HBO estrena un documental realizado por Rebecca, la hija del dramaturgo Arthur Miller.
Me preguntaron qué pensaba de la petición de retirada de la estatua de Woody Allen que adorna las calles de Oviedo.
Me irrita esa exigencia de un juicio rápido con respecto a un asunto del que conocemos todo lo que se puede saber hace muchos años.
Ha sido tan profusamente narrado en la prensa desde que comenzó en 1992 el divorcio Allen/Farrow hasta cuando un blog de The New York Timespublicó la carta abierta de Dylan Farrow, en 2014, que sorprende que muchos de los actores de aquel país anuncien ahora que jamás volverían a trabajar con el director, como si fuera el trámite obligado para adquirir un certificado de pureza.
Siendo tan probable que el director no vuelva a dirigir una película, a qué viene continuar con la piedra en la mano.
Todo estuvo desde hace más de dos décadas a la vista de cualquiera, la misma incógnita, que resultará imposible de esclarecer.
El divorcio fue turbio, arruinó los bolsillos de ambas partes, llenó páginas y tertulias, y yo que andaba por allí, en USA, pensé entonces que era despreciable hacer fotos desnuda a esa hija de tu mujer a la que has visto crecer y dejar olvidada las pruebas encima de la mesa.
Daba igual que la hija fuera adoptada y que la pareja no estuviera oficialmente casada.
Aquello era reprobable, pero no delictivo; lo de Dylan, de haberse probado, sí era delito.
Los psicólogos afirmaron que podía ser un recuerdo construido en un ambiente disfuncional, de mucho estrés. En cualquier caso, la niña, hoy mujer, contó su verdad.
Pero mientras me preguntaban por la estatua de Allen, se cruzó por mi mente otro de los galardonados con el Príncipe de Asturias, Arthur Miller.
Este mes, HBO estrena un documental realizado por la hija del dramaturgo, Rebecca Miller, en torno a la figura del padre.
No ha debido de ser fácil abordar una presencia tan rica en claroscuros como la de Miller.
El referente moral americano, el hombre que se negó valientemente a delatar a colegas ante el tribunal de actividades antiamericanas, aquel que supo retratar a los derrotados, enfrentarlos con la no consecución de los sueños juveniles en un país implacable con el fracaso, tenía en su biografía varias sombras que emborronan su coherencia moral.
Para empezar, no sé si una hija que adora a su padre es la más adecuada para asumir la manera en que el autor teatral abordó su relación con Marilyn Monroe en la obra Después de la caída.
Aunque Miller afirmó que en nada se parecía la ficción a la realidad, sus diarios desdicen aquello que fue una obviedad para el público.
Es sabido que Monroe se encontró abierto el diario de su marido en el que pudo leer que la ignorancia de la actriz lo avergonzaba ante sus amigos.
La crítica juzgó duramente lo que consideró un texto arrogante, carente de autocrítica, en el que el personaje femenino aparecía como una bella descerebrada.
Sin duda, Miller encontró a una igual, a una compañera de vida, en la fotógrafa austriaca Inge Morath, pero de esa relación que sí fue serena surge el capítulo más injustificable de la existencia de ambos.
En el año 66, tres años después de Rebecca, nacía Daniel Miller, un bebé con síndrome de Down.
La pareja decidió entregarlo a una institución, aconsejada por los médicos.
En una entrada de su diario, el dramaturgo escribe: “Cuando la enfermera lo estaba preparando para nuestro viaje a la institución, me volví a mirarlo con reparo.
Durante unos segundos me encontré a mí mismo, sin dudar del diagnóstico del médico, inundado por un amor hacia él.
No me atreví a tocarlo, no fuera que terminara llevándomelo a casa, y lloré”.
Hoy, Daniel Miller, de asombroso parecido a su padre, lleva una vida plena y feliz, trabaja, es un experto ciclista y convive con personas que se han convertido en su verdadera familia.
Rebecca Miller comenzó a tratarlo animada por su marido, el actor Daniel Day-Lewis, que no debía de concebir que su esposa no corrigiera de alguna forma esa terrible historia de abandono.
La cuestión es que andamos tan centrados en el asunto sexual que cualquier otro tipo de atropello, abandono o desamparo nos parece menor, pero un niño expulsado de un hogar por el hecho de haber nacido con una condición que desagrada es algo difícilmente digerible.
Por más que la hija los exculpe afirmando que era otra época.
La realidad es que el niño no aparece en las memorias de Miller. Nada.
Lo borró.
Algo que desmonta la verdad de los otros recuerdos.
Tampoco se dio cuenta de la existencia de Daniel en las necrológicas de ambos, lo cual es extraño en un país en el que se hace siempre referencia a lo personal.
Rebecca Miller estrena este documental ahora, cuando sus padres están muertos.
No quiso herirlos con este asunto.
A mí me queda una duda: ¿no es extraño hablar de aquella infancia encantadora y artística que te dieron tus padres y no ponerla en cuestión por la ausencia del hermano ignorado?
Sí, me refiero a sentir algo así como una culpabilidad delegada. La sensación de haberte comido tu tarta de cumpleaños y la suya.
No hay comentarios:
Publicar un comentario