«¿Por qué es usted tan tremendamente morbosa?», pregunta el editor Guido Bruno a Djuna Barnes en una entrevista para el Pearson’s Magazine realizada poco después del estreno en Nueva York de Three from the Earth
(1919), la primera obra de teatro de la escritora.
«¿Morbosidad?
—contesta ella— Me da risa.
La vida que yo escribo y dibujo y retrato es
la vida tal y como es, y por eso la llama usted morbosa.
Fíjese en mi
vida. Fíjese en la vida que hay a mi alrededor. ¿No es todo
absolutamente morboso?
Me refiero a la vida desprovista de máscara.
¿Dónde están los rasgos que nos proporcionarían cierto alivio?».
En el prólogo de El bosque de la noche (1936), la novela más conocida y quizá más aplaudida de Djuna Barnes, T. S. Eliot
realiza una interesante reflexión que enlaza con esa manera
inconmovible que tiene la autora de colocar al ser humano frente al
espejo:
«Según la moral puritana que yo recuerdo, antes se suponía
implícitamente que, si uno era laborioso, emprendedor, inteligente,
práctico y respetuoso con los convencionalismos sociales, uno tenía una
vida feliz y “provechosa”.
El fracaso se debía a cierta debilidad o
perversidad peculiar del individuo; pero una persona “como Dios manda”
no tenía por qué padecer.
Ahora es más común suponer que las desgracias
del individuo son culpa de la “sociedad” y que pueden remediarse por
cambios del exterior.
En el fondo, ambas filosofías, por distintas que
parezcan en su forma de operar, son iguales.
Me parece que todos
nosotros, en la medida en que nos aferramos a objetos creados y
aplicamos nuestra voluntad a fines temporales, estamos roídos por el
mismo gusano.
Visto de este modo, El bosque de la noche adquiere un significado más profundo».
De
todos aquellos elementos de la realidad sobre los que un escritor puede
colocar el foco, de todas las aristas de las relaciones sociales que
cualquier autor querría destacar, lo que a Djuna Barnes le interesaba
era, sobre todo, ese gusano.
Esa lombriz alimentada de complejos,
trastornos y perversiones que culebrea en las tripas del ser humano.
Una
larva enferma que lo roe todo en silencio, a oscuras, oculta bajo una
espesa capa de hipocresía y falsa moral.
Esa era la vida que Djuna
Barnes quería retratar.
«La vida tal y como es», sin máscaras ni
disfraces.
Una vida que se presentaba decadente y morbosa simplemente
porque lo era, a pesar de las apariencias.
De ahí que toda su obra,
incluso cuando se trata de textos más informales, parezca haber sido
creada con el propósito de arrancar ese gusano de las tripas de sus
contemporáneos y obligarlos a ver cómo se retorcía sobre la palma de su
mano.
Como
narradora, por tanto, Djuna Barnes da la impresión de situarse siempre
fuera de la escena, aunque eso nunca impidió que se incluyese a sí
misma, como personaje, en la fotografía —lo contrario, de hecho, habría
sido una imprudencia—.
Así, en su primera novela, Ryder
(1928), basada en las vivencias de su propia familia en la localidad de
Cornwall-on-Hudson cuando ella era niña, no es difícil distinguir a una
joven Djuna Barnes en el personaje de Julie, la hija de Wendell y
Amelia Ryder.
En Ladies Almanack
(1928), una novela sobre las relaciones sexuales entre algunas mujeres
destacadas de la sociedad parisina de los años veinte, Barnes no figura
entre los personajes, pero sí algunas de sus más íntimas amistades,
siempre bajo seudónimo.
En la colección de relatos Una noche entre los caballos (1929), reeditada y publicada de nuevo bajo el título El vertedero en 1962, podemos reconocer a la autora en algunos de sus protagonistas, tanto femeninos como masculinos.
En El bosque de la noche,
Djuna Barnes es claramente Nora Flood, siendo la pareja de esta, la
enigmática Robin Vote, un trasunto de la pareja real de Barnes, la
escultora Thelma Wood.
Y por último, la terrible violación de Miranda en
la obra de teatro La antífona
(1958) representa en realidad su propia violación a los dieciséis años
por un vecino del pueblo con el consentimiento de su propio padre.
Como
no podía ser de otra manera, Barnes forma parte de ese paisaje morboso
al que se refería Guido Bruno.
Su voz
como narradora, sin embargo, es la de quien no se siente carcomido por
ese gusano, aunque tampoco intervenga como juez de sus propios
personajes.
Mediante estos, en el fondo siempre torcidos y defectuosos,
llenos de heridas profundas y mal curadas, la escritora se permite
resaltar los vicios ocultos de una sociedad sumergida en el cinismo
porque a ella, como narradora, le son ajenos.
Barnes no es el joven Nick
Carraway, fascinado por las opulentas fiestas de su vecino Jay Gatsby.
Ella es el observador invisible que, si nos describe esas fiestas, es
solo para poder hablarnos del sórdido encuentro que se está produciendo
un piso más arriba, en una habitación oscura al fondo de un corredor.
Si
le interesan los chaqués, es para enseñarnos la mugre bajo sus solapas.
Bajo los buenos modales. Bajo la cortesía y los formalismos.
Y es sobre
ese púlpito elevado, sobre ese lugar desde el que se sienta a
contemplar con soberbia el mundo, donde construye su retórica arcaica y
su prosa elaborada, de carácter severo y altivo, por momentos cercana a
lo sacerdotal, pero siempre brillante.
Predice T. S. Eliot en el prólogo de El bosque de la noche
que la novela gustará especialmente a los amantes de la poesía, pero
matiza que con esa expresión no quiere decir que el estilo de Djuna
Barnes sea prosa poética.
Y añade: «Decir que gustará especialmente a
los lectores de poesía no significa que no sea una novela, sino que es
una novela tan buena que solo una sensibilidad aguzada por la poesía
podrá apreciarla plenamente.
La prosa de Miss Barnes tiene el ritmo
propio de la prosa y un fraseo musical que no es el del verso.
Ese ritmo
de prosa puede ser más o menos complejo o preciosista, según los fines
del autor; pero, simple o complejo, es lo que imprime intensidad suprema
al relato».
Eliot consideraba El bosque de la noche
como un ejercicio extraordinario de literatura, destacando «la
excelencia de un estilo, la belleza de la frase, la brillantez del
ingenio y de la caracterización y un sentido del horror y de la
fatalidad digno de la tragedia isabelina».
William S. Burroughs lo calificó como «uno de los mejores libros del siglo XX».
Dylan Thomas dijo que era «uno de los tres grandes libros jamás escritos por una mujer».
Autores como Truman Capote, Anaïs Nin, Karen Blixen o David Foster Wallace han reconocido a Djuna Barnes como una de sus principales influencias e incluso Lawrence Durrell,
con quien Barnes estuvo enfrentada y al que llegó a acusar de plagio,
declaró en cierta ocasión: «Uno se siente feliz de ser contemporáneo de
Djuna Barnes».
Sin
embargo, es justo señalar que su estilo no siempre fue el mismo.
Poco a
poco, su prosa fue evolucionando desde aquellas primeras obras de
teatro que presentaba en Nueva York en la adolescencia del siglo XX
hasta la composición de El bosque de la noche,
que podríamos considerar como su obra culmen, escrita a principios de
los años treinta en París, ciudad en la que residió desde 1921 hasta
1940.
Cuando
llegó a Europa, contratada por varios periódicos de su país para
entrevistar a los cada vez más famosos escritores estadounidenses que se
habían exiliado en Francia, su estilo, entonces todavía muy pegado a
los cánones del realismo, experimentó una transformación
. Es célebre la
entrevista de Djuna Barnes a James Joyce —con quien terminaría manteniendo una estrecha relación de amistad— justo después de la publicación de Ulises
en la que la autora, con profunda admiración, declara:
«Nunca escribiré
una sola línea más. ¡Quién puede tener la osadía de hacerlo después de
esto!».
Su camaradería con los modernistas británicos y los miembros de
la Generación Perdida que residían entonces en París —Ernest Hemingway, John Dos Passos, Sherwood Anderson, Ezra Pound o Gertrude Stein—
fue definitiva para la depuración de su prosa.
Muchos incluso quisieron
comparar su retórica con la del propio Joyce, y aunque la influencia
parece por momentos evidente en los primeros textos que Barnes escribe
en París, las diferencias son notables.
La literatura de Joyce está al
servicio de la experimentación, de la vanguardia y, en último término,
del propio Joyce.
El irlandés escribe para exhibirse.
Para mostrar al
mundo con orgullo lo que es capaz de hacer.
Djuna Barnes, por el
contrario —y aunque con frecuencia logra ese efecto tan habitual en
Joyce que podríamos llamar «principio de incertidumbre literario», por
el que sabes en qué parte de la narración estás pero no lo que está
sucediendo y viceversa—, da la impresión de escribir para demostrarse a
sí misma que no es peor escritora que los demás.
Una necesidad que, por
desgracia, termina conduciendo al relato a perderse a veces en los
laberintos de la forma en detrimento del contenido, aunque nos ofrece a
cambio magníficas metáforas, quiebros arriesgados y construcciones
francamente innovadoras.
El éxito
comercial, no obstante, como ocurre en el caso de muchos otros autores
que escriben para convencerse a sí mismos de que lo son, o peor aún, que
escriben para ser leídos por otros escritores, no la acompañó.
Ryder había logrado convertirse brevemente en un New York Times bestseller,
pero la repentina demanda cogió por sorpresa a la editorial y, para
cuando la nueva edición estuvo lista, el público ya había perdido el
interés.
Ladies Almanack no llegó a triunfar, aunque Barnes la destacó como una de sus mejores obras a lo largo de toda su vida, y Una noche entre los caballos, aunque tuvo una mejor acogida, tampoco alcanzó una gran repercusión.
Para cuando El bosque de la noche vio la luz en 1936, Djuna ya sobrevivía gracias al generoso mecenazgo de su íntima amiga, la coleccionista Peggy Guggenheim.
Mientras
tanto, su vida discurría vertiginosamente entre la noche de París y las
fiestas que tenían lugar en Inglaterra, en la mansión Hayford Hall,
alquilada por Peggy Guggenheim y donde Djuna pasaba los veranos con el
crítico literario John Ferrar Holmes y las escritoras Antonia White y Emily Coleman.
Su vida social en aquella época era de lo más activa.
Contaba entres
sus amistades parisinas, además de los ya mencionados T. S. Eliot, James
Joyce o Gertrude Stein, a otros artistas de renombre como Charles Chaplin, Marcel Duchamp o a un joven y todavía poco conocido Samuel Beckett.
Cuando su relación sentimental de ocho años con Thelma Wood finalizó, inició otra con el escritor estadounidense Charles Henri Ford,
dieciocho años más joven que ella, hasta que Djuna terminó aburriéndose
de él.
En cierta ocasión, Ford le envió el último libro de poemas que
había escrito, incluyendo una tierna dedicatoria.
Djuna se lo devolvió
añadiendo a continuación de la misma: «Se menciona la palabra “cabello”
diecisiete veces en treinta poemas».
Uno puede imaginar cómo se veía a sí misma Djuna Barnes a través de la descripción que ella misma realiza de Nora Flood en El bosque de la noche:
«Era el salón del “pobre” para poetas, revolucionarios, pordioseros,
artistas y enamorados; para católicos, protestantes, brahmines, adeptos
de la magia negra y de la medicina.
De todo había alrededor de su mesa
de roble, delante de la gran chimenea, y Nora escuchaba con la mano
sobre su sabueso, mientras el fuego proyectaba su sombra y la del perro,
agigantadas, en la pared.
De toda aquella turba que despotricaba a
gritos, solo ella se destacaba.
El equilibrio de su carácter, enérgico y
refinado, daba a su cabeza, de porte sereno, un gesto de afabilidad.
Era una mujer alta, de hombros anchos y, aunque su cutis era como el de
una niña, se adivinaba que pronto se curtiría (…).
Este ser singular era
Nora.
Había en su mismo equilibrio una perturbación que la mantenía
inmune a su propia caída».
La
caída de Djuna Barnes a mediados de los años treinta, sin embargo,
adicta al alcohol y con fuertes tendencias depresivas, resultaba casi
inevitable.
Tres años después de publicar El bosque de la noche,
la escritora estadounidense intentó suicidarse en un hotel de Londres.
Un hecho trágico que llevó a su amiga Peggy, quien todavía se encargaba
de sostenerla económicamente, a decidir que había llegado el momento de
que regresase a Nueva York.
Y una vez allí, Barnes comenzó a sobrevivir
como pudo.
Primero, y durante tan solo unos meses, compartió una
habitación con su madre, hasta que en marzo de 1940 fue ingresada en una
clínica de desintoxicación.
Cuando salió, poco tiempo después, pasó una
breve temporada en el rancho de Emily Coleman en Arizona, hasta que por
fin se instaló definitivamente en un pequeño apartamento en Patchin
Place, un callejón de Greenwich Village, Manhattan.
Fue allí donde
escribió La antífona,
su última obra, de cuya publicación se responsabilizó el propio T. S.
Eliot, quien trabajaría gratis para Barnes como agente literario hasta
1965.
Y eso fue todo. Djuna dedicó todos sus esfuerzos durante las dos décadas siguientes a La antífona
a escribir todo el día, con el notable mérito de no ser capaz de
escribir absolutamente nada.
O al menos, nada que fuese, en su opinión,
digno de ser publicado. Su apartamento estaba alfombrado de papeles,
servilletas, hojas de libretas y notas llenas de versos que jamás
saldrían de aquellas cuatro paredes.
Así lo confirmaron quienes lograron
acceder alguna vez a su interior.
Y no fueron muchos, ya que Djuna se
negaba a recibir a nadie. Ni siquiera a Anaïs Nin o Carson McCullers,
que intentaron visitarla en varias ocasiones —McCullers llegó incluso a
acampar frente a su puerta, sin conseguir que Barnes la recibiese ni
una sola vez—. O a Bertha Harris, que le llevaba flores a menudo y tenía que conformarse con dejarlas en su buzón.
O al propio E. E. Cummings,
que por aquel entonces era su vecino y se limitaba a comprobar a través
de su ventana, de vez en cuando, que Djuna se encontraba bien.
Lo único
que se escuchaba a veces era una voz desde el interior del piso que
decía: «Quien quiera que esté llamando al timbre, por favor, váyase al
infierno».
En la novela Escaleras hacia el fuego,
Anaïs Nin nombró a uno de sus personajes «Djuna», a lo que Barnes
reaccionó negándole para siempre el saludo a su autora.
Cuando la
librería feminista Djuna Books abrió sus puertas en Greenwich Village,
lo único que recibieron de Barnes fue una llamada telefónica reclamando
que le cambiasen el nombre.
En honor de Djuna Barnes se celebraron
homenajes a los que no asistió.
Se le concedieron distinciones que no
quiso recibir.
Poco a poco, a su puerta comenzaron a llamar estudiantes
de literatura, aspirantes a escritores que deseaban conocer a la
leyenda. Al mito de la literatura modernista.
A la escritora que había
formado parte de la Generación Perdida. A la autora que, a principios
del siglo XX, había intentado colocar en primer plano y normalizar el
feminismo y la homosexualidad de la mujer.
Pero ella, quizá corroída al
fin por su propio gusano, jamás los atendió.
Murió seis días después de
cumplir los noventa años, en 1982. Sola.
En esa prisión que ella mismo
había aceptado y en la que había permanecido cuatro décadas
enclaustrada, alejada de ese mundo morboso y decadente que la había
derrotado.
Unos
años antes, en 1970, durante una entrevista que, de modo excepcional,
concedió a un profesor de literatura, Djuna Barnes dijo de sí misma:
«Soy la [escritora] desconocida más famosa del mundo; lo sabes,
¿verdad?». Muy a su pesar, yo creo que era exactamente lo contrario.
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