La actitud. Esa es la clave del triunfo. En una etapa de nuestra vida en la que las mujeres pasamos a un segundo plano, el secreto del éxito, según Carmen Alborch, ganadora del V Premio TENA Lady a las Mujeres que Triunfan, está en “aprender a envejecer”.
"Cuando las mujeres entran en una determinada edad y dejan de ser un
objeto sexual”, la sociedad parece olvidarse de que existen, se queja
Verónica Forqué, miembro del jurado y encargada de entregarle el
galardón a Alborch. El secreto del triunfo de Verónica Forqué es apostar por vivir el presente y disfrutar del momento “porque no sabemos nada más, ni qué nos va a pasar mañana”. Así es como no pierde la alegría ni la ilusión. La actriz reconoce que es difícil envejecer, pero es algo que hay que aceptar con humildad y con sentido del humor y por eso ha señalado que el V Premio TENA Lady a las Mujeres que Triunfanes necesario para reforzar la visibilidad de la mujer.
Alborch, ex ministra de Cultura y escritora, ha sido reconocida con este premio por su contribución, a través de su obra, a poner en valor la figura de la mujer en una sociedad que tiende a olvidarlas. Se ha sentido muy orgullosa de recibir este galardón y ha aprovechado para aplaudir a “una generación de mujeres que ha alcanzado una determinada edad con mucha preparación y experiencia”. También ha enviado un emotivo mensaje a todas aquellas mujeres a las que les cuesta aceptarse y las ha animado a valorar que “el tercer acto de la vida es tan importante como el primero”. De esta manera, Carmen Alborch se une a Mabel Lozano, María Escario, Elvira Lindo y Ángela Molina, ganadoras de las ediciones anteriores y mujeres luchadoras y comprometidas con la visibilidad de las mujeres.
Ahora que se
cumplen 40 años de las primeras elecciones democráticas tras el
franquismo, Villacastín pone en marcha el retrovisor y nos cuenta en su
nuevo libro Los años que amamos locamente. Amor, seco y destape en la Transición (Plaza
y Janés) los usos y costumbres amorosas de un tiempo no tan lejano como
podría parecer.
A medio camino entre las memorias y la crónica de
sociedad, este volumen reúne un sinfín de anécdotas jugosas y
reflexiones que ayudan a comprender el momento presente.
Nos recibe
amablemente en su casa y con ese acento madrileño que recuerda a ratos a
Sara Montiel, desgrana los entresijos de una vida en la que ha sido
testigo de muchos de los cambios que se han vivido en este país.
A la frívola pregunta de si el infierno existe, Magda
Hollander-Lafon (Záhony, Hungría, 1927) responde que sí, porque estuvo.
Pero a diferencia de las supuestas almas condenadas entre las llamas de
las creencias religiosas, ella volvió de entre las reales: las de los
hornos crematorios de los campos de la muerte. Entre mayo de 1944 y abril de 1945, su cuerpo —un desecho— y su mente —un búnker— pasaron por cinco infiernos sucesivos: Auschwitz-Birkenau,
Walldorf, Ravensbrück, Zillertal y Morgenstern. Otros tantos siniestros
mojones dentro de la Solución Final orquestada por Hitler, Himmler,
Heydrich y Eichmann: el genocidio organizado de casi seis millones de judíos de toda Europa. Magda escribe libros, libros estremecedores y a la vez luminosos como Cuatro mendrugos de pan,
recientemente publicado en España por Editorial Periférica. Lleva 40
años viviendo en las afueras de la ciudad francesa de Rennes. Allí
recibió a EL PAÍS con café, pastas y muchas ganas de contar su historia. Increíble si no fuera porque ocurrió.
Pregunta. Lleva años contando su experiencia en Auschwitz a estudiantes de instituo y universitarios. ¿Cómo reaccionan? Respuesta. No se trata solo de contarles
mis cosas, porque aquello resulta intransmisible. Además, si yo me pongo
a contar mis batallitas, puedo desanimar a un regimiento. Lo que hago
es tratar de convocarles a la vida, dinamizarles interiormente. Nuestros
jóvenes son un regalo de la vida, pero nadie se lo dice nunca. Sé de lo
que hablo, habré hablado ante unos 16.000. Le he dado muchas vueltas a
cómo dar testimonio. P. ¿Y a qué conclusión llegó? R. Elaboré unos cuestionarios, que son
distribuidos entre los alumnos y ellos escriben ahí por qué quieren
escuchar estas historias. Mire, se los voy a enseñar… [Magda
Hollander-Lafon se levanta y se dirige a un salón, abre un armario
enorme y ahí están: montañas de clasificadores y carpetas con las
preguntas y respuestas que los alumnos le han dado durante tantos años]. Ahora estoy trabajando en un libro sobre esto. P. ¿Cómo se titulará ese libro?
R.Tu vida y tu devenir están en tu mano. Es un mensaje para que no vuelva a ocurrir aquello. Hay que cuidar la memoria. P. Blindar la memoria es lo que hace usted en Cuatro mendrugos de pan. “Una meditación sobre la vida, no sobre la muerte”, avisa al principio.
¿Es esa la lección que extrajo, vivir la vida como si cada día fuera el
último? R. Justo es esa. Pero no solo hoy. Incluso
allí, en los campos de concentración, todo el mundo quería vivir, se
aferraba a la vida. ¡Tantas personas —niños, jóvenes, adultos, ancianos—
desaparecieron…! Pero hasta el último aliento quisieron seguir
viviendo. Auschwitz-Birkenau era un lugar de muerte en el que cada uno
se agarraba a la vida.
P. ¿Nunca quiso suicidarse, poner fin al infierno? R. Si sentías una sola vez que ya no
merecía la pena vivir, todo estaba perdido.
Así que huías de esa
tentación. Yo siempre había sido muy rebelde, odiaba las injusticias.
Cuando odias significa que estás vivo, como cuando amas o cuando sufres.
Yo, en Auschwitz, quería vivir pero lo que me permitió hacerlo fue
darme cuenta de que iba a morir
Y lo acepté. Y a partir del momento en que llegas a la
conclusión de que vas a morir, tienes como una sensación de que la vida
se hace sitio en ti.
P. No estoy seguro de entenderle… R. En ese momento todos los miedos se van. Y cuando todos los miedos se van te entran unas fuerzas enormes de vivir. P. ¿Sabía que era tan valiente? R. ¡Qué va! Pero eso no viene de la cabeza,
sino de ese instinto de supervivencia, de la formidable intuición de
vida que hay en todos nosotros. Un día salíamos de los barracones,
íbamos con los cuerpos en carne viva. De pronto, no sé por qué, supe que
íbamos directos a la cámara de gas. Me dije: “Magda, se acabó”. Pero
sin que nadie me viera, me pasé a la otra fila, donde la gente estaba en
mucho mejor estado. La otra fila fue directa a la cámara de gas. P. Jorge Semprún escribió sobre sobre Büchenwald: “No rozamos la muerte, la vivimos desde dentro”. ¿Lo comparte? R. Sí. Estuvimos dentro de la misma muerte,
fuimos muertos vivientes. Y yo me sigo preguntando: ¿Por qué los
judíos? No tengo respuestas. Pero le digo una cosa: Dios está en peligro
cada vez que los judíos están amenazados. P. ¿Cree que los nazis quisieron exterminar a los judíos porque se creían Dios? R. Claro, ¿qué persiguen los grandes
dictadores? Ponerse en el lugar de Dios . Los nazis tenían el poder de
vida y de muerte sobre nosotros. ¿Qué les molestaba? Que se decía que
éramos el pueblo elegido. Eso les provocaba celos y envidia. Éramos
peligrosos. R. Creer en alguien que está por encima de
ti. No. Creer en alguien que está contigo. Un judío es alguien que tiene
fe. Cuidado, no es lo mismo creer que tener fe; puedes creer hoy en
algo y mañana ya no. Pero la fe es distinta, te habita. Y lo digo yo,
que vengo de una familia judía que ni siquiera era practicante. Yo, que
llegué a odiar a Dios cuando era joven. P. ¿Por qué lo odió? R. Pues porque cuando mi madre y mi hermana pequeña rezaron, él no vino a salvarlas. P. Perdón por esta pregunta, ni siquiera sé
si tengo derecho a hacerla. ¿Cómo recuerda el momento en que aquella
celadora de Auschwitz señaló con el dedo el humo de la chimenea y le
dijo que allí estaban su madre y su hermana? R. Claro que tiene derecho a hacerla.
¿Sabe? No pienso en ello todos los días. Pero mi madre y mi hermana
están siempre ahí, y creo que todo este trabajo con los jóvenes que sigo
haciendo, es por ellas. Eso da sentido a mi vida, que es lo que
persigo.
P. ¿Qué fue lo que la salvó? R. Me salvó la bondad de algunas personas. Y
hacerme preguntas. Aun en los peores momentos yo me hacía preguntas sin
parar, hablaba sola, le hablaba a mi cuerpo, a mis pies, a mis manos, y
cuando los guardianes nos pegaban casi no sentía los golpes. P. ¿Qué piensa hoy cuando come pan? ¿Se acuerda de aquellos trozos de pan mohoso?
R. ¡Mire! [se acerca a la alacena y saca
una enorme barra de pan de molde]. Solo compro de este, porque tiene la
misma forma que aquel. Lo cortaban en ocho trozos y nos daban uno a cada
una para todo el día. ¡Cómo lo saboreábamos! Pero ahora lo tengo entero
para mí sola (risas). Nos robábamos el pan. Nos quitábamos todo. P. Hasta que aquella mujer le dio los cuatro mendrugos de pan que da título a su libro… R. Debía de ser un domingo por la tarde, el
único momento en que no trabajábamos. Salía del barracón y entonces la
vi, tumbada y casi ya sin mirada. Pensé: “Se va a morir pronto”. Me
llamó con un gesto. Me dijo: “Eres joven y tienes que vivir para
contarle al mundo lo que está pasando aquí”. Abrió sus manos y vi los
cuatro trozos de pan con moho. Me dijo: “Cómetelos”. Y fue un banquete.
P. ¿Ha perdonado? R. No tengo nada que perdonar porque nadie me ha pedido nunca perdón. Pero tuve que perdonarme a mí misma cuando volví del campo de concentración. P. ¿Tuvo remordimientos por estar viva? R. Sí, claro que sí… ¿por qué yo sí y otros
no?, me decía. Y fue en aquellos momentos cuando quise morir, no cuando
estaba en Auschwitz. Pero un día me dije que no podía seguir
concediéndole a Hitler, 30 años después, el poder sobre mi vida.