El policía pregunta al detenido si se llama Fulano de Tal.
El detenido responde que no.
El policía revisa unos papeles y dice que es lo que pone allí y lo que pone allí es la opinión del Estado.
–¿Acaso el Estado puede equivocarse? –añade.
El detenido enmudece, porque acusar al Estado de equivocarse puede acarrear más conflictos que la usurpación de personalidad.
El Estado, en los regímenes totalitarios, lleva siempre la razón.
Ahí tienen a Kim Jong-un llevando la razón en materia de cerdos. El Amado Líder, o como se conozca a este individuo de la saga familiar de amados y queridos, no sabe nada acerca de estos animales, pero le han invitado a visitar una granja y ahí lo tienen: se ha separado del séquito, se ha acercado a los gorrinos y ha empezado a opinar sobre su peso, su tamaño su coloración, su textura…, no tenemos ni idea.
Lo cierto es que su actitud es la de un entendido en el trance de proporcionar una lección magistral sobre la materia.
De hecho, sus subordinados han cogido un cuaderno y un lápiz para tomar nota.
A lo mejor, Kim Jong-un acaba de decir que esos ciervos están un poco pasados de kilos.
Si él dice que son ciervos, son ciervos.
O quizá se está limitando a contarlos: uno, dos, tres, cuatro, para presumir de sus conocimientos de aritmética.
Sea lo que sea, la escena acojona porque uno, en cuanto hombre, incluso en cuanto cerdo (todos mamíferos al fin y al cabo), también la sufre en alguna medida.
Aquí, el único que disfruta es el gordo.
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