Un Blues

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Del material conque están hechos los sueños

11 abr 2018

Una de las supuestas examinadoras de Cifuentes dice ante la policía que no la evaluó

Una de las supuestas examinadoras de Cifuentes dice ante la policía que no la evaluó.

La profesora Alicia López de los Mozos asegura que nadie le pidió consentimiento para firmar en su nombre y que se enteró de todo durante la rueda de prensa del rector Ramos.

 

 

¿Quién es la misteriosa y delicada monja de Murillo que ha salido a la luz 350 años después?

La obra fue pintada sobre una plancha de bronce de un grosor excepcional para la época.

  

Nuevo cuadro de Murillo, realizado sobre bronce, que ha permanecido inédito tres siglos y medio y ha sido presentado en el Museo de Bellas Artes de Valencia. 
Nuevo cuadro de Murillo, realizado sobre bronce, que ha permanecido inédito tres siglos y medio y ha sido presentado en el Museo de Bellas Artes de Valencia.
La mujer mira al cielo, a su derecha, tiene rasgos delicados y una actitud arrobada que transmite que está más allá de este mundo, en comunión con Dios.
 La mujer es una monja y, según ha asegurado este miércoles Ignacio Cano, conservador del Museo de Bellas Artes de Sevilla, autoridad en Murillo y comisario de dos de las principales exposiciones que se inaugurarán este año sobre el autor, no hay duda de que la pintura es obra del genio del barroco español.
 Fue creada hacia 1670 sobre una plancha de bronce y ha permanecido inédita hasta su presentación este miércoles en el Museo de Bellas Artes de Valencia, donde se expondrá durante cinco años, cedida por un misterioso coleccionista cordobés que en los últimos años ha prestado valiosas obras a la pinacoteca valenciana bajo el nombre de Colección Delgado.
Cano ha admitido que no ha podido averiguar quién es la mujer del cuadro.
 El pintor sevillano, de quien este año se celebra el 400 aniversario de su nacimiento, tuvo una hija, sorda, que ingresó en 1665 o 1666, siendo muy joven, como novicia en el convento de Dominicas de la calle San José de Sevilla, situado cerca de su casa.
 Pero la edad de la retratada y el hábito que viste parecen descartar que se trate de ella.

La investigación del hábito realizada por el experto le lleva a pensar que fue probablemente una monja agustina —orden para la que trabajó en dos ocasiones—, cisterciense o clarisa —más flexibles en cuanto al color del vestido—.
El cuadro, como corresponde a Murillo, no aspira a narrar ni a describir.
 "Transmite una imagen, pero sobre todo transmite emociones, nos lleva a otro sitio.
 Los ojos, las manos, el fondo neutro, la sobriedad de la indumentaria y del colorido hacen que nos centremos en el sentimiento mientras lo demás queda ausente", ha indicado el conservador.
La obra fue realizada sobre una plancha de cobre redonda de 55 centímetros de diámetro, batida hasta dejarla perfectamente lisa, con un grosor de 2,5 milímetros, muy superior al común en la España de la época, aunque no en Flandes. 
Pesa tres kilos y medio y solo el material ya debió resultar caro. Hijo de un barbero cirujano acomodado, Bartolomé Esteban Murillo se convirtió pronto en un pintor muy solicitado en Sevilla, una ciudad que a pesar de la crisis económica y demográfica —debido en parte a la peste— que sufrió, fue durante el siglo XVII una de las más ricas de España gracias al comercio con América.
Además de lienzos, Murillo pintó sobre cobre, madera e incluso obsidiana, una piedra procedente de América a la que se atribuían propiedades mágicas.
 
Inmaculada Concepción, obra de Murillo propiedad del Museo del Prado.
Inmaculada Concepción, obra de Murillo propiedad del Museo del Prado.
La plancha de cobre —originalmente una bola, que era aplanada a martillazos dejando los bordes elevados para que sirvieran de marco— no absorbe el pigmento, por lo que la superficie conserva la textura y la huella del pincel. "Permite ver muy bien la grafía, cómo utilizó el pincel y hasta el grosor que este tenía", ha señalado Cano.
El párpado reforzado por una delgada línea negra y el brillo en el lagrimal de los ojos son soluciones técnicas propias de Murillo, ha afirmado el también exdirector del Museo de Bellas Artes de Sevilla, que observa parecidos "muy contundentes" entre la fisonomía de la monja y la de una Inmaculada de medio cuerpo del Museo del Prado.
 Y entre la transmisión de sentimientos del personaje del nuevo cuadro y los que, en otro registro emocional, traslada la dolorosa de una Piedad que incluyó recientemente en la exposición Murillo y los Capuchinos de Sevilla.
Cano es también comisario, junto a María Valme Muñoz, de la antológica del pintor titulada IV Centenario que se inaugurará en noviembre en Sevilla.
La obra cedida al Museo de Bellas Artes de Valencia —cuyo director, José Ignacio Casar Pinazo, ha destacado que la pinacoteca dispone de otros cinco cuadros del pintor— se hallaba en buen estado de conservación, ha indicado su restaurador, Rafael Romero. En su creación se utilizó la llamada tierra sevillana, la preparación que Murillo usaba como base de sus obras. 
"La técnica es típica de Murillo, de sus años de madurez. Una pincelada suelta, larga, fluida, una ejecución segura y diestra, y una utilización de pigmentos excepcionales, como el lazo azul del pecho, que es una azurita de gran calidad que el pintor utilizó mucho".


 

 

Cómo afecta al Nobel de literatura el escándalo sexual en el entorno de la Academia

Crisis en la institución sueca tras la dimisión de tres académicos y las acusaciones de filtraciones en una semana decisiva para el premio.

 
La académica sueca Katarina Frostenson al recibir un premio literario en Copenhagen en 2016.
La académica sueca Katarina Frostenson al recibir un premio literario en Copenhagen en 2016. REUTERS / Cordon Press
El Premio Nobel de Literatura se falla cada año en octubre pero tiene en abril uno de sus momentos decisivos.
 Es en este mes cuando la Academia Sueca estudia entre 15 y 20 nombres para ganar en otoño.
 Estas semanas culmina un periodo de selección que comienza en septiembre, cuando el Comité Nobel –una comisión de cuatro académicos- envía 700 cartas a personas e instituciones invitándolas a proponer candidatos.
 El Comité deja la larga lista resultante en una veintena de escogidos y en abril los presenta al pleno de la Academia, que cuenta oficialmente con 18 miembros (la mitad, mujeres). 
En mayo quedan cinco finalistas y entre junio y septiembre todos leen y debaten la obra de los elegidos.
 Un mes después lo anuncian al mundo.
 Este año, sin embargo, las acusaciones de acoso sexual y las sospechas de filtración en el pasado reciente del nombre de alguno de los ganadores sacude los cimientos de una corporación de 230 años de antigüedad y que desde 1901 otorga el galardón más influyente de las letras universales.
 La reciente dimisión de tres académicos no ha hecho más que ahondar en la herida.
 En el ojo del huracán está Katarina Frostenson, académica desde hace 26 años, miembro asociado del Comité Nobel y esposa del dramaturgo y fotógrafo francés Jean-Claude Arnault. 
Ambos son los promotores de Fórum, un centro cultural vinculado a la Academia Sueca que se convirtió en piedra de escándalo cuando, en noviembre pasado, y con el impulso del movimiento #MeToo, Arnault fue acusado de abusos sexuales por 18 mujeres.
 A ello se añadió la sospecha de que el origen de la filtración de los galardones concedidos a los franceses J. M. G. Le Clézio en 2008 y a Patrick Modiano en 2014 fue el propio Arnault.
La Academia rompió su vinculación con Fórum y abrió una investigación que se cerró sin conclusiones por falta de pruebas.
 No obstante, la institución sometió a votación la posibilidad de censurar la conducta de Katarina Frostenson, cuyo puesto, como el del resto de sus compañeros, es vitalicio.
 Ganaron sus partidarios por un estrecho margen y a principios de abril, en desacuerdo con la decisión, presentaron su renuncia Klas Östergren, Peter Englund y Kjell Espmark.
 Este último, el segundo académico más veterano, presidente del Comité durante 17 años –entre 1988 y 2005 y autor de la historia canónica del Nobel de Literatura, acusó a sus compañeros en un comunicado difundido por la prensa sueca de “anteponer la amistad a la responsabilidad y la integridad”.
Aunque Espmark se refugia en la confidencialidad propia de la institución que acaba de dejar para no dar más detalles, el traductor español Francisco J. Uriz, que vive a caballo entre Estocolmo y Zaragoza, es amigo personal suyo y prepara estos días un número de la revista Crisis dedicado a la Academia Sueca, interpreta las tres renuncias como “una maniobra” para forzar la salida de Frostenson. 
Se trataría de sumar al sector crítico a dos académicas que podrían compartir sus posturas: la actual secretaria permanente y encargada de anunciar al Nobel, Sara Danius, y Sara Strindberg, elegida hace dos años.
 Su éxito pasaría por la aplicación estricta de los estatutos de la Academia, que tanto para incorporar nuevos académicos como para elegir al nuevo Premio Nobel de cada año, exigen un quórum de 12 miembros.
 Hoy por hoy quedan 13, ya que a los tres dimisionarios recientes hay que sumar las bajas de las escritoras Kerstin Ekman y Lotta Lotass.
 La primera renunció en 1989 por la falta de apoyo de sus colegas a Salman Rushdie, amenazado de muerte por la fetua del ayatolá Jomeini.
 La segunda, por desacuerdo con la vida social que impone la institución.
Fuentes de la Academia Sueca confirman que la reforma es la vía para el desbloqueo.
 Hasta ahora, el carácter vitalicio de cada elección se aplicaba de modo sibilino: si un académico dimitía la Academia, que no se daba por aludida, consideraba simplemente que había dejado de acudir a los plenos.
 Desde 2016, explican, existe una ley en Suecia que prevalecería sobre los estatutos de la corporación y que impide que se obligue a permanecer en una institución a alguien que no quiere pertenecer a ella: “Los que renuncien pueden ser reemplazados”.
 Las mismas fuentes, que reconocen que este viernes es el día señalado para la decisiva selección de candidatos de abril, niegan “categóricamente” que el Premio Nobel de Literatura esté en peligro.
 Por un lado, existe el mecanismo de renovación de los sillones.
 Por otro, queda “mucho tiempo” para elegir al ganador de 2018.
El escritor y editor sueco de origen húngaro Gabi Gleichmann, gran difusor de la literatura nórdica, confirma alarmado la posibilidad de bloqueo pero matiza que la renuncia de Danius podría limitarse a su cargo de secretaria permanente.
 No obstante, acusa a Arnault de “jactarse de haber sido el artífice de los premios para Le Clézio y Modiano” y sugiere que la solución pasa, primero, por la “renuncia voluntaria” de la esposa de Arnault, Katarina Frostenson, y, después, por una reflexión profunda del resto de los académicos.
 ¿La situación actual podría llevar a la desaparición tanto de la Academia como del Nobel de Literatura? “Sí, pero no es probable”, responde Gleichmann. 
“Tienen demasiado prestigio.
 Posiblemente se arreglará cambiando las reglas e incorporando a nuevos miembros. Aunque es un proceso lento”.

  El ganador de 2010, Mario Vargas Llosa, consultado por EL PAÍS, es consciente de que “se trata de un gran escándalo que ha motivado una escisión muy fuerte”. 
También son conscientes, explica, los académicos suecos con los que ha comentado el caso.
 Pero añade: “Con ser terrible, creo que se trata de un asunto local. Y los premios Nobel no son locales.
 La división ha sacado a la luz rivalidades que existen en todas las instituciones.
 Sobre las denuncias, al parecer muy fundamentadas, debe pronunciarse la justicia, pero el escándalo no debería afectar a una institución que siempre ha gozado de un respeto y una audiencia universales.
 Han servido para reconocer la importancia de científicos fundamentales para la Humanidad y para hacer que la gente leyera a autores que no conoceríamos si no fuera por los premios.
 Quienes estamos afuera debemos pedir que se haga todo lo posible para que tanto los premios como la Academia no se vean afectados”.
 ¿Notó él esas rivalidades cuando acudió a Estocolmo a recoger su medalla? “En absoluto, como es normal: los de la entrega son días de fiesta.
 Lo que me contaron fue algo que me entristeció: el primer año que se entregó el finalista fue Tolstói, pero lo ganó este poeta francés que ya no lee nadie ¿Prudhomme? Creo que al decirlo no desvelo ningún secreto... 
Los suecos también son humanos”. 
En las próximas semanas sabremos hasta qué punto lo es también, humano, el divino premio Nobel de Literatura.

Escándalos y secretos

En octubre de 2008, apenas días después de abrir la famosa puerta blanca de la Academia Sueca para anunciar que el Premio Nobel había recaído en J. M. G. Le Clézio, el entonces secretario de la institución, Horace Engdahl, reconoció que alguien había filtrado la noticia y, de paso, beneficiado a los que apostaron por el francés en las casas de apuestas.
 Una de ellas, la célebre Ladbrokes, que cada año se utiliza como termómetro oficioso del inminente premio, llegó a cerrar su ventana dedicada al Nobel de Literatura ante la sospechosa subida en el ránking de Le Clézio.
 Engdahl, que trabajó en los servicios secretos suecos antes de convertirse en catedrático de lenguas nórdicas, se propuso investigar en el pequeño círculo de los conocedores del secreto. Descartados los encargados de traducir a varios idiomas, como cada año, la biografía del premiado y los motivos de la Academia, el secretario puso el foco en los teléfonos y correos electrónicos de los posibles implicados.
 Él había sido el que introdujo la costumbre de llamar a los candidatos por un nombre en clave durante las deliberaciones, cuyo contenido debe permanecer en secreto durante 50 años: Le Clézio, por ejemplo, era Châteabriand. 
Una década después de aquella filtración la particular novela de espías de la Academia Sueca mantiene el final abierto.

 

Djuna Barnes, la escritora famosa más desconocida del mundo

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Djuna Barnes, 1905 (DP).
«¿Por qué es usted tan tremendamente morbosa?», pregunta el editor Guido Bruno a Djuna Barnes en una entrevista para el Pearson’s Magazine realizada poco después del estreno en Nueva York de Three from the Earth (1919), la primera obra de teatro de la escritora.
 «¿Morbosidad? —contesta ella— Me da risa.
 La vida que yo escribo y dibujo y retrato es la vida tal y como es, y por eso la llama usted morbosa.
 Fíjese en mi vida. Fíjese en la vida que hay a mi alrededor. ¿No es todo absolutamente morboso?
 Me refiero a la vida desprovista de máscara. 
¿Dónde están los rasgos que nos proporcionarían cierto alivio?».

En el prólogo de El bosque de la noche (1936), la novela más conocida y quizá más aplaudida de Djuna Barnes, T. S. Eliot realiza una interesante reflexión que enlaza con esa manera inconmovible que tiene la autora de colocar al ser humano frente al espejo: 
«Según la moral puritana que yo recuerdo, antes se suponía implícitamente que, si uno era laborioso, emprendedor, inteligente, práctico y respetuoso con los convencionalismos sociales, uno tenía una vida feliz y “provechosa”.
 El fracaso se debía a cierta debilidad o perversidad peculiar del individuo; pero una persona “como Dios manda” no tenía por qué padecer. 
Ahora es más común suponer que las desgracias del individuo son culpa de la “sociedad” y que pueden remediarse por cambios del exterior.
 En el fondo, ambas filosofías, por distintas que parezcan en su forma de operar, son iguales.
 Me parece que todos nosotros, en la medida en que nos aferramos a objetos creados y aplicamos nuestra voluntad a fines temporales, estamos roídos por el mismo gusano. 
Visto de este modo, El bosque de la noche adquiere un significado más profundo». 



De todos aquellos elementos de la realidad sobre los que un escritor puede colocar el foco, de todas las aristas de las relaciones sociales que cualquier autor querría destacar, lo que a Djuna Barnes le interesaba era, sobre todo, ese gusano.
 Esa lombriz alimentada de complejos, trastornos y perversiones que culebrea en las tripas del ser humano. 
Una larva enferma que lo roe todo en silencio, a oscuras, oculta bajo una espesa capa de hipocresía y falsa moral.
 Esa era la vida que Djuna Barnes quería retratar. 
«La vida tal y como es», sin máscaras ni disfraces. 
Una vida que se presentaba decadente y morbosa simplemente porque lo era, a pesar de las apariencias. 
De ahí que toda su obra, incluso cuando se trata de textos más informales, parezca haber sido creada con el propósito de arrancar ese gusano de las tripas de sus contemporáneos y obligarlos a ver cómo se retorcía sobre la palma de su mano.

Como narradora, por tanto, Djuna Barnes da la impresión de situarse siempre fuera de la escena, aunque eso nunca impidió que se incluyese a sí misma, como personaje, en la fotografía —lo contrario, de hecho, habría sido una imprudencia—. 
Así, en su primera novela, Ryder (1928), basada en las vivencias de su propia familia en la localidad de Cornwall-on-Hudson cuando ella era niña, no es difícil distinguir a una joven Djuna Barnes en el personaje de Julie, la hija de Wendell y Amelia Ryder.
 En Ladies Almanack (1928), una novela sobre las relaciones sexuales entre algunas mujeres destacadas de la sociedad parisina de los años veinte, Barnes no figura entre los personajes, pero sí algunas de sus más íntimas amistades, siempre bajo seudónimo.
 En la colección de relatos Una noche entre los caballos (1929), reeditada y publicada de nuevo bajo el título El vertedero en 1962, podemos reconocer a la autora en algunos de sus protagonistas, tanto femeninos como masculinos.
 En El bosque de la noche, Djuna Barnes es claramente Nora Flood, siendo la pareja de esta, la enigmática Robin Vote, un trasunto de la pareja real de Barnes, la escultora Thelma Wood. 
Y por último, la terrible violación de Miranda en la obra de teatro La antífona (1958) representa en realidad su propia violación a los dieciséis años por un vecino del pueblo con el consentimiento de su propio padre.
 Como no podía ser de otra manera, Barnes forma parte de ese paisaje morboso al que se refería Guido Bruno.
Su voz como narradora, sin embargo, es la de quien no se siente carcomido por ese gusano, aunque tampoco intervenga como juez de sus propios personajes.
 Mediante estos, en el fondo siempre torcidos y defectuosos, llenos de heridas profundas y mal curadas, la escritora se permite resaltar los vicios ocultos de una sociedad sumergida en el cinismo porque a ella, como narradora, le son ajenos.
 Barnes no es el joven Nick Carraway, fascinado por las opulentas fiestas de su vecino Jay Gatsby. 
Ella es el observador invisible que, si nos describe esas fiestas, es solo para poder hablarnos del sórdido encuentro que se está produciendo un piso más arriba, en una habitación oscura al fondo de un corredor.
 Si le interesan los chaqués, es para enseñarnos la mugre bajo sus solapas. 
 Bajo los buenos modales. Bajo la cortesía y los formalismos. 
Y es sobre ese púlpito elevado, sobre ese lugar desde el que se sienta a contemplar con soberbia el mundo, donde construye su retórica arcaica y su prosa elaborada, de carácter severo y altivo, por momentos cercana a lo sacerdotal, pero siempre brillante.
Predice T. S. Eliot en el prólogo de El bosque de la noche que la novela gustará especialmente a los amantes de la poesía, pero matiza que con esa expresión no quiere decir que el estilo de Djuna Barnes sea prosa poética.
 Y añade: «Decir que gustará especialmente a los lectores de poesía no significa que no sea una novela, sino que es una novela tan buena que solo una sensibilidad aguzada por la poesía podrá apreciarla plenamente. 
La prosa de Miss Barnes tiene el ritmo propio de la prosa y un fraseo musical que no es el del verso.
 Ese ritmo de prosa puede ser más o menos complejo o preciosista, según los fines del autor; pero, simple o complejo, es lo que imprime intensidad suprema al relato».
 Eliot consideraba El bosque de la noche como un ejercicio extraordinario de literatura, destacando «la excelencia de un estilo, la belleza de la frase, la brillantez del ingenio y de la caracterización y un sentido del horror y de la fatalidad digno de la tragedia isabelina».
 William S. Burroughs lo calificó como «uno de los mejores libros del siglo XX».
 Dylan Thomas dijo que era «uno de los tres grandes libros jamás escritos por una mujer».
 Autores como Truman Capote, Anaïs Nin, Karen Blixen o David Foster Wallace han reconocido a Djuna Barnes como una de sus principales influencias e incluso Lawrence Durrell, con quien Barnes estuvo enfrentada y al que llegó a acusar de plagio, declaró en cierta ocasión: «Uno se siente feliz de ser contemporáneo de Djuna Barnes».

Sin embargo, es justo señalar que su estilo no siempre fue el mismo.
 Poco a poco, su prosa fue evolucionando desde aquellas primeras obras de teatro que presentaba en Nueva York en la adolescencia del siglo XX hasta la composición de El bosque de la noche, que podríamos considerar como su obra culmen, escrita a principios de los años treinta en París, ciudad en la que residió desde 1921 hasta 1940.

Cuando llegó a Europa, contratada por varios periódicos de su país para entrevistar a los cada vez más famosos escritores estadounidenses que se habían exiliado en Francia, su estilo, entonces todavía muy pegado a los cánones del realismo, experimentó una transformación
. Es célebre la entrevista de Djuna Barnes a James Joyce —con quien terminaría manteniendo una estrecha relación de amistad— justo después de la publicación de Ulises en la que la autora, con profunda admiración, declara:
 «Nunca escribiré una sola línea más. ¡Quién puede tener la osadía de hacerlo después de esto!». 
Su camaradería con los modernistas británicos y los miembros de la Generación Perdida que residían entonces en París —Ernest Hemingway, John Dos Passos, Sherwood Anderson, Ezra Pound o Gertrude Stein— fue definitiva para la depuración de su prosa. 
Muchos incluso quisieron comparar su retórica con la del propio Joyce, y aunque la influencia parece por momentos evidente en los primeros textos que Barnes escribe en París, las diferencias son notables. 
La literatura de Joyce está al servicio de la experimentación, de la vanguardia y, en último término, del propio Joyce.
 El irlandés escribe para exhibirse.
 Para mostrar al mundo con orgullo lo que es capaz de hacer.
 Djuna Barnes, por el contrario —y aunque con frecuencia logra ese efecto tan habitual en Joyce que podríamos llamar «principio de incertidumbre literario», por el que sabes en qué parte de la narración estás pero no lo que está sucediendo y viceversa—, da la impresión de escribir para demostrarse a sí misma que no es peor escritora que los demás.
 Una necesidad que, por desgracia, termina conduciendo al relato a perderse a veces en los laberintos de la forma en detrimento del contenido, aunque nos ofrece a cambio magníficas metáforas, quiebros arriesgados y construcciones francamente innovadoras.

El éxito comercial, no obstante, como ocurre en el caso de muchos otros autores que escriben para convencerse a sí mismos de que lo son, o peor aún, que escriben para ser leídos por otros escritores, no la acompañó.
 Ryder había logrado convertirse brevemente en un New York Times bestseller, pero la repentina demanda cogió por sorpresa a la editorial y, para cuando la nueva edición estuvo lista, el público ya había perdido el interés.
 Ladies Almanack no llegó a triunfar, aunque Barnes la destacó como una de sus mejores obras a lo largo de toda su vida, y Una noche entre los caballos, aunque tuvo una mejor acogida, tampoco alcanzó una gran repercusión. 
Para cuando El bosque de la noche vio la luz en 1936, Djuna ya sobrevivía gracias al generoso mecenazgo de su íntima amiga, la coleccionista Peggy Guggenheim.
Mientras tanto, su vida discurría vertiginosamente entre la noche de París y las fiestas que tenían lugar en Inglaterra, en la mansión Hayford Hall, alquilada por Peggy Guggenheim y donde Djuna pasaba los veranos con el crítico literario John Ferrar Holmes y las escritoras Antonia White y Emily Coleman
 Su vida social en aquella época era de lo más activa.
 Contaba entres sus amistades parisinas, además de los ya mencionados T. S. Eliot, James Joyce o Gertrude Stein, a otros artistas de renombre como Charles Chaplin, Marcel Duchamp o a un joven y todavía poco conocido Samuel Beckett
Cuando su relación sentimental de ocho años con Thelma Wood finalizó, inició otra con el escritor estadounidense Charles Henri Ford, dieciocho años más joven que ella, hasta que Djuna terminó aburriéndose de él. 
En cierta ocasión, Ford le envió el último libro de poemas que había escrito, incluyendo una tierna dedicatoria. 
Djuna se lo devolvió añadiendo a continuación de la misma: «Se menciona la palabra “cabello” diecisiete veces en treinta poemas».
Uno puede imaginar cómo se veía a sí misma Djuna Barnes a través de la descripción que ella misma realiza de Nora Flood en El bosque de la noche:
 «Era el salón del “pobre” para poetas, revolucionarios, pordioseros, artistas y enamorados; para católicos, protestantes, brahmines, adeptos de la magia negra y de la medicina. 
De todo había alrededor de su mesa de roble, delante de la gran chimenea, y Nora escuchaba con la mano sobre su sabueso, mientras el fuego proyectaba su sombra y la del perro, agigantadas, en la pared.
 De toda aquella turba que despotricaba a gritos, solo ella se destacaba.
 El equilibrio de su carácter, enérgico y refinado, daba a su cabeza, de porte sereno, un gesto de afabilidad.

Era una mujer alta, de hombros anchos y, aunque su cutis era como el de una niña, se adivinaba que pronto se curtiría (…).
 Este ser singular era Nora. 
Había en su mismo equilibrio una perturbación que la mantenía inmune a su propia caída».
La caída de Djuna Barnes a mediados de los años treinta, sin embargo, adicta al alcohol y con fuertes tendencias depresivas, resultaba casi inevitable. 
Tres años después de publicar El bosque de la noche, la escritora estadounidense intentó suicidarse en un hotel de Londres. 
 Un hecho trágico que llevó a su amiga Peggy, quien todavía se encargaba de sostenerla económicamente, a decidir que había llegado el momento de que regresase a Nueva York.
 Y una vez allí, Barnes comenzó a sobrevivir como pudo.
 Primero, y durante tan solo unos meses, compartió una habitación con su madre, hasta que en marzo de 1940 fue ingresada en una clínica de desintoxicación.
 Cuando salió, poco tiempo después, pasó una breve temporada en el rancho de Emily Coleman en Arizona, hasta que por fin se instaló definitivamente en un pequeño apartamento en Patchin Place, un callejón de Greenwich Village, Manhattan. 
Fue allí donde escribió La antífona, su última obra, de cuya publicación se responsabilizó el propio T. S. Eliot, quien trabajaría gratis para Barnes como agente literario hasta 1965.

Y eso fue todo. Djuna dedicó todos sus esfuerzos durante las dos décadas siguientes a La antífona a escribir todo el día, con el notable mérito de no ser capaz de escribir absolutamente nada. 
O al menos, nada que fuese, en su opinión, digno de ser publicado. Su apartamento estaba alfombrado de papeles, servilletas, hojas de libretas y notas llenas de versos que jamás saldrían de aquellas cuatro paredes.
 Así lo confirmaron quienes lograron acceder alguna vez a su interior. 
Y no fueron muchos, ya que Djuna se negaba a recibir a nadie. Ni siquiera a Anaïs Nin o Carson McCullers, que intentaron visitarla en varias ocasiones —McCullers llegó incluso a acampar frente a su puerta, sin conseguir que Barnes la recibiese ni una sola vez—. O a Bertha Harris, que le llevaba flores a menudo y tenía que conformarse con dejarlas en su buzón.
 O al propio E. E. Cummings, que por aquel entonces era su vecino y se limitaba a comprobar a través de su ventana, de vez en cuando, que Djuna se encontraba bien. 
Lo único que se escuchaba a veces era una voz desde el interior del piso que decía: «Quien quiera que esté llamando al timbre, por favor, váyase al infierno».
En la novela Escaleras hacia el fuego, Anaïs Nin nombró a uno de sus personajes «Djuna», a lo que Barnes reaccionó negándole para siempre el saludo a su autora.
 Cuando la librería feminista Djuna Books abrió sus puertas en Greenwich Village, lo único que recibieron de Barnes fue una llamada telefónica reclamando que le cambiasen el nombre.
 En honor de Djuna Barnes se celebraron homenajes a los que no asistió. 
Se le concedieron distinciones que no quiso recibir.
 Poco a poco, a su puerta comenzaron a llamar estudiantes de literatura, aspirantes a escritores que deseaban conocer a la leyenda. Al mito de la literatura modernista.
 A la escritora que había formado parte de la Generación Perdida. A la autora que, a principios del siglo XX, había intentado colocar en primer plano y normalizar el feminismo y la homosexualidad de la mujer. 
Pero ella, quizá corroída al fin por su propio gusano, jamás los atendió.
 Murió seis días después de cumplir los noventa años, en 1982. Sola.
 En esa prisión que ella mismo había aceptado y en la que había permanecido cuatro décadas enclaustrada, alejada de ese mundo morboso y decadente que la había derrotado.
Unos años antes, en 1970, durante una entrevista que, de modo excepcional, concedió a un profesor de literatura, Djuna Barnes dijo de sí misma: «Soy la [escritora] desconocida más famosa del mundo; lo sabes, ¿verdad?». Muy a su pesar, yo creo que era exactamente lo contrario.