Un Blues

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Del material conque están hechos los sueños

28 oct 2017

Picasso-Lautrec, a la luz del aguardiente........... Manuel Vicent

Picasso es un genio diabólico que se sirvió de la inspiración de otros artistas para escalar la cima del arte.

 

Exposición Lautrec-Picasso, en el museo Thyssen de Madrid.
Exposición Lautrec-Picasso, en el museo Thyssen de Madrid.
Ignoro si existen pruebas de laboratorio capaces de descubrir las reacciones anímicas que producen las obras de arte.
 En este caso, si a un esteta muy refinado le colocaran unos sensores en las sienes y en el pecho conectados a un aparato programado para detectar las emociones estéticas y a continuación le mostraran un cuadro de Picasso, no resultaría extraño que en algún punto muy sensible del cerebro de este espectador se produjera una descarga negativa con una primera reacción de repulsa.  
La obra de Picasso raramente genera una sensación placentera, no despierta en el espectador el deseo de convertirse en una de sus figuras.
Sucede lo contrario con Matisse, un pintor tan goloso y habitable. ¿A quien no le gustaría sumarse a su rueda de cuerpos desnudos que danzan al son de un caramillo de pastor o vivir en una de sus cálidas alcobas de luz color tortilla en las que se ve el mar entre cortinas o acompañarle en su viaje al profundo sur de palmeras y huríes recostadas en los divanes o participar en la alegría de vivir entre muchachas campestres que se desperezan sobre la hierba? Picasso es un pintor admirado, pero no amado.
 En cierto modo es un genio diabólico, creador de formas, que se sirvió de la inspiración de otros artistas para escalar la cima del arte hasta conseguir su destrucción. 

“Esconded a vuestras mujeres”, avisaba algún amigo ante la llegada del seductor Petronio a una fiesta romana. 
Lo mismo decían de Picasso sus colegas cuando los visitaba en su estudio.
 Matisse, Braque y Juan Gris solían esconder sus últimos trabajos, porque sabían que se podía apropiar de sus secretos. 
Ved aquí a Juan Gris en el Bateau Lavoir de Montmartre, alimentado con sopa de huesos de aceitunas tomándose con una seriedad y rigor absolutos su trabajo.
 A Picasso le bastaba con mirar de soslayo por encima del hombro el cuadro que estaba realizando su amigo con el cartabón para absorber como un mago su contenido y convertirlo luego en una obra propia llena de libertad, humor y descarada soltura sin esfuerzo alguno.
Pablo Picasso ya conocía la pintura de Toulouse Lautrec cuando en 1904, después de dos viajes preliminares, a los 23 años se instaló definitivamente en París, ataviado de joven bohemio con pipa y chambergo.
 Picasso en Barcelona había sido asiduo de la taberna de Els Quatre Gats, donde Ramón Casas e Isidro Nonell le habían hablado y ponderado el trabajo de ese aristócrata de aspecto deforme, nacido en Albi, en 1864, de cabeza grande, con apenas metro y medio de estatura debido a las piernas atrofiadas por dos caídas del caballo cuya figura se había convertido en un icono emblemático de aquel mundo de cafés cantantes, cabarets, prostíbulos, salas de baile, circos y teatros de Montmartre.
Lautrec seguía el consejo escatológico de Ingres: “Dibuja un buen perfil y cágate dentro”.
 Bajo la luz pegajosa que exhalaba el vapor del aguardiente en los tugurios, Lautrec había tomado imágenes en directo con el pulso nervioso de aquellas criaturas a quienes la historia, como a él mismo en su divertida perversión, había arrojado al estercolero social y se habían acogido a los últimos placeres malditos.
 Pablo Picasso, desde Montmartre, se abatió sobre esa estética y entró a saco en la misma galería de personajes cuando Lautrec ya había muerto a los 37 años.
 Llegado a este punto, si uno visita la exposición en el Museo Thyssen donde se muestran los cuadros de la época azul de Picasso superpuestos a la obra de Lautrec, cabe preguntarse cuál de estos dos formidables artistas es el verdadero creador, a quién pertenecen en propiedad intelectual estas criaturas desesperadas, en qué cuadros hay más técnica, más verdad, más compasión. 
Es una cuestión muy difícil de dilucidar. 
En Lautrec hay dolor y vicio, él mismo era una de esas figuras ebrias y malditas, un señorito calavera, que formaba parte del paisaje nocturno. 
Picasso solo era un artista superdotado, un profesional que levantó acta de una miseria ajena.
En 1906 se celebró en París la exposición retrospectiva de Cezànne. En ella, Picasso descubrió que Cezànne, al modular las figuras por planos con espátula, había desestructurado la materia. El cubismo había empezado y Picasso libre, diabólico y feliz llevó esta destrucción hasta las últimas consecuencias, empezando por el rostro de sus amantes.
 No es ilícito pensar que Picasso pudo sentir un supremo gozo creativo a la hora de descuartizar a las mujeres, reinventar sus cuerpos y extorsionar su expresión para hacerlas completamente suyas creándolas de nuevo a su antojo. 
“Cuando un cuerpo de mujer no cabe en el cuadro, se le cortan las piernas y se ponen al lado de las orejas”, decía Picasso. 
Los sensores en las sienes y en el corazón de un esteta refinado podrían detectar esta verdad: Picasso será siempre un revulsivo.

Tres vidas del socialismo español......................... Santos Juliá...

El PSOE tiene tantos motivos para celebrar un pasado rico en experiencias como para sentir desasosiego por encontrar un rumbo claro.

 Es dudoso que el equipo dirigente actual pueda aclarar qué quieren decir cuando dicen “somos la izquierda”

Tres vidas del socialismo español
Llegaron al poder, hoy hace 35 años, cabalgando sobre las expectativas levantadas por la convicción de que todo, a partir de ese momento, iba a cambiar. 
Comenzaron ellos mismos, o mejor, culminaron el cambio iniciado desde el congreso extraordinario de 1979, cuando Felipe González llegó a la conclusión de que había sido un error para el PSOE haberse declarado marxista.
 En el socialismo francés, Michel Rocard reconocerá lo mismo cuando escriba que, en 1981, la cuestión principal era de qué modo romper con el capitalismo y que, dos años después, de lo que todo el mundo hablaba era de modernización.
 La experiencia francesa fue clave para todo el socialismo del sur, que de anticapitalista se convirtió en modernizador.
 En España, con la memoria aun fresca del intento de golpe de Estado, con ETA en la cima del terror y en medio de una crisis general de los partidos políticos, el discurso de transición al socialismo, de sociedad sin clases y de nacionalización de la banca y de las industrias estratégicas, fue desplazado por el de consolidación de la democracia, vertebración de España, ajuste económico, incorporación a Europa. 
 Tuvieron éxito y diez años después de su llegada al poder, en 1992, pudieron contar la reciente historia como un logro en todos los sentidos, mostrándola al mundo en los fastos de Sevilla y Barcelona. 
España funcionaba.
Presumieron además de ser los portadores de una nueva ética política, de un proyecto de regeneración moral del Estado y de la sociedad. 
Y aquí fue donde perdieron la batalla, porque al cabo de una década en el poder, los escándalos de corrupción derivados de la financiación irregular y de las redes clientelares crecidas al calor de la fuerte expansión económica, escindieron al partido desde la cima a la base: González, personificación del Gobierno, dimitió como secretario general y arrastró con su marcha a Guerra, personificación del Partido. 
La frustrada candidatura de Josep Borrell a la presidencia del Gobierno y su sustitución por el perdedor de aquellas primarias, Joaquín Almunia, culminó, como era previsible, en el peor resultado de la reciente historia socialista, favoreciendo así, con la huida del voto joven y urbano, el primer triunfo por mayoría absoluta del Partido Popular. 

La doble derrota de Borrell, ante el aparato de su partido, y de Almunia, ante los electores, abrió en el PSOE una brecha generacional, con la formación de Nueva Vía, un grupo de cuadros que llevó en volandas a José Luis Rodríguez Zapatero a la secretaría general en junio de 2000. 
Todo era nuevo en el primer programa elaborado por este grupo generacional: los tiempos, la política, los retos, las respuestas, los derechos, las ciudades, los municipios.
 Nada de extraño que procedieran al ritual de la muerte del padre proclamando bien alto que se sentían libres de ataduras con el pasado y disolvieran la identidad socialdemócrata de sus mayores en la nueva gramática con que expresaron sus ideas políticas, el republicanismo cívico, capaz de atraer al electorado perdido.
Lo atrajeron, rebasando de nuevo la cota del 40%, como en los mejores tiempos de la socialdemocracia europea. Y como la economía, y España entera, iban bien, el foco comenzó a proyectarse, y las leyes a sucederse, sobre cuestiones relacionadas con los derechos y la cultura: la mujer, los homosexuales, las personas dependientes, los discapacitados, el divorcio, los plazos para el aborto, la memoria histórica, la violencia de género y tantas otras. 
Éramos ricos y crecíamos a tasas superiores a la media europea, con un sistema financiero envidiado por su solidez en Berlín y en Washington, con una economía asentada en firmes cimientos, solo nos quedaba dar un paso más para superar a la vieja Alemania. 

En el marco de este republicanismo cívico habría de encontrar también su respuesta definitiva la cuestión territorial, con las clases políticas de las comunidades autónomas, ya consolidadas, transformando en los estatutos de nueva planta las nacionalidades en naciones y las regiones en nacionalidades o comunidades nacionales.
 Al cabo, nación era un término tan polisémico que nadie podía concretar qué diferencia existía entre ella y nacionalidad: todo cabía en la España Plural, un sintagma del que se esperaban maravillas tanto en Madrid como en Barcelona, un talismán que transmutaría las comunidades autónomas en naciones sin tocar la Constitución.

 

Norman Foster, el zurdo tenaz...............Jesús Rodríguez





Norman Foster en su estudio de Londres. / Sofía Moro
Es el arquitecto más famoso del planeta.
 Ha redefinido el perfil de muchas ciudades del mundo y reinventado los rascacielos, aeropuertos y oficinas, siempre con un criterio de eficiencia y sostenibilidad.
 A sus 82 años ha instalado su legado intelectual y vital en una fundación en Madrid. 
Una semana al lado de un genio que no se detiene ante nada
.EL MERCEDES oscuro con los cristales tintados desciende el Strand hasta desembocar en Trafalgar Square.
 Se detiene unos segundos.
 La ventanilla del copiloto baja y un hombre de cráneo desnudo, mandíbula rotunda y ojos de cíngaro, con un cuaderno de dibujo en el regazo, un lápiz entre los dedos y de negro riguroso, congela su mirada en la vibrante plaza coronada por la Columna de Nelson.
 Es lord Foster of Thames Bank, de 82 años, el arquitecto más famoso del planeta.
 En 2003 transformó este espacio, uno de los puntos neurálgicos de Londres; un rincón dickensiano, ahogado por el tráfico y la contaminación, en un escenario abierto, limpio y luminoso al que apodan en la capital “the living room” (el cuarto de estar). En el asiento trasero de la limusina el periodista rompe el espeso mutismo de Foster y su fornido chófer, uniformado de franela azul petróleo:_DSC5697_Org


—¿Qué siente cuando vuelve aquí?

Lord Foster sale de su ensimismamiento, se gira con elegancia, esboza una de sus enigmáticas sonrisas y responde con suavidad:
—Mi corazón se acelera. 
Aquí pasé muchas horas dibujando. 
Y preguntando a la gente cómo les gustaría que fuera este sitio. Trafalgar era feo, incómodo, devorado por los coches.
 Ya ve. Lo recuperamos para las personas.
 Al igual que con el puente del Milenio sobre el Támesis (que revitalizó esa zona deprimida de Londres) o renovando el viejo junio.
 Es importante recordar cómo eran las cosas. Y como son. Pero la memoria es débil…
En Trafalgar Square se palpan las pasiones del genio de Mánchester.
 Se concentran en un único mandamiento: la exigencia de una arquitectura con conciencia que responda a las necesidades de la gente, elimine barreras (físicas y sociales) y mejore su calidad de vida.
 Ya sea una oficina o una estación de metro; un hospital o un museo.
 “Para mí la arquitectura es una misión más que un trabajo”. Foster, que fue un niño pobre cuya existencia transcurrió hasta los veintitantos en un deprimido barrio del sombrío Mánchester de posguerra, en una casa barata del XIX, el número 4 de Levenshulme, de dos habitaciones sin cuarto de baño (de pequeño su madre le aseaba en un barreño), cree en el espacio público por encima del privado.
 En el urbanismo más que en los edificios individuales (por geniales que sean); en unas infraestructuras dignas y eficaces; su preocupación desde su primer gran proyecto (el edificio Willis Faber, de 1970) ha sido el medio ambiente, la sostenibilidad y la eficiencia, a través de la tecnología y la economía de medios (“debemos hacer más con menos y reducir la arquitectura a su mínima expresión”).  

Foster usa el sol (que aparece dibujado en todos sus proyectos, incluso en los de su primer año de carrera, en 1956) y el viento como dos materiales de los que servirse; cree en la integración armoniosa entre lo viejo y lo nuevo.
 En la recta final de su carrera sigue buscando respuestas. 
Es un curioso compulsivo que escanea como un cíborg todo lo que ocurre a su alrededor preguntándose cómo funciona y cómo está fabricado.
 Y cómo se podría hacer de una forma más limpia y barata.
 Tiene mente de ingeniero, alma de artista y manos de obrero.
 
Montaje de la escultura de Cristina Iglesias en la fundación. Sofía Moro
 

Y una increíble capacidad de convicción. 
Como profesional de la arquitectura, respeta al cliente y sus necesidades y tiende a ponerse en su lugar (ha llegado a ser amigo de algunos de ellos, como los poderosos William Randolph Hearst, Michael Bloomberg o Steve Jobs).
 Y con más razón si su cliente es el contribuyente.

—¿Es usted un socialista?
—Soy un humanista.
Foster cree que hay que tener grandes sueños pero, sobre todo, hay que materializarlos. 
Él los tuvo. Quiso ser arquitecto. Por una pulsión estética y emocional.
 Y fue el primer joven de Crescent Grove que pisó la universidad. “Que alguien aspirara en mi barrio a tener una carrera era tan inaudito como que llegara a ser papa”.
 Para costearlo trabajó de vendedor de muebles, heladero e, incluso, de portero de un club de mala muerte (era muy aficionado a las artes marciales).
 Y lo logró.
 Con las mejores notas. Era un dibujante eficaz, rápido y pedagógico.
 Trabajaba día y noche. 
Y fue becado por partida doble en la Universidad de Yale, en la patricia Ivy League, en Estados Unidos.
 Se encontró una sociedad más optimista y menos estratificada; donde, al contrario que en la vieja Inglaterra, no importaba el acento ni de qué gran escuela privada provenías; más igualitarista en arquitectura.
 La recorrió a dedo, en Greyhound y escarabajo.
 Desde aquellos lejanos días la sociedad americana le fascina. 
Allí se hizo realmente arquitecto y palpó la obra de sus grandes mitos, desde Mies y los Eames a Gropius y Lloyd Wright.
 Allí vive parte del año.
 Y se siente libre.


En la madrileña Casa de Campo. Sofía Moro
 Foster ha construido sus sueños.
 No es un teórico, aunque tiene un enorme sentido didáctico acompañándose de lápiz y papel; croquis y anotaciones. 
Pero va más allá del concepto.
 Es un pragmático. 
Algo que en su estudio, Foster + Partners, es la ley. 
Y un foco de atracción para los 600 arquitectos que forman parte de su escuela.
 Ellos construyen. No se limitan al proyecto.
 Ya sea una red de aeropuertos de drones en África o los revolucionarios cuarteles generales de Bloomberg en Londres, o de Apple en Cupertino (que recogen su experiencia de medio siglo proyectando lugares de trabajo diáfanos, flexibles y sin divisiones jerárquicas); la ampliación del madrileño Museo del Pradoreloj y su integración en la ciudad (algo que ya experimentó con el Reichstag, en Berlín), o el inmenso aeropuerto de Ciudad de México, que sigue la tendencia iconoclasta que inició con el de Stansted (a 60 kilómetros de Londres) y más tarde en Hong Kong y Pekín.
Continúa a pie de obra.
 Luchando por una arquitectura de “luz y ligereza”.
 Casco, chaleco reflectante y botas de trabajo cubiertas de polvo. Circula por las obras a paso de marcha. Interroga a los operarios y a los arquitectos jóvenes.
 Decide hasta el color de la moqueta o el modelo de los altavoces del edificio Bloomberg (un proyecto de 1.200 millones de euros en el corazón de la City, donde tendrán su puesto de trabajo 4.600 personas).
 “Rara vez cae en la complacencia”, afirman sus socios más antiguos, como el arquitecto David Nelson: 
“Es patológicamente incapaz de sentirse satisfecho con lo que hace. Quiere ir más lejos. 
Su empuje y pasión son inagotables”.
 Foster lo explica: “La clave de mi trabajo es la creencia de que la arquitectura es importante para la gente; de que la calidad de lo que nos rodea, de cómo está diseñado, desde una estación al pomo de una puerta, influye en nuestra vida.
 Y 55 años después tengo los mismos intereses, pasiones y preocupaciones que cuando empecé.
 La ventaja es que hoy la tecnología me permite hacer cosas (por ejemplo, con la arquitectura del cristal) que cuando empecé eran imposibles”. 

La república catalana sigue siendo un cuento.............. Ricardo de Querol


Puigdemont
Carles Puigdemont y otros parlamentarios tras la declaración de independencia en el Parlament.

Ni el mundo político ni el económico se creen la DUI.

El 155 por vía rápida se ve con alivio, pese a los riesgos.

Proclamar una república no es lo mismo que ser una república.

 Los que festejaban la declaración unilateral de independencia en las calles de Cataluña quizás disfrutaban el momento conscientes de que mañana será otro día.

 Explica bien Iceta que él puede decir que es guapo, pero si nadie le dice guapo no sirve de nada.

 Ningún país serio, no contaremos a Osetia del Sur, ha dicho guapa a la república catalana (nota al corrector: en minúsculas).

 Al revés, la ven fea. Y el mercado está sereno: se ha resentido, claro, pero ante una ruptura real del Estado caería a plomo. No es así. 

Pronto comprobaremos que a esa gente ilusionada le habían prometido lo que no podían cumplir. 

Les contaban el cuento de hadas de una república feliz, próspera, reconocida por todos, integrada en la UE, donde se podría elegir pasaporte, donde querrían estar todas las empresas y donde el Barça podría volver a ganar la Liga sin que piten ya a Piqué.

En vez de eso, va a quedar el destrozo de una autonomía que consideraban obsoleta, pero que con sus imperfecciones ha estado entre las más avanzadas del mundo occidental.
 Va a quedar una fractura social duradera, familias que evitan quedar a comer los domingos, amigos que se salen de grupos de wasap para evitar el bombardeo de crispación.
 Va a quedar la fuga de las empresas del que siempre fue el primer polo industrial de España, negocios sufriendo el disparatado boicot, cruceros que pasan de largo por no atracar junto al barco de Piolín donde se alojan, hacinados, los policías.
No basta con declararse independiente para ser independiente, pero sí basta para cargarse el autogobierno. En principio, ojalá, por poco tiempo. 
Por prudencia, cabe poner en cuarentena el plazo previsto por el Senado para aplicar el artículo 155 de la Constitución aunque se celebren elecciones el 21 de diciembre.
 Porque el bloque independentista está roto, desde luego, pero ¿qué se hará si el nuevo Parlament se reafirma en la insurrección?
¿Y si la ocupación de lugares estratégicos deriva en incidentes graves? 
Aun con esos riesgos, este artículo 155 con convocatoria electoral inmediata se ve con alivio: desmiente el discurso del Estado que ocupa una nación libre, e implica que el punto de partida de la negociación con las nuevas autoridades (otras) será recuperar la autonomía, con las mejoras que luego puedan lograrse por la vía de la reforma constitucional, en vez de una independencia que saben imposible. 

Si en este caótico jueves Puigdemont se hubiera decidido in extremis por evitar la DUI y convocar elecciones autonómicas, como al final hizo Rajoy por él, estaríamos mucho mejor.
 Pero, claro, uno no puede enjaular al monstruo que ha ido engordando y dejado suelto.
 Esas masas que fueron alentadas a tomar la calle, agitadas desde la maquinaria oficial y esas organizaciones civiles que se sientan en la mesa del Govern, ya le gritaban traidor, botifler (como a los partidarios de los Borbones en 1714), judas que se vende por 155 monedas, como decía en un tuit el diputado y showman Rufián.
 

 

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