La autora Magda Hollander-Lafon sobrevivió a cinco campos de concentración y cuenta su experiencia en el libro ‘Cuatro mendrugos de pan’.
A la frívola pregunta de si el infierno existe, Magda
Hollander-Lafon (Záhony, Hungría, 1927) responde que sí, porque estuvo.
Pero a diferencia de las supuestas almas condenadas entre las llamas de
las creencias religiosas, ella volvió de entre las reales: las de los
hornos crematorios de los campos de la muerte.
Entre mayo de 1944 y abril de 1945, su cuerpo —un desecho— y su mente —un búnker— pasaron por cinco infiernos sucesivos: Auschwitz-Birkenau, Walldorf, Ravensbrück, Zillertal y Morgenstern.
Otros tantos siniestros mojones dentro de la Solución Final orquestada por Hitler, Himmler, Heydrich y Eichmann: el genocidio organizado de casi seis millones de judíos de toda Europa.
Magda escribe libros, libros estremecedores y a la vez luminosos como Cuatro mendrugos de pan, recientemente publicado en España por Editorial Periférica.
Lleva 40 años viviendo en las afueras de la ciudad francesa de Rennes.
Allí recibió a EL PAÍS con café, pastas y muchas ganas de contar su historia.
Increíble si no fuera porque ocurrió.
Pregunta. Lleva años contando su experiencia en Auschwitz a estudiantes de instituo y universitarios.
¿Cómo reaccionan?
Respuesta. No se trata solo de contarles mis cosas, porque aquello resulta intransmisible.
Además, si yo me pongo a contar mis batallitas, puedo desanimar a un regimiento.
Lo que hago es tratar de convocarles a la vida, dinamizarles interiormente. Nuestros jóvenes son un regalo de la vida, pero nadie se lo dice nunca.
Sé de lo que hablo, habré hablado ante unos 16.000. Le he dado muchas vueltas a cómo dar testimonio.
P. ¿Y a qué conclusión llegó?
R. Elaboré unos cuestionarios, que son distribuidos entre los alumnos y ellos escriben ahí por qué quieren escuchar estas historias.
Mire, se los voy a enseñar… [Magda Hollander-Lafon se levanta y se dirige a un salón, abre un armario enorme y ahí están: montañas de clasificadores y carpetas con las preguntas y respuestas que los alumnos le han dado durante tantos años].
Ahora estoy trabajando en un libro sobre esto.
P. ¿Cómo se titulará ese libro?
Entre mayo de 1944 y abril de 1945, su cuerpo —un desecho— y su mente —un búnker— pasaron por cinco infiernos sucesivos: Auschwitz-Birkenau, Walldorf, Ravensbrück, Zillertal y Morgenstern.
Otros tantos siniestros mojones dentro de la Solución Final orquestada por Hitler, Himmler, Heydrich y Eichmann: el genocidio organizado de casi seis millones de judíos de toda Europa.
Magda escribe libros, libros estremecedores y a la vez luminosos como Cuatro mendrugos de pan, recientemente publicado en España por Editorial Periférica.
Lleva 40 años viviendo en las afueras de la ciudad francesa de Rennes.
Allí recibió a EL PAÍS con café, pastas y muchas ganas de contar su historia.
Increíble si no fuera porque ocurrió.
Pregunta. Lleva años contando su experiencia en Auschwitz a estudiantes de instituo y universitarios.
¿Cómo reaccionan?
Respuesta. No se trata solo de contarles mis cosas, porque aquello resulta intransmisible.
Además, si yo me pongo a contar mis batallitas, puedo desanimar a un regimiento.
Lo que hago es tratar de convocarles a la vida, dinamizarles interiormente. Nuestros jóvenes son un regalo de la vida, pero nadie se lo dice nunca.
Sé de lo que hablo, habré hablado ante unos 16.000. Le he dado muchas vueltas a cómo dar testimonio.
P. ¿Y a qué conclusión llegó?
R. Elaboré unos cuestionarios, que son distribuidos entre los alumnos y ellos escriben ahí por qué quieren escuchar estas historias.
Mire, se los voy a enseñar… [Magda Hollander-Lafon se levanta y se dirige a un salón, abre un armario enorme y ahí están: montañas de clasificadores y carpetas con las preguntas y respuestas que los alumnos le han dado durante tantos años].
Ahora estoy trabajando en un libro sobre esto.
P. ¿Cómo se titulará ese libro?
Es un mensaje para que no vuelva a ocurrir aquello. Hay que cuidar la memoria.
P. Blindar la memoria es lo que hace usted en Cuatro mendrugos de pan.
“Una meditación sobre la vida, no sobre la muerte”, avisa al principio. ¿Es esa la lección que extrajo, vivir la vida como si cada día fuera el último?
R. Justo es esa.
Pero no solo hoy. Incluso allí, en los campos de concentración, todo el mundo quería vivir, se aferraba a la vida.
¡Tantas personas —niños, jóvenes, adultos, ancianos— desaparecieron…! Pero hasta el último aliento quisieron seguir viviendo. Auschwitz-Birkenau era un lugar de muerte en el que cada uno se agarraba a la vida.
R. Si sentías una sola vez que ya no merecía la pena vivir, todo estaba perdido.
Así que huías de esa
tentación. Yo siempre había sido muy rebelde, odiaba las injusticias.
Cuando odias significa que estás vivo, como cuando amas o cuando sufres.
Yo, en Auschwitz, quería vivir pero lo que me permitió hacerlo fue
darme cuenta de que iba a morir
Y lo acepté. Y a partir del momento en que llegas a la
conclusión de que vas a morir, tienes como una sensación de que la vida
se hace sitio en ti.
P. No estoy seguro de entenderle…
R. En ese momento todos los miedos se van.
Y cuando todos los miedos se van te entran unas fuerzas enormes de vivir.
P. ¿Sabía que era tan valiente?
R. ¡Qué va! Pero eso no viene de la cabeza, sino de ese instinto de supervivencia, de la formidable intuición de vida que hay en todos nosotros.
Un día salíamos de los barracones, íbamos con los cuerpos en carne viva.
De pronto, no sé por qué, supe que íbamos directos a la cámara de gas. Me dije: “Magda, se acabó”.
Pero sin que nadie me viera, me pasé a la otra fila, donde la gente estaba en mucho mejor estado.
La otra fila fue directa a la cámara de gas.
P. Jorge Semprún escribió sobre sobre Büchenwald: “No rozamos la muerte, la vivimos desde dentro”. ¿Lo comparte?
R. Sí. Estuvimos dentro de la misma muerte, fuimos muertos vivientes.
Y yo me sigo preguntando: ¿Por qué los judíos? No tengo respuestas.
Pero le digo una cosa: Dios está en peligro cada vez que los judíos están amenazados.
P. ¿Cree que los nazis quisieron exterminar a los judíos porque se creían Dios?
R. Claro, ¿qué persiguen los grandes dictadores? Ponerse en el lugar de Dios
. Los nazis tenían el poder de vida y de muerte sobre nosotros. ¿Qué les molestaba? Que se decía que éramos el pueblo elegido. Eso les provocaba celos y envidia. Éramos peligrosos.
R. Creer en alguien que está por encima de ti. No.
Creer en alguien que está contigo. Un judío es alguien que tiene fe. Cuidado, no es lo mismo creer que tener fe; puedes creer hoy en algo y mañana ya no.
Pero la fe es distinta, te habita. Y lo digo yo, que vengo de una familia judía que ni siquiera era practicante.
Yo, que llegué a odiar a Dios cuando era joven.
P. ¿Por qué lo odió?
R. Pues porque cuando mi madre y mi hermana pequeña rezaron, él no vino a salvarlas.
P. Perdón por esta pregunta, ni siquiera sé si tengo derecho a hacerla. ¿Cómo recuerda el momento en que aquella celadora de Auschwitz señaló con el dedo el humo de la chimenea y le dijo que allí estaban su madre y su hermana?
R. Claro que tiene derecho a hacerla. ¿Sabe?
No pienso en ello todos los días. Pero mi madre y mi hermana están siempre ahí, y creo que todo este trabajo con los jóvenes que sigo haciendo, es por ellas.
Eso da sentido a mi vida, que es lo que persigo.
P. ¿Qué fue lo que la salvó?
R. Me salvó la bondad de algunas personas.
Y hacerme preguntas. Aun en los peores momentos yo me hacía preguntas sin parar, hablaba sola, le hablaba a mi cuerpo, a mis pies, a mis manos, y cuando los guardianes nos pegaban casi no sentía los golpes.
P. ¿Qué piensa hoy cuando come pan? ¿Se acuerda de aquellos trozos de pan mohoso?
R. ¡Mire! [se acerca a la alacena y saca una enorme barra de pan de molde].
Solo compro de este, porque tiene la misma forma que aquel. Lo cortaban en ocho trozos y nos daban uno a cada una para todo el día.
¡Cómo lo saboreábamos! Pero ahora lo tengo entero para mí sola (risas). Nos robábamos el pan.
Nos quitábamos todo.
P. Hasta que aquella mujer le dio los cuatro mendrugos de pan que da título a su libro…
R. Debía de ser un domingo por la tarde, el único momento en que no trabajábamos.
Salía del barracón y entonces la vi, tumbada y casi ya sin mirada. Pensé: “Se va a morir pronto”.
Me llamó con un gesto. Me dijo: “Eres joven y tienes que vivir para contarle al mundo lo que está pasando aquí”.
Abrió sus manos y vi los cuatro trozos de pan con moho. Me dijo: “Cómetelos”. Y fue un banquete.
P. ¿Ha perdonado?
R. No tengo nada que perdonar porque nadie me ha pedido nunca perdón.
Pero tuve que perdonarme a mí misma cuando volví del campo de concentración.
P. ¿Tuvo remordimientos por estar viva?
R. Sí, claro que sí… ¿por qué yo sí y otros no?, me decía.
Y fue en aquellos momentos cuando quise morir, no cuando estaba en Auschwitz.
Pero un día me dije que no podía seguir concediéndole a Hitler, 30 años después, el poder sobre mi vida.
R. En ese momento todos los miedos se van.
Y cuando todos los miedos se van te entran unas fuerzas enormes de vivir.
P. ¿Sabía que era tan valiente?
R. ¡Qué va! Pero eso no viene de la cabeza, sino de ese instinto de supervivencia, de la formidable intuición de vida que hay en todos nosotros.
Un día salíamos de los barracones, íbamos con los cuerpos en carne viva.
De pronto, no sé por qué, supe que íbamos directos a la cámara de gas. Me dije: “Magda, se acabó”.
Pero sin que nadie me viera, me pasé a la otra fila, donde la gente estaba en mucho mejor estado.
La otra fila fue directa a la cámara de gas.
P. Jorge Semprún escribió sobre sobre Büchenwald: “No rozamos la muerte, la vivimos desde dentro”. ¿Lo comparte?
R. Sí. Estuvimos dentro de la misma muerte, fuimos muertos vivientes.
Y yo me sigo preguntando: ¿Por qué los judíos? No tengo respuestas.
Pero le digo una cosa: Dios está en peligro cada vez que los judíos están amenazados.
P. ¿Cree que los nazis quisieron exterminar a los judíos porque se creían Dios?
R. Claro, ¿qué persiguen los grandes dictadores? Ponerse en el lugar de Dios
. Los nazis tenían el poder de vida y de muerte sobre nosotros. ¿Qué les molestaba? Que se decía que éramos el pueblo elegido. Eso les provocaba celos y envidia. Éramos peligrosos.
R. Creer en alguien que está por encima de ti. No.
Creer en alguien que está contigo. Un judío es alguien que tiene fe. Cuidado, no es lo mismo creer que tener fe; puedes creer hoy en algo y mañana ya no.
Pero la fe es distinta, te habita. Y lo digo yo, que vengo de una familia judía que ni siquiera era practicante.
Yo, que llegué a odiar a Dios cuando era joven.
P. ¿Por qué lo odió?
R. Pues porque cuando mi madre y mi hermana pequeña rezaron, él no vino a salvarlas.
P. Perdón por esta pregunta, ni siquiera sé si tengo derecho a hacerla. ¿Cómo recuerda el momento en que aquella celadora de Auschwitz señaló con el dedo el humo de la chimenea y le dijo que allí estaban su madre y su hermana?
R. Claro que tiene derecho a hacerla. ¿Sabe?
No pienso en ello todos los días. Pero mi madre y mi hermana están siempre ahí, y creo que todo este trabajo con los jóvenes que sigo haciendo, es por ellas.
Eso da sentido a mi vida, que es lo que persigo.
P. ¿Qué fue lo que la salvó?
R. Me salvó la bondad de algunas personas.
Y hacerme preguntas. Aun en los peores momentos yo me hacía preguntas sin parar, hablaba sola, le hablaba a mi cuerpo, a mis pies, a mis manos, y cuando los guardianes nos pegaban casi no sentía los golpes.
P. ¿Qué piensa hoy cuando come pan? ¿Se acuerda de aquellos trozos de pan mohoso?
R. ¡Mire! [se acerca a la alacena y saca una enorme barra de pan de molde].
Solo compro de este, porque tiene la misma forma que aquel. Lo cortaban en ocho trozos y nos daban uno a cada una para todo el día.
¡Cómo lo saboreábamos! Pero ahora lo tengo entero para mí sola (risas). Nos robábamos el pan.
Nos quitábamos todo.
P. Hasta que aquella mujer le dio los cuatro mendrugos de pan que da título a su libro…
R. Debía de ser un domingo por la tarde, el único momento en que no trabajábamos.
Salía del barracón y entonces la vi, tumbada y casi ya sin mirada. Pensé: “Se va a morir pronto”.
Me llamó con un gesto. Me dijo: “Eres joven y tienes que vivir para contarle al mundo lo que está pasando aquí”.
Abrió sus manos y vi los cuatro trozos de pan con moho. Me dijo: “Cómetelos”. Y fue un banquete.
P. ¿Ha perdonado?
R. No tengo nada que perdonar porque nadie me ha pedido nunca perdón.
Pero tuve que perdonarme a mí misma cuando volví del campo de concentración.
P. ¿Tuvo remordimientos por estar viva?
R. Sí, claro que sí… ¿por qué yo sí y otros no?, me decía.
Y fue en aquellos momentos cuando quise morir, no cuando estaba en Auschwitz.
Pero un día me dije que no podía seguir concediéndole a Hitler, 30 años después, el poder sobre mi vida.
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