Chabelita balbucea en los platós dejando historias a medias que le
permitirán seguir en el negocio. Madre e hija me producen un gran tedio,
pero reconozco que me ponen cuando señalan y amenazan. No solo no dan
miedo, producen cierta lástima. Isabel madre ha perdido el brillo que
tuvo y ahora solo interesa para narraciones de subsuelo.
Anacrónicas y pedantes
No
hay duda de que es una artista, pero jamás llegará a ser una estrella,
algo que esta ha llegado a creerse a fuerza de lametazos de sus
palmeros. Chabelita no es ni una cosa ni otra. Pero sigue la tradición
familiar de rodearse de inferiores para dirigirlos como leales vasallos. Ambas son anacrónicas y pedantes, sin el menor bagaje educacional. Los Pantoja se han convertido en una estirpe enlutada de
fallecimientos y escándalos encerrados en los intramuros de Cantora. Sabemos muchos de ellos, pero estoy convencida de que lo peor está
encerrado en algún cuarto con ventanas selladas. Ellos solo abren
puertas a golpes de talonario. Viven de las rentas de sus fracasos y
saben como nadie elegir las prendas vendibles de sus miserias para
tenderlas al sol.
Atrapada en la cutrez
Pantoja madre
piensa que todo el mundo está pendiente de su vida. Lo que ella no
entiende es que solo da audiencia cuando la ponen a parir, incluso sus
propios familiares. Pero bueno, cuando la Panto agoniza, su niña
Chabelita siempre la rescata y la pone de nuevo en la ruta de los
paparazzi. La verdad es que, a medida que sigo escribiendo, me grita más
esta incoherencia mía. Tenía que estar escribiendo sobre los Goya. Detesto dejarme llevar por esa cutrez que impregna mi atención a veces. La semana que viene intentaré bucear en charcas más limpias.
Elvira
Sastre, segoviana de 25 años, es una autora con éxito de ventas en el
género lírico y multidifusión de su obra por Internet.
Al entrar en la librería La Central de Callao, en Madrid,
con su abrigo verde y su cara de pedir permiso, nadie pensaría que esta
chica llena auditorios por todo el mundo.
Pero no a base de canciones o
exhibiciones gastronómicas: leyendo poemas.
Elvira Sastre
despide esa humildad machadiana que suele contagiarse a los habitantes
de Segovia, la ciudad de la que fue vecino.
Allí nació ella hace 25
años.
Hoy vive en Madrid.
Se dedica a escribir y a traducir.
Poesía,
sobre todo. Y vende.
Tanto que pese a que la tienten con novelas y otros
géneros, aunque los vaya a probar incluso, no olvida la esencia de lo
que ella siente sobre todas las cosas: "Soy poeta y vivo de esto",
afirma.
Lo dice sin sombra de duda. Recia, cabal y consciente de una
heroicidad poco común en un país azotado por el paro juvenil. Elvira
Sastre destaca como creadora en una generación multitarea: es decir, que
baila constantemente en las redes (tiene casi 290.000 seguidores en
Facebook, más de 90.000 en Twitter y 153.000 en Instagram), pisa la
calle y sabe indagarse a sí misma encerrada en sus habitaciones. Y que
conforma una voz para la que ponen a su servicio herramientas de impacto
global. Ella acaba de llegar de México, donde ha llenado varios
teatros leyendo versos en una gira y se ha traído una maleta llena con
lo que ha encontrado en mercadillos. Por Puebla, Guadalajara, Monterrey o
Ciudad de México, ha dejado sembradas piezas de poemarios como La soledad de un cuerpo acostumbrado a la herida (Visor), Baluarte (Valparaíso) o Cuarenta y tres maneras de soltarse el pelo (Lapsus Calami)… Así lo lleva en este encuentro madrileño, caído como un hilo frágil y vertiginoso sobre los hombros. Aparece bendecida por las palabras que de ella han dicho
algunos mentores de generaciones precedentes: “Es la poeta que desde
hace mucho estaba pidiendo la poesía española”, cree Benjamín Prado. “No puedo saber lo que hará Elvira Sastre con su vida, pero sí sé que
ahora es una espléndida poeta joven que despliega con fuerza su
personalidad", ha comentado Joan Margarit. También, el maestro avisa a propósito de los jóvenes talentos: “Siempre son una incógnita”.
“Compartir con los lectores en internet ha sido parte del proceso”,
comenta.
“En nuestro caso, el éxito no se debe tanto a nosotros, los
autores. Viene más del canal”
Ella trabaja ahora duro para merecer esos elogios. “¿Yo? Lo
que digan ellos…”. No se va a poner a discutir. Pero sí a ganárselo. De
niña, despuntaba: “Cuando con una amiga teníamos que decidir qué
hacíamos por turnos cada día, yo siempre escogía ir a la biblioteca. Sé
que sorprende mi juventud, pero es que yo he vivido dos vidas. La real y
la de mis lecturas”. Se enganchó al Jabato y al Capitán Trueno por un lado y a
Bécquer y la Generación del 27 por otro. Apenas le distraían de pasar
páginas las quedadas para jugar al fútbol y al baloncesto. Lo primero,
lo ha ido apartando. “Me dejaba la vida en ello. Echaba hasta la
quiniela. Me ha dado muchos quebraderos de cabeza”. Además, su ídolo
vive cierto declive: “Yo era sobre todo de Casillas, aunque también un
poco de Messi”. En eso, ambivalente. O sabia amante de lo bueno. Eligió escribir. Primero un blog donde iba desgranando
emociones. Lo que le pedía el cuerpo. Lo que se le pasaba por la cabeza. Ahí está, activado con el nombre Relocos y recuerdos, como la canción de Luis Ramiro. O también como Blueparaplui.
A lo largo del mismo, Sastre ha ido conformando un modo de expresión
muy generacional, a medio camino entre el exhibicionismo natural y los
palos de ciego que contagian. Logró un batallón de adeptos. “Compartir
con ellos ha sido parte del proceso”, comenta. “En nuestro caso, el
éxito no se debe tanto a nosotros, los autores. Viene más del canal”. Pero la poesía, ha ido comprendiendo, no es un vómito. Muy
al contrario. Más bien, alimento bien condimentado. Y ella, que es feliz
cocinándose un plato de garbanzos, lo sabe. O un riego. Otro aspecto
que conoce por el amor a sus plantas. “Algunas se me mueren, pero no me
rindo”. Aquella pura espontaneidad adolescente es hoy voz y
discurso. “Todavía me cuesta autoconsiderarme algo”, asegura. Sí tiene
claro el método: “El poema surge siempre de un primer fogonazo. No dura
nada. Un minuto. Dos... Luego lo dejo enfriar y lo corrijo. Escribo lo
que me incomoda o me duele”.
Cree —todavía— que la poesía es un rapto y no una
disciplina: “Nunca me he sentado a escribir un poema. Es él quien viene a
mí. Y si no aparece, no me empecino”. Aun así, ya ha logrado obras de
coherencia en las obsesiones, como La soledad de un cuerpo acostumbrado a la herida. Un manual sobre el abandono donde las puertas cerradas de los cuartos
en penumbra enlazan con el mar. “Es mi libro monotemático. La historia
de una ruptura”. Lo exorcizó así. “Ahora soy feliz. Vivo sola, con mi perro. Se llama Tango. Soy un poco señora mayor. Viejoven,
sí…”. Pero, aunque como dice Margarit, un poeta a su edad es una
incógnita, en el caso de Elvira Sastre ese interrogante está lleno de
futuro.
La compañía privada estadounidense SpaceX, dirigida por el magnate de Silicon Valley Elon Musk,
ha dado otro paso enorme en su estrategia de conquista del mercado
aeroespacial. Este martes a las cuatro menos cuatro de la tarde hora
local ha lanzado con éxito desde Cabo Cañaveral (Florida) el cohete
Falcon Heavy, el más poderoso en activo del mundo, con una capacidad de
carga de 64 toneladas.
En este primer vuelo de ensayo el Falcon Heavy
ha transportado hacia una órbita cercana a Marte un material meramente
simbólico: un descapotable color rojo de Tesla, la firma fabricante de
coches eléctricos del extravagante Musk.
Al volante iba un maniquí
vestido de astronauta.
La nave ha despegado del Centro Espacial Kennedy entre un
ruido ensordecedor, una descomunal nube de humo y vítores en la sala de
control y entre los cientos de curiosos que se acercaron a puntos de
observación en varios kilómetros a la redonda. Se empleó la plataforma
de eyección 39 A, la misma infraestructura de la que salieron los
cohetes del programa Apolo 11 camino a la Luna (1961-1972) y el primer
transbordador espacial de la NASA
en 1981. El Falcon Heavy es la nave con más capacidad de carga desde el
cohete Saturno V, que se usó precisamente para viajes del Apolo y que
podía cargar el doble que el nuevo cohete de SpaceX. El récord
histórico, por tanto, permanece sin batir.
El Falcon Heavy consiste en tres cohetes Falcon –el modelo
que venía usando SpaceX– ensamblados.
Los dos laterales sirven como
aceleradores y durante el trayecto se despegan para que el central siga
con su impulso hasta dejar la carga en el espacio.
En el ensayo de este
martes los laterales se separaron a los dos minutos y medio del despegue
y medio minuto más tarde la cápsula con el vehículo dentro se liberó
del cohete central con su muñeco –apodado Starman, por la canción de David Bowie–.
Los cohetes impulsores regresaron a una plataforma en Cabo Cañaveral
en un aterrizaje prodigioso, vertical, milimétricamente calculado y
retransmitido en vivo.
Ya desde el año pasado SpaceX viene ejecutando
sin problemas esa maniobra de recuperación.
También se logró, más tarde,
hacer volver el cohete central, que aterrizó en el océano Atlántico en
un plataforma marina teledirigida.
El Falcon Heavy mide 70 metros de alto –como un edificio de
23 plantas– y tiene 27 motores con una fuerza de empuje de más de 2.500
toneladas, equiparable a la de 18 aviones Boeing 747. Su capacidad de
carga dobla la del cohete más poderoso que había hasta ahora en activo,
el Delta IV Heavy de la United Launch Alliance (ULA, una empresa
conjunta de las poderosas casas Lockheed Martin y Boeing). El coste de
un viaje del Falcon Heavy según SpaceX es de 90 millones de dólares, una
cuarta parte de lo que hay que pagar por uno del Delta IV Heavy. Con este avance tecnológico la empresa de Musk da un golpe
en la mesa en el mercado aeroespacial mostrándose como la firma capaz de
transportar más carga a menor coste para clientes tan poderosos como la
NASA, las empresas de satélites de telecomunicaciones o el Ejército de
EE UU. El sueño de Musk es convertir el negocio del transporte
aeroespacial en algo tan lucrativo que permita costear su proyecto más
ambicioso y costoso: llevar al ser humano a Marte y colonizar el planeta
rojo.
En su cuento La esfinge de la calavera, Edgar Allan Poe
relata el encuentro de un hombre con un monstruo gigantesco y alado que
lleva sobre su espalda la marca de la muerte. El misterio terrible de
esta aparición se resuelve al final del cuento cuando la víctima de la
alucinación descubre que no ha visto más que un pequeño insecto atrapado
en una tela de araña. Todo era un problema de perspectiva, dice el
cuento. Visto de cerca, muy cerca, justo delante de una ventana el
insecto se convirtió en un monstruo. Devuelto a la correcta distancia el
gigante marcado por la muerte volvía a ser inofensivo.
El ala radical del nuevo feminismo no cree que
baste con cambiar las leyes que permiten el abuso, sino que hay que
extirpar el deseo de abusar
Leyendo el apasionado artículo ‘¿Qué hacer con le arte de los hombres monstruosos?’
de Claire Dederer en este diario no pude dejar de pensar en el cuento
de Poe. Se pregunta la escritora si se puede amar la obra de arte de algunos monstruos de los que detestamos sus actos privados. Se detiene especialmente en los casos de Roman Polanski y Woody Allen, que no sólo arrastran un sulfuroso pasado sexual, sino que no parecen dispuestos a pedir demasiado perdón por ello.
Pero quizás, como sucede con el insecto del cuento, los pecados y los
horrores de la vida de los artistas nos parecen gigantescos porque los
vemos de demasiado cerca. Pegados a la ventana sus alas miden lo mismo
que los árboles al fondo del jardín.
También hay dentistas, obreros, estudiantes, cesantes y
ejecutivos que se acuestan con sus hijastras o llevan menores de edad a
sus camas. Suponemos que en todos los gremios hay abuso y desenfreno,
pero no nos toca conocer más que los que cometen o sufren nuestros
cercanos . Eso y los artistas en la tele y los diarios. Imaginamos que el
amigo del bar, el recolector de impuestos, el primo lejano es como tú o
yo, una persona normal. Los artistas, con sus obras, como con su vida,
quiebran esa ilusión de normalidad. Las novelas, las películas, los
dramas y los poemas nos recuerdan que somos, como diría Nicanor Parra,
un embutido de ángel y bestia. La vida privada —siempre demasiado
pública— de los artistas confirma la complicada fórmula del embutido. El artista peca por todos porque peca en público. En esa
debilidad reside también su poder. Poe no era, por cierto, el único
borracho de Baltimore, pero es el que contó por todos la desesperación
de su país, su época, su clase social. El cuento de la esfinge, escrito
en medio de una epidemia de cólera en Nueva York, de alguna forma explica que el dolor de la epidemia,
como la esfinge, es sólo inmenso porque es demasiado cercano. El cuento
de terror es así también un cuento de consuelo. Vista así la
monstruosidad de Poe se parece extrañamente a la sabiduría, a la
santidad. Esa santidad que no dudó en atribuirle Jean-Paul Sartre a Jean Genet, delincuente y pederasta reconocido y orgulloso de sus crímenes, porque de alguna forma esos crímenes le ayudaban a comprender que nadie es inocente. En los años sesenta y setenta Genet marchó y firmó
manifiestos contra el racismo, el colonialismo, los derechos de los gais
y las mujeres, pero no se olvidó nunca de recordarnos que el poder sólo
consigue humillarnos porque en el sometimiento hay placer.
Un artista no tiene por qué ser transgresor, aunque de
alguna forma hasta su banalidad resulta monstruosa porque hace lo que
ninguna banalidad se le ocurre hacer: publicarse en detalle. Chéjov
tenía como gran vicio sanar gratis a los enfermos de Yalta. Su
monstruosidad consistió en la misma de Tolstói, padre, artista, profeta,
marido (bastante malo), que escondía entre sus botas y ropas tres
diarios de vida simultáneos. Lo que lo hace un genio y monstruo son esos
tres diarios de vida en que cuenta lo que nadie más se atreve a contar. El artista es un monstruo sólo por eso, porque no renuncia a contarnos
el monstruo que también somos nosotros. Woody Allen filma con toda suerte de estrellas inaccesibles de Hollywood
entre las que vive, pero sus mejores películas hablan de hombres y
mujeres comunes que de pronto son capaces de cometer toda clase de
imperdonables crímenes y pecadillos. En muchas de ellas sus héroes
descubren que, por más terribles o absurdos que sean sus actos, no hay
un dios o un destino que los condene.
¿No es eso más que el romance con su hijastra
(un romance más largo que la mayor parte de los matrimonios de
Hollywood)? ¿Habría podido filmar Polanski en Tess el dolor y el honor
en la cara de Nastassja Kinski, con la que se acostó cuando ella era menor de edad, sin sentirse sexualmente atraído por su belleza adolescente? ¿Cambia la película saber que Kinski fue víctima de abusos por parte de su padre o que Polanski le dedica Tess a Sharon Tate porque, justo antes de ser asesinada por la tribu de Charles Mason,
le regaló el libro de Tomas Hardy en que se basa la película? Disturba
la idea que esta cadena de muertes y dolores son parte de la belleza de
la película. Porque Polanski, víctima y victimario de casi todas las
revoluciones de su época, comprende de un modo íntimo lo que en nosotros
sólo son ideas vagas. Ante la justicia nada de eso lo exime, pero ante
nuestros ojos de espectadores todo eso lo explica. ¿Vale la pena tanto dolor por una película o un libro? Muchos activistas de la revolución #MeToo piensan que no.
Olvidan que el dolor y el abuso se perpetran con o sin arte, que el
arte nos habla de lo que ve, no de lo quisiera ver. Se escandalizan
porque los artistas son torpes, violentos y abusivos, pero lo hacen
también porque parte de su trabajo es escandalizarnos, como nos
escandaliza siempre mirarnos al espejo y descubrir canas y ojeras que no
esperábamos. No en vano el fundamentalismo judío, musulmán, cristiano o
progresista tienen en común la fobia a los espejos. Toda revolución moral, y esta es sin duda una revolución
moral, empieza por prohibir las imágenes. Todas las revoluciones morales
repugnan del libertinaje y el relativismo moral que son esenciales en
el arte. Woody Allen y Polanski no son unos santos, no sólo no lo
esconden, sino que nos recuerdan en muchas películas que tampoco
nosotros lo somos. El ala más radical y visible del nuevo feminismo no
cree que baste con cambiar las leyes y los reglamentos que permiten y
fomentan el abuso, sino extirpar de los hombres el deseo de abusar. El
arte, el bueno, sabe que acabar con el monstruo que podemos ser es
también destruir el santo que convive con él, en él. El arte, el bueno,
proclama y susurra al mismo tiempo que no existen los monstruos, ni
tampoco el mal absoluto, ni el bien definitivo, que no existe la
inocencia total y la culpa de nacimiento.
Rafael Gumucio es escritor chileno, autor entre otras obras de ‘El galán imperfecto’.