Un Blues

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Del material conque están hechos los sueños

18 mar 2018

El suicidio de las hermanas vírgenes aguanta el paso del tiempo

Las adolescentes de Jeffrey Eugenides cumplen 25 años con nuevas reediciones y trazando el camino a otras novelas.

 

Fotograma de la película Las Vírgenes Suicidas, de Sofia Coppola.
  El año 1993, Jeffrey Eugenides (Detroit, 1960), por entonces un completo desconocido que decía escribir por las noches y amaba por igual a Joann Beard y a Henry James, a Vladimir Nabokov y a George Eliot, publicaba su primera novela, un artefacto delicadamente macabro titulado Las vírgenes suicidas. 
 La idea se la había dado la niñera de su sobrino. Al parecer, la chica tenía un puñado de hermanas.
 Y todas habían intentado suicidarse en algún momento siendo aún adolescentes. 
Eugenides imaginó qué hubiera pasado si todas lo hubieran conseguido.
 También, qué hubiera pasado si él hubiera vivido en el mismo barrio que ellas.
 Y aquella misma noche se puso a escribir la historia de las malogradas hermanas Lisbon –Cecilia, Lux, Bonnie, Mary y Therese–, cinco hijas del vacío existencial del suburbio norteamericano, y de la idea, siempre sospechosa, de la familia perfecta.
 Eugenides se alejaba, aunque no demasiado, de la crueldad quirúrgica del brat pack, el pequeño grupo de escritores que había revolucionado –y todavía lo estaba haciendo– la narrativa norteamericana de finales de los ochenta, a saber, Bret Easton Ellis, Jay McInerney, Jill Einsenstadt, y se erigía en una suerte de híbrido salvajemente nihilista entre el vacío de la vida en los suburbios del siempre brillante John Cheever –el primero en apuntar y disparar, con éxito, contra el estigma de lo aniquilador que resulta tenerlo todo– y el aparente ideal de la vida familiar (numerosa y) perfecta y, en realidad, disfuncionalmente dolorosa, de J.D. Salinger, y sus hermanos Glass.
 Era inevitable, era cuestión de tiempo, que su universochocase con el de Sofia Coppola,que nunca jamás (lo dijo en su momento) se había planteado dirigir una película hasta que leyó la novela.
 “Vi en ella cosas que no había visto en ninguna parte.
 Me dio la sensación de que Eugenides entendía perfectamente lo que era ser adolescente: el deseo, la melancolía, el misterio que existe entre chicos y chicas.
 Toda esa confusión”, escribió la hoy reputada directora cuando le pidieron que hablase sobre el porqué de todo aquello.
 Y lo cierto es que la huella del clásico de Eugenides –cuya carrera despegó estratosféricamente a partir de su segundo asalto, Middlesex, Pulitzer mediante– no sólo está presente en el estilo de la ya toda una experta en retratar la soledad y la desorientación adolescente, sino que perla incluso el narrador en plural de un fenómeno como Big Little Lies– recordemos que la historia de las chicas Lisbon la cuentan los chicos del barrio, en un ejercicio de punto de vista ampliado que no tenía demasiados adeptos por entonces– y, por supuesto, el resto de cine que tiene que ver con dinamitar la vida de suburbio (Todd Solondz) o la idea de familia (disfuncional) perfecta (Wes Anderson).

Otros espejos

En la literatura, Eugenides tiene otros espejos en los que mirarse. La siempre corrosiva y mordaz A. M. Homes ha hecho arder hasta los cimientos y en más de una ocasión –Música para corazones incendiados, Ojalá nos perdonen– a la aburrida (y frustrada) y vacía clase media norteamericana, y la aún por explotar Celeste Ng –Todo lo que no te conté– está siguiendo los pasos de uno y otra, a su manera: en sus historias, es siempre el forastero, el que viene de algún otro lugar, el que intenta adaptarse a esa vida que nadie calificaría de infierno en llamas pero en realidad lo es.
 ¿Y qué hay de la desorientación existencial, del inevitable limbo adolescente?
 Es muy probable que jamás hubiera existido Emma Cline, la Emma Cline escritora de Las chicas, si antes no hubieran existido las chicas Lisbon, y quizá, tampoco entenderíamos la eterna adolescencia de los personajes beckettianos de Tao Lin sin ellas. Han pasado 25 años, pero ellas siguen como el primer día. 
No envejecen.
 Se mudaron al País de Nunca Jamás.
 La última reedición española de Las vírgenes suicidas no tiene ni tres meses (data de enero de este mismo año). 
Y no es la primera, evidentemente.
 Desde su irrupción en el mercado hispano (octubre de 1994), la novela se reimprime con una regularidad pasmosa. 
Desde 2013, ha habido una nueva edición por año. ¿Por qué?
 La respuesta la dio su propio autor, hace más de una década: no sólo se aproxima a la adolescencia desde la propia nebulosa de la adolescencia y lo hace pavorosamente bien, sino que trata el suicidio como lo que es: un misterio sin solución.
 “La novela va sobre la inadmisibilidad del suicidio, sobre el hecho de que nunca vamos a poder identificar la razón por la que alguien se suicida”, dijo.
 Leemos, aún, para intentar entender. Y lo seguiremos haciendo, siempre.

Fotograma de la película Las Vírgenes Suicidas, de Sofia Coppola.

A vueltas con la vida íntima.......................... Elvira Lindo

HBO estrena un documental realizado por Rebecca, la hija del dramaturgo Arthur Miller.

 

La fotógrafa Inge Morath y su marido, el escritor Arthur Miller, en su casa de Connecticut, en 1975.
La fotógrafa Inge Morath y su marido, el escritor Arthur Miller, en su casa de Connecticut, en 1975. Getty Images
Me preguntaron qué pensaba de la petición de retirada de la estatua de Woody Allen que adorna las calles de Oviedo.
 Me irrita esa exigencia de un juicio rápido con respecto a un asunto del que conocemos todo lo que se puede saber hace muchos años.
 Ha sido tan profusamente narrado en la prensa desde que comenzó en 1992 el divorcio Allen/Farrow hasta cuando un blog de The New York Timespublicó la carta abierta de Dylan Farrow, en 2014, que sorprende que muchos de los actores de aquel país anuncien ahora que jamás volverían a trabajar con el director, como si fuera el trámite obligado para adquirir un certificado de pureza.
 
La fotógrafa Inge Morath y su marido, el escritor Arthur Miller, en su casa de Connecticut, en 1975.
La fotógrafa Inge Morath y su marido, el escritor Arthur Miller, en su casa de Connecticut, en 1975. Getty Images

Siendo tan probable que el director no vuelva a dirigir una película, a qué viene continuar con la piedra en la mano.
 Todo estuvo desde hace más de dos décadas a la vista de cualquiera, la misma incógnita, que resultará imposible de esclarecer.
 El divorcio fue turbio, arruinó los bolsillos de ambas partes, llenó páginas y tertulias, y yo que andaba por allí, en USA, pensé entonces que era despreciable hacer fotos desnuda a esa hija de tu mujer a la que has visto crecer y dejar olvidada las pruebas encima de la mesa.
 Daba igual que la hija fuera adoptada y que la pareja no estuviera oficialmente casada.
 Aquello era reprobable, pero no delictivo; lo de Dylan, de haberse probado, sí era delito. 
Los psicólogos afirmaron que podía ser un recuerdo construido en un ambiente disfuncional, de mucho estrés. En cualquier caso, la niña, hoy mujer, contó su verdad.
Pero mientras me preguntaban por la estatua de Allen, se cruzó por mi mente otro de los galardonados con el Príncipe de Asturias, Arthur Miller. 
 Este mes, HBO estrena un documental realizado por la hija del dramaturgo, Rebecca Miller, en torno a la figura del padre.
 No ha debido de ser fácil abordar una presencia tan rica en claroscuros como la de Miller. 
El referente moral americano, el hombre que se negó valientemente a delatar a colegas ante el tribunal de actividades antiamericanas, aquel que supo retratar a los derrotados, enfrentarlos con la no consecución de los sueños juveniles en un país implacable con el fracaso, tenía en su biografía varias sombras que emborronan su coherencia moral.
 Para empezar, no sé si una hija que adora a su padre es la más adecuada para asumir la manera en que el autor teatral abordó su relación con Marilyn Monroe en la obra Después de la caída.
Aunque Miller afirmó que en nada se parecía la ficción a la realidad, sus diarios desdicen aquello que fue una obviedad para el público.
 Es sabido que Monroe se encontró abierto el diario de su marido en el que pudo leer que la ignorancia de la actriz lo avergonzaba ante sus amigos. 
La crítica juzgó duramente lo que consideró un texto arrogante, carente de autocrítica, en el que el personaje femenino aparecía como una bella descerebrada.
Sin duda, Miller encontró a una igual, a una compañera de vida, en la fotógrafa austriaca Inge Morath, pero de esa relación que sí fue serena surge el capítulo más injustificable de la existencia de ambos.
 En el año 66, tres años después de Rebecca, nacía Daniel Miller, un bebé con síndrome de Down. 
La pareja decidió entregarlo a una institución, aconsejada por los médicos. 
En una entrada de su diario, el dramaturgo escribe: “Cuando la enfermera lo estaba preparando para nuestro viaje a la institución, me volví a mirarlo con reparo. 
Durante unos segundos me encontré a mí mismo, sin dudar del diagnóstico del médico, inundado por un amor hacia él. 
No me atreví a tocarlo, no fuera que terminara llevándomelo a casa, y lloré”.
Hoy, Daniel Miller, de asombroso parecido a su padre, lleva una vida plena y feliz, trabaja, es un experto ciclista y convive con personas que se han convertido en su verdadera familia.
 Rebecca Miller comenzó a tratarlo animada por su marido, el actor Daniel Day-Lewis, que no debía de concebir que su esposa no corrigiera de alguna forma esa terrible historia de abandono.
 La cuestión es que andamos tan centrados en el asunto sexual que cualquier otro tipo de atropello, abandono o desamparo nos parece menor, pero un niño expulsado de un hogar por el hecho de haber nacido con una condición que desagrada es algo difícilmente digerible.
 Por más que la hija los exculpe afirmando que era otra época. 
 La realidad es que el niño no aparece en las memorias de Miller. Nada. 
Lo borró.
 Algo que desmonta la verdad de los otros recuerdos.
 Tampoco se dio cuenta de la existencia de Daniel en las necrológicas de ambos, lo cual es extraño en un país en el que se hace siempre referencia a lo personal.
 Rebecca Miller estrena este documental ahora, cuando sus padres están muertos.
 No quiso herirlos con este asunto. 
A mí me queda una duda: ¿no es extraño hablar de aquella infancia encantadora y artística que te dieron tus padres y no ponerla en cuestión por la ausencia del hermano ignorado? 
Sí, me refiero a sentir algo así como una culpabilidad delegada. La sensación de haberte comido tu tarta de cumpleaños y la suya. 

Historias de amor y muerte de El Lerele, la casa de Lola Flores

Rosario Flores vende la casa familiar de La Moraleja, donde vivieron grandes momentos y despidieron a su madre y a su hermano.

Rosario Flores en la puerta El Lerele, la casa que perteneció a su madre Lola Flores.
Rosario Flores en la puerta El Lerele, la casa que perteneció a su madre Lola Flores. GtresOnline

 

El teatro de la asesina confesa de Gabriel..........Manuel Jabois

Llantos exagerados, mentiras y maniobras burdas situaron a Quezada como única sospechosa mientras seguía conviviendo con el padre del niño.

Ángel Cruz y Ana Julia Quezada, en un acto de apoyo a la familia el pasado 9 de marzo en Almería. Atlas

 

 
El martes 27 de febrero Ángel Cruz denunció la desaparición de su hijo Gabriel, de ocho años, y se sumergió en un estado de shock del que salió días después para comunicarle a un agente de la Guardia Civil que algo no iba bien con su novia.
 No lo pensó de golpe tras reunir cinematográficamente todos los cabos sueltos. Lo que Ángel Cruz hizo fue preguntar si Ana Julia Quezada, su pareja podría haber tenido algo que ver en la desaparición de Gabriel. 
En palabras de los investigadores, “manifestó las rarezas” que había observado en la actitud de su novia. 
 Fue el viernes 10 de marzo. 
La respuesta que le dieron fue que a Ana Julia se le estaba investigando como a cualquiera, del mismo modo que se estaba investigando a los amigos del propio Ángel y a otras personas de su círculo íntimo. 
Por una razón muy concreta: la desaparición del niño había generado una situación diabólica según la cual el culpable se encontraba en un grupo reducido, probablemente de la máxima confianza, y con toda seguridad parte del dispositivo de búsqueda. Eso creó una atmósfera enrarecida en Las Hortichuelas, una pequeñísima pedanía del municipio de Níjar, en Almería.
 Por un lado estaba la solidaridad apabullante de familia, amigos y vecinos con los padres de Gabriel; por el otro, la sospecha de que el culpable se encontraba entre ellos.
"No se le dijo que ella era la primera sospechosa y que tenía que disimular.
 La reacción hubiera sido incontrolable. Sí le dijimos que tenía que seguir actuando igual respecto a todo el mundo, también respecto a sus propios sospechosos. 
Porque el objetivo no era tanto encontrar al culpable sino saber dónde escondía al niño”, dicen fuentes de la investigación.
Esa tarde, en la manifestación en Almería, el padre de Gabriel ya mantiene la distancias con su novia, que insiste en abrazarle y llorar con él.
 La madre, Patricia Ramírez, que luego reconocería que siempre sospechó de Ana Julia, se dirige a toda España con la mirada puesta en la primera fila, donde se sienta la mujer con una camiseta que tiene la cara impresa de su hijo
 “Que lo dejen en algún parque, nosotros no vamos a ser rencorosos con los que se lo haya llevado”. Cada intervención pública de Patricia, a veces con Ana Julia a su lado, era para tratar de que se compadeciese de ellos.
 "Tenía la esperanza de ablandarla”, dijo a la Cope después de que apareciese el niño.
 Ana Julia Quezada fue, junto a la abuela del pequeño, la última persona que vio a Gabriel.
 Y a diferencia de la abuela, que siempre contó la misma versión, ella fue cambiándola sin ton ni son.
 Después de que el niño se fuese a casa de unos amigos, ella se quedó unos diez minutos en el domicilio familiar antes de salir. ¿Qué hizo? Una vez dijo que hablar con su abogado, otra que llamar a su hermana, en una nueva versión dijo que enviar un audio de voz.
 Cuando la Guardia Civil reclamó todos los teléfonos móviles a la familia, Ana Julia dijo que el suyo no lo encontraba, que lo debía de haber perdido en la batida.
 Unos amigos la llamaron, el teléfono sonó entre unos matorrales, lo recogieron y se lo dieron.
 Cuando los agentes volvieron a reclamar más tarde su dispositivo, ella contó que lo había vuelto a extraviar.
 Los teléfonos móviles indican la posición de su dueño; al no facilitar la suya, Ana Julia Quezada se posicionó en el centro de la investigación. 
Dos días después de la desaparición de Gabriel, tuvo lugar un incidente que no pasó inadvertido para nadie. 
Una periodista del programa Las mañanas de Ana Rosa, Lucía Valero, estuvo conversando con la familia en casa de la abuela de Gabriel.
 Después supo, por uno de los asistentes a ese encuentro que, tras marcharse, Ana Julia Quezada la insultó y pidió que no volviese a entrar en la casa. Ángel Cruz no le hizo caso: llamó a la periodista al día siguiente para dar una entrevista con la que reclamar más ayuda. 
Esa mañana, como en otras entrevistas, Ana Julia entra y sale de plano para consolar a su novio. 
 Al día siguiente, Ana Julia da una entrevista por la mañana a la periodista Viti González de la Radio Galega en la que dice que Gabriel “no se merece lo que está pasando”. 
“No sabemos quién lo tiene, qué le estarán haciendo, si estará comiendo, si estará bebiendo, cómo estará mi niño”, dijo.
Por la tarde ocurre el suceso que detona todo.
 En medio de la mayor búsqueda coordinada de un desaparecido en España, con 5.000 personas rastreando más de 600 kilómetros, alguien ha encontrado una camiseta del pequeño.
 ¿Quien? Su propio padre. 
La sorpresa y la inquietud crecen, pero no ha sido exactamente así. Se matiza que la han encontrado la pareja del padre, Ana Julia Quezada, y el propio padre, Ángel Cruz.
 Lo han hecho en una zona que ya había sido rastreada, la última vez el día anterior, y la han encontrado apenas húmeda a pesar de las precipitaciones que habían caido esa semana. 
Se ponen en marcha todo tipo de rumores.
 Unas imágenes grabadas por Antena 3 muestran a Ana Julia supuestamente rota de dolor sostenida por dos agentes dirigiéndose al puesto de mando de la Guardia Civil.
 Cuenta que ella y Ángel encontraron la camiseta, que ella se lanzó a por ella y se torció el tobillo.
 Que luego siguió desbrozando porque pensaba que allí podía estar Gabriel.
La casualidad podía tener algún sentido si antes la Guardia Civil no hubiese sospechado de sus versiones difusas, sus dos pérdidas de teléfono, su borrado de archivos en el ordenador cuando se lo pidieron, su sobreactuación cuando había cámaras cerca y, sobre todo, si Ángel Cruz no hubiese acabado matizando que juntos, exactamente juntos, no estaban: se habían separado un momento por sugerencia de ella y él no pudo ver cómo encontraba la camiseta del niño.
 Era suficiente. Ese día, sábado 3 de marzo, Ana Julia Quezada se convertía en la primera sospechosa de la Guardia Civil.
 Y lo sabía.
El runrún explota el miércoles 7 de marzo, cuando se pone en circulación la falsa noticia de su confesión, destrozada por los nervios, ante la Guardia Civil.
 Un periodista de El Periódico, Manuel Vilaseró, accede a la vivienda de la abuela de Gabriel para saber si es cierto y se la encuentra.
 “Dicen que estás detenida”. “Pues ya ves (...) Aquí estoy, sin esposas”. Ella le insiste en que no colocó la camiseta y que jamás podría hacer daño al niño.
 Intenta inculpar, eso sí, a su ex, del que dice que odia a los niños. Luego se echa para atrás:
 “No, no es capaz de tanto”.
Días más tarde Ana Julia se mete en un cuarto con su pareja, Ángel Cruz.
 Le dice que hay que subir la recompensa a 30.000 euros (Cruz había ofrecido al principio de la búsqueda 10.000 euros por pista fiable). El padre de Gabriel le responde que los investigadores creen que eso es inconveniente, que llamaría la atención de mucha más gente con ganas de llevarse el dinero e intoxicaría la búsqueda. Cuando Ángel Cruz le comunica esta conversación a los agentes, éstos la procesan con optimismo: Ana Julia quiere dinero, Gabriel probablemente esté vivo.

Lo que ocurría realmente era que Ana Julia, al igual que hizo encontrando la camiseta, buscaba confundirlo todo. 
Lo insólito de esta situación psicológicamente infernal es que cuando repite una y otra vez: “Gabrielillo va a aparecer, ya veréis cómo va a aparecer” hace pensar a los que sospechan de ella que les está diciendo retorcidamente que todo se va a solucionar, que sólo hace falta dinero.
 Por eso los padres y los investigadores apelan al buen corazón de los que retienen al niño y advierten de que que no habrá venganza pensando en que, si es ella la autora, está recibiendo el mensaje. Ana Julia, mientras tanto, insiste en privado que quizás haya que subir la recompensa.
 Es, prácticamente, como si estuviesen negociando mediante mensajes subliminales.
Unas circunstancias tan explosivas no pueden prolongarse.
 Si se mantiene el equilibrio es porque nadie más que Ana Julia, de ser la culpable, sabe dónde está Gabriel. Pero el domingo, desbordada, la mujer aprovecha un momento en que se queda sola y va a la finca en la que ha enterrado al niño para trasladarlo.
 Ese mediodía, cuando es detenida en mitad de la calle y grita: “¡Yo no he sido, he cogido el coche esta mañana!”, se confirma que Ana Julia Quezada mató al hijo de su novio y pasó doce días con su pareja consolándole y dándole esperanzas de que estaba vivo, primero como enamorada y luego como sospechosa.