Antes de rematarlo, Andrés
ya tenía la certeza de que aquel balón acabaría en la red.
«Escuché el
silencio y sabía que ese balón iba adentro», contó en el programa de Michael Robinson.
Tuvieron que transcurrir unos segundos, sin embargo, para que los demás
nos convenciésemos de que algo muy gordo estaba pasando. Aquel muchacho
pálido de Fuentealbilla ya había empezado a correr fuera de sí, con los
brazos abiertos y la cara desencajada por la emoción y nosotros,
suspicaces porque los mundiales, Cardeñosa, Eloy, Al-Ghandour o Roberto Baggio
nos habían hecho así, aún no nos creíamos que España fuera a ser
campeona del mundo:
a ver si es un efecto óptico y el balón ha golpeado
la parte externa de la red (imposible, por la trayectoria del balón);
espérate, que va a pitar «orsay»;
verás, que aún quedan dos minutos y
nos la clavan en un córner, pensaba quien más y quien menos, hasta que
una voz atronadora nos sacó de ese tránsito por los oscuros ensueños del
escepticismo:
«Iniesta de mi vida», cual Júpiter tonante, gritaba Camacho.
Un locutor argentino —el del «barrilete cósmico, de qué planeta
viniste», por ejemplo— se hubiera adornado con un epíteto épico, pero
¿qué iba a hacer Camacho, sacarse de la manga un «duendecillo albino, de
qué bosque de la Mancha saliste?».
Curiosamente,
las dos imágenes por las que más se recordará a Iniesta, el gol de la
final del Mundial y el de las semifinales de Champions contra el
Chelsea, no serán las más iniestescas.
En Sudáfrica, los hados
escribieron recto con renglones torcidos para que él anotara ese tanto,
pero lo lógico es que hubiera sido Fernando Torres el
que hubiera estado en el lugar en el que se encontraba el de
Fuentealbilla.
Lejos del área grande, escorado a la izquierda, el
madrileño intentó una acción que evidenciaba que ese, sobre todo si no
hay espacio para correr, no era su lugar en el mundo: un mal pase, que
nació cadáver ya, fue resucitado por un jugador holandés; este entregó
el esférico a Cesc, que, aun siendo centrocampista,
tenía en esa selección un papel más de llegador que de asistente, pero
Cesc hizo lo que le tocó hacer, asistir a Iniesta, y el resto nos lo
sabemos de memoria.
Más inistiesco hubiera sido un pase definitivo de
Andrés para que otro, Torres o Cesc, por ejemplo, finalizara cómodamente
la acción, o una llegada al área combinando en corto con un nueve que
no estuviera en el ala oeste.
Más inistiesco hubiera sido también que en
Stamford Bridge, tras recibir el balón de Messi,
Andrés, más confiado en su habilidad técnica que en un golpeo que no
destaca por potente, en vez de decidir chutar desde la distancia a la
que lo hizo para rescatar a un Barça agonizante, hubiera intentado
regatear o sortear rivales mediante una pared con el argentino para
acercarse a la meta rival.
Así,
un tipo que se pasó la vida acariciando con deleite la pelota consiguió
curiosamente con dos golpeos contundentes que muchos alcanzáramos el
éxtasis.
Pero si la épica de Andrés Iniesta nos ha hecho estremecer de
gozo, su lírica es la que nos ha cautivado día a día.
Que sus hazañas en
momentos de tensión dramática no nos impidan ver sus delicadas
conquistas cotidianas.
Es imposible olvidarse de Sudáfrica o de Londres,
pero sería injusto que estos hitos empequeñeciesen otras exhibiciones
suyas, como la de aquel partido del Bernabéu del 2-6.
Allí escribió
mucha poesía. Gago y Diarra, que lo
probaron, lo saben.
Como poesía hay en esa foto en la que cinco
jugadores italianos lo acorralan, víctimas de su embrujo, o en sus
desbordes por velocidad a rivales que son bastante más rápidos que él.
Parece inexplicable, puede que hasta paradójico.
Será una cuestión de
coordinación de zancada, de obstaculizar con su cuerpo la trayectoria
del rival, o de iniciar la carrera en el momento justo.
O será magia.
La
misma magia que hay en sus regates imposibles, sus croquetas en
espacios que no existen, entre marañas de piernas que constituyen
cuerpos uniformes y sólidos que los postulados de la física te dicen que
no se pueden traspasar.
Iniesta los ha traspasado.
Igual que ha
traspasado los muros de las leyes tácitas del odio entre aficiones: hay
que ser muy especial para que te aplaudan, siendo culé, los aficionados
del Espanyol o para que te ovacione la hinchada de un equipo que va
perdiendo 5-0 en una final.
Hay que ser muy especial para, cuando has
perdido la cabeza porque estás celebrando un momento de una intensidad
que ha superado toda expectativa, acordarte de tu amigo fallecido y
llevar a cabo ese precioso homenaje mostrando al mundo entero una
camiseta en la que, en los momentos previos al partido más importante de
tu vida, tuviste el detalle de escribir su nombre.
Y hay que ser muy
especial para seguir siendo normal haciendo las cosas que hace este
chico, habiendo conseguido todo lo que ha conseguido.
