Ni el mundo político ni el económico se creen la DUI.
El 155 por vía rápida se ve con alivio, pese a los riesgos.
Proclamar una república no es lo mismo que ser una república.
Los que festejaban la declaración unilateral de independencia en las calles de Cataluña quizás disfrutaban el momento conscientes de que mañana será otro día.
Explica bien Iceta que él puede decir que es guapo, pero si nadie le dice guapo no sirve de nada.
Ningún país serio, no contaremos a Osetia del Sur,
ha dicho guapa a la república catalana (nota al corrector: en
minúsculas).
Al revés, la ven fea. Y el mercado está sereno: se ha
resentido, claro, pero ante una ruptura real del Estado caería a plomo.
No es así.
Pronto comprobaremos que a esa gente ilusionada le habían prometido lo
que no podían cumplir.
Les contaban el cuento de hadas de una república
feliz, próspera, reconocida por todos, integrada en la UE, donde se
podría elegir pasaporte, donde querrían estar todas las empresas y donde
el Barça podría volver a ganar la Liga sin que piten ya a Piqué.
En vez de eso, va a quedar el destrozo de una autonomía que consideraban obsoleta, pero que con sus imperfecciones ha estado entre las más avanzadas del mundo occidental.
Va a quedar una fractura social duradera, familias que evitan quedar a comer los domingos, amigos que se salen de grupos de wasap
para evitar el bombardeo de crispación.
Va a quedar la fuga de las
empresas del que siempre fue el primer polo industrial de España,
negocios sufriendo el disparatado boicot, cruceros que pasan de largo
por no atracar junto al barco de Piolín donde se alojan, hacinados, los
policías.
No basta con declararse independiente para ser
independiente, pero sí basta para cargarse el autogobierno. En
principio, ojalá, por poco tiempo.
Porque el bloque
independentista está roto, desde luego, pero ¿qué se hará si el nuevo
Parlament se reafirma en la insurrección?
¿Y si la ocupación de lugares estratégicos deriva en incidentes graves?
Aun con esos riesgos, este artículo 155 con convocatoria electoral inmediata
se ve con alivio: desmiente el discurso del Estado que ocupa una nación
libre, e implica que el punto de partida de la negociación con las
nuevas autoridades (otras) será recuperar la autonomía, con las mejoras
que luego puedan lograrse por la vía de la reforma constitucional, en
vez de una independencia que saben imposible.
Si en este caótico jueves
Puigdemont se hubiera decidido in extremis por evitar la DUI y convocar
elecciones autonómicas, como al final hizo Rajoy por él, estaríamos
mucho mejor.
Pero, claro, uno no puede enjaular al monstruo que ha ido
engordando y dejado suelto.
Esas masas que fueron alentadas a tomar la
calle, agitadas desde la maquinaria oficial y esas organizaciones
civiles que se sientan en la mesa del Govern, ya le gritaban traidor, botifler (como a los partidarios de los Borbones en 1714), judas que se vende por 155 monedas, como decía en un tuit el diputado y showman Rufián.
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