Llantos exagerados, mentiras y maniobras burdas situaron a Quezada como única sospechosa mientras seguía conviviendo con el padre del niño.
El martes 27 de febrero Ángel Cruz denunció la desaparición de su hijo Gabriel, de ocho años, y se sumergió en un estado de shock
del que salió días después para comunicarle a un agente de la Guardia
Civil que algo no iba bien con su novia.
No lo pensó de golpe tras
reunir cinematográficamente todos los cabos sueltos. Lo que Ángel Cruz
hizo fue preguntar si Ana Julia Quezada, su pareja podría haber tenido
algo que ver en la desaparición de Gabriel.
En palabras de los
investigadores, “manifestó las rarezas” que había observado en la
actitud de su novia.
Fue el viernes 10 de marzo.
La respuesta que le dieron fue que a Ana Julia se le estaba investigando como a cualquiera, del mismo modo que se estaba investigando a los amigos del propio Ángel y a otras personas de su círculo íntimo.
Por una razón muy concreta: la desaparición del niño había generado una situación diabólica según la cual el culpable se encontraba en un grupo reducido, probablemente de la máxima confianza, y con toda seguridad parte del dispositivo de búsqueda. Eso creó una atmósfera enrarecida en Las Hortichuelas, una pequeñísima pedanía del municipio de Níjar, en Almería.
Por un lado estaba la solidaridad apabullante de familia, amigos y vecinos con los padres de Gabriel; por el otro, la sospecha de que el culpable se encontraba entre ellos.
"No se le dijo que ella era la primera sospechosa y que tenía que disimular.
La respuesta que le dieron fue que a Ana Julia se le estaba investigando como a cualquiera, del mismo modo que se estaba investigando a los amigos del propio Ángel y a otras personas de su círculo íntimo.
Por una razón muy concreta: la desaparición del niño había generado una situación diabólica según la cual el culpable se encontraba en un grupo reducido, probablemente de la máxima confianza, y con toda seguridad parte del dispositivo de búsqueda. Eso creó una atmósfera enrarecida en Las Hortichuelas, una pequeñísima pedanía del municipio de Níjar, en Almería.
Por un lado estaba la solidaridad apabullante de familia, amigos y vecinos con los padres de Gabriel; por el otro, la sospecha de que el culpable se encontraba entre ellos.
"No se le dijo que ella era la primera sospechosa y que tenía que disimular.
La reacción hubiera sido incontrolable. Sí
le dijimos que tenía que seguir actuando igual respecto a todo el mundo,
también respecto a sus propios sospechosos.
Porque el objetivo no era
tanto encontrar al culpable sino saber dónde escondía al niño”, dicen
fuentes de la investigación.
Esa tarde, en la manifestación en Almería, el padre de Gabriel ya
mantiene la distancias con su novia, que insiste en abrazarle y llorar
con él.
La madre, Patricia Ramírez, que
luego reconocería que siempre sospechó de Ana Julia, se dirige a toda
España con la mirada puesta en la primera fila, donde se sienta la mujer
con una camiseta que tiene la cara impresa de su hijo:
“Que lo dejen en algún parque, nosotros no vamos a ser rencorosos con
los que se lo haya llevado”. Cada intervención pública de Patricia, a
veces con Ana Julia a su lado, era para tratar de que se compadeciese de
ellos.
"Tenía la esperanza de ablandarla”, dijo a la Cope después de
que apareciese el niño.
Ana Julia Quezada fue, junto a la abuela del pequeño, la última persona
que vio a Gabriel.
Y a diferencia de la abuela, que siempre contó la
misma versión, ella fue cambiándola sin ton ni son.
Después de que el
niño se fuese a casa de unos amigos, ella se quedó unos diez minutos en
el domicilio familiar antes de salir. ¿Qué hizo? Una vez dijo que hablar
con su abogado, otra que llamar a su hermana, en una nueva versión dijo
que enviar un audio de voz.
Cuando la Guardia Civil reclamó todos los
teléfonos móviles a la familia, Ana Julia dijo que el suyo no lo
encontraba, que lo debía de haber perdido en la batida.
Unos amigos la
llamaron, el teléfono sonó entre unos matorrales, lo recogieron y se lo
dieron.
Cuando los agentes volvieron a reclamar más tarde su
dispositivo, ella contó que lo había vuelto a extraviar.
Los teléfonos
móviles indican la posición de su dueño; al no facilitar la suya, Ana
Julia Quezada se posicionó en el centro de la investigación.
Dos días después de la desaparición de Gabriel, tuvo lugar un incidente
que no pasó inadvertido para nadie.
Una periodista del programa Las mañanas de Ana Rosa,
Lucía Valero, estuvo conversando con la familia en casa de la abuela de
Gabriel.