Es algo
de lo que no se habla pero que me gustaría resaltar. Iniesta ha hecho
muchos kilómetros, sobre todo en estas últimas temporadas, cuando el
equipo culé, sin Xavi, ya no es aquel de los
porcentajes de posesión de balón escandalosos de antaño. Sin el
monopolio de la pelota, los centrocampistas se han visto obligados a
pegarse unas buenas palizas para recuperar el esférico, teniendo en
cuenta que los jugadores de arriba, a veces hasta tres (este año han
sido casi siempre dos), aportan muy poco en tareas defensivas. Iniesta,
consagrado ya como un jugador exquisito y con los galones que otorga el
brazalete de capitán, pudo haberse acomodado. No sería el primero que en
una situación como la suya, con una jerarquía incuestionable dentro del
equipo, solicitase para sí un rol menos exigente, un trabajo más «de
oficina». Es muy complicado, habiendo estado disputando dos partidos
semanales desde los diecinueve o veinte años, mantener con treinta y
tres la intensidad futbolística de Andrés Iniesta, si se espera de él
que llegue a la línea de fondo del área rival y que, después de eso,
acuda a ayudar a su equipo en defensa, pretendiendo además que conserve
la frescura y la inspiración necesarias para seguir inventando versos y
hechizos. Por eso, aunque su nivel haya disminuido, quizá su mérito haya
sido mayor, porque hasta el final, en mayor o menor medida, nos ha
seguido deleitando. Quién sabe si hubiéramos podido disfrutarlo más si
se le hubiera dosificado, no tanto en cuanto a minutos, sino más en
cuanto a esfuerzos.
Su
salida del Barça no deja de tener cierto simbolismo.
Se va el emblema
de la Masía, de la Masía no solo como cantera, sino de ese edificio en
el que desde pequeños conviven las promesas de fuera de Barcelona de las
categorías inferiores. Después de Guillermo Amor y Pep Guardiola, se puede decir que Andrés Iniesta (junto con Carles Puyol)
cierra un ciclo de tres etapas, cada cual mejor en lo deportivo y en lo
relativo a la definición de un estilo futbolístico y unos valores.
Coincide su despedida con un momento complicado en la cantera culé, lo
cual, con lo que esta significa para el club, es como decir que asoma
una crisis de identidad institucional.
Hace unas semanas, por primera
vez en muchos años, el Barça alineó un equipo sin canteranos.
Es la peor
noticia de la temporada para los culés, por encima incluso de la
vergonzosa eliminación ante la Roma.
Un partido pésimo admite el debate
de si lo que ha ocurrido ha sido un mero accidente, pero que un
encuentro como el de Balaídos, en el que por tener un amplio margen de
error te puedas permitir el lujo de dar descanso a todos tus jugadores
titulares, no se haya considerado la posibilidad de recurrir a varios
jugadores del filial o del equipo juvenil obliga a la reflexión.
No se
puede aspirar a que cada cinco años debute un Iniesta, porque los genios
nacen cada mucho tiempo y que lo hagan en un pueblo de Albacete a
cuatrocientos kilómetros de Barcelona, con lo grande que es el mundo, es
una bendita casualidad.
Pero sí se puede pretender que, en una entidad
como el FC Barcelona, en los lugares que ocupan futbolistas como Paulinho, André Gomes, Alcaçer o Semedo
figuren jóvenes formados en La Masía.
Algo mal se tiene que estar
haciendo, ya sea en los procesos de selección o de formación, para que
no asomen jugadores con un nivel similar a estos, y que cuenten además
desde que son adolescentes con esa mentalidad blaugrana tan específica.
A
esa mentalidad no es fácil adaptarse de la noche a la mañana (que se lo
digan a Dembelé) y por eso traerla de serie es un
plus. Sería un error esperar a que los chicos del filial alcancen un
nivel parecido al de Iniesta para abrirles las puertas del primer
equipo, pero un error mayor sería no proyectar la imagen de Andrés para
marcar el rumbo de los jóvenes jugadores y hacerlos identificarse con
unos valores deportivos y humanos que el Barça debe conservar a toda
costa, si anhela mantener la esencia que lo ha convertido en una
institución especial en los últimos veinticinco años y que lo ha llevado
a conseguir los mayores éxitos de su historia.
Iniesta, como los grandes jugadores,
siempre ha visto lo que va a pasar en un campo de fútbol antes que la
mayoría, y por eso tuvo el privilegio no solo de anotar el gol
definitivo en Sudáfrica, sino de saberse campeón del mundo antes que
nadie.
En esa clarividencia —«ya no podré dar lo mejor de mí en todos
los sentidos»— se fundamenta su decisión de decir hasta aquí. Igual que
nos costó asimilar aquel gol en el minuto cinco mil de la prórroga, no
es fácil aceptar que el jugador más emblemático de la historia del
fútbol español se nos vaya (se nos venga, si finalmente recala en el
Chongqing, puesto que escribo desde China) a otra competición.
Si
alguien puede hacer que aquí se valore como es debido un exquisito
control de balón, una pulcra conducción de pelota, una finta o una pared
ese es Andrés.
Porque en este fútbol y en otros que todavía se
encuentran en periodo de efervescencia marketiniana, lo que se espera de
una estrella son goles, remates acrobáticos o chuts potentes desde
cuarenta y cinco metros, pero si Iniesta —junto con los Xavi, Villa, Navas
o Messi— fue capaz de que cambiáramos el discurso del «no vamos a
ningún lado con tan poco cuerpo» al del «da gusto ver jugar a estos
pequeñitos», quién sabe si revolucionará también las sensibilidades de
otras latitudes futbolísticas, y en unos meses estaremos oyendo decir en
chino, o en cualquier otro idioma, «¿de qué bosque de la Mancha
saliste, duendecillo albino?» mientras en España echamos de menos al
Iniesta de nuestras vidas.
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