El derecho
a morir de manera digna, que ha entrado ahora en la agenda política
española, merece un debate alejado de prejuicios y sectarismos
ideológicos.
La muerte sigue siendo un tabú. Por eso no hablamos de ella. Pero
cuando a alguien se le pregunta si la teme, suele contestar que a lo que
en realidad teme es al sufrimiento. Al dolor físico, por supuesto, pero
también al dolor psicológico de tener que seguir viviendo en
condiciones insoportables. “Me siento atrapado en una jaula”, decía Fabiano Antoniani, un tetrapléjico italiano
que vivía postrado desde que en 2014 sufrió un grave accidente que le
dejó sin visión y sin movilidad. Sabía que podía vivir todavía mucho
tiempo, porque el organismo de un hombre fuerte de 40 años puede
aguantar mucho, pero no quería seguir así. A finales de febrero se fue a Suiza.
Es el único país entre los seis en los que está legalizada la eutanasia
o la ayuda al suicidio que admite extranjeros. Él mismo, con un
movimiento de sus labios, accionó el mecanismo que introdujo el cóctel
de la muerte dulce en su boca. El caso de Antoniani se parece mucho al de Ramón Sampedro, el tetrapléjico gallego que en los años noventa acudió sin éxito a los tribunales para que le ayudaran a morir y abrió en España el debate de la eutanasia. Sampedro pudo morir finalmente en 1998 porque una mano amiga le facilitó los fármacos
que le permitieron irse, aunque de forma clandestina y no tan dulce
como él hubiera querido. Casi 20 años después, España encara de nuevo el debate de la eutanasia. Siete Parlamentos autonómicos han pedido que se regule y el grupo parlamentario de Unidos Podemos ha presentado una proposición de ley en el Congreso. La oposición de PP y la abstención de PSOE y Ciudadanos por razones de
oportunidad han impedido que la propuesta fuera tomada en consideración,
pero el asunto ha entrado de lleno en la agenda política. El PSOE ha
promovido o apoyado las propuestas de regulación aprobadas en los Parlamentos autonómicos
y debatirá la cuestión en su próximo congreso. También resulta
significativo que el PP retirara de la ponencia social de su último
congreso una mención expresa de oposición a la eutanasia. La regulación de la eutanasia para enfermos incurables tiene en España
un amplio apoyo ciudadano. Así lo indican todas las encuestas: CIS 2009,
Isopublic 2013, Ipsos Mori 2015, CIS 2011 y Metroscopia 2017. La del
CIS, por ejemplo, muestra que el 77,5% de los españoles está total o
bastante de acuerdo en que se regule la ayuda a morir. Según la
realizada por IPsos Mori para The Economist en 15 países europeos,
España figuraba en el cuarto lugar —después de Bélgica, Francia y
Holanda— con mayor apoyo social a la eutanasia: un 78% de los
encuestados está a favor de la regulación, frente a un 7% que está en
contra. La encuesta más reciente, realizada por Metroscopia en 2017,
corrobora y amplía esos porcentajes: el 84% de los encuestados es
partidario de permitir la eutanasia en caso de enfermedad incurable. El
apoyo alcanza el 90% entre los menores de 35 años. Y un dato que
desmiente ciertos apriorismos: la regulación tiene el apoyo del 66% de
los votantes del PP, del 56% de los católicos practicantes y del 88% de
los no practicantes.
Morir bien es seguramente el deseo más universal.
Pero el concepto de buena muerte no es igual para todos. Los avances en
el control del cáncer y de otras enfermedades hasta hace poco mortales
han aumentado los casos de patologías crónicas de larga evolución sin
esperanza de curación . Cada vez se diagnostican más casos de demencia o
enfermedades degenerativas que comportan la pérdida progresiva de las
facultades físicas y a veces también mentales. Disponemos de un amplio
arsenal de mejoras terapéuticas que no curan, pero permiten alargar la
supervivencia. El problema es que muchas veces es a costa de un gran sufrimiento o la pérdida irreparable de la calidad de vida.
La perspectiva de un largo y penoso deterioro hace que
muchos ciudadanos quieran decidir por sí mismos cuándo y cómo morir. En
palabras de Sampedro, existe el derecho a la vida, pero no la obligación
de vivir a cualquier precio. Este es el principio del que parten
quienes proponen despenalizar la eutanasia. Tener acceso a una muerte
médicamente asistida supondría una extensión de los derechos civiles. En la legislación comparada se plantean dos posibilidades:
la eutanasia directa, que consiste en provocar la muerte del paciente,
normalmente mediante inyección de fármacos que le aseguran una muerte
dulce; y la ayuda al suicidio, en la que se le facilitan los medios para
que él mismo ponga fin a su vida. En este caso suele ser también
mediante un cóctel de fármacos de acción rápida e indolora. Ahora, la gente que quiere evitar ese deterioro tiene dos opciones: ir a
Suiza o procurarse un facultativo amigo que le ayude. También puede
recurrir a Internet. La Asociación Derecho a Morir Dignamente,
que tiene 5.500 socios, facilita a los miembros que lo solicitan una
guía de la muerte voluntaria en la que se explica cómo poner fin a la
vida de forma segura. No es difícil. En Internet se pueden conseguir los
fármacos necesarios. Unos 200 socios solicitan la guía cada año, pero
la asociación no sabe cuántos de ellos acaban poniendo fin a su vida. En
muchos casos, el hecho de tener la seguridad de que podrán morir cuando
decidan les supone ya un alivio que les permite llegar al final natural
de su vida.
La vida en
vilo de un empresario vasco amenazado de muerte por ETA por negarse a
pagar la extorsión de la banda, heredada de su padre y su abuelo.
Joseba prefiere empezar a hablar callado. “Me gustaría que escucharas
esto, luego pregunta lo que quieras”, sugiere, y pone una canción de
Tontxu en el reproductor del coche en el que propone ir a un lugar que
no revela. Se titula En el medio y su letra, dice, ilustra lo
que siente sobre lo que quiere relatar hoy al mundo. Llevaba tiempo
queriendo contar su historia. Soltar lastre. Ajustar cuentas consigo
mismo. Cuando, hace dos semanas, trascendió el estudio Misivas del terror, sobre los empresarios extorsionados por ETA,
decidió que era ahora o nunca. Cuando Tontxu acaba de cantar, el
conductor es un hombretón de 50 años con los ojos empañados y un puño en
el gañote. “Así me siento: en el medio. Yo no pagué, pero he llegado a
entender, que no justificar, a quien lo hizo, a las víctimas e incluso a
quien pegó el tiro. Hay que vivirlo para comprenderlo”.
El patriarca, luchador vasco en el bando republicano, fundó una
empresa con una decena de empleados y, en su calidad de “capitalista”,
la banda le pedía una “contribución a la lucha armada del País Vasco”
de 10 millones de pesetas.
A pesar de recibir, en 1981, una última
misiva advirtiéndole de que, si no abonaba en 20 días, comenzarían a
“ejecutarle”, el abuelo no pagó.
Por eso, cuando el padre de Joseba
recibió su propia carta —“ahí empezó a cargarse mi mochila”, dice—,
exigiéndole 36.000 euros, lo interpretó como una “herencia”.
Pero el aita
tampoco pagó la supuesta deuda.
Así que, cuando ya casado, con hijos y
negocio propio, Joseba fue un día a comer con su madre viuda y ésta le
entregó un sobre con su nombre delante y el de su padre muerto en el
reverso, supo que había llegado su hora.
Aun así, su reacción fue de sorpresa. “Aunque sabes que eres carne de
cañón: empresario de clase media, porque con los peces gordos no se
atrevían, te preguntas por qué a ti. Si tu familia es buena gente, si
llevas la ikurriña desde crío, si fuiste al cole sin saber castellano,
si eres vasco hasta el tuétano, si no te lo mereces”, relata. —¿Los demás sí lo merecían? —No digo eso, pero cuando te meten en una ruleta rusa, no tienes empatía. Solo esperas que no te salte la bala en tu turno. Joseba, se ve, no es hombre de rodeos. Y así tomó la decisión: nada más
abrir la misiva en la que se le exigía, supone, la deuda heredada más
los intereses de demora: 41.675 euros. “No iba a pagar nunca. Por
principios. Supongo que también pesó que ni mi padre ni mi abuelo
pagaran. No hablamos de ello. No somos de dar explicaciones a los hijos.
Obramos, y punto. Tampoco dudé cuando llegaron más cartas. La decisión
se toma una vez y basta. Un vasco no recula”, dice. Porque, en efecto,
llegaron más cartas apremiándole el pago. Hasta que en la última, en
2005, Joseba pasó a ser declarado “objetivo operativo de ETA”. En plata:
a llevar una diana en la frente. Fue entonces cuando Joseba, ya
renqueante, cayó cojo. “La amenaza es como una cojera. Te toca, y aprendes a vivir con ella”. A
partir de ese momento, además de la rutina de mirar los bajos del coche
y cambiar de itinerarios, rito que fue perdiendo porque “no se puede
vivir eternamente acojonado”, para Joseba comenzó también el hormigonado
de su coraza y la carga invisible pero implacable de piedras en su
mochila. Entonces, en Euskadi, todos sabían que sabían pero callaban y
hacían como que no pasaba nada. “No vas a ir llorándole a la gente”,
explica. “No es un tema de conversación. Claro que sé de gente que pagó:
el padre de una amiga, no una vez, sino varias, porque cuando entrabas
en el círculo, ETA no te soltaba. Eran entre 6.000 y 18.000 euros cada
vez . O le pedían que fuera a una agencia de viajes y pagara el autocar
de la familia de los presos a la cárcel”.
Él, por su parte, se lo contó a su esposa de entonces y a sus hijos, y
a sus parejas posteriores. Una información práctica. Para que pudieran
tomar sus cautelas. Después no se volvía a hablar del asunto. A quien no
se lo contó fue a la policía —“no te protegían si no pagabas. Y, si
pagabas, eras un delincuente”— sino a la Ertzaintza que, al menos, dice,
le “daba opciones” y no le exigía denuncias. Joseba no quería,
precisamente por esa intrincada imbricación entre familia, amigos y
conocidos que hace que se sienta “en medio” de dos bandos. Para unos,
traidor. Para otros, colaboracionista. “Sé de casos de represaliados por
la Guardia Civil. No lo justifico, pero entiendo que hubiera quien se
radicalizara. Por eso he llegado a entender, hasta al que pegaba el
tiro. Sus crímenes, como sus extorsiones, no eran nada personal, sino
por lo que pensaban que simbolizaban. ETA, por ejemplo, no mataba a
mujeres”. —Hubo guardias civiles asesinadas. También mataron a Yoyes. —No veían mujeres, sino guardias. Y en Yoyes, una traidora en su casa. No lo justifico, lo explico.
Una
biografía de Ana Arambarri cuenta los hechos y reivindica la figura de
uno de los directores de orquesta más importantes en la historia de la
música universal.
Fue una torpeza infantil. Un accidente hijo del frío y el absurdo.
Nevaba aquella madrugada del 21 de enero de 1958 en Madrid. Había
concertado una cita secreta con Sylvie Mercier, aquella joven alumna
pianista francesa de 23 años, para pasar una noche furtiva en su casa de
Los Molinos. Las paredes despedían la soledad oscura de un congelador.
Encendió la chimenea y esperó acurrucado junto a ella en el garaje, con
el motor de su Austin A-90 SIX, encendido. Las emisiones de anhídrido
carbónico les sumieron en un sueño. Los pulmones de ella resistieron.Los del maestro, desvencijados tras un episodio de tuberculosis que poco antes lo había dejado en los huesos, no.
Así termina el tabú en torno a la muerte de Ataúlfo Argenta. Se lo ha contado la única testigo de la misma a Ana Arambarri para su biografía sobre el músico, que publicará Galaxia Gutenberg
la semana que viene. Fue uno de los directores de orquesta más
brillantes de la generación de posguerra en Europa. Su nombre andaba
codeándose en la liga de Herbert von Karajan,Carlo Maria Giulini o Sergiu Celebidache,
que lo admiraban. Un pura sangre de la batuta, de origen humilde, amigo
de dar conciertos para pescadores harapientos en su Castro Urdiales,
villa de Cantabria donde nació en 1913, tanto como de disfrutar sus
triunfos a lo grande en todo el continente. Pero murió con 44 años, cuando era titular de la Orquesta Nacional
y había sobrevivido a dos guerras, la civil y la europea. Víctima de
una chiquillada que truncó su fascinante e insólita carrera
internacional lanzada desde España al mundo en mitad del baldío
franquista. Así lo relata de manera rigurosa y excelente Arambarri en Atáulfo Argenta. Música interrumpida. En sus páginas, teje la vida de este duende: una estrella, un
superdotado rebosante de atractivo a la manera de las estrellas del
Hollywood, época dorada. “Reunía el potencial arquetípico del director
perfecto para muchos”, cree la autora.
Esto es: doble carisma hacia los músicos y frente al
público, audacia y rigor para afrontar todo tipo de repertorios,
eclecticismo radical, algo naciente en aquellos tiempos como virtud, y
una sensibilidad extrema que le dotaba de visión propia. “Aunque lo que
de verdad le definía, era la pasión y su independencia”, dice Arambarri. Pero murió cuando su carrera apuntaba a Europa –iba a ser titular en Suiza de la Orquesta Suisse Romande-,
harto de la persecución que sufría en España por la camarilla de
mandamases de la cultura que querían hundirlo acusándolo –un honor- de
simpatizante republicano. “Lo persiguieron hasta intentar acabar con él,
lo acorralaron y hoy me atrevo a decir que entre ellos, en vez de
lamentar su muerte, algunos se alegraron”, comenta.
Gracias a una jueza del Escorial llamada Manuela Carmena…
Atraída por el misterio y la leyenda de Argenta, Ana Arambarri
comenzó a escribir su biografía hace décadas. Pero la guardó en un
cajón. “Yo oía sus historias en casa constantemente. La familia, a la
que estaré eternamente agradecida, me confió sus materiales y me puse a
ello”. Un buen día llegó al juzgado de El Escorial y pidió el informe
que en su día realizaron para levantar el cadáver y dar cuenta de los
hechos aquella gélida madrugada del 21 de enero de 1958. Un día antes
había triunfado con El Mesías de Haendel en el Teatro
Monumental, de Madrid. Bromas pesadas de la gloria. Fue su último
concierto. La jueza encargada se lo entregó y le advirtió de que la
utilización de ese material, de causar daño a su familia, le acarrearía
problemas con la ley. Tras las explicaciones, le dejó revisar todos los
documentos. “Menos mal. Tomé entonces las notas que me han servido para
relatar los hechos en la biografía. Cuando he querido volver a
revisarlos hace dos años, me han denegado el permiso”. La jueza que
entonces le dio acceso se llamaba Manuela Carmena, hoy alcaldesa de Madrid. "No se acordará, pero fue ella", certifica Arambarri. Otro de los puntos fuertes de la biografía, narra,
precisamente, el calvario de Juanita tras su muerte: “Los mismos que la
persiguieron, le negaron y pusieron trabas sistemáticas a la pensión que
le correspondía como viuda de director de la Orquesta Nacional. Lo
luchó durante 13 años”. Menos mal que los derechos por aquellos discos
de zarzuela que dejó grabados les permitieron salir de la penuria más
absoluta. Pero hubo otros que colaboraron. A Fernando Argenta, su hijo
menor, el eminente crítico y divulgador fallecido hace tres años, le
gustaba recordar agradecido que la Suisse Romand, le pagó los estudios. “Allí hubiese acabado poco después, seguramente. Si no se decidió a ir
antes fue por Juanita. El titular de entonces, Ernest Ansermet, estaba empeñado en que se convirtiera en su sustituto”. De Ansermet o de otro maestro como Carl Schuricht,
Argenta imitó el don de la audacia. “Sobre todo para interpretar a
compositores no aceptados entonces ante los que tenía el convencimiento
de que eran grandes músicos, como Mahler, Bartók o la radical escuela de
Viena, a quienes casi nadie se atrevía a programar. Y mucho menos en
España”. Pero también reivindicó el legado de compositores españoles
represaliados, como Salvador Bacarisse,
afiliado al Partido Comunista, de quien llegó a estrenar obras en
París. “A muchos de ellos los consideraba con más talento que a Joaquín Rodrigo,
miembro de la camarilla sopeñista. Una vez dijo que después de Falla,
los creadores españoles vivos no habían hecho nada que mereciera la
pena. Aquello le puso la cruz”, asegura Arambarri.
Lo tenía difícil frente a aquellos intrigantes profesionales
del nacionalcatolicismo. Dominaban los despachos y la crítica. Los
capitaneaba el cura Federico Sopeña,
falangista culto, con maneras de Richelieu: tuerto y de oído fino en un
país de ciegos y sordos a quien la brillantez, el encanto y la radical
independencia de Argenta, descolocaban.