Una biografía de Ana Arambarri cuenta los hechos y reivindica la figura de uno de los directores de orquesta más importantes en la historia de la música universal.
Fue una torpeza infantil.
Un accidente hijo del frío y el absurdo. Nevaba aquella madrugada del 21 de enero de 1958 en Madrid.
Había concertado una cita secreta con Sylvie Mercier, aquella joven alumna pianista francesa de 23 años, para pasar una noche furtiva en su casa de Los Molinos.
Las paredes despedían la soledad oscura de un congelador. Encendió la chimenea y esperó acurrucado junto a ella en el garaje, con el motor de su Austin A-90 SIX, encendido.
Las emisiones de anhídrido carbónico les sumieron en un sueño. Los pulmones de ella resistieron. Los del maestro, desvencijados tras un episodio de tuberculosis que poco antes lo había dejado en los huesos, no.
Así termina el tabú en torno a la muerte de Ataúlfo Argenta.
Se lo ha contado la única testigo de la misma a Ana Arambarri para su biografía sobre el músico, que publicará Galaxia Gutenberg la semana que viene.
Fue uno de los directores de orquesta más brillantes de la generación de posguerra en Europa.
Su nombre andaba codeándose en la liga de Herbert von Karajan, Carlo Maria Giulini o Sergiu Celebidache, que lo admiraban.
Un pura sangre de la batuta, de origen humilde, amigo de dar conciertos para pescadores harapientos en su Castro Urdiales, villa de Cantabria donde nació en 1913, tanto como de disfrutar sus triunfos a lo grande en todo el continente.
Pero murió con 44 años, cuando era titular de la Orquesta Nacional y había sobrevivido a dos guerras, la civil y la europea. Víctima de una chiquillada que truncó su fascinante e insólita carrera internacional lanzada desde España al mundo en mitad del baldío franquista.
Así lo relata de manera rigurosa y excelente Arambarri en Atáulfo Argenta. Música interrumpida.
En sus páginas, teje la vida de este duende: una estrella, un superdotado rebosante de atractivo a la manera de las estrellas del Hollywood, época dorada.
“Reunía el potencial arquetípico del director perfecto para muchos”, cree la autora.
Esto es: doble carisma hacia los músicos y frente al público, audacia y rigor para afrontar todo tipo de repertorios, eclecticismo radical, algo naciente en aquellos tiempos como virtud, y una sensibilidad extrema que le dotaba de visión propia.
“Aunque lo que de verdad le definía, era la pasión y su independencia”, dice Arambarri.
Pero murió cuando su carrera apuntaba a Europa –iba a ser titular en Suiza de la Orquesta Suisse Romande-, harto de la persecución que sufría en España por la camarilla de mandamases de la cultura que querían hundirlo acusándolo –un honor- de simpatizante republicano.
“Lo persiguieron hasta intentar acabar con él, lo acorralaron y hoy me atrevo a decir que entre ellos, en vez de lamentar su muerte, algunos se alegraron”, comenta.
Lo tenía difícil frente a aquellos intrigantes profesionales
del nacionalcatolicismo. Dominaban los despachos y la crítica. Los
capitaneaba el cura Federico Sopeña,
falangista culto, con maneras de Richelieu: tuerto y de oído fino en un
país de ciegos y sordos a quien la brillantez, el encanto y la radical
independencia de Argenta, descolocaban.
Un accidente hijo del frío y el absurdo. Nevaba aquella madrugada del 21 de enero de 1958 en Madrid.
Había concertado una cita secreta con Sylvie Mercier, aquella joven alumna pianista francesa de 23 años, para pasar una noche furtiva en su casa de Los Molinos.
Las paredes despedían la soledad oscura de un congelador. Encendió la chimenea y esperó acurrucado junto a ella en el garaje, con el motor de su Austin A-90 SIX, encendido.
Las emisiones de anhídrido carbónico les sumieron en un sueño. Los pulmones de ella resistieron. Los del maestro, desvencijados tras un episodio de tuberculosis que poco antes lo había dejado en los huesos, no.
Así termina el tabú en torno a la muerte de Ataúlfo Argenta.
Se lo ha contado la única testigo de la misma a Ana Arambarri para su biografía sobre el músico, que publicará Galaxia Gutenberg la semana que viene.
Fue uno de los directores de orquesta más brillantes de la generación de posguerra en Europa.
Su nombre andaba codeándose en la liga de Herbert von Karajan, Carlo Maria Giulini o Sergiu Celebidache, que lo admiraban.
Un pura sangre de la batuta, de origen humilde, amigo de dar conciertos para pescadores harapientos en su Castro Urdiales, villa de Cantabria donde nació en 1913, tanto como de disfrutar sus triunfos a lo grande en todo el continente.
Pero murió con 44 años, cuando era titular de la Orquesta Nacional y había sobrevivido a dos guerras, la civil y la europea. Víctima de una chiquillada que truncó su fascinante e insólita carrera internacional lanzada desde España al mundo en mitad del baldío franquista.
Así lo relata de manera rigurosa y excelente Arambarri en Atáulfo Argenta. Música interrumpida.
En sus páginas, teje la vida de este duende: una estrella, un superdotado rebosante de atractivo a la manera de las estrellas del Hollywood, época dorada.
“Reunía el potencial arquetípico del director perfecto para muchos”, cree la autora.
Esto es: doble carisma hacia los músicos y frente al público, audacia y rigor para afrontar todo tipo de repertorios, eclecticismo radical, algo naciente en aquellos tiempos como virtud, y una sensibilidad extrema que le dotaba de visión propia.
“Aunque lo que de verdad le definía, era la pasión y su independencia”, dice Arambarri.
Pero murió cuando su carrera apuntaba a Europa –iba a ser titular en Suiza de la Orquesta Suisse Romande-, harto de la persecución que sufría en España por la camarilla de mandamases de la cultura que querían hundirlo acusándolo –un honor- de simpatizante republicano.
“Lo persiguieron hasta intentar acabar con él, lo acorralaron y hoy me atrevo a decir que entre ellos, en vez de lamentar su muerte, algunos se alegraron”, comenta.
Gracias a una jueza del Escorial llamada Manuela Carmena…
Atraída por el misterio y la leyenda de Argenta, Ana Arambarri
comenzó a escribir su biografía hace décadas.
Pero la guardó en un cajón. “Yo oía sus historias en casa constantemente.
La familia, a la que estaré eternamente agradecida, me confió sus materiales y me puse a ello”.
Un buen día llegó al juzgado de El Escorial y pidió el informe que en su día realizaron para levantar el cadáver y dar cuenta de los hechos aquella gélida madrugada del 21 de enero de 1958.
Un día antes había triunfado con El Mesías de Haendel en el Teatro Monumental, de Madrid.
Bromas pesadas de la gloria.
Fue su último concierto. La jueza encargada se lo entregó y le advirtió de que la utilización de ese material, de causar daño a su familia, le acarrearía problemas con la ley.
Tras las explicaciones, le dejó revisar todos los documentos. “Menos mal. Tomé entonces las notas que me han servido para relatar los hechos en la biografía.
Cuando he querido volver a revisarlos hace dos años, me han denegado el permiso”.
La jueza que entonces le dio acceso se llamaba Manuela Carmena, hoy alcaldesa de Madrid. "No se acordará, pero fue ella", certifica Arambarri.
Otro de los puntos fuertes de la biografía, narra, precisamente, el calvario de Juanita tras su muerte:
“Los mismos que la persiguieron, le negaron y pusieron trabas sistemáticas a la pensión que le correspondía como viuda de director de la Orquesta Nacional.
Lo luchó durante 13 años”.
Menos mal que los derechos por aquellos discos de zarzuela que dejó grabados les permitieron salir de la penuria más absoluta.
Pero hubo otros que colaboraron.
A Fernando Argenta, su hijo menor, el eminente crítico y divulgador fallecido hace tres años, le gustaba recordar agradecido que la Suisse Romand, le pagó los estudios.
“Allí hubiese acabado poco después, seguramente. Si no se decidió a ir antes fue por Juanita.
El titular de entonces, Ernest Ansermet, estaba empeñado en que se convirtiera en su sustituto”.
De Ansermet o de otro maestro como Carl Schuricht, Argenta imitó el don de la audacia.
“Sobre todo para interpretar a compositores no aceptados entonces ante los que tenía el convencimiento de que eran grandes músicos, como Mahler, Bartók o la radical escuela de Viena, a quienes casi nadie se atrevía a programar. Y mucho menos en España”.
Pero también reivindicó el legado de compositores españoles represaliados, como Salvador Bacarisse, afiliado al Partido Comunista, de quien llegó a estrenar obras en París.
“A muchos de ellos los consideraba con más talento que a Joaquín Rodrigo, miembro de la camarilla sopeñista.
Una vez dijo que después de Falla, los creadores españoles vivos no habían hecho nada que mereciera la pena.
Aquello le puso la cruz”, asegura Arambarri.
Pero la guardó en un cajón. “Yo oía sus historias en casa constantemente.
La familia, a la que estaré eternamente agradecida, me confió sus materiales y me puse a ello”.
Un buen día llegó al juzgado de El Escorial y pidió el informe que en su día realizaron para levantar el cadáver y dar cuenta de los hechos aquella gélida madrugada del 21 de enero de 1958.
Un día antes había triunfado con El Mesías de Haendel en el Teatro Monumental, de Madrid.
Bromas pesadas de la gloria.
Fue su último concierto. La jueza encargada se lo entregó y le advirtió de que la utilización de ese material, de causar daño a su familia, le acarrearía problemas con la ley.
Tras las explicaciones, le dejó revisar todos los documentos. “Menos mal. Tomé entonces las notas que me han servido para relatar los hechos en la biografía.
Cuando he querido volver a revisarlos hace dos años, me han denegado el permiso”.
La jueza que entonces le dio acceso se llamaba Manuela Carmena, hoy alcaldesa de Madrid. "No se acordará, pero fue ella", certifica Arambarri.
Otro de los puntos fuertes de la biografía, narra, precisamente, el calvario de Juanita tras su muerte:
“Los mismos que la persiguieron, le negaron y pusieron trabas sistemáticas a la pensión que le correspondía como viuda de director de la Orquesta Nacional.
Lo luchó durante 13 años”.
Menos mal que los derechos por aquellos discos de zarzuela que dejó grabados les permitieron salir de la penuria más absoluta.
Pero hubo otros que colaboraron.
A Fernando Argenta, su hijo menor, el eminente crítico y divulgador fallecido hace tres años, le gustaba recordar agradecido que la Suisse Romand, le pagó los estudios.
“Allí hubiese acabado poco después, seguramente. Si no se decidió a ir antes fue por Juanita.
El titular de entonces, Ernest Ansermet, estaba empeñado en que se convirtiera en su sustituto”.
De Ansermet o de otro maestro como Carl Schuricht, Argenta imitó el don de la audacia.
“Sobre todo para interpretar a compositores no aceptados entonces ante los que tenía el convencimiento de que eran grandes músicos, como Mahler, Bartók o la radical escuela de Viena, a quienes casi nadie se atrevía a programar. Y mucho menos en España”.
Pero también reivindicó el legado de compositores españoles represaliados, como Salvador Bacarisse, afiliado al Partido Comunista, de quien llegó a estrenar obras en París.
“A muchos de ellos los consideraba con más talento que a Joaquín Rodrigo, miembro de la camarilla sopeñista.
Una vez dijo que después de Falla, los creadores españoles vivos no habían hecho nada que mereciera la pena.
Aquello le puso la cruz”, asegura Arambarri.
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