El artista peca por todos porque peca en público. En esa debilidad reside también su poder.
Woody Allen y Roman Polanski hablan en sus películas de lo que ven.
En su cuento La esfinge de la calavera, Edgar Allan Poe
relata el encuentro de un hombre con un monstruo gigantesco y alado que
lleva sobre su espalda la marca de la muerte.
El misterio terrible de esta aparición se resuelve al final del cuento cuando la víctima de la alucinación descubre que no ha visto más que un pequeño insecto atrapado en una tela de araña.
Todo era un problema de perspectiva, dice el cuento.
Visto de cerca, muy cerca, justo delante de una ventana el insecto se convirtió en un monstruo.
Devuelto a la correcta distancia el gigante marcado por la muerte volvía a ser inofensivo.
Leyendo el apasionado artículo ‘¿Qué hacer con le arte de los hombres monstruosos?’
de Claire Dederer en este diario no pude dejar de pensar en el cuento
de Poe.
Se pregunta la escritora si se puede amar la obra de arte de algunos monstruos de los que detestamos sus actos privados.
Se detiene especialmente en los casos de Roman Polanski y Woody Allen, que no sólo arrastran un sulfuroso pasado sexual, sino que no parecen dispuestos a pedir demasiado perdón por ello. Pero quizás, como sucede con el insecto del cuento, los pecados y los horrores de la vida de los artistas nos parecen gigantescos porque los vemos de demasiado cerca.
Pegados a la ventana sus alas miden lo mismo que los árboles al fondo del jardín.
También hay dentistas, obreros, estudiantes, cesantes y ejecutivos que se acuestan con sus hijastras o llevan menores de edad a sus camas.
Suponemos que en todos los gremios hay abuso y desenfreno, pero no nos toca conocer más que los que cometen o sufren nuestros cercanos
. Eso y los artistas en la tele y los diarios.
Imaginamos que el amigo del bar, el recolector de impuestos, el primo lejano es como tú o yo, una persona normal.
Los artistas, con sus obras, como con su vida, quiebran esa ilusión de normalidad.
Las novelas, las películas, los dramas y los poemas nos recuerdan que somos, como diría Nicanor Parra, un embutido de ángel y bestia.
La vida privada —siempre demasiado pública— de los artistas confirma la complicada fórmula del embutido.
El artista peca por todos porque peca en público.
En esa debilidad reside también su poder.
Poe no era, por cierto, el único borracho de Baltimore, pero es el que contó por todos la desesperación de su país, su época, su clase social.
El cuento de la esfinge, escrito en medio de una epidemia de cólera en Nueva York, de alguna forma explica que el dolor de la epidemia, como la esfinge, es sólo inmenso porque es demasiado cercano.
El cuento de terror es así también un cuento de consuelo.
Vista así la monstruosidad de Poe se parece extrañamente a la sabiduría, a la santidad.
Esa santidad que no dudó en atribuirle Jean-Paul Sartre a Jean Genet, delincuente y pederasta reconocido y orgulloso de sus crímenes, porque de alguna forma esos crímenes le ayudaban a comprender que nadie es inocente.
En los años sesenta y setenta Genet marchó y firmó manifiestos contra el racismo, el colonialismo, los derechos de los gais y las mujeres, pero no se olvidó nunca de recordarnos que el poder sólo consigue humillarnos porque en el sometimiento hay placer.
Un artista no tiene por qué ser transgresor, aunque de alguna forma hasta su banalidad resulta monstruosa porque hace lo que ninguna banalidad se le ocurre hacer: publicarse en detalle.
Chéjov tenía como gran vicio sanar gratis a los enfermos de Yalta. Su monstruosidad consistió en la misma de Tolstói, padre, artista, profeta, marido (bastante malo), que escondía entre sus botas y ropas tres diarios de vida simultáneos.
Lo que lo hace un genio y monstruo son esos tres diarios de vida en que cuenta lo que nadie más se atreve a contar.
El artista es un monstruo sólo por eso, porque no renuncia a contarnos el monstruo que también somos nosotros.
Woody Allen filma con toda suerte de estrellas inaccesibles de Hollywood entre las que vive, pero sus mejores películas hablan de hombres y mujeres comunes que de pronto son capaces de cometer toda clase de imperdonables crímenes y pecadillos.
En muchas de ellas sus héroes descubren que, por más terribles o absurdos que sean sus actos, no hay un dios o un destino que los condene.
¿No es eso más que el romance con su hijastra (un romance más largo que la mayor parte de los matrimonios de Hollywood)? ¿Habría podido filmar Polanski en Tess el dolor y el honor en la cara de Nastassja Kinski, con la que se acostó cuando ella era menor de edad, sin sentirse sexualmente atraído por su belleza adolescente?
¿Cambia la película saber que Kinski fue víctima de abusos por parte de su padre o que Polanski le dedica Tess a Sharon Tate porque, justo antes de ser asesinada por la tribu de Charles Mason, le regaló el libro de Tomas Hardy en que se basa la película? Disturba la idea que esta cadena de muertes y dolores son parte de la belleza de la película.
Porque Polanski, víctima y victimario de casi todas las revoluciones de su época, comprende de un modo íntimo lo que en nosotros sólo son ideas vagas.
Ante la justicia nada de eso lo exime, pero ante nuestros ojos de espectadores todo eso lo explica.
¿Vale la pena tanto dolor por una película o un libro?
Muchos activistas de la revolución #MeToo piensan que no. Olvidan que el dolor y el abuso se perpetran con o sin arte, que el arte nos habla de lo que ve, no de lo quisiera ver.
Se escandalizan porque los artistas son torpes, violentos y abusivos, pero lo hacen también porque parte de su trabajo es escandalizarnos, como nos escandaliza siempre mirarnos al espejo y descubrir canas y ojeras que no esperábamos.
No en vano el fundamentalismo judío, musulmán, cristiano o progresista tienen en común la fobia a los espejos.
Toda revolución moral, y esta es sin duda una revolución moral, empieza por prohibir las imágenes.
Todas las revoluciones morales repugnan del libertinaje y el relativismo moral que son esenciales en el arte.
Woody Allen y Polanski no son unos santos, no sólo no lo esconden, sino que nos recuerdan en muchas películas que tampoco nosotros lo somos.
El ala más radical y visible del nuevo feminismo no cree que baste con cambiar las leyes y los reglamentos que permiten y fomentan el abuso, sino extirpar de los hombres el deseo de abusar.
El arte, el bueno, sabe que acabar con el monstruo que podemos ser es también destruir el santo que convive con él, en él.
El arte, el bueno, proclama y susurra al mismo tiempo que no existen los monstruos, ni tampoco el mal absoluto, ni el bien definitivo, que no existe la inocencia total y la culpa de nacimiento.
El misterio terrible de esta aparición se resuelve al final del cuento cuando la víctima de la alucinación descubre que no ha visto más que un pequeño insecto atrapado en una tela de araña.
Todo era un problema de perspectiva, dice el cuento.
Visto de cerca, muy cerca, justo delante de una ventana el insecto se convirtió en un monstruo.
Devuelto a la correcta distancia el gigante marcado por la muerte volvía a ser inofensivo.
El ala radical del nuevo feminismo no cree que
baste con cambiar las leyes que permiten el abuso, sino que hay que
extirpar el deseo de abusar
Se pregunta la escritora si se puede amar la obra de arte de algunos monstruos de los que detestamos sus actos privados.
Se detiene especialmente en los casos de Roman Polanski y Woody Allen, que no sólo arrastran un sulfuroso pasado sexual, sino que no parecen dispuestos a pedir demasiado perdón por ello. Pero quizás, como sucede con el insecto del cuento, los pecados y los horrores de la vida de los artistas nos parecen gigantescos porque los vemos de demasiado cerca.
Pegados a la ventana sus alas miden lo mismo que los árboles al fondo del jardín.
También hay dentistas, obreros, estudiantes, cesantes y ejecutivos que se acuestan con sus hijastras o llevan menores de edad a sus camas.
Suponemos que en todos los gremios hay abuso y desenfreno, pero no nos toca conocer más que los que cometen o sufren nuestros cercanos
. Eso y los artistas en la tele y los diarios.
Imaginamos que el amigo del bar, el recolector de impuestos, el primo lejano es como tú o yo, una persona normal.
Los artistas, con sus obras, como con su vida, quiebran esa ilusión de normalidad.
Las novelas, las películas, los dramas y los poemas nos recuerdan que somos, como diría Nicanor Parra, un embutido de ángel y bestia.
La vida privada —siempre demasiado pública— de los artistas confirma la complicada fórmula del embutido.
El artista peca por todos porque peca en público.
En esa debilidad reside también su poder.
Poe no era, por cierto, el único borracho de Baltimore, pero es el que contó por todos la desesperación de su país, su época, su clase social.
El cuento de la esfinge, escrito en medio de una epidemia de cólera en Nueva York, de alguna forma explica que el dolor de la epidemia, como la esfinge, es sólo inmenso porque es demasiado cercano.
El cuento de terror es así también un cuento de consuelo.
Vista así la monstruosidad de Poe se parece extrañamente a la sabiduría, a la santidad.
Esa santidad que no dudó en atribuirle Jean-Paul Sartre a Jean Genet, delincuente y pederasta reconocido y orgulloso de sus crímenes, porque de alguna forma esos crímenes le ayudaban a comprender que nadie es inocente.
En los años sesenta y setenta Genet marchó y firmó manifiestos contra el racismo, el colonialismo, los derechos de los gais y las mujeres, pero no se olvidó nunca de recordarnos que el poder sólo consigue humillarnos porque en el sometimiento hay placer.
Un artista no tiene por qué ser transgresor, aunque de alguna forma hasta su banalidad resulta monstruosa porque hace lo que ninguna banalidad se le ocurre hacer: publicarse en detalle.
Chéjov tenía como gran vicio sanar gratis a los enfermos de Yalta. Su monstruosidad consistió en la misma de Tolstói, padre, artista, profeta, marido (bastante malo), que escondía entre sus botas y ropas tres diarios de vida simultáneos.
Lo que lo hace un genio y monstruo son esos tres diarios de vida en que cuenta lo que nadie más se atreve a contar.
El artista es un monstruo sólo por eso, porque no renuncia a contarnos el monstruo que también somos nosotros.
Woody Allen filma con toda suerte de estrellas inaccesibles de Hollywood entre las que vive, pero sus mejores películas hablan de hombres y mujeres comunes que de pronto son capaces de cometer toda clase de imperdonables crímenes y pecadillos.
En muchas de ellas sus héroes descubren que, por más terribles o absurdos que sean sus actos, no hay un dios o un destino que los condene.
¿No es eso más que el romance con su hijastra (un romance más largo que la mayor parte de los matrimonios de Hollywood)? ¿Habría podido filmar Polanski en Tess el dolor y el honor en la cara de Nastassja Kinski, con la que se acostó cuando ella era menor de edad, sin sentirse sexualmente atraído por su belleza adolescente?
¿Cambia la película saber que Kinski fue víctima de abusos por parte de su padre o que Polanski le dedica Tess a Sharon Tate porque, justo antes de ser asesinada por la tribu de Charles Mason, le regaló el libro de Tomas Hardy en que se basa la película? Disturba la idea que esta cadena de muertes y dolores son parte de la belleza de la película.
Porque Polanski, víctima y victimario de casi todas las revoluciones de su época, comprende de un modo íntimo lo que en nosotros sólo son ideas vagas.
Ante la justicia nada de eso lo exime, pero ante nuestros ojos de espectadores todo eso lo explica.
¿Vale la pena tanto dolor por una película o un libro?
Muchos activistas de la revolución #MeToo piensan que no. Olvidan que el dolor y el abuso se perpetran con o sin arte, que el arte nos habla de lo que ve, no de lo quisiera ver.
Se escandalizan porque los artistas son torpes, violentos y abusivos, pero lo hacen también porque parte de su trabajo es escandalizarnos, como nos escandaliza siempre mirarnos al espejo y descubrir canas y ojeras que no esperábamos.
No en vano el fundamentalismo judío, musulmán, cristiano o progresista tienen en común la fobia a los espejos.
Toda revolución moral, y esta es sin duda una revolución moral, empieza por prohibir las imágenes.
Todas las revoluciones morales repugnan del libertinaje y el relativismo moral que son esenciales en el arte.
Woody Allen y Polanski no son unos santos, no sólo no lo esconden, sino que nos recuerdan en muchas películas que tampoco nosotros lo somos.
El ala más radical y visible del nuevo feminismo no cree que baste con cambiar las leyes y los reglamentos que permiten y fomentan el abuso, sino extirpar de los hombres el deseo de abusar.
El arte, el bueno, sabe que acabar con el monstruo que podemos ser es también destruir el santo que convive con él, en él.
El arte, el bueno, proclama y susurra al mismo tiempo que no existen los monstruos, ni tampoco el mal absoluto, ni el bien definitivo, que no existe la inocencia total y la culpa de nacimiento.
Rafael Gumucio es escritor chileno, autor entre otras obras de ‘El galán imperfecto’.
No hay comentarios:
Publicar un comentario