Un Blues

Un Blues
Del material conque están hechos los sueños

14 may 2017

“¡Malditos vegetarianos!”........................ Mina Holland

Entre el exceso y la privación, estamos divididos en dos polos de alimentación que parecen relegar al olvido la cocina normal.

Vieja friendo huevos, cuadro de Diego Velázquez del año 1618.
Vieja friendo huevos, cuadro de Diego Velázquez del año 1618.

“¡Malditos vegetarianos!”. Solía decirlo en un aparte, como en el teatro, plenamente consciente de que mi madre y yo podíamos oírla. 
A la abuela le encantaba que fuéramos a pasar unos días con ella, pero desde luego no le gustaban nada nuestros requisitos a la hora de comer.
 Mi padre y mi hermano Max no tenían ningún problema en devorar con fruición sus asados dominicales y sus espesos guisos llenos de carne, pero mi madre y yo le causábamos más molestias. El hecho de que no quisiéramos comer carne la obligaba a cambiar los ritmos y los rituales por los que siempre se había regido en la cocina, por no hablar de su autonomía culinaria.
En realidad, la abuela tenía montones de recetas sin carnedahl de lentejas con arroz, coliflor con queso, pisto—, pero no le gustaban las restricciones que suponía cocinar para unas vegetarianas.
 Lo irónico es que, si hoy estuviera viva, los vegetarianos serían la menor de sus preocupaciones. 
Y más irónico aún es que, con todas las molestias culinarias que le causé cuando era niña, hoy me veo haciendo apartes teatrales como ella cuando tengo que cocinar para gente que me impone límites similares. 

Y sucede muy a menudo.
En los últimos años, se han introducido numerosos requisitos y hábitos alimentarios en busca de una vida más sana. 
Hay gente que asegura que la exclusión de un determinado grupo de alimentos —en especial, los que contienen gluten, lactosa o azúcar— es la respuesta a sus problemas, una solución para algún vago malestar que sienten desde hace mucho tiempo. 
Algunos crean su propio cóctel de prohibiciones (sin azúcar ni alcohol, por supuesto) y, con la excusa de querer estar bien, eliminan una serie de alimentos perfectamente saludables.
Mi abuela —mujer que llenaba fuentes enteras con abundantes raciones de alimentos cocinados con mantequilla y nata y servía montañas de pan, que hacía una tarta de manzana de morir, llena de crema, y que siempre nos enviaba de vuelta a Londres con algún tipo de bizcocho— estaría asombrada.
 Ella creció en una época en la que se consideraba que lo más sano era comer mucho, servirse una segunda ración y acabar llena.
 No solo tendría problemas con la costumbre de quitarse cosas, sino que no sabría qué cocinar.
 ¿Un pastel sin harina, mantequilla ni azúcar, e incluso sin huevos? ¿Con qué lo haría entonces, con aire?
 Pero para hablar de esas personas tenemos términos específicos: son intolerantes a la lactosa o, en el caso del gluten, celiacas.
 Que quede claro que mi escepticismo no va dirigido a ellas. Tampoco me refiero a quienes deciden no comer carne o productos animales en general (vegetarianos y veganos) por motivos éticos. Mi preocupación son los que deciden prescindir de grupos enteros de alimentos en nombre del “bienestar”.
Se ha escrito mucho sobre el movimiento del wellness (bienestar) y el clean eating (dieta limpia). 
Para empezar, el principio de que un plato que no tiene una serie de ingredientes básicos (que han sido fundamentales para alimentar a la humanidad durante siglos, como la harina y la leche) es comida limpia, mientras que todo lo demás es “sucio”, es una idea equivocada.
 Sus mayores símbolos (casi exclusivamente mujeres que se dirigen a otras mujeres) son escritoras y blogueras como Deliciously Ella y Madeleine Shaw, de aspecto atractivo, envidiable y juvenil (porque son jóvenes), que, entre otras cosas, debe mucho a la buena suerte genética.
Hablar de buena suerte es importante, porque, en un principio, la dieta limpia era privilegio de urbanitas con dinero.
 Los ingredientes fundamentales de este grupo, como las semillas de chía, las bayas de goji y las virutas de cacao, no son baratos y, por tanto, nada fáciles de incluir en una dieta cuando hay que atenerse a un presupuesto.
 Por ejemplo, el precio de una bolsa de medio kilo de semillas de chía ronda los nueve euros.
Pese a ello, el mundo de los alimentos sin gluten y sin lactosa está convirtiéndose en un gran negocio.
 En Reino Unido, donde resido, el sector de los alimentos exentos de estos elementos alcanzó un valor de 470 millones de libras (557 millones de euros) en 2015, y un estudio de la empresa Mintel prevé que en 2020 llegue a los 673 millones de libras (798 millones de euros).
 Se calcula que, en 2015, al menos el 12% de los nuevos productos alimenticios salidos al mercado en el país llevaba la etiqueta “sin gluten”.
 Las empresas alimentarias se están haciendo de oro.
Cada uno es muy libre de escoger qué quiere comer, pero este fenómeno me parece inquietante.
 Renunciar a alimentos que son beneficiosos y que los seres humanos consumen desde hace generaciones, debido a unos consejos de salud más bien dudosos, indica algo más que el simple deseo de ponerse en forma.
 La rotundidad con la que veo a gente de mi edad prescindir de grupos enteros de alimentos me hace pensar que sienten una necesidad de directrices, tal vez de control, en un entorno que, en muchos aspectos, resulta difícil de comprender e imposible de dominar.
 Históricamente se ha recurrido a limitar el acceso a la comida como forma de intentar controlar una situación de caos. 
Si bien no me atrevo a decir que el movimiento de la dieta limpia quiera maquillar los trastornos alimentarios para hacerlos más aceptables, sí creo que el deseo de estar sanos es más complejo de lo que parece.
Prescindir de grupos de alimentos para estar sanos es un método demasiado radical que tiene muchos inconvenientes.
 La dieta limpia se ha asentado en un extremo de las costumbres alimentarias, de la misma forma que, en el otro, está la “comida de tíos”, el tipo de alimentación que mi padre llamaba “un infarto servido en un plato”, esa que aparece en libros y programas de televisión dedicados a pedazos de carne cruda, casi viva, costillas a la barbacoa goteando salsa, fritos rebosantes de grasa.
 A veces me da la impresión de que estamos divididos entre dos polos igual de poco saludables, y que la cocina normal y la dieta equilibrada — todo lo bueno que está entre esos dos extremos— han caído en el olvido.
En este contexto, hoy en día, mi abuela seguramente estaría agradecida de no tener que cocinar más que para unos vegetarianos normales y corrientes.
 Nos comeríamos las lentejas con arroz, con yogur natural y cebollas fritas, y de postre tomaríamos la tarta de manzana con crema, susurrando como ella contra los “malditos enemigos del gluten” que vendrían a comer al día siguiente.
Mina Holland, editora de ‘Cook’, el suplemento gastronómico de ‘The Guardian’, acaba de publicar ‘Mamá, tu historia empieza en la cocina’ (Malpaso).


 

Un experto en cerdos..........................Juan José Millás.

COLUMNISTAS-REDONDOS_JUANJOSEMILLAS
LA ÚLTIMA TEMPORADA de Fargo comienza con un interrogatorio en la antigua Alemania Oriental.
 El policía pregunta al detenido si se llama Fulano de Tal. 
El detenido responde que no. 
El policía revisa unos papeles y dice que es lo que pone allí y lo que pone allí es la opinión del Estado.
–¿Acaso el Estado puede equivocarse? –añade.
El detenido enmudece, porque acusar al Estado de equivocarse puede acarrear más conflictos que la usurpación de personalidad.
 El Estado, en los regímenes totalitarios, lleva siempre la razón.
 Ahí tienen a Kim Jong-un llevando la razón en materia de cerdos. El Amado Líder, o como se conozca a este individuo de la saga familiar de amados y queridos, no sabe nada acerca de estos animales, pero le han invitado a visitar una granja y ahí lo tienen: se ha separado del séquito, se ha acercado a los gorrinos y ha empezado a opinar sobre su peso, su tamaño su coloración, su textura…, no tenemos ni idea.
 Lo cierto es que su actitud es la de un entendido en el trance de proporcionar una lección magistral sobre la materia. 
De hecho, sus subordinados han cogido un cuaderno y un lápiz para tomar nota. 

A lo mejor, Kim Jong-un acaba de decir que esos ciervos están un poco pasados de kilos. 
Si él dice que son ciervos, son ciervos. 
O quizá se está limitando a contarlos: uno, dos, tres, cuatro, para presumir de sus conocimientos de aritmética.
 Sea lo que sea, la escena acojona porque uno, en cuanto hombre, incluso en cuanto cerdo (todos mamíferos al fin y al cabo), también la sufre en alguna medida.
 Aquí, el único que disfruta es el gordo.
KCNA photo shows a visit by North Korean Leader Kim Jong Un to the Thaechon Pig Farm of the Air and Anti-Air Force of the Korean People's Army

Viejos de la mano......................................Rosa Montero..

Para que una historia de amor perdure hace falta pelear mucho por la relación, ser generoso, tener la perseverancia de una estalactita.

COLUMNISTAS-REDONDOS_ROSAMONTERO
HACE UNOS DÍAS LEÍ en EL PAÍS una de esas noticias consoladoras que aparecen muy de cuando en cuando entre la avalancha de tragedias mundiales. 
Joyce y Frank Dodd, un matrimonio británico de 97 y 96 años, respectivamente, murieron el mismo día y en el mismo cuarto de hospital con una diferencia de 14 horas (ella fue la última).
Llevaban casados 77 años, tuvieron 5 hijos, 12 nietos, 10 bisnietos y 2 tataranietos, y poco antes de fallecer pudieron agarrarse de la mano porque les juntaron las camas.
 Es una historia conmovedora, un final de película romántica, la encarnación de ese sueño sentimental que creo que todos los humanos hemos acariciado en algún momento de nuestras vidas: amar a alguien para siempre, envejecer con ella o él, pasear de su mano por las soleadas alamedas de nuestra ancianidad. 

Hace años me contaron una anécdota genial del economista John Kenneth Galbraith, fallecido en 2006 a los 97 años.
 Casi rozando los noventa, Galbraith vino a Madrid a presentar un libro y, acompañado por su esposa, de tan avanzada edad como él, salió a comer con el editor.
 En un momento dado, la mujer se levantó para ir al lavabo.
 Era una viejecita menuda y frágil, se apoyaba temblorosa en una garrota y avanzaba con microscópica velocidad matusalénica. 
Los dos hombres callaron mientras la observaban y, cuando desapareció tras la puerta del baño, Galbraith se volvió a su acompañante con una sonrisa embelesada y musitó: “Isn’t she beautiful?” (¿no es preciosa?).
 Esta es otra anécdota llena de fulgor y de maravilla.
 Un hermoso regalo de la vida, nos decimos con envidia.

Y sí, está la suerte de haber encontrado a alguien capaz de acompañarte a través de los años y la fortuna de que no se haya muerto.
 Pero fuera de esto, no creo que ninguna de las dos historias les haya salido regalada. 
Es decir: seguro que tanto los Dodd como los Galbraith se han peleado mil veces, se han gritado y han tenido momentos en los que han querido mandar al cónyuge a la Conchinchina.
 Quizá incluso se hayan separado de forma temporal. Tal vez tuvieron amantes
. Las relaciones de pareja nunca son fáciles. A decir verdad, son dificilísimas.
 Para perdurar de esa manera y seguir queriéndose (hay matrimonios ancianos que se odian y se infligen mutuamente una vejez de infierno) hace falta pelear mucho por la relación, ser generoso, tener la perseverancia de una estalactita.


Según el último informe sobre la evolución de la familia, en España hay casi 7 rupturas por cada 10 matrimonios, una cifra bastante más elevada que la media europea, que no llega a 5.
 Claro que aquí también nos casamos poco y cada vez menos: de 5,4 bodas por cada mil habitantes en 2000 hemos bajado a 3,4 en 2014.
 En cambio el número de parejas de hecho registradas va subiendo: ya hay una por cada 6 matrimonios. 
Además hay muchas personas que viven juntas sin pasar por ningún trámite y 4 de cada 10 nacimientos provienen de padres no casados.
 Así que, ¿quién sabe?, quizá las parejas fuera del matrimonio duren más.
 Puede que en la abundancia de divorcios influyan las bodas entre individuos muy jóvenes, que todavía no saben bien quiénes son o quiénes serán y que van creciendo de modo divergente.
 Sea como fuere, desde la aprobación de la ley del divorcio en 1981 se han roto casi tres millones de vínculos.
 No seré yo quien diga que hay que aguantar en pareja contra viento y marea. 
Eternizarse con la persona inadecuada puede arruinarte la vida, y es una maravilla que el divorcio exista.
 Pero también creo que vivimos en una sociedad que mitifica la gratificación instantánea y no valora el esfuerzo.
 Creemos que nuestra vida tiene que tener esa alegría constante que nos muestran los melosos anuncios publicitarios, pero la realidad no es en absoluto así. 
Para construir un futuro a dos hay que trabajar muchísimo y tragar más de un sapo. 
Es una maldita batalla, en fin, pero merece la pena.
Aunque también creo que cada uno debe llegar a su punto de equilibrio entre la tenacidad y el número de sapos que está dispuesto a engullir. 
Hoy todos envidiamos el final feliz de los Galbraith y los Dodd, pero seguro que hay unos cuantos que no hubieran soportado vivir dentro de esas parejas. 

Recomendación del desprecio.............................Javier Marías....

Es difícil no profesar con vehemencia este discreto sentimiento hacia los políticos ladrones de España. 

Javier Marías
TODOS SABEMOS que los sentimientos negativos, si no son obsesivos ni en gigantescas dosis, pueden resultar estimulantes.
 El odio da fuerza, el rencor agudiza el ingenio, la envidia se convierte en un motor, la ira sirve para desahogarse y quedarse momentáneamente satisfecho. 
El inconveniente de los mencionados es que difícilmente son sólo sentimientos. 
Casi nadie se los guarda para sí, sino que nos vemos impulsados a exteriorizarlos y a actuar en consecuencia.
 Quienes son presa de ellos necesitan o quieren dañar a la persona envidiada u odiada, hacerle llegar los efluvios de su ira o su rencor, con el consiguiente intercambio de golpes, la espiral inevitable y las heridas para ambas partes. 
Por eso, entre todos esos sentimientos, quizá mi favorito sea uno que suele callarse, que no precisa manifestación y del que, por tanto, a menudo su objeto ni siquiera se entera, a saber: el desprecio. 
 Es algo que frecuentemente albergamos en nuestro fuero interno y que, curiosamente, no nos exige su proclamación a los cuatro vientos.
 Hay gente, claro está, que no le ve la gracia: “¿De qué me sirve despreciar a alguien si no se lo hago saber, si no sufre por ello, si ni siquiera está al tanto?” 
Yo lo aprecio justamente por eso: si me afano y desvivo por que un individuo note mi odio, mi ira, mi rencor o mi envidia, le estoy dando demasiada importancia.
 Con mi desprecio, silencioso las más de las veces o incluso oculto, se la niego.
 El individuo no se entera, cierto, pero me entero yo, que es lo que cuenta. 

Así, debo confesar que profeso y fomento ese sentimiento, en muy diferentes grados (como me ocurre con todos los demás, cuando me asaltan).
 Y hoy, en España, es difícil no dedicárselo con particular intensidad a los políticos ladrones que día tras día llenan los periódicos y las televisiones.
 Nos ponen, además, casi imposible atemperarlo con otro que está en la naturaleza de las almas compasivas, y de éstas conozco a unas cuantas.
 A esas almas “casi” les dan lástima dichos políticos cuando por fin los ven acorralados, detenidos, esposados, ya en la cárcel o lloriqueando, como hemos visto a la incorruptible Esperanza Aguirre, que sin embargo posee un ojo clínico para rodearse de corrompidos, darles cargos, auparlos y cantar sus excelencias y su “intachabilidad”. 
 Esa reacción compasiva (al ver a alguien caído en desgracia, por nocivo que haya sido) se ve frenada en estos casos por el recuerdo, aún reciente, de la chulería, el desdén y la altanería con que la mayoría de esos detenidos o defenestrados se han comportado cuando estaban “en la cima”, como dirían ellos.
 El ejemplo extremo es Rita Barberá, que a su ocaso político vio añadirse la muerte, motivo por el que la lástima podría abrirse paso sin apenas obstáculos.
 Y sin embargo, el recuerdo de su jactancia, de su desdén hacia los demás, de su bravuconería cada vez que ganaba elecciones y daba humillantes saltos en un balcón, entorpece la pena o la conmiseración.
Otro tanto sucede con los que por fortuna continúan vivos: con Trillo, Ignacio González y Granados, Rato y Blesa, Fabra y Millet y Montull, Pujol y familia en pleno, los responsables del ERE de Andalucía y tantísimos más que no caben aquí.


Pero hay unas gentes a las que desprecio más que a esos sujetos. Son las que, una vez el político descubierto o caído o detenido o condenado, se ceban con él desde el anonimato o la confusión de la masa. 
Más desprecio aún que por los saqueadores siento por los individuos que se apuestan a las puertas de los juzgados para insultarlos –ojo– cuando ven que ya no hay que temerlos. 
Cuando aquéllos no pueden revolverse –a veces van esposados–, entonces surgen los “valientes” que los vituperan y execran a voz en cuello, sintiéndose virtuosos y superiores moralmente. 
 Y el mismo profundo desprecio me merecen quienes hacen lo propio desde las redes sociales y lanzan tuits ofensivos contra quienes tal vez se hayan ganado afrentas con su comportamiento, pero ya no están en condiciones de defenderse, sino hundidos, cabizbajos (bueno, algunos no), temerosos de las penas severas –acaso justas– que les vayan a caer cuando se sienten en el banquillo.
Si llegan a sentarse, desde luego: porque esa es otra, en este país la justicia no siempre es de fiar.
La mayor parte de los sentimientos negativos enumerados al principio, al requerir expresión y acción, dan lugar a actitudes hipócritas, histriónicas o delatoras (como la de ese autobús de Podemos, que es las tres cosas), en las que uno percibe a menudo, más que la indignación, la rabia o el resentimiento, su autocomplaciente exhibición, de cara a la galería:
 “Vean qué honrado y justiciero soy, vean cómo me enfurezco con los corruptos. Y qué bien me sienta, ¿no?”
 Fariseísmo, se llamaba eso en la antigüedad. 
Frente a todas esas sospechosas sobreactuaciones, recomiendo vivamente el discreto desprecio.
 Que además, a fin de cuentas, se va contagiando de unos a otros y tiene su efecto, sin necesidad de aspavientos ni de vociferación.