Recorté la foto y la clavé en el corcho, de manera que cada vez que levantaba la vista del ordenador tropezaba con ella.
Días más tarde, coloqué al lado de la foto un billete de 10 euros al que cada mañana, como en un ejercicio de meditación, contemplaba atentamente durante 10 minutos, igual que el que vigila la yerba con la fantasía de verla crecer.
El billete no crecía; al contrario, se devaluaba internamente, pues cada vez se podía comprar con él menos cantidad de fruta.
Mi aprecio también disminuía al ritmo de su autoestima.
La idea era que un día yo acabara sintiendo frente a mi dinero la misma perplejidad que la señora frente al suyo.
Tal vez de este modo su cabeza y la mía se comunicaran telepáticamente.
Un miércoles, tras el té del mediodía, el billete se desfamiliarizó de
golpe.
Durante unos segundos, no fue más que un simple rectángulo de
papel pintado
. Desplacé entonces mis ojos desde él hasta la fotografía y
sentí una comunión de orden místico con la mujer. Éramos la misma cosa y
estábamos descubriendo a la vez lo absurdo del consenso mundial
establecido en torno al dinero que, según los expertos, no tiene otro
respaldo que el de la confianza.
La experiencia, como todos los
arrebatos de este tipo, duró poco. Ignoro qué podría adquirir la china
con su billete.
El mío daba para dos botellas de aceite de oliva virgen
extra y dos barras de pan en el Dia del barrio.
El cálculo económico, en
fin, interrumpió la fraternidad entre su cerebro y el mío.
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