Después supo, por uno de los asistentes a ese encuentro que,
tras marcharse, Ana Julia Quezada la insultó y pidió que no volviese a
entrar en la casa. Ángel Cruz no le hizo caso: llamó a la periodista al
día siguiente para dar una entrevista con la que reclamar más ayuda.
Esa
mañana, como en otras entrevistas, Ana Julia entra y sale de plano para
consolar a su novio.
Al día siguiente, Ana Julia da una entrevista por la mañana a la periodista Viti González de la Radio Galega
en la que dice que Gabriel “no se merece lo que está pasando”.
“No sabemos quién lo tiene, qué le estarán haciendo, si estará comiendo, si estará bebiendo, cómo estará mi niño”, dijo.
Por la tarde ocurre el suceso que detona todo.
En medio de la mayor búsqueda coordinada de un desaparecido en España, con 5.000 personas rastreando más de 600 kilómetros, alguien ha encontrado una camiseta del pequeño.
¿Quien? Su propio padre.
La sorpresa y la inquietud crecen, pero no ha sido exactamente así. Se matiza que la han encontrado la pareja del padre, Ana Julia Quezada, y el propio padre, Ángel Cruz.
Lo han hecho en una zona que ya había sido rastreada, la última vez el día anterior, y la han encontrado apenas húmeda a pesar de las precipitaciones que habían caido esa semana.
Se ponen en marcha todo tipo de rumores.
Unas imágenes grabadas por Antena 3 muestran a Ana Julia supuestamente rota de dolor sostenida por dos agentes dirigiéndose al puesto de mando de la Guardia Civil.
Cuenta que ella y Ángel encontraron la camiseta, que ella se lanzó a por ella y se torció el tobillo.
Que luego siguió desbrozando porque pensaba que allí podía estar Gabriel.
La casualidad podía tener algún sentido si antes la Guardia Civil no hubiese sospechado de sus versiones difusas, sus dos pérdidas de teléfono, su borrado de archivos en el ordenador cuando se lo pidieron, su sobreactuación cuando había cámaras cerca y, sobre todo, si Ángel Cruz no hubiese acabado matizando que juntos, exactamente juntos, no estaban: se habían separado un momento por sugerencia de ella y él no pudo ver cómo encontraba la camiseta del niño.
Era suficiente. Ese día, sábado 3 de marzo, Ana Julia Quezada se convertía en la primera sospechosa de la Guardia Civil.
Y lo sabía.
El runrún explota el miércoles 7 de marzo, cuando se pone en circulación la falsa noticia de su confesión, destrozada por los nervios, ante la Guardia Civil.
Un periodista de El Periódico, Manuel Vilaseró, accede a la vivienda de la abuela de Gabriel para saber si es cierto y se la encuentra.
“Dicen que estás detenida”. “Pues ya ves (...) Aquí estoy, sin esposas”. Ella le insiste en que no colocó la camiseta y que jamás podría hacer daño al niño.
Intenta inculpar, eso sí, a su ex, del que dice que odia a los niños. Luego se echa para atrás:
“No, no es capaz de tanto”.
Días más tarde Ana Julia se mete en un cuarto con su pareja, Ángel Cruz.
Le dice que hay que subir la recompensa a 30.000 euros (Cruz había ofrecido al principio de la búsqueda 10.000 euros por pista fiable). El padre de Gabriel le responde que los investigadores creen que eso es inconveniente, que llamaría la atención de mucha más gente con ganas de llevarse el dinero e intoxicaría la búsqueda. Cuando Ángel Cruz le comunica esta conversación a los agentes, éstos la procesan con optimismo: Ana Julia quiere dinero, Gabriel probablemente esté vivo.
Lo que ocurría realmente era que Ana Julia, al igual que hizo encontrando la camiseta, buscaba confundirlo todo.
Lo insólito de esta situación psicológicamente infernal es que cuando repite una y otra vez: “Gabrielillo va a aparecer, ya veréis cómo va a aparecer” hace pensar a los que sospechan de ella que les está diciendo retorcidamente que todo se va a solucionar, que sólo hace falta dinero.
Por eso los padres y los investigadores apelan al buen corazón de los que retienen al niño y advierten de que que no habrá venganza pensando en que, si es ella la autora, está recibiendo el mensaje. Ana Julia, mientras tanto, insiste en privado que quizás haya que subir la recompensa.
Es, prácticamente, como si estuviesen negociando mediante mensajes subliminales.
Unas circunstancias tan explosivas no pueden prolongarse.
Si se mantiene el equilibrio es porque nadie más que Ana Julia, de ser la culpable, sabe dónde está Gabriel. Pero el domingo, desbordada, la mujer aprovecha un momento en que se queda sola y va a la finca en la que ha enterrado al niño para trasladarlo.
Ese mediodía, cuando es detenida en mitad de la calle y grita: “¡Yo no he sido, he cogido el coche esta mañana!”, se confirma que Ana Julia Quezada mató al hijo de su novio y pasó doce días con su pareja consolándole y dándole esperanzas de que estaba vivo, primero como enamorada y luego como sospechosa.
“No sabemos quién lo tiene, qué le estarán haciendo, si estará comiendo, si estará bebiendo, cómo estará mi niño”, dijo.
Por la tarde ocurre el suceso que detona todo.
En medio de la mayor búsqueda coordinada de un desaparecido en España, con 5.000 personas rastreando más de 600 kilómetros, alguien ha encontrado una camiseta del pequeño.
¿Quien? Su propio padre.
La sorpresa y la inquietud crecen, pero no ha sido exactamente así. Se matiza que la han encontrado la pareja del padre, Ana Julia Quezada, y el propio padre, Ángel Cruz.
Lo han hecho en una zona que ya había sido rastreada, la última vez el día anterior, y la han encontrado apenas húmeda a pesar de las precipitaciones que habían caido esa semana.
Se ponen en marcha todo tipo de rumores.
Unas imágenes grabadas por Antena 3 muestran a Ana Julia supuestamente rota de dolor sostenida por dos agentes dirigiéndose al puesto de mando de la Guardia Civil.
Cuenta que ella y Ángel encontraron la camiseta, que ella se lanzó a por ella y se torció el tobillo.
Que luego siguió desbrozando porque pensaba que allí podía estar Gabriel.
La casualidad podía tener algún sentido si antes la Guardia Civil no hubiese sospechado de sus versiones difusas, sus dos pérdidas de teléfono, su borrado de archivos en el ordenador cuando se lo pidieron, su sobreactuación cuando había cámaras cerca y, sobre todo, si Ángel Cruz no hubiese acabado matizando que juntos, exactamente juntos, no estaban: se habían separado un momento por sugerencia de ella y él no pudo ver cómo encontraba la camiseta del niño.
Era suficiente. Ese día, sábado 3 de marzo, Ana Julia Quezada se convertía en la primera sospechosa de la Guardia Civil.
Y lo sabía.
El runrún explota el miércoles 7 de marzo, cuando se pone en circulación la falsa noticia de su confesión, destrozada por los nervios, ante la Guardia Civil.
Un periodista de El Periódico, Manuel Vilaseró, accede a la vivienda de la abuela de Gabriel para saber si es cierto y se la encuentra.
“Dicen que estás detenida”. “Pues ya ves (...) Aquí estoy, sin esposas”. Ella le insiste en que no colocó la camiseta y que jamás podría hacer daño al niño.
Intenta inculpar, eso sí, a su ex, del que dice que odia a los niños. Luego se echa para atrás:
“No, no es capaz de tanto”.
Días más tarde Ana Julia se mete en un cuarto con su pareja, Ángel Cruz.
Le dice que hay que subir la recompensa a 30.000 euros (Cruz había ofrecido al principio de la búsqueda 10.000 euros por pista fiable). El padre de Gabriel le responde que los investigadores creen que eso es inconveniente, que llamaría la atención de mucha más gente con ganas de llevarse el dinero e intoxicaría la búsqueda. Cuando Ángel Cruz le comunica esta conversación a los agentes, éstos la procesan con optimismo: Ana Julia quiere dinero, Gabriel probablemente esté vivo.
Lo que ocurría realmente era que Ana Julia, al igual que hizo encontrando la camiseta, buscaba confundirlo todo.
Lo insólito de esta situación psicológicamente infernal es que cuando repite una y otra vez: “Gabrielillo va a aparecer, ya veréis cómo va a aparecer” hace pensar a los que sospechan de ella que les está diciendo retorcidamente que todo se va a solucionar, que sólo hace falta dinero.
Por eso los padres y los investigadores apelan al buen corazón de los que retienen al niño y advierten de que que no habrá venganza pensando en que, si es ella la autora, está recibiendo el mensaje. Ana Julia, mientras tanto, insiste en privado que quizás haya que subir la recompensa.
Es, prácticamente, como si estuviesen negociando mediante mensajes subliminales.
Unas circunstancias tan explosivas no pueden prolongarse.
Si se mantiene el equilibrio es porque nadie más que Ana Julia, de ser la culpable, sabe dónde está Gabriel. Pero el domingo, desbordada, la mujer aprovecha un momento en que se queda sola y va a la finca en la que ha enterrado al niño para trasladarlo.
Ese mediodía, cuando es detenida en mitad de la calle y grita: “¡Yo no he sido, he cogido el coche esta mañana!”, se confirma que Ana Julia Quezada mató al hijo de su novio y pasó doce días con su pareja consolándole y dándole esperanzas de que estaba vivo, primero como enamorada y luego como sospechosa.
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