Asistimos al regreso de una clase de argumentos pacatos y primitivos que
abrazan una visión retrógrada del arte y amenazan la libertad creadora.
QUE ME DISCULPEN los memoriosos, porque sé que esto lo he contado,
aunque no seguramente en esta página: mi abuela Lola era una mujer muy
buena, dulce y risueña, lo cual no le impedía ser también extremadamente
católica.
Y recuerdo haberle oído de niño la siguiente afirmación,
dirigida a mis hermanos y a mí: “A ustedes les hace mucha gracia” (era
habanera), “y quizá la tenga, pero yo no voy a ver películas de Charlot
porque se ha divorciado muchas veces”.
Hasta hace cuatro días, este tipo
de reservas pertenecían al pasado remoto.
Mi abuela había nacido hacia
1890, y desde luego era muy libre de no ir a ver el cine de Chaplin por
los motivos que se le antojaran, como cualquier otra persona.
Lo
insólito es que esta clase de argumentos extraartísticos y pacatos hayan
regresado, y que los aduzcan individuos que se tienen por “modernos”,
inverosímilmente de izquierdas, educados, aparentemente racionales y
hasta críticos profesionales.
Leo en un artículo de Fernanda Solórzano un resumen de otro reciente de
un conocido crítico cinematográfico británico, Mark Cousins, titulado
“La edad del consentimiento”.
Cuenta Solórzano que en él Cousins anuncia
que a partir de ahora “dejará de habitar la imaginación de directores como Woody Allen y Polanski”, a los que “negará su consentimiento”.
Compara ver películas de estos autores
con visitar países con regímenes dictatoriales, o aún peor, con
contemplar vídeos del Daesh con decapitaciones reales.
“Aunque sus
ficciones no muestren violencia, son imaginadas por sujetos perversos”,
explica.
Se deduce de esta frase que las películas que sí muestren
violencia —ficticia, pero el hombre no distingue— serán aún más
equiparables a los susodichos vídeos del Daesh, por lo que, me imagino,
Cousins tampoco podrá ver la mayor parte del cine mundial de todos los
tiempos, de Tarantino a Peckinpah a Coppola a Siegel a Ford a todos los thrillers, westerns y cintas bélicas.
Lo absurdo es que no haya anunciado de inmediato, en el mismo texto,
que renuncia a las salas oscuras y por lo tanto a su labor de crítico,
para la que es evidente que queda incapacitado.
Al contrario, entiendo
que asegura, con descomunal cinismo, que su adhesión a “lo correcto” no
afectará su juicio estético.
Un disparate en quien se propone juzgar
desde una perspectiva moralista, “edificante” y puritana.
Ojo, no ya
sólo las obras, sino la vida privada de sus responsables. Siempre según
Solórzano, “en adelante Cousins sólo visitará la imaginación de artistas
de comportamiento íntegro”.
Este Cousins es tan libre como mi abuela, y lo que haga me trae sin
cuidado.
Pero, claro, no es un caso aislado, ni el único primitivo que
abraza esta visión retrógrada del arte.
Constituye toda una corriente
que amenaza no sólo el oficio de crítico, sino la libertad creadora.
¿Qué es un “comportamiento íntegro”, por otra parte? Dependerá del
criterio subjetivo de cada cual.
Para los cuatro ministros de nuestro
Gobierno que hace poco cantaron “Soy el novio de la muerte” en una
alegre concentración de encapuchados, el concepto de “integridad” será
por fuerza muy distinto del mío.
Y luego, ¿cómo se averigua eso? Antes de ir a ver una película —de
“visitar la imaginación” de un director, como dice Cousins con
imperdonable cursilería—, habrá que contratar a un detective que examine
la vida entera de ese cineasta, a ver si podemos dignarnos contemplar
su trabajo.
En algunos casos ya sabemos algo, que nos reducirá
drásticamente nuestra gama de lecturas, de sesiones de cine y de museos.
Nada de “visitar” a Hitchcock ni a Picasso, de los que se cuentan abusos,
ni a Kazan, que se portó mal durante la caza de brujas de McCarthy, ni a
Caravaggio ni a Marlowe ni a Baretti, con homicidios a sus espaldas, ni
a Welles ni a Ford, que eran despóticos en los rodajes, ni a Truffaut,
que cambió mucho de mujeres y algunas sufrieron.
Nada de leer a Faulkner
ni a Fitzgerald ni a Lowry, que se emborrachaban, y el tercero estuvo a
punto de matar a su mujer en un delirio; ni a Neruda ni a Alberti, que
escribieron loas a Stalin, ni a García Márquez, que alabó hasta lo
indecible a un tirano; no digamos a Céline, Drieu la Rochelle, Hamsun y
Heidegger, pronazis; tampoco a Stevenson, que de joven anduvo con
maleantes, ni a Genet, que pagaba a chaperos, ni a nadie que fuera de
putas.
Ojo con Flaubert, que fue juzgado, y con Cervantes y Wilde, que
pasaron por la cárcel;
Mann se portó mal con su mujer y espiaba a
jovencitos, y no hablemos de los cantantes de rock,
probablemente ninguno cumpliría con el “comportamiento íntegro” que
exigen el pseudocrítico Cousins y las legiones de policías de la virtud
que hoy lo azuzan y lo amparan.
Ya es hora de que toda esta corriente reconozca su verdadero rostro:
se trata de gente que detesta el arte y a los artistas, que quisiera
suprimirlos o dictarles obras dóciles y mansas, y además conductas
personales sin tacha, según su moral particular y severa.
Es exactamente
lo que les exigieron el nazismo y el stalinismo, bajo los cuales toda
la gente de valía acabó exiliada, en un gulag o asesinada, lo
mismo que Machado y Lorca en España.
No a otra cosa que a la represión y
la persecución está dando su consentimiento esta corriente de
inquisidores vocacionales.
Al menos mi abuela Lola no ejercía el
proselitismo, ni intentaba imponer nada a nadie.
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