Es el arquitecto más famoso del planeta.
Ha redefinido el perfil de muchas ciudades del mundo y reinventado los rascacielos, aeropuertos y oficinas, siempre con un criterio de eficiencia y sostenibilidad.
A sus 82 años ha instalado su legado intelectual y vital en una fundación en Madrid.
Una semana al lado de un genio que no se detiene ante nada
.EL MERCEDES oscuro con los cristales tintados desciende el Strand hasta desembocar en Trafalgar Square.
Se detiene unos segundos.
La ventanilla del copiloto baja y un hombre de cráneo desnudo, mandíbula rotunda y ojos de cíngaro, con un cuaderno de dibujo en el regazo, un lápiz entre los dedos y de negro riguroso, congela su mirada en la vibrante plaza coronada por la Columna de Nelson.
Es lord Foster of Thames Bank, de 82 años, el arquitecto más famoso del planeta.
En 2003 transformó este espacio, uno de los puntos neurálgicos de Londres; un rincón dickensiano, ahogado por el tráfico y la contaminación, en un escenario abierto, limpio y luminoso al que apodan en la capital “the living room” (el cuarto de estar). En el asiento trasero de la limusina el periodista rompe el espeso mutismo de Foster y su fornido chófer, uniformado de franela azul petróleo:
—¿Qué siente cuando vuelve aquí?
Lord Foster sale de su ensimismamiento, se gira con elegancia, esboza una de sus enigmáticas sonrisas y responde con suavidad:
—Mi corazón se acelera.
Aquí pasé muchas horas dibujando.
Y preguntando a la gente cómo les gustaría que fuera este sitio. Trafalgar era feo, incómodo, devorado por los coches.
Ya ve. Lo recuperamos para las personas.
Al igual que con el puente del Milenio sobre el Támesis (que revitalizó esa zona deprimida de Londres) o renovando el viejo junio.
Es importante recordar cómo eran las cosas. Y como son. Pero la memoria es débil…
En Trafalgar Square se palpan las pasiones del genio de Mánchester.
Se concentran en un único mandamiento: la exigencia de una arquitectura con conciencia que responda a las necesidades de la gente, elimine barreras (físicas y sociales) y mejore su calidad de vida.
Ya sea una oficina o una estación de metro; un hospital o un museo.
“Para mí la arquitectura es una misión más que un trabajo”. Foster, que fue un niño pobre cuya existencia transcurrió hasta los veintitantos en un deprimido barrio del sombrío Mánchester de posguerra, en una casa barata del XIX, el número 4 de Levenshulme, de dos habitaciones sin cuarto de baño (de pequeño su madre le aseaba en un barreño), cree en el espacio público por encima del privado.
En el urbanismo más que en los edificios individuales (por geniales que sean); en unas infraestructuras dignas y eficaces; su preocupación desde su primer gran proyecto (el edificio Willis Faber, de 1970) ha sido el medio ambiente, la sostenibilidad y la eficiencia, a través de la tecnología y la economía de medios (“debemos hacer más con menos y reducir la arquitectura a su mínima expresión”).
Foster usa el sol (que aparece dibujado en todos sus proyectos, incluso en los de su primer año de carrera, en 1956) y el viento como dos materiales de los que servirse; cree en la integración armoniosa entre lo viejo y lo nuevo.
En la recta final de su carrera sigue buscando respuestas.
Es un curioso compulsivo que escanea como un cíborg todo lo que ocurre a su alrededor preguntándose cómo funciona y cómo está fabricado.
Y cómo se podría hacer de una forma más limpia y barata.
Tiene mente de ingeniero, alma de artista y manos de obrero.
Montaje de la escultura de Cristina Iglesias en la fundación.
Como profesional de la arquitectura, respeta al cliente y sus necesidades y tiende a ponerse en su lugar (ha llegado a ser amigo de algunos de ellos, como los poderosos William Randolph Hearst, Michael Bloomberg o Steve Jobs).
Y con más razón si su cliente es el contribuyente.
—¿Es usted un socialista?
—Soy un humanista.
Foster cree que hay que tener grandes sueños pero, sobre todo, hay que materializarlos.
Él los tuvo. Quiso ser arquitecto. Por una pulsión estética y emocional.
Y fue el primer joven de Crescent Grove que pisó la universidad. “Que alguien aspirara en mi barrio a tener una carrera era tan inaudito como que llegara a ser papa”.
Para costearlo trabajó de vendedor de muebles, heladero e, incluso, de portero de un club de mala muerte (era muy aficionado a las artes marciales).
Y lo logró.
Con las mejores notas. Era un dibujante eficaz, rápido y pedagógico.
Trabajaba día y noche.
Y fue becado por partida doble en la Universidad de Yale, en la patricia Ivy League, en Estados Unidos.
Se encontró una sociedad más optimista y menos estratificada; donde, al contrario que en la vieja Inglaterra, no importaba el acento ni de qué gran escuela privada provenías; más igualitarista en arquitectura.
La recorrió a dedo, en Greyhound y escarabajo.
Desde aquellos lejanos días la sociedad americana le fascina.
Allí se hizo realmente arquitecto y palpó la obra de sus grandes mitos, desde Mies y los Eames a Gropius y Lloyd Wright.
Allí vive parte del año.
Y se siente libre.
No es un teórico, aunque tiene un enorme sentido didáctico acompañándose de lápiz y papel; croquis y anotaciones.
Pero va más allá del concepto.
Es un pragmático.
Algo que en su estudio, Foster + Partners, es la ley.
Y un foco de atracción para los 600 arquitectos que forman parte de su escuela.
Ellos construyen. No se limitan al proyecto.
Ya sea una red de aeropuertos de drones en África o los revolucionarios cuarteles generales de Bloomberg en Londres, o de Apple en Cupertino (que recogen su experiencia de medio siglo proyectando lugares de trabajo diáfanos, flexibles y sin divisiones jerárquicas); la ampliación del madrileño Museo del Pradoreloj y su integración en la ciudad (algo que ya experimentó con el Reichstag, en Berlín), o el inmenso aeropuerto de Ciudad de México, que sigue la tendencia iconoclasta que inició con el de Stansted (a 60 kilómetros de Londres) y más tarde en Hong Kong y Pekín.
Continúa a pie de obra.
Luchando por una arquitectura de “luz y ligereza”.
Casco, chaleco reflectante y botas de trabajo cubiertas de polvo. Circula por las obras a paso de marcha. Interroga a los operarios y a los arquitectos jóvenes.
Decide hasta el color de la moqueta o el modelo de los altavoces del edificio Bloomberg (un proyecto de 1.200 millones de euros en el corazón de la City, donde tendrán su puesto de trabajo 4.600 personas).
“Rara vez cae en la complacencia”, afirman sus socios más antiguos, como el arquitecto David Nelson:
“Es patológicamente incapaz de sentirse satisfecho con lo que hace. Quiere ir más lejos.
Su empuje y pasión son inagotables”.
Foster lo explica: “La clave de mi trabajo es la creencia de que la arquitectura es importante para la gente; de que la calidad de lo que nos rodea, de cómo está diseñado, desde una estación al pomo de una puerta, influye en nuestra vida.
Y 55 años después tengo los mismos intereses, pasiones y preocupaciones que cuando empecé.
La ventaja es que hoy la tecnología me permite hacer cosas (por ejemplo, con la arquitectura del cristal) que cuando empecé eran imposibles”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario