Un Blues

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Del material conque están hechos los sueños

11 abr 2018

Djuna Barnes, la escritora famosa más desconocida del mundo

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Djuna Barnes, 1905 (DP).
«¿Por qué es usted tan tremendamente morbosa?», pregunta el editor Guido Bruno a Djuna Barnes en una entrevista para el Pearson’s Magazine realizada poco después del estreno en Nueva York de Three from the Earth (1919), la primera obra de teatro de la escritora.
 «¿Morbosidad? —contesta ella— Me da risa.
 La vida que yo escribo y dibujo y retrato es la vida tal y como es, y por eso la llama usted morbosa.
 Fíjese en mi vida. Fíjese en la vida que hay a mi alrededor. ¿No es todo absolutamente morboso?
 Me refiero a la vida desprovista de máscara. 
¿Dónde están los rasgos que nos proporcionarían cierto alivio?».

En el prólogo de El bosque de la noche (1936), la novela más conocida y quizá más aplaudida de Djuna Barnes, T. S. Eliot realiza una interesante reflexión que enlaza con esa manera inconmovible que tiene la autora de colocar al ser humano frente al espejo: 
«Según la moral puritana que yo recuerdo, antes se suponía implícitamente que, si uno era laborioso, emprendedor, inteligente, práctico y respetuoso con los convencionalismos sociales, uno tenía una vida feliz y “provechosa”.
 El fracaso se debía a cierta debilidad o perversidad peculiar del individuo; pero una persona “como Dios manda” no tenía por qué padecer. 
Ahora es más común suponer que las desgracias del individuo son culpa de la “sociedad” y que pueden remediarse por cambios del exterior.
 En el fondo, ambas filosofías, por distintas que parezcan en su forma de operar, son iguales.
 Me parece que todos nosotros, en la medida en que nos aferramos a objetos creados y aplicamos nuestra voluntad a fines temporales, estamos roídos por el mismo gusano. 
Visto de este modo, El bosque de la noche adquiere un significado más profundo». 



De todos aquellos elementos de la realidad sobre los que un escritor puede colocar el foco, de todas las aristas de las relaciones sociales que cualquier autor querría destacar, lo que a Djuna Barnes le interesaba era, sobre todo, ese gusano.
 Esa lombriz alimentada de complejos, trastornos y perversiones que culebrea en las tripas del ser humano. 
Una larva enferma que lo roe todo en silencio, a oscuras, oculta bajo una espesa capa de hipocresía y falsa moral.
 Esa era la vida que Djuna Barnes quería retratar. 
«La vida tal y como es», sin máscaras ni disfraces. 
Una vida que se presentaba decadente y morbosa simplemente porque lo era, a pesar de las apariencias. 
De ahí que toda su obra, incluso cuando se trata de textos más informales, parezca haber sido creada con el propósito de arrancar ese gusano de las tripas de sus contemporáneos y obligarlos a ver cómo se retorcía sobre la palma de su mano.

Como narradora, por tanto, Djuna Barnes da la impresión de situarse siempre fuera de la escena, aunque eso nunca impidió que se incluyese a sí misma, como personaje, en la fotografía —lo contrario, de hecho, habría sido una imprudencia—. 
Así, en su primera novela, Ryder (1928), basada en las vivencias de su propia familia en la localidad de Cornwall-on-Hudson cuando ella era niña, no es difícil distinguir a una joven Djuna Barnes en el personaje de Julie, la hija de Wendell y Amelia Ryder.
 En Ladies Almanack (1928), una novela sobre las relaciones sexuales entre algunas mujeres destacadas de la sociedad parisina de los años veinte, Barnes no figura entre los personajes, pero sí algunas de sus más íntimas amistades, siempre bajo seudónimo.
 En la colección de relatos Una noche entre los caballos (1929), reeditada y publicada de nuevo bajo el título El vertedero en 1962, podemos reconocer a la autora en algunos de sus protagonistas, tanto femeninos como masculinos.
 En El bosque de la noche, Djuna Barnes es claramente Nora Flood, siendo la pareja de esta, la enigmática Robin Vote, un trasunto de la pareja real de Barnes, la escultora Thelma Wood. 
Y por último, la terrible violación de Miranda en la obra de teatro La antífona (1958) representa en realidad su propia violación a los dieciséis años por un vecino del pueblo con el consentimiento de su propio padre.
 Como no podía ser de otra manera, Barnes forma parte de ese paisaje morboso al que se refería Guido Bruno.
Su voz como narradora, sin embargo, es la de quien no se siente carcomido por ese gusano, aunque tampoco intervenga como juez de sus propios personajes.
 Mediante estos, en el fondo siempre torcidos y defectuosos, llenos de heridas profundas y mal curadas, la escritora se permite resaltar los vicios ocultos de una sociedad sumergida en el cinismo porque a ella, como narradora, le son ajenos.
 Barnes no es el joven Nick Carraway, fascinado por las opulentas fiestas de su vecino Jay Gatsby. 
Ella es el observador invisible que, si nos describe esas fiestas, es solo para poder hablarnos del sórdido encuentro que se está produciendo un piso más arriba, en una habitación oscura al fondo de un corredor.
 Si le interesan los chaqués, es para enseñarnos la mugre bajo sus solapas. 
 Bajo los buenos modales. Bajo la cortesía y los formalismos. 
Y es sobre ese púlpito elevado, sobre ese lugar desde el que se sienta a contemplar con soberbia el mundo, donde construye su retórica arcaica y su prosa elaborada, de carácter severo y altivo, por momentos cercana a lo sacerdotal, pero siempre brillante.
Predice T. S. Eliot en el prólogo de El bosque de la noche que la novela gustará especialmente a los amantes de la poesía, pero matiza que con esa expresión no quiere decir que el estilo de Djuna Barnes sea prosa poética.
 Y añade: «Decir que gustará especialmente a los lectores de poesía no significa que no sea una novela, sino que es una novela tan buena que solo una sensibilidad aguzada por la poesía podrá apreciarla plenamente. 
La prosa de Miss Barnes tiene el ritmo propio de la prosa y un fraseo musical que no es el del verso.
 Ese ritmo de prosa puede ser más o menos complejo o preciosista, según los fines del autor; pero, simple o complejo, es lo que imprime intensidad suprema al relato».
 Eliot consideraba El bosque de la noche como un ejercicio extraordinario de literatura, destacando «la excelencia de un estilo, la belleza de la frase, la brillantez del ingenio y de la caracterización y un sentido del horror y de la fatalidad digno de la tragedia isabelina».
 William S. Burroughs lo calificó como «uno de los mejores libros del siglo XX».
 Dylan Thomas dijo que era «uno de los tres grandes libros jamás escritos por una mujer».
 Autores como Truman Capote, Anaïs Nin, Karen Blixen o David Foster Wallace han reconocido a Djuna Barnes como una de sus principales influencias e incluso Lawrence Durrell, con quien Barnes estuvo enfrentada y al que llegó a acusar de plagio, declaró en cierta ocasión: «Uno se siente feliz de ser contemporáneo de Djuna Barnes».

Sin embargo, es justo señalar que su estilo no siempre fue el mismo.
 Poco a poco, su prosa fue evolucionando desde aquellas primeras obras de teatro que presentaba en Nueva York en la adolescencia del siglo XX hasta la composición de El bosque de la noche, que podríamos considerar como su obra culmen, escrita a principios de los años treinta en París, ciudad en la que residió desde 1921 hasta 1940.

Cuando llegó a Europa, contratada por varios periódicos de su país para entrevistar a los cada vez más famosos escritores estadounidenses que se habían exiliado en Francia, su estilo, entonces todavía muy pegado a los cánones del realismo, experimentó una transformación
. Es célebre la entrevista de Djuna Barnes a James Joyce —con quien terminaría manteniendo una estrecha relación de amistad— justo después de la publicación de Ulises en la que la autora, con profunda admiración, declara:
 «Nunca escribiré una sola línea más. ¡Quién puede tener la osadía de hacerlo después de esto!». 
Su camaradería con los modernistas británicos y los miembros de la Generación Perdida que residían entonces en París —Ernest Hemingway, John Dos Passos, Sherwood Anderson, Ezra Pound o Gertrude Stein— fue definitiva para la depuración de su prosa. 
Muchos incluso quisieron comparar su retórica con la del propio Joyce, y aunque la influencia parece por momentos evidente en los primeros textos que Barnes escribe en París, las diferencias son notables. 
La literatura de Joyce está al servicio de la experimentación, de la vanguardia y, en último término, del propio Joyce.
 El irlandés escribe para exhibirse.
 Para mostrar al mundo con orgullo lo que es capaz de hacer.
 Djuna Barnes, por el contrario —y aunque con frecuencia logra ese efecto tan habitual en Joyce que podríamos llamar «principio de incertidumbre literario», por el que sabes en qué parte de la narración estás pero no lo que está sucediendo y viceversa—, da la impresión de escribir para demostrarse a sí misma que no es peor escritora que los demás.
 Una necesidad que, por desgracia, termina conduciendo al relato a perderse a veces en los laberintos de la forma en detrimento del contenido, aunque nos ofrece a cambio magníficas metáforas, quiebros arriesgados y construcciones francamente innovadoras.

El éxito comercial, no obstante, como ocurre en el caso de muchos otros autores que escriben para convencerse a sí mismos de que lo son, o peor aún, que escriben para ser leídos por otros escritores, no la acompañó.
 Ryder había logrado convertirse brevemente en un New York Times bestseller, pero la repentina demanda cogió por sorpresa a la editorial y, para cuando la nueva edición estuvo lista, el público ya había perdido el interés.
 Ladies Almanack no llegó a triunfar, aunque Barnes la destacó como una de sus mejores obras a lo largo de toda su vida, y Una noche entre los caballos, aunque tuvo una mejor acogida, tampoco alcanzó una gran repercusión. 
Para cuando El bosque de la noche vio la luz en 1936, Djuna ya sobrevivía gracias al generoso mecenazgo de su íntima amiga, la coleccionista Peggy Guggenheim.
Mientras tanto, su vida discurría vertiginosamente entre la noche de París y las fiestas que tenían lugar en Inglaterra, en la mansión Hayford Hall, alquilada por Peggy Guggenheim y donde Djuna pasaba los veranos con el crítico literario John Ferrar Holmes y las escritoras Antonia White y Emily Coleman
 Su vida social en aquella época era de lo más activa.
 Contaba entres sus amistades parisinas, además de los ya mencionados T. S. Eliot, James Joyce o Gertrude Stein, a otros artistas de renombre como Charles Chaplin, Marcel Duchamp o a un joven y todavía poco conocido Samuel Beckett
Cuando su relación sentimental de ocho años con Thelma Wood finalizó, inició otra con el escritor estadounidense Charles Henri Ford, dieciocho años más joven que ella, hasta que Djuna terminó aburriéndose de él. 
En cierta ocasión, Ford le envió el último libro de poemas que había escrito, incluyendo una tierna dedicatoria. 
Djuna se lo devolvió añadiendo a continuación de la misma: «Se menciona la palabra “cabello” diecisiete veces en treinta poemas».
Uno puede imaginar cómo se veía a sí misma Djuna Barnes a través de la descripción que ella misma realiza de Nora Flood en El bosque de la noche:
 «Era el salón del “pobre” para poetas, revolucionarios, pordioseros, artistas y enamorados; para católicos, protestantes, brahmines, adeptos de la magia negra y de la medicina. 
De todo había alrededor de su mesa de roble, delante de la gran chimenea, y Nora escuchaba con la mano sobre su sabueso, mientras el fuego proyectaba su sombra y la del perro, agigantadas, en la pared.
 De toda aquella turba que despotricaba a gritos, solo ella se destacaba.
 El equilibrio de su carácter, enérgico y refinado, daba a su cabeza, de porte sereno, un gesto de afabilidad.

Era una mujer alta, de hombros anchos y, aunque su cutis era como el de una niña, se adivinaba que pronto se curtiría (…).
 Este ser singular era Nora. 
Había en su mismo equilibrio una perturbación que la mantenía inmune a su propia caída».
La caída de Djuna Barnes a mediados de los años treinta, sin embargo, adicta al alcohol y con fuertes tendencias depresivas, resultaba casi inevitable. 
Tres años después de publicar El bosque de la noche, la escritora estadounidense intentó suicidarse en un hotel de Londres. 
 Un hecho trágico que llevó a su amiga Peggy, quien todavía se encargaba de sostenerla económicamente, a decidir que había llegado el momento de que regresase a Nueva York.
 Y una vez allí, Barnes comenzó a sobrevivir como pudo.
 Primero, y durante tan solo unos meses, compartió una habitación con su madre, hasta que en marzo de 1940 fue ingresada en una clínica de desintoxicación.
 Cuando salió, poco tiempo después, pasó una breve temporada en el rancho de Emily Coleman en Arizona, hasta que por fin se instaló definitivamente en un pequeño apartamento en Patchin Place, un callejón de Greenwich Village, Manhattan. 
Fue allí donde escribió La antífona, su última obra, de cuya publicación se responsabilizó el propio T. S. Eliot, quien trabajaría gratis para Barnes como agente literario hasta 1965.

Y eso fue todo. Djuna dedicó todos sus esfuerzos durante las dos décadas siguientes a La antífona a escribir todo el día, con el notable mérito de no ser capaz de escribir absolutamente nada. 
O al menos, nada que fuese, en su opinión, digno de ser publicado. Su apartamento estaba alfombrado de papeles, servilletas, hojas de libretas y notas llenas de versos que jamás saldrían de aquellas cuatro paredes.
 Así lo confirmaron quienes lograron acceder alguna vez a su interior. 
Y no fueron muchos, ya que Djuna se negaba a recibir a nadie. Ni siquiera a Anaïs Nin o Carson McCullers, que intentaron visitarla en varias ocasiones —McCullers llegó incluso a acampar frente a su puerta, sin conseguir que Barnes la recibiese ni una sola vez—. O a Bertha Harris, que le llevaba flores a menudo y tenía que conformarse con dejarlas en su buzón.
 O al propio E. E. Cummings, que por aquel entonces era su vecino y se limitaba a comprobar a través de su ventana, de vez en cuando, que Djuna se encontraba bien. 
Lo único que se escuchaba a veces era una voz desde el interior del piso que decía: «Quien quiera que esté llamando al timbre, por favor, váyase al infierno».
En la novela Escaleras hacia el fuego, Anaïs Nin nombró a uno de sus personajes «Djuna», a lo que Barnes reaccionó negándole para siempre el saludo a su autora.
 Cuando la librería feminista Djuna Books abrió sus puertas en Greenwich Village, lo único que recibieron de Barnes fue una llamada telefónica reclamando que le cambiasen el nombre.
 En honor de Djuna Barnes se celebraron homenajes a los que no asistió. 
Se le concedieron distinciones que no quiso recibir.
 Poco a poco, a su puerta comenzaron a llamar estudiantes de literatura, aspirantes a escritores que deseaban conocer a la leyenda. Al mito de la literatura modernista.
 A la escritora que había formado parte de la Generación Perdida. A la autora que, a principios del siglo XX, había intentado colocar en primer plano y normalizar el feminismo y la homosexualidad de la mujer. 
Pero ella, quizá corroída al fin por su propio gusano, jamás los atendió.
 Murió seis días después de cumplir los noventa años, en 1982. Sola.
 En esa prisión que ella mismo había aceptado y en la que había permanecido cuatro décadas enclaustrada, alejada de ese mundo morboso y decadente que la había derrotado.
Unos años antes, en 1970, durante una entrevista que, de modo excepcional, concedió a un profesor de literatura, Djuna Barnes dijo de sí misma: «Soy la [escritora] desconocida más famosa del mundo; lo sabes, ¿verdad?». Muy a su pesar, yo creo que era exactamente lo contrario.

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