Picasso es un genio diabólico que se sirvió de la inspiración de otros artistas para escalar la cima del arte.
Ignoro si existen pruebas de laboratorio capaces de
descubrir las reacciones anímicas que producen las obras de arte.
En este caso, si a un esteta muy refinado le colocaran unos sensores en las sienes y en el pecho conectados a un aparato programado para detectar las emociones estéticas y a continuación le mostraran un cuadro de Picasso, no resultaría extraño que en algún punto muy sensible del cerebro de este espectador se produjera una descarga negativa con una primera reacción de repulsa.
La obra de Picasso raramente genera una sensación placentera, no despierta en el espectador el deseo de convertirse en una de sus figuras.
Sucede lo contrario con Matisse, un pintor tan goloso y habitable. ¿A quien no le gustaría sumarse a su rueda de cuerpos desnudos que danzan al son de un caramillo de pastor o vivir en una de sus cálidas alcobas de luz color tortilla en las que se ve el mar entre cortinas o acompañarle en su viaje al profundo sur de palmeras y huríes recostadas en los divanes o participar en la alegría de vivir entre muchachas campestres que se desperezan sobre la hierba? Picasso es un pintor admirado, pero no amado.
En cierto modo es un genio diabólico, creador de formas, que se sirvió de la inspiración de otros artistas para escalar la cima del arte hasta conseguir su destrucción.
“Esconded a vuestras mujeres”, avisaba algún amigo ante la llegada del seductor Petronio a una fiesta romana.
Lo mismo decían de Picasso sus colegas cuando los visitaba en su estudio.
Matisse, Braque y Juan Gris solían esconder sus últimos trabajos, porque sabían que se podía apropiar de sus secretos.
Ved aquí a Juan Gris en el Bateau Lavoir de Montmartre, alimentado con sopa de huesos de aceitunas tomándose con una seriedad y rigor absolutos su trabajo.
A Picasso le bastaba con mirar de soslayo por encima del hombro el cuadro que estaba realizando su amigo con el cartabón para absorber como un mago su contenido y convertirlo luego en una obra propia llena de libertad, humor y descarada soltura sin esfuerzo alguno.
Pablo Picasso ya conocía la pintura de Toulouse Lautrec cuando en 1904, después de dos viajes preliminares, a los 23 años se instaló definitivamente en París, ataviado de joven bohemio con pipa y chambergo.
Picasso en Barcelona había sido asiduo de la taberna de Els Quatre Gats, donde Ramón Casas e Isidro Nonell le habían hablado y ponderado el trabajo de ese aristócrata de aspecto deforme, nacido en Albi, en 1864, de cabeza grande, con apenas metro y medio de estatura debido a las piernas atrofiadas por dos caídas del caballo cuya figura se había convertido en un icono emblemático de aquel mundo de cafés cantantes, cabarets, prostíbulos, salas de baile, circos y teatros de Montmartre.
Lautrec seguía el consejo escatológico de Ingres: “Dibuja un buen perfil y cágate dentro”.
Bajo la luz pegajosa que exhalaba el vapor del aguardiente en los tugurios, Lautrec había tomado imágenes en directo con el pulso nervioso de aquellas criaturas a quienes la historia, como a él mismo en su divertida perversión, había arrojado al estercolero social y se habían acogido a los últimos placeres malditos.
Pablo Picasso, desde Montmartre, se abatió sobre esa estética y entró a saco en la misma galería de personajes cuando Lautrec ya había muerto a los 37 años.
Llegado a este punto, si uno visita la exposición en el Museo Thyssen donde se muestran los cuadros de la época azul de Picasso superpuestos a la obra de Lautrec, cabe preguntarse cuál de estos dos formidables artistas es el verdadero creador, a quién pertenecen en propiedad intelectual estas criaturas desesperadas, en qué cuadros hay más técnica, más verdad, más compasión.
Es una cuestión muy difícil de dilucidar.
En Lautrec hay dolor y vicio, él mismo era una de esas figuras ebrias y malditas, un señorito calavera, que formaba parte del paisaje nocturno.
Picasso solo era un artista superdotado, un profesional que levantó acta de una miseria ajena.
En 1906 se celebró en París la exposición retrospectiva de Cezànne. En ella, Picasso descubrió que Cezànne, al modular las figuras por planos con espátula, había desestructurado la materia. El cubismo había empezado y Picasso libre, diabólico y feliz llevó esta destrucción hasta las últimas consecuencias, empezando por el rostro de sus amantes.
No es ilícito pensar que Picasso pudo sentir un supremo gozo creativo a la hora de descuartizar a las mujeres, reinventar sus cuerpos y extorsionar su expresión para hacerlas completamente suyas creándolas de nuevo a su antojo.
“Cuando un cuerpo de mujer no cabe en el cuadro, se le cortan las piernas y se ponen al lado de las orejas”, decía Picasso.
Los sensores en las sienes y en el corazón de un esteta refinado podrían detectar esta verdad: Picasso será siempre un revulsivo.
En este caso, si a un esteta muy refinado le colocaran unos sensores en las sienes y en el pecho conectados a un aparato programado para detectar las emociones estéticas y a continuación le mostraran un cuadro de Picasso, no resultaría extraño que en algún punto muy sensible del cerebro de este espectador se produjera una descarga negativa con una primera reacción de repulsa.
La obra de Picasso raramente genera una sensación placentera, no despierta en el espectador el deseo de convertirse en una de sus figuras.
Sucede lo contrario con Matisse, un pintor tan goloso y habitable. ¿A quien no le gustaría sumarse a su rueda de cuerpos desnudos que danzan al son de un caramillo de pastor o vivir en una de sus cálidas alcobas de luz color tortilla en las que se ve el mar entre cortinas o acompañarle en su viaje al profundo sur de palmeras y huríes recostadas en los divanes o participar en la alegría de vivir entre muchachas campestres que se desperezan sobre la hierba? Picasso es un pintor admirado, pero no amado.
En cierto modo es un genio diabólico, creador de formas, que se sirvió de la inspiración de otros artistas para escalar la cima del arte hasta conseguir su destrucción.
“Esconded a vuestras mujeres”, avisaba algún amigo ante la llegada del seductor Petronio a una fiesta romana.
Lo mismo decían de Picasso sus colegas cuando los visitaba en su estudio.
Matisse, Braque y Juan Gris solían esconder sus últimos trabajos, porque sabían que se podía apropiar de sus secretos.
Ved aquí a Juan Gris en el Bateau Lavoir de Montmartre, alimentado con sopa de huesos de aceitunas tomándose con una seriedad y rigor absolutos su trabajo.
A Picasso le bastaba con mirar de soslayo por encima del hombro el cuadro que estaba realizando su amigo con el cartabón para absorber como un mago su contenido y convertirlo luego en una obra propia llena de libertad, humor y descarada soltura sin esfuerzo alguno.
Pablo Picasso ya conocía la pintura de Toulouse Lautrec cuando en 1904, después de dos viajes preliminares, a los 23 años se instaló definitivamente en París, ataviado de joven bohemio con pipa y chambergo.
Picasso en Barcelona había sido asiduo de la taberna de Els Quatre Gats, donde Ramón Casas e Isidro Nonell le habían hablado y ponderado el trabajo de ese aristócrata de aspecto deforme, nacido en Albi, en 1864, de cabeza grande, con apenas metro y medio de estatura debido a las piernas atrofiadas por dos caídas del caballo cuya figura se había convertido en un icono emblemático de aquel mundo de cafés cantantes, cabarets, prostíbulos, salas de baile, circos y teatros de Montmartre.
Lautrec seguía el consejo escatológico de Ingres: “Dibuja un buen perfil y cágate dentro”.
Bajo la luz pegajosa que exhalaba el vapor del aguardiente en los tugurios, Lautrec había tomado imágenes en directo con el pulso nervioso de aquellas criaturas a quienes la historia, como a él mismo en su divertida perversión, había arrojado al estercolero social y se habían acogido a los últimos placeres malditos.
Pablo Picasso, desde Montmartre, se abatió sobre esa estética y entró a saco en la misma galería de personajes cuando Lautrec ya había muerto a los 37 años.
Llegado a este punto, si uno visita la exposición en el Museo Thyssen donde se muestran los cuadros de la época azul de Picasso superpuestos a la obra de Lautrec, cabe preguntarse cuál de estos dos formidables artistas es el verdadero creador, a quién pertenecen en propiedad intelectual estas criaturas desesperadas, en qué cuadros hay más técnica, más verdad, más compasión.
Es una cuestión muy difícil de dilucidar.
En Lautrec hay dolor y vicio, él mismo era una de esas figuras ebrias y malditas, un señorito calavera, que formaba parte del paisaje nocturno.
Picasso solo era un artista superdotado, un profesional que levantó acta de una miseria ajena.
En 1906 se celebró en París la exposición retrospectiva de Cezànne. En ella, Picasso descubrió que Cezànne, al modular las figuras por planos con espátula, había desestructurado la materia. El cubismo había empezado y Picasso libre, diabólico y feliz llevó esta destrucción hasta las últimas consecuencias, empezando por el rostro de sus amantes.
No es ilícito pensar que Picasso pudo sentir un supremo gozo creativo a la hora de descuartizar a las mujeres, reinventar sus cuerpos y extorsionar su expresión para hacerlas completamente suyas creándolas de nuevo a su antojo.
“Cuando un cuerpo de mujer no cabe en el cuadro, se le cortan las piernas y se ponen al lado de las orejas”, decía Picasso.
Los sensores en las sienes y en el corazón de un esteta refinado podrían detectar esta verdad: Picasso será siempre un revulsivo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario