títulos. Seles arrasó con los otros seis.
Aquel 1993 parecía destinado a erigir a Monica Seles como la mejor tenista de la historia.
Y aún tenía 19 años.
Comenzó el año ganando el Abierto de Australia contra Graf y los expertos asumían que ganaría los cuatro títulos (Australia, Roland Garros, Wimbledon y Estados Unidos), pero el 30 de abril un demente clavó un cuchillo para deshuesar de 12 centímetros en su espalda.
En teoría, se iba a perder Roland Garros, pero podría competir en Wimbledon (el único título de Grand Slam que se le seguía resistiendo) en junio.
La realidad fue mucho más devastadora y Seles se perdió diez torneos en dos años de baja.
La Federación Mundial de Tenis propuso mantenerla como número 1 adyacente hasta que regresase, pero todas las tenistas votaron en contra con la excepción de la argentina Gabriela Sabatini, que se abstuvo.
Steffi Graf, que visitó a su rival en el hospital “durante un par de minutos”, según recuerda Seles, cumplió la profecía de Günther Parche y siguió ganando títulos como si Seles nunca hubiera existido: seis torneos (de ocho) durante los dos años de ausencia de su oponente.
Cuando se reincorporó al circuito, su victoria en el
Abierto de Australia sugirió que Seles retomaría su implacable
trayectoria.
Pero ya no era la misma: tenía menos resistencia, sus
movimientos eran más lentos y sus gritos sonaban más a desesperación que
a la seguridad de que el punto era suyo.
Günther Parch, un alemán de 38 años que sufría instintos suicidas
cada vez que su ídolo Steffi Graf perdía un partido, logró su propósito
de quitarse a Seles de en medio: tardó dos semanas en cicatrizar (la
herida tenía tres centímetros de profundidad, y se quedó a cinco de
dejarla paralítica) y un par de meses en poder volver a coger una
raqueta.
En su 21 cumpleaños, cuando debería estar batiendo récords en la
pista, se pasó la noche comiendo una caja de galletas y llorando. “La
comida era mi única terapia.
Dime cualquier ciudad del mundo y te diré cuál es su mejor restaurante italiano.
No era la comida en sí, sino la emoción que me producía”, confesó. La presión de los medios, de sus entrenadores y de sus propios novios (Seles rompió con varias parejas en cuanto empezaban a hacerle sentir mal por su peso) solo le provocaba más ansiedad mientras su padre moría en el hospital.
“Yo había crecido en la pista de tenis.
Allí es donde me sentía más segura, más a salvo, y aquel día en Hamburgo todo me fue arrebatado”, explicó.
“Mi inocencia, mi número 1, mis ingresos, mis patrocinios.
Todo se canceló.
Y la única persona que podía hacerme sentir mejor, que entendería lo que eso significaba para mí, era mi padre”, añadió.
“A algunas personas les ha ido mejor que a mí, a otras les ha ido peor.
Y a mí, en general, me ha ido bien”, reflexiona. “Tengo una familia fantástica y sigo manteniendo una relación sana con el tenis, pero no es mi vida”.
Durante su jubilación anticipada, Seles ha disfrutado de una beca en una firma de arquitectura, ha hecho cursos de fotografía, ha diseñado joyas y ha paseado a diario con sus cuatro perros (no tiene hijos) y sus amigos, a quienes no podría importarles menos su carrera como tenista.
“Ha sido todo un viaje y me ha llevado tiempo, pero estoy feliz. ¿Qué tal si lo dejamos ahí?”, concluye.
Además de en su residencia en Tampa, Seles pasa sus días en una mansión de 500 metros cuadrados en Francia, una casa de la playa en otra ciudad de Florida y un apartamento en Europa.
Por motivos de seguridad, prefiere no revelar la región exacta de ninguna de ellas.
Su
tenis era anárquico, brutal y vacilón. La americana Pam Shriever
describió: “Cuanto más duro se vuelve el punto, Monica te sigue
asfixiando y no te deja escapar: su inclemencia mental es increíble”
Dime cualquier ciudad del mundo y te diré cuál es su mejor restaurante italiano.
No era la comida en sí, sino la emoción que me producía”, confesó. La presión de los medios, de sus entrenadores y de sus propios novios (Seles rompió con varias parejas en cuanto empezaban a hacerle sentir mal por su peso) solo le provocaba más ansiedad mientras su padre moría en el hospital.
“Yo había crecido en la pista de tenis.
Allí es donde me sentía más segura, más a salvo, y aquel día en Hamburgo todo me fue arrebatado”, explicó.
“Mi inocencia, mi número 1, mis ingresos, mis patrocinios.
Todo se canceló.
Y la única persona que podía hacerme sentir mejor, que entendería lo que eso significaba para mí, era mi padre”, añadió.
“A algunas personas les ha ido mejor que a mí, a otras les ha ido peor.
Y a mí, en general, me ha ido bien”, reflexiona. “Tengo una familia fantástica y sigo manteniendo una relación sana con el tenis, pero no es mi vida”.
Durante su jubilación anticipada, Seles ha disfrutado de una beca en una firma de arquitectura, ha hecho cursos de fotografía, ha diseñado joyas y ha paseado a diario con sus cuatro perros (no tiene hijos) y sus amigos, a quienes no podría importarles menos su carrera como tenista.
“Ha sido todo un viaje y me ha llevado tiempo, pero estoy feliz. ¿Qué tal si lo dejamos ahí?”, concluye.
Además de en su residencia en Tampa, Seles pasa sus días en una mansión de 500 metros cuadrados en Francia, una casa de la playa en otra ciudad de Florida y un apartamento en Europa.
Por motivos de seguridad, prefiere no revelar la región exacta de ninguna de ellas.
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