La vida en vilo de un empresario vasco amenazado de muerte por ETA por negarse a pagar la extorsión de la banda, heredada de su padre y su abuelo.
Joseba prefiere empezar a hablar callado. “Me gustaría que escucharas
esto, luego pregunta lo que quieras”, sugiere, y pone una canción de
Tontxu en el reproductor del coche en el que propone ir a un lugar que
no revela.
Se titula En el medio y su letra, dice, ilustra lo que siente sobre lo que quiere relatar hoy al mundo.
Llevaba tiempo queriendo contar su historia.
Soltar lastre. Ajustar cuentas consigo mismo.
Cuando, hace dos semanas, trascendió el estudio Misivas del terror, sobre los empresarios extorsionados por ETA, decidió que era ahora o nunca.
Cuando Tontxu acaba de cantar, el conductor es un hombretón de 50 años con los ojos empañados y un puño en el gañote.
“Así me siento: en el medio.
Yo no pagué, pero he llegado a entender, que no justificar, a quien lo hizo, a las víctimas e incluso a quien pegó el tiro.
Hay que vivirlo para comprenderlo”.
Se titula En el medio y su letra, dice, ilustra lo que siente sobre lo que quiere relatar hoy al mundo.
Llevaba tiempo queriendo contar su historia.
Soltar lastre. Ajustar cuentas consigo mismo.
Cuando, hace dos semanas, trascendió el estudio Misivas del terror, sobre los empresarios extorsionados por ETA, decidió que era ahora o nunca.
Cuando Tontxu acaba de cantar, el conductor es un hombretón de 50 años con los ojos empañados y un puño en el gañote.
“Así me siento: en el medio.
Yo no pagué, pero he llegado a entender, que no justificar, a quien lo hizo, a las víctimas e incluso a quien pegó el tiro.
Hay que vivirlo para comprenderlo”.
La primera carta de ETA de la que supo llegó a casa de sus padres cuando era niño.
Pero no era la primera que recibían los suyos.
Esas le llegaron a su abuelo en los setenta.
El patriarca, luchador vasco en el bando republicano, fundó una empresa con una decena de empleados y, en su calidad de “capitalista”, la banda le pedía una “contribución a la lucha armada del País Vasco” de 10 millones de pesetas.
A pesar de recibir, en 1981, una última misiva advirtiéndole de que, si no abonaba en 20 días, comenzarían a “ejecutarle”, el abuelo no pagó.
Por eso, cuando el padre de Joseba recibió su propia carta —“ahí empezó a cargarse mi mochila”, dice—, exigiéndole 36.000 euros, lo interpretó como una “herencia”.
Pero el aita tampoco pagó la supuesta deuda.
Así que, cuando ya casado, con hijos y negocio propio, Joseba fue un día a comer con su madre viuda y ésta le entregó un sobre con su nombre delante y el de su padre muerto en el reverso, supo que había llegado su hora.
Aun así, su reacción fue de sorpresa.“Aunque sabes que eres carne de cañón: empresario de clase media, porque con los peces gordos no se atrevían, te preguntas por qué a ti.
Si tu familia es buena gente, si llevas la ikurriña desde crío, si fuiste al cole sin saber castellano, si eres vasco hasta el tuétano, si no te lo mereces”, relata.
—¿Los demás sí lo merecían?
—No digo eso, pero cuando te meten en una ruleta rusa, no tienes empatía. Solo esperas que no te salte la bala en tu turno.
Joseba, se ve, no es hombre de rodeos.
Y así tomó la decisión: nada más abrir la misiva en la que se le exigía, supone, la deuda heredada más los intereses de demora: 41.675 euros. “No iba a pagar nunca.
Por principios. Supongo que también pesó que ni mi padre ni mi abuelo pagaran.
No hablamos de ello. No somos de dar explicaciones a los hijos. Obramos, y punto.
Tampoco dudé cuando llegaron más cartas. La decisión se toma una vez y basta.
Un vasco no recula”, dice. Porque, en efecto, llegaron más cartas apremiándole el pago. Hasta que en la última, en 2005, Joseba pasó a ser declarado “objetivo operativo de ETA”.
En plata: a llevar una diana en la frente.
Fue entonces cuando Joseba, ya renqueante, cayó cojo.
“La amenaza es como una cojera.
Te toca, y aprendes a vivir con ella”. A partir de ese momento, además de la rutina de mirar los bajos del coche y cambiar de itinerarios, rito que fue perdiendo porque “no se puede vivir eternamente acojonado”, para Joseba comenzó también el hormigonado de su coraza y la carga invisible pero implacable de piedras en su mochila.
Entonces, en Euskadi, todos sabían que sabían pero callaban y hacían como que no pasaba nada.
“No vas a ir llorándole a la gente”, explica. “No es un tema de conversación.
Claro que sé de gente que pagó: el padre de una amiga, no una vez, sino varias, porque cuando entrabas en el círculo, ETA no te soltaba.
Eran entre 6.000 y 18.000 euros cada vez
. O le pedían que fuera a una agencia de viajes y pagara el autocar de la familia de los presos a la cárcel”.
Él, por su parte, se lo contó a su esposa de entonces y a sus hijos, y a sus parejas posteriores.
Una información práctica. Para que pudieran tomar sus cautelas. Después no se volvía a hablar del asunto.
A quien no se lo contó fue a la policía —“no te protegían si no pagabas.
Y, si pagabas, eras un delincuente”— sino a la Ertzaintza que, al menos, dice, le “daba opciones” y no le exigía denuncias.
Joseba no quería, precisamente por esa intrincada imbricación entre familia, amigos y conocidos que hace que se sienta “en medio” de dos bandos.
Para unos, traidor. Para otros, colaboracionista. “Sé de casos de represaliados por la Guardia Civil.
No lo justifico, pero entiendo que hubiera quien se radicalizara. Por eso he llegado a entender, hasta al que pegaba el tiro.
Sus crímenes, como sus extorsiones, no eran nada personal, sino por lo que pensaban que simbolizaban. ETA, por ejemplo, no mataba a mujeres”.
—Hubo guardias civiles asesinadas.
También mataron a Yoyes.
—No veían mujeres, sino guardias.
Y en Yoyes, una traidora en su casa. No lo justifico, lo explico.