Eduard Fernández, el actor del momento, resucita a Francisco Paesa en un vibrante ‘thriller’ político.
JULIO DE 2017. Un anciano de pelo blanco, gafas caladas y traje elegante saca una entrada de cine.
El local está en la plaza del Centro Pompidou, en el corazón de París, repleta de turistas y de skaters.
Apoyándose en un bastón, baja las escaleras, al sótano donde se esparcen las distintas salas dedicadas a cine internacional de autor. Entra a ver El hombre de las mil caras, de Alberto Rodríguez.
A oscuras, con la proyección en marcha, a veces sonríe: eso no fue así, pero casi mejor, que nadie sepa cómo ocurrió; en otras se le agria el rictus, porque manipuló, mintió y engañó a la gente que le rodeaba, como cuenta la película.
El anciano imaginario, de 81 años, es Francisco Paesa y está viendo su vida en la pantalla.
En realidad no es tanto su vida como su año de relación con Luis Roldán.
El exdirector de la Guardia Civil, perseguido por estafa y por enriquecerse con fondos reservados y comisiones, se entregó a la policía española en febrero de 1995 en el aeropuerto de Bangkok (Tailandia).
Llevaba 304 días prófugo de la justicia y presentó unos documentos, negociados desde Laos con el Gobierno español, que garantizaban que solo podría ser juzgado por cohecho y malversación.
Aquel episodio está envuelto en la bruma.
En realidad, Roldán nunca pisó Laos y había pasado buena parte de aquellos 304 días en París, al amparo de un hombre que supuestamente no solo le estafó 10 millones de euros, sino que además le delató a las autoridades españolas por otros 1,8 millones de euros.
Aquel hombre era –y sigue siendo, hasta que se demuestre fehacientemente lo contrario– el espía Francisco Paesa, el auténtico protagonista de El hombre de las mil caras, la película con la que Alberto Rodríguez concursa el sábado que viene en el Festival de Cine de San Sebastián –ya lo hizo con La isla mínima–.
Su estreno en salas comerciales está previsto para el próximo viernes 23.
Carlos Santos encarna a Roldán, y Eduard Fernández, a uno de los tipos más enigmáticos y fascinantes que han trabajado en las cloacas del poder mundial, Francisco Paesa.
Quizá en ese hipotético estreno en Francia, en 2017, el Paesa real acuda al cine a ver el resultado. Quién sabe.
Durante el rodaje de la película en París, Alberto Rodríguez y su equipo bromeaban con la posibilidad de que se acercara a espiar su trabajo.
“No creo que ocurriera, pero en su naturaleza estaba la curiosidad. También la mentira y el encubrimiento.
Desde que empieza en los años sesenta en Guinea Ecuatorial con una inmobiliaria hasta que se convierte en un timador internacional. Es difícil saber qué historias contadas sobre él son ciertas y cuáles pura leyenda.
Colaboró con los servicios secretos españoles, vendió armas por todo el mundo y dos misiles antiaéreos a ETA con unos localizaciones que permitieron a la policía interceptar un importante zulo.
Fue banquero… Incluso en 2010 engañó a un magnate ruso”, cuenta el cineasta sevillano.
Y poseía un gran ego, junto a un curioso sentido del humor. “Que el sello de los papeles de Laos fuera de un Ayuntamiento y no del Ministerio de Exteriores de aquel país suena a broma de Paesa. Como las esquelas que anunciaron su muerte en 1998.
Lo interesante de él es que sobrevivió 40 años mandara quien mandara y logró que la gente siguiera confiando en él”.
El hombre de las mil caras es un thriller, “una ficción basada en la realidad”, precisa su director.
“Esta realidad es pretendidamente artificiosa. Saber la verdad es imposible.
Hay tres o cuatro personas que puede que sepan lo que ocurrió, pero yo no”.
Con todo, Rodríguez se ha hecho experto en Paesa y sabe, por ejemplo, que en París vivió en una pequeña plaza de la calle de Martignac porque allí también residía Catherine Deneuve.
“Por desgracia, también fue un pionero, porque es de los primeros españoles que realizan grandes delitos internacionales, como muestran sus blanqueos de capitales en Suiza”.
Paesa ganó y perdió dinero, atravesó grandes altibajos económicos y sociales.
“En realidad, la gran pregunta es por qué hacía lo que hacía”, prosigue el director.
“Creo que por cierto amor a estar en el meollo de las cosas”. Un extraño afán de aventuras peligrosas de las que sin embargo salió sin recibir un tiro en la nuca.
“Sobre Paesa existen muchos datos, pero eso le sirve más al guionista que al actor”, cuenta Fernández.
“Yo recordé mucho dos anécdotas de su infancia: que le dolía que no le hubieran enseñado a usar los cubiertos con corrección y que, mientras sus amigos jugaban, él se tenía que ir a hacer la compra con una bolsa de aquellas de red.
Complejos de clase, querer aparentar lo que no es, amoral, ilusionista… Fui construyendo con esos detalles a mi Paesa”. Ganador de dos goyas, intérprete curtido en el teatro antes que en el cine, adonde llegó en 1999 cuando ya pensaba que se le cerraba esa puerta, Fernández recopiló más información:
“Me entrevisté con un agente del CNI [Centro Nacional de Inteligencia], que me contó que Paesa se metía en lo que no quería nadie.
Sospecho que necesitaba la adrenalina del peligro y del poder para vivir, más allá del dinero.
Amaba su puesta en escena, como un dandi con su encendedor y su pañuelo.
Y creo que no tenía nada de empatía con nadie, algo ideal para sus trabajos”.
Fernández confiesa que tiene que actuar para “ser feliz” y que este es su año.
En salas está ya Lejos del mar; estrena en 10 días El hombre de las mil caras y, el 2 de diciembre, 1898. Los últimos de Filipinas; interpretará en español –ya lo ha hecho en catalán– el drama Panorama desde el puente, dirigido por Georges Lavaudant, y empezará la grabación de la serie La zona.
Con Paesa le conecta la pasión por fumar.
No tiene pelos en la lengua para hablar sobre su profesión y sobre la situación política, “repleta de ladrones”.
Y, sí, le encantaría que Paesa estuviera vivo –algo que duda Alberto Rodríguez–. “Me gustaría charlar con él un rato, aunque no le sacara nada.
Ver cómo se mueve y respira”. Ahí aparece uno de los grandes secretos de Fernández: “Me gusta espiar la vida real. Sentarme y ver a la gente. A mi madre también le pasa”.
Y eso que empecé como mimo”. Su padre, que murió hace cinco meses, nació en el barrio chino.
“De clase muy humilde. En cambio, mi abuelo materno era militar, franquista y una excelente persona.
Por tanto, equivocado”. Y estalla en una carcajada. “Mis cuatro abuelos eran de fuera de Cataluña.
Yo soy bilingüe completamente, aunque mis dichos infantiles fueron en castellano”.
Antes de actuar, su primera pasión fue el waterpolo y llegó a ser subcampeón juvenil de España.
Luego llegó la interpretación. Estudió algