Una de las supuestas examinadoras de Cifuentes dice ante la policía que no la evaluó.
La
profesora Alicia López de los Mozos asegura que nadie le pidió
consentimiento para firmar en su nombre y que se enteró de todo durante
la rueda de prensa del rector Ramos.
Alicia López de los Mozos, la profesora que presuntamente
presidía el supuesto tribunal que evaluó el Trabajo de Fin de Máster
(TFM) de la presidenta de la Comunidad de Madrid, Cristina Cifuentes,
declaró el miércoles ante la unidad de la policía adscrita a la Fiscalía
de Madrid durante tres horas. Aseguró que no participó en ningún
tribunal, que jamás evaluó a Cifuentes, que no firmó ningún acta, que no
autorizó que se falsificara su firma y que nadie la avisó de que dicha
acta se iba a crear. Carlos, Javier Ramos, el día 21, después de que eldiario.es
publicara la noticia de que las notas del máster de la presidenta
habían sido cambiadas fradulentamente. En ese momento se echó a llorar y
llamó rápidamente al director del máster, el catedrático de Derecho
Constitucional Enrique Álvarez Conde, quien no le dio explicaciones,
según la versión que ha dado a la policía. Él le dijo que estaba “muy
liado” y que se reunirían pronto. Tardo una semana en convocarla.
Una conspiración para mentir Cuando llegó a ese encuentro, en el que estaban Álvarez
Conde, su abogado Juan Mestre y las otras dos profesoras implicadas,
Cecilia Rosado y Clara Souto, se dio cuenta de que aquello era una
“conspiración” para mentir y mantener una estrategia conjunta. La idea
de su mentor era ponerlas de acuerdo para que todas mantuvieran que sí
formaron parte del tribunal de Cifuentes alegando que “la universidad
pasaba por un momento muy delicado”. López de los Mozos se fue de la
cita y días después se desmarcó de la estrategia declarando la verdad
ante la instructora de la investigación interna de la Rey Juan Carlos,
Pilar Trinidad.
López de los Mozos eludió dar respuestas claras sobre el
funcionamiento del Instituto de Derecho Público. Dijo no saber nada
sobre si se regalaban o no títulos universitarios y esquivó las
preguntas relacionadas con la organización de las titulaciones del
departamento. Sí reconoció que, aparte del Trabajo Fin de Máster,
tampoco recordaba haber examinado a Cristina Cifuentes en ninguna
asignatura -le puso un sobresaliente en Los ordenamientos jurídicos
autonómicos y locales, su incidencia en el sistema de fuentes y un
notable en La Unión Europea y los sistemas de descentralización
política-. Ayer estaba también citada Clara Souto, pero no lo hizo por
estar de baja médica, baja que durará al menos hasta el 23 de abril. Su
abogado acudió a la cita con la unidad de policía adscrita a la Fiscalía
de Madrid, encargada de estas averiguaciones, a entregar el certificado
médico para probar que Souto no está en condiciones de hablar. Las profesoras están llamadas a declarar ante la policía
como testigos, pero con abogado. En el juzgado, si se declara como
testigo no se puede acudir con letrado, pero en este caso sí, al
tratarse de unas indagaciones policiales. Se trata de un detalle
importante porque como testigo se tiene la obligación de decir la
verdad, algo que no ocurre en una declaración como imputado ante el
juez. Las versiones de las tres son coincidentes en la parte
esencial, según fuentes cercanas a su entorno: el acta es falsa, no
participaron en ningún tribunal ni evaluaron nunca el trabajo de fin de
máster de Cristina Cifuentes. De eso no hay ya ninguna duda. Pero su
papel en la historia no es exactamente el mismo. Una de ellas, Cecilia
Rosado, que consta como secretaria, rellenó el acta y puso su firma en
ella. Las firmas de las otras dos, Souto y López de los Mozos, están
falsificadas. ¿Con su consentimiento? Según López de los Mozos, no. Las
otras dos aún no han declarado ante la policía. Falta también por
declarar el cuarto y más importante, el presunto ideólogo de la trama,
Enrique Álvarez Conde, quien a su vez culpa al rector de la universidad
Rey Juan Carlos, Javier Ramos.
La mujer mira al cielo, a su derecha, tiene rasgos delicados
y una actitud arrobada que transmite que está más allá de este mundo,
en comunión con Dios. La mujer es una monja y, según ha asegurado este
miércoles Ignacio Cano, conservador del Museo de Bellas Artes de Sevilla, autoridad en Murillo
y comisario de dos de las principales exposiciones que se inaugurarán
este año sobre el autor, no hay duda de que la pintura es obra del genio
del barroco español. Fue creada hacia 1670 sobre una plancha de bronce y
ha permanecido inédita hasta su presentación este miércoles en el Museo de Bellas Artes de Valencia,
donde se expondrá durante cinco años, cedida por un misterioso
coleccionista cordobés que en los últimos años ha prestado valiosas
obras a la pinacoteca valenciana bajo el nombre de Colección Delgado. Cano ha admitido que no ha podido averiguar quién es la
mujer del cuadro. El pintor sevillano, de quien este año se celebra el
400 aniversario de su nacimiento, tuvo una hija, sorda, que ingresó en
1665 o 1666, siendo muy joven, como novicia en el convento de Dominicas
de la calle San José de Sevilla, situado cerca de su casa. Pero la edad
de la retratada y el hábito que viste parecen descartar que se trate de
ella.
La investigación del hábito realizada por el experto le
lleva a pensar que fue probablemente una monja agustina —orden para la
que trabajó en dos ocasiones—, cisterciense o clarisa —más flexibles en
cuanto al color del vestido—. El cuadro, como corresponde a Murillo, no aspira a narrar ni
a describir. "Transmite una imagen, pero sobre todo transmite
emociones, nos lleva a otro sitio. Los ojos, las manos, el fondo neutro,
la sobriedad de la indumentaria y del colorido hacen que nos centremos
en el sentimiento mientras lo demás queda ausente", ha indicado el
conservador. La obra fue realizada sobre una plancha de cobre redonda de
55 centímetros de diámetro, batida hasta dejarla perfectamente lisa, con
un grosor de 2,5 milímetros, muy superior al común en la España de la
época, aunque no en Flandes. Pesa tres kilos y medio y solo el material
ya debió resultar caro. Hijo de un barbero cirujano acomodado, Bartolomé
Esteban Murillo se convirtió pronto en un pintor muy solicitado en
Sevilla, una ciudad que a pesar de la crisis económica y demográfica
—debido en parte a la peste— que sufrió, fue durante el siglo XVII una
de las más ricas de España gracias al comercio con América. Además de lienzos, Murillo pintó sobre cobre, madera e
incluso obsidiana, una piedra procedente de América a la que se
atribuían propiedades mágicas.
La plancha de cobre —originalmente una bola, que era
aplanada a martillazos dejando los bordes elevados para que sirvieran de
marco— no absorbe el pigmento, por lo que la superficie conserva la
textura y la huella del pincel. "Permite ver muy bien la grafía, cómo
utilizó el pincel y hasta el grosor que este tenía", ha señalado Cano. El párpado reforzado por una delgada línea negra y el brillo
en el lagrimal de los ojos son soluciones técnicas propias de Murillo,
ha afirmado el también exdirector del Museo de Bellas Artes de Sevilla,
que observa parecidos "muy contundentes" entre la fisonomía de la monja y
la de una Inmaculada de medio cuerpo del Museo del Prado. Y entre la
transmisión de sentimientos del personaje del nuevo cuadro y los que, en
otro registro emocional, traslada la dolorosa de una Piedad que incluyó
recientemente en la exposición Murillo y los Capuchinos de Sevilla. Cano es también comisario, junto a María Valme Muñoz, de la antológica del pintor titulada IV Centenario que se inaugurará en noviembre en Sevilla. La obra cedida al Museo de Bellas Artes de Valencia —cuyo
director, José Ignacio Casar Pinazo, ha destacado que la pinacoteca
dispone de otros cinco cuadros del pintor— se hallaba en buen estado de
conservación, ha indicado su restaurador, Rafael Romero. En su creación
se utilizó la llamada tierra sevillana, la preparación que Murillo usaba
como base de sus obras. "La técnica es típica de Murillo, de sus años
de madurez. Una pincelada suelta, larga, fluida, una ejecución segura y
diestra, y una utilización de pigmentos excepcionales, como el lazo azul
del pecho, que es una azurita de gran calidad que el pintor utilizó
mucho".
El Premio Nobel de Literatura
se falla cada año en octubre pero tiene en abril uno de sus momentos
decisivos. Es en este mes cuando la Academia Sueca estudia entre 15 y 20
nombres para ganar en otoño. Estas semanas culmina un periodo de
selección que comienza en septiembre, cuando el Comité Nobel –una
comisión de cuatro académicos- envía 700 cartas a personas e
instituciones invitándolas a proponer candidatos. El Comité deja la
larga lista resultante en una veintena de escogidos y en abril los
presenta al pleno de la Academia, que cuenta oficialmente con 18
miembros (la mitad, mujeres). En mayo quedan cinco finalistas y entre
junio y septiembre todos leen y debaten la obra de los elegidos. Un mes
después lo anuncian al mundo. Este año, sin embargo, las acusaciones de acoso sexual
y las sospechas de filtración en el pasado reciente del nombre de
alguno de los ganadores sacude los cimientos de una corporación de 230
años de antigüedad y que desde 1901 otorga el galardón más influyente de
las letras universales. La reciente dimisión de tres académicos no ha
hecho más que ahondar en la herida. En el ojo del huracán está Katarina
Frostenson, académica desde hace 26 años, miembro asociado del Comité
Nobel y esposa del dramaturgo y fotógrafo francés Jean-Claude Arnault. Ambos son los promotores de Fórum, un centro cultural vinculado a la
Academia Sueca que se convirtió en piedra de escándalo cuando, en
noviembre pasado, y con el impulso del movimiento #MeToo, Arnault fue
acusado de abusos sexuales por 18 mujeres. A ello se añadió la sospecha
de que el origen de la filtración de los galardones concedidos a los franceses J. M. G. Le Clézio en 2008 y a Patrick Modiano en 2014 fue el propio Arnault. La Academia rompió su vinculación con Fórum y abrió una investigación
que se cerró sin conclusiones por falta de pruebas. No obstante, la
institución sometió a votación la posibilidad de censurar la conducta de
Katarina Frostenson, cuyo puesto, como el del resto de sus compañeros,
es vitalicio. Ganaron sus partidarios por un estrecho margen y a
principios de abril, en desacuerdo con la decisión, presentaron su
renuncia Klas Östergren, Peter Englund y Kjell Espmark. Este último, el
segundo académico más veterano, presidente del Comité durante 17 años
–entre 1988 y 2005– y autor de la historia canónica del Nobel de Literatura, acusó a sus compañeros –en un comunicado difundido por la prensa sueca– de “anteponer la amistad a la responsabilidad y la integridad”. Aunque Espmark se refugia en la confidencialidad propia de la
institución que acaba de dejar para no dar más detalles, el traductor
español Francisco J. Uriz, que vive a caballo entre Estocolmo y
Zaragoza, es amigo personal suyo y prepara estos días un número de la
revista Crisis dedicado a la Academia Sueca, interpreta las
tres renuncias como “una maniobra” para forzar la salida de Frostenson. Se trataría de sumar al sector crítico a dos académicas que podrían
compartir sus posturas: la actual secretaria permanente y encargada de
anunciar al Nobel, Sara Danius, y Sara Strindberg, elegida hace dos
años. Su éxito pasaría por la aplicación estricta de los estatutos de la
Academia, que tanto para incorporar nuevos académicos como para elegir
al nuevo Premio Nobel de cada año, exigen un quórum de 12 miembros. Hoy
por hoy quedan 13, ya que a los tres dimisionarios recientes hay que
sumar las bajas de las escritoras Kerstin Ekman y Lotta Lotass. La
primera renunció en 1989 por la falta de apoyo de sus colegas a Salman
Rushdie, amenazado de muerte por la fetua del ayatolá Jomeini. La
segunda, por desacuerdo con la vida social que impone la institución. Fuentes de la Academia Sueca confirman que la reforma es la vía para el
desbloqueo. Hasta ahora, el carácter vitalicio de cada elección se
aplicaba de modo sibilino: si un académico dimitía la Academia, que no
se daba por aludida, consideraba simplemente que había dejado de acudir a
los plenos. Desde 2016, explican, existe una ley en Suecia que
prevalecería sobre los estatutos de la corporación y que impide que se
obligue a permanecer en una institución a alguien que no quiere
pertenecer a ella: “Los que renuncien pueden ser reemplazados”. Las
mismas fuentes, que reconocen que este viernes es el día señalado para
la decisiva selección de candidatos de abril, niegan “categóricamente”
que el Premio Nobel de Literatura esté en peligro. Por un lado, existe
el mecanismo de renovación de los sillones. Por otro, queda “mucho
tiempo” para elegir al ganador de 2018. El escritor y editor sueco de origen húngaro Gabi Gleichmann, gran
difusor de la literatura nórdica, confirma alarmado la posibilidad de
bloqueo pero matiza que la renuncia de Danius podría limitarse a su
cargo de secretaria permanente. No obstante, acusa a Arnault de
“jactarse de haber sido el artífice de los premios para Le Clézio y
Modiano” y sugiere que la solución pasa, primero, por la “renuncia
voluntaria” de la esposa de Arnault, Katarina Frostenson, y, después,
por una reflexión profunda del resto de los académicos. ¿La situación
actual podría llevar a la desaparición tanto de la Academia como del
Nobel de Literatura? “Sí, pero no es probable”, responde Gleichmann. “Tienen demasiado prestigio. Posiblemente se arreglará cambiando las
reglas e incorporando a nuevos miembros. Aunque es un proceso lento”.
El ganador de 2010, Mario Vargas Llosa, consultado por EL PAÍS, es
consciente de que “se trata de un gran escándalo que ha motivado una
escisión muy fuerte”.
También son conscientes, explica, los académicos
suecos con los que ha comentado el caso.
Pero añade: “Con ser terrible,
creo que se trata de un asunto local. Y los premios Nobel no son
locales.
La división ha sacado a la luz rivalidades que existen en todas
las instituciones.
Sobre las denuncias, al parecer muy fundamentadas,
debe pronunciarse la justicia, pero el escándalo no debería afectar a
una institución que siempre ha gozado de un respeto y una audiencia
universales.
Han servido para reconocer la importancia de científicos
fundamentales para la Humanidad y para hacer que la gente leyera a
autores que no conoceríamos si no fuera por los premios.
Quienes estamos
afuera debemos pedir que se haga todo lo posible para que tanto los
premios como la Academia no se vean afectados”.
¿Notó él esas
rivalidades cuando acudió a Estocolmo a recoger su medalla? “En
absoluto, como es normal: los de la entrega son días de fiesta.
Lo que
me contaron fue algo que me entristeció: el primer año que se entregó el
finalista fue Tolstói, pero lo ganó este poeta francés que ya no lee
nadie ¿Prudhomme? Creo que al decirlo no desvelo ningún secreto...
Los
suecos también son humanos”.
En las próximas semanas sabremos hasta qué
punto lo es también, humano, el divino premio Nobel de Literatura.
Escándalos y secretos
En octubre de 2008, apenas días después de abrir la famosa puerta
blanca de la Academia Sueca para anunciar que el Premio Nobel había
recaído en J. M. G. Le Clézio, el entonces secretario de la institución,
Horace Engdahl, reconoció que alguien había filtrado la noticia y, de
paso, beneficiado a los que apostaron por el francés en las casas de
apuestas. Una de ellas, la célebre Ladbrokes, que cada año se utiliza
como termómetro oficioso del inminente premio, llegó a cerrar su ventana
dedicada al Nobel de Literatura ante la sospechosa subida en el ránking
de Le Clézio. Engdahl, que trabajó en los servicios secretos suecos
antes de convertirse en catedrático de lenguas nórdicas, se propuso
investigar en el pequeño círculo de los conocedores del secreto.
Descartados los encargados de traducir a varios idiomas, como cada año,
la biografía del premiado y los motivos de la Academia, el secretario
puso el foco en los teléfonos y correos electrónicos de los posibles
implicados. Él había sido el que introdujo la costumbre de llamar a los
candidatos por un nombre en clave durante las deliberaciones, cuyo
contenido debe permanecer en secreto durante 50 años: Le Clézio, por
ejemplo, era Châteabriand. Una década después de aquella filtración la
particular novela de espías de la Academia Sueca mantiene el final
abierto.
«¿Por qué es usted tan tremendamente morbosa?», pregunta el editor Guido Bruno a Djuna Barnes en una entrevista para el Pearson’s Magazine realizada poco después del estreno en Nueva York de Three from the Earth
(1919), la primera obra de teatro de la escritora.
«¿Morbosidad?
—contesta ella— Me da risa.
La vida que yo escribo y dibujo y retrato es
la vida tal y como es, y por eso la llama usted morbosa.
Fíjese en mi
vida. Fíjese en la vida que hay a mi alrededor. ¿No es todo
absolutamente morboso?
Me refiero a la vida desprovista de máscara.
¿Dónde están los rasgos que nos proporcionarían cierto alivio?».
En el prólogo de El bosque de la noche (1936), la novela más conocida y quizá más aplaudida de Djuna Barnes, T. S. Eliot
realiza una interesante reflexión que enlaza con esa manera
inconmovible que tiene la autora de colocar al ser humano frente al
espejo:
«Según la moral puritana que yo recuerdo, antes se suponía
implícitamente que, si uno era laborioso, emprendedor, inteligente,
práctico y respetuoso con los convencionalismos sociales, uno tenía una
vida feliz y “provechosa”.
El fracaso se debía a cierta debilidad o
perversidad peculiar del individuo; pero una persona “como Dios manda”
no tenía por qué padecer.
Ahora es más común suponer que las desgracias
del individuo son culpa de la “sociedad” y que pueden remediarse por
cambios del exterior.
En el fondo, ambas filosofías, por distintas que
parezcan en su forma de operar, son iguales.
Me parece que todos
nosotros, en la medida en que nos aferramos a objetos creados y
aplicamos nuestra voluntad a fines temporales, estamos roídos por el
mismo gusano.
Visto de este modo, El bosque de la noche adquiere un significado más profundo».
De
todos aquellos elementos de la realidad sobre los que un escritor puede
colocar el foco, de todas las aristas de las relaciones sociales que
cualquier autor querría destacar, lo que a Djuna Barnes le interesaba
era, sobre todo, ese gusano.
Esa lombriz alimentada de complejos,
trastornos y perversiones que culebrea en las tripas del ser humano.
Una
larva enferma que lo roe todo en silencio, a oscuras, oculta bajo una
espesa capa de hipocresía y falsa moral.
Esa era la vida que Djuna
Barnes quería retratar.
«La vida tal y como es», sin máscaras ni
disfraces.
Una vida que se presentaba decadente y morbosa simplemente
porque lo era, a pesar de las apariencias.
De ahí que toda su obra,
incluso cuando se trata de textos más informales, parezca haber sido
creada con el propósito de arrancar ese gusano de las tripas de sus
contemporáneos y obligarlos a ver cómo se retorcía sobre la palma de su
mano.
Como
narradora, por tanto, Djuna Barnes da la impresión de situarse siempre
fuera de la escena, aunque eso nunca impidió que se incluyese a sí
misma, como personaje, en la fotografía —lo contrario, de hecho, habría
sido una imprudencia—.
Así, en su primera novela, Ryder
(1928), basada en las vivencias de su propia familia en la localidad de
Cornwall-on-Hudson cuando ella era niña, no es difícil distinguir a una
joven Djuna Barnes en el personaje de Julie, la hija de Wendell y
Amelia Ryder.
En Ladies Almanack
(1928), una novela sobre las relaciones sexuales entre algunas mujeres
destacadas de la sociedad parisina de los años veinte, Barnes no figura
entre los personajes, pero sí algunas de sus más íntimas amistades,
siempre bajo seudónimo.
En la colección de relatos Una noche entre los caballos (1929), reeditada y publicada de nuevo bajo el título El vertedero en 1962, podemos reconocer a la autora en algunos de sus protagonistas, tanto femeninos como masculinos.
En El bosque de la noche,
Djuna Barnes es claramente Nora Flood, siendo la pareja de esta, la
enigmática Robin Vote, un trasunto de la pareja real de Barnes, la
escultora Thelma Wood.
Y por último, la terrible violación de Miranda en
la obra de teatro La antífona
(1958) representa en realidad su propia violación a los dieciséis años
por un vecino del pueblo con el consentimiento de su propio padre.
Como
no podía ser de otra manera, Barnes forma parte de ese paisaje morboso
al que se refería Guido Bruno.
Su voz
como narradora, sin embargo, es la de quien no se siente carcomido por
ese gusano, aunque tampoco intervenga como juez de sus propios
personajes.
Mediante estos, en el fondo siempre torcidos y defectuosos,
llenos de heridas profundas y mal curadas, la escritora se permite
resaltar los vicios ocultos de una sociedad sumergida en el cinismo
porque a ella, como narradora, le son ajenos.
Barnes no es el joven Nick
Carraway, fascinado por las opulentas fiestas de su vecino Jay Gatsby.
Ella es el observador invisible que, si nos describe esas fiestas, es
solo para poder hablarnos del sórdido encuentro que se está produciendo
un piso más arriba, en una habitación oscura al fondo de un corredor.
Si
le interesan los chaqués, es para enseñarnos la mugre bajo sus solapas.
Bajo los buenos modales. Bajo la cortesía y los formalismos.
Y es sobre
ese púlpito elevado, sobre ese lugar desde el que se sienta a
contemplar con soberbia el mundo, donde construye su retórica arcaica y
su prosa elaborada, de carácter severo y altivo, por momentos cercana a
lo sacerdotal, pero siempre brillante.
Predice T. S. Eliot en el prólogo de El bosque de la noche
que la novela gustará especialmente a los amantes de la poesía, pero
matiza que con esa expresión no quiere decir que el estilo de Djuna
Barnes sea prosa poética.
Y añade: «Decir que gustará especialmente a
los lectores de poesía no significa que no sea una novela, sino que es
una novela tan buena que solo una sensibilidad aguzada por la poesía
podrá apreciarla plenamente.
La prosa de Miss Barnes tiene el ritmo
propio de la prosa y un fraseo musical que no es el del verso.
Ese ritmo
de prosa puede ser más o menos complejo o preciosista, según los fines
del autor; pero, simple o complejo, es lo que imprime intensidad suprema
al relato».
Eliot consideraba El bosque de la noche
como un ejercicio extraordinario de literatura, destacando «la
excelencia de un estilo, la belleza de la frase, la brillantez del
ingenio y de la caracterización y un sentido del horror y de la
fatalidad digno de la tragedia isabelina».
William S. Burroughs lo calificó como «uno de los mejores libros del siglo XX».
Dylan Thomas dijo que era «uno de los tres grandes libros jamás escritos por una mujer».
Autores como Truman Capote, Anaïs Nin, Karen Blixen o David Foster Wallace han reconocido a Djuna Barnes como una de sus principales influencias e incluso Lawrence Durrell,
con quien Barnes estuvo enfrentada y al que llegó a acusar de plagio,
declaró en cierta ocasión: «Uno se siente feliz de ser contemporáneo de
Djuna Barnes».
Sin
embargo, es justo señalar que su estilo no siempre fue el mismo.
Poco a
poco, su prosa fue evolucionando desde aquellas primeras obras de
teatro que presentaba en Nueva York en la adolescencia del siglo XX
hasta la composición de El bosque de la noche,
que podríamos considerar como su obra culmen, escrita a principios de
los años treinta en París, ciudad en la que residió desde 1921 hasta
1940.
Cuando
llegó a Europa, contratada por varios periódicos de su país para
entrevistar a los cada vez más famosos escritores estadounidenses que se
habían exiliado en Francia, su estilo, entonces todavía muy pegado a
los cánones del realismo, experimentó una transformación
. Es célebre la
entrevista de Djuna Barnes a James Joyce —con quien terminaría manteniendo una estrecha relación de amistad— justo después de la publicación de Ulises
en la que la autora, con profunda admiración, declara:
«Nunca escribiré
una sola línea más. ¡Quién puede tener la osadía de hacerlo después de
esto!».
Su camaradería con los modernistas británicos y los miembros de
la Generación Perdida que residían entonces en París —Ernest Hemingway, John Dos Passos, Sherwood Anderson, Ezra Pound o Gertrude Stein—
fue definitiva para la depuración de su prosa.
Muchos incluso quisieron
comparar su retórica con la del propio Joyce, y aunque la influencia
parece por momentos evidente en los primeros textos que Barnes escribe
en París, las diferencias son notables.
La literatura de Joyce está al
servicio de la experimentación, de la vanguardia y, en último término,
del propio Joyce.
El irlandés escribe para exhibirse.
Para mostrar al
mundo con orgullo lo que es capaz de hacer.
Djuna Barnes, por el
contrario —y aunque con frecuencia logra ese efecto tan habitual en
Joyce que podríamos llamar «principio de incertidumbre literario», por
el que sabes en qué parte de la narración estás pero no lo que está
sucediendo y viceversa—, da la impresión de escribir para demostrarse a
sí misma que no es peor escritora que los demás.
Una necesidad que, por
desgracia, termina conduciendo al relato a perderse a veces en los
laberintos de la forma en detrimento del contenido, aunque nos ofrece a
cambio magníficas metáforas, quiebros arriesgados y construcciones
francamente innovadoras.
El éxito
comercial, no obstante, como ocurre en el caso de muchos otros autores
que escriben para convencerse a sí mismos de que lo son, o peor aún, que
escriben para ser leídos por otros escritores, no la acompañó.
Ryder había logrado convertirse brevemente en un New York Timesbestseller,
pero la repentina demanda cogió por sorpresa a la editorial y, para
cuando la nueva edición estuvo lista, el público ya había perdido el
interés.
Ladies Almanack no llegó a triunfar, aunque Barnes la destacó como una de sus mejores obras a lo largo de toda su vida, y Una noche entre los caballos, aunque tuvo una mejor acogida, tampoco alcanzó una gran repercusión.
Para cuando El bosque de la noche vio la luz en 1936, Djuna ya sobrevivía gracias al generoso mecenazgo de su íntima amiga, la coleccionista Peggy Guggenheim.
Mientras
tanto, su vida discurría vertiginosamente entre la noche de París y las
fiestas que tenían lugar en Inglaterra, en la mansión Hayford Hall,
alquilada por Peggy Guggenheim y donde Djuna pasaba los veranos con el
crítico literario John Ferrar Holmes y las escritoras Antonia White y Emily Coleman.
Su vida social en aquella época era de lo más activa.
Contaba entres
sus amistades parisinas, además de los ya mencionados T. S. Eliot, James
Joyce o Gertrude Stein, a otros artistas de renombre como Charles Chaplin, Marcel Duchamp o a un joven y todavía poco conocido Samuel Beckett.
Cuando su relación sentimental de ocho años con Thelma Wood finalizó, inició otra con el escritor estadounidense Charles Henri Ford,
dieciocho años más joven que ella, hasta que Djuna terminó aburriéndose
de él.
En cierta ocasión, Ford le envió el último libro de poemas que
había escrito, incluyendo una tierna dedicatoria.
Djuna se lo devolvió
añadiendo a continuación de la misma: «Se menciona la palabra “cabello”
diecisiete veces en treinta poemas».
Uno puede imaginar cómo se veía a sí misma Djuna Barnes a través de la descripción que ella misma realiza de Nora Flood en El bosque de la noche:
«Era el salón del “pobre” para poetas, revolucionarios, pordioseros,
artistas y enamorados; para católicos, protestantes, brahmines, adeptos
de la magia negra y de la medicina.
De todo había alrededor de su mesa
de roble, delante de la gran chimenea, y Nora escuchaba con la mano
sobre su sabueso, mientras el fuego proyectaba su sombra y la del perro,
agigantadas, en la pared.
De toda aquella turba que despotricaba a
gritos, solo ella se destacaba.
El equilibrio de su carácter, enérgico y
refinado, daba a su cabeza, de porte sereno, un gesto de afabilidad.
Era una mujer alta, de hombros anchos y, aunque su cutis era como el de
una niña, se adivinaba que pronto se curtiría (…).
Este ser singular era
Nora.
Había en su mismo equilibrio una perturbación que la mantenía
inmune a su propia caída».
La
caída de Djuna Barnes a mediados de los años treinta, sin embargo,
adicta al alcohol y con fuertes tendencias depresivas, resultaba casi
inevitable.
Tres años después de publicar El bosque de la noche,
la escritora estadounidense intentó suicidarse en un hotel de Londres.
Un hecho trágico que llevó a su amiga Peggy, quien todavía se encargaba
de sostenerla económicamente, a decidir que había llegado el momento de
que regresase a Nueva York.
Y una vez allí, Barnes comenzó a sobrevivir
como pudo.
Primero, y durante tan solo unos meses, compartió una
habitación con su madre, hasta que en marzo de 1940 fue ingresada en una
clínica de desintoxicación.
Cuando salió, poco tiempo después, pasó una
breve temporada en el rancho de Emily Coleman en Arizona, hasta que por
fin se instaló definitivamente en un pequeño apartamento en Patchin
Place, un callejón de Greenwich Village, Manhattan.
Fue allí donde
escribió La antífona,
su última obra, de cuya publicación se responsabilizó el propio T. S.
Eliot, quien trabajaría gratis para Barnes como agente literario hasta
1965.
Y eso fue todo. Djuna dedicó todos sus esfuerzos durante las dos décadas siguientes a La antífona
a escribir todo el día, con el notable mérito de no ser capaz de
escribir absolutamente nada.
O al menos, nada que fuese, en su opinión,
digno de ser publicado. Su apartamento estaba alfombrado de papeles,
servilletas, hojas de libretas y notas llenas de versos que jamás
saldrían de aquellas cuatro paredes.
Así lo confirmaron quienes lograron
acceder alguna vez a su interior.
Y no fueron muchos, ya que Djuna se
negaba a recibir a nadie. Ni siquiera a Anaïs Nin o Carson McCullers,
que intentaron visitarla en varias ocasiones —McCullers llegó incluso a
acampar frente a su puerta, sin conseguir que Barnes la recibiese ni
una sola vez—. O a Bertha Harris, que le llevaba flores a menudo y tenía que conformarse con dejarlas en su buzón.
O al propio E. E. Cummings,
que por aquel entonces era su vecino y se limitaba a comprobar a través
de su ventana, de vez en cuando, que Djuna se encontraba bien.
Lo único
que se escuchaba a veces era una voz desde el interior del piso que
decía: «Quien quiera que esté llamando al timbre, por favor, váyase al
infierno».
En la novela Escaleras hacia el fuego,
Anaïs Nin nombró a uno de sus personajes «Djuna», a lo que Barnes
reaccionó negándole para siempre el saludo a su autora.
Cuando la
librería feminista Djuna Books abrió sus puertas en Greenwich Village,
lo único que recibieron de Barnes fue una llamada telefónica reclamando
que le cambiasen el nombre.
En honor de Djuna Barnes se celebraron
homenajes a los que no asistió.
Se le concedieron distinciones que no
quiso recibir.
Poco a poco, a su puerta comenzaron a llamar estudiantes
de literatura, aspirantes a escritores que deseaban conocer a la
leyenda. Al mito de la literatura modernista.
A la escritora que había
formado parte de la Generación Perdida. A la autora que, a principios
del siglo XX, había intentado colocar en primer plano y normalizar el
feminismo y la homosexualidad de la mujer.
Pero ella, quizá corroída al
fin por su propio gusano, jamás los atendió.
Murió seis días después de
cumplir los noventa años, en 1982. Sola.
En esa prisión que ella mismo
había aceptado y en la que había permanecido cuatro décadas
enclaustrada, alejada de ese mundo morboso y decadente que la había
derrotado.
Unos
años antes, en 1970, durante una entrevista que, de modo excepcional,
concedió a un profesor de literatura, Djuna Barnes dijo de sí misma:
«Soy la [escritora] desconocida más famosa del mundo; lo sabes,
¿verdad?». Muy a su pesar, yo creo que era exactamente lo contrario.