Entre el exceso y la privación, estamos divididos en dos polos de alimentación que parecen relegar al olvido la cocina normal.
“¡Malditos vegetarianos!”. Solía decirlo en un
aparte, como en el teatro, plenamente consciente de que mi madre y yo
podíamos oírla.
A la abuela le encantaba que fuéramos a pasar unos días
con ella, pero desde luego no le gustaban nada nuestros requisitos a la
hora de comer.
Mi padre y mi hermano Max no tenían ningún problema en
devorar con fruición sus asados dominicales y sus espesos guisos llenos
de carne, pero mi madre y yo le causábamos más molestias. El hecho de que no quisiéramos comer carne la obligaba a cambiar los ritmos y los rituales por los que siempre se había regido en la cocina, por no hablar de su autonomía culinaria.
En realidad, la abuela tenía montones de recetas sin carne —dahl
de lentejas con arroz, coliflor con queso, pisto—, pero no le gustaban
las restricciones que suponía cocinar para unas vegetarianas.
Lo irónico
es que, si hoy estuviera viva, los vegetarianos
serían la menor de sus preocupaciones.
Y más irónico aún es que, con
todas las molestias culinarias que le causé cuando era niña, hoy me veo
haciendo apartes teatrales como ella cuando tengo que cocinar para gente
que me impone límites similares.
Y sucede muy a menudo.
En los últimos años, se han introducido numerosos
requisitos y hábitos alimentarios en busca de una vida más sana.
Hay
gente que asegura que la exclusión de un determinado grupo de alimentos —en especial, los que contienen gluten,
lactosa o azúcar— es la respuesta a sus problemas, una solución para
algún vago malestar que sienten desde hace mucho tiempo.
Algunos crean
su propio cóctel de prohibiciones (sin azúcar ni alcohol, por supuesto) y, con la excusa de querer estar bien, eliminan una serie de alimentos perfectamente saludables.
Mi abuela —mujer que llenaba fuentes enteras con
abundantes raciones de alimentos cocinados con mantequilla y nata y
servía montañas de pan, que hacía una tarta de manzana de morir, llena
de crema, y que siempre nos enviaba de vuelta a Londres con algún tipo
de bizcocho— estaría asombrada.
Ella creció en una época en la que se
consideraba que lo más sano era comer mucho, servirse una segunda ración
y acabar llena.
No solo tendría problemas con la costumbre de quitarse
cosas, sino que no sabría qué cocinar.
¿Un pastel sin harina,
mantequilla ni azúcar, e incluso sin huevos? ¿Con qué lo haría entonces,
con aire?
Antes de seguir, debo decir que sé muy bien que alguna gente no puede de verdad ingerir alimentos con lactosa o con gluten.
Pero para hablar de esas personas tenemos términos específicos: son
intolerantes a la lactosa o, en el caso del gluten, celiacas.
Que quede
claro que mi escepticismo no va dirigido a ellas. Tampoco me refiero a
quienes deciden no comer carne o productos animales en general
(vegetarianos y veganos) por motivos éticos. Mi preocupación son los
que deciden prescindir de grupos enteros de alimentos en nombre del
“bienestar”.
Se ha escrito mucho sobre el movimiento del wellness (bienestar) y el clean eating
(dieta limpia).
Para empezar, el principio de que un plato que no tiene
una serie de ingredientes básicos (que han sido fundamentales para
alimentar a la humanidad durante siglos, como la harina y la leche) es
comida limpia, mientras que todo lo demás es “sucio”, es una idea
equivocada.
Sus mayores símbolos (casi exclusivamente mujeres que se
dirigen a otras mujeres) son escritoras y blogueras como Deliciously Ella y Madeleine Shaw,
de aspecto atractivo, envidiable y juvenil (porque son jóvenes), que,
entre otras cosas, debe mucho a la buena suerte genética.
Hablar de buena suerte es importante, porque, en un principio, la dieta limpia era privilegio de urbanitas con dinero.
Los ingredientes fundamentales de este grupo, como las semillas de
chía, las bayas de goji y las virutas de cacao, no son baratos y, por
tanto, nada fáciles de incluir en una dieta cuando hay que atenerse a un
presupuesto.
Por ejemplo, el precio de una bolsa de medio kilo de
semillas de chía ronda los nueve euros.
Pese a ello, el mundo de los alimentos sin gluten
y sin lactosa está convirtiéndose en un gran negocio.
En Reino Unido,
donde resido, el sector de los alimentos exentos de estos elementos
alcanzó un valor de 470 millones de libras (557 millones de euros) en
2015, y un estudio de la empresa Mintel prevé que en 2020 llegue a los
673 millones de libras (798 millones de euros).
Se calcula que, en 2015,
al menos el 12% de los nuevos productos alimenticios salidos al mercado
en el país llevaba la etiqueta “sin gluten”.
Las empresas alimentarias
se están haciendo de oro.
Cada uno es muy libre de escoger qué quiere comer, pero este fenómeno me parece inquietante.Renunciar a alimentos que son beneficiosos y que los seres humanos consumen desde hace generaciones, debido a unos consejos de salud más bien dudosos, indica algo más que el simple deseo de ponerse en forma.
La rotundidad con la que veo a gente de mi edad prescindir de grupos enteros de alimentos me hace pensar que sienten una necesidad de directrices, tal vez de control, en un entorno que, en muchos aspectos, resulta difícil de comprender e imposible de dominar.
Históricamente se ha recurrido a limitar el acceso a la comida como forma de intentar controlar una situación de caos.
Si bien no me atrevo a decir que el movimiento de la dieta limpia quiera maquillar los trastornos alimentarios para hacerlos más aceptables, sí creo que el deseo de estar sanos es más complejo de lo que parece.
Prescindir de grupos de alimentos para estar sanos
es un método demasiado radical que tiene muchos inconvenientes.
La
dieta limpia se ha asentado en un extremo de las costumbres
alimentarias, de la misma forma que, en el otro, está la “comida de
tíos”, el tipo de alimentación que mi padre llamaba “un infarto servido
en un plato”, esa que aparece en libros y programas de televisión
dedicados a pedazos de carne cruda, casi viva, costillas a la barbacoa
goteando salsa, fritos rebosantes de grasa.
A veces me da la impresión
de que estamos divididos entre dos polos igual de poco saludables, y que
la cocina normal y la dieta equilibrada — todo lo bueno que está entre
esos dos extremos— han caído en el olvido.
En este contexto, hoy en día, mi abuela
seguramente estaría agradecida de no tener que cocinar más que para
unos vegetarianos normales y corrientes.
Nos comeríamos las lentejas con
arroz, con yogur natural y cebollas fritas, y de postre tomaríamos la
tarta de manzana con crema, susurrando como ella contra los “malditos
enemigos del gluten” que vendrían a comer al día siguiente.
Mina Holland,
editora de ‘Cook’, el suplemento gastronómico de ‘The Guardian’, acaba
de publicar ‘Mamá, tu historia empieza en la cocina’ (Malpaso).
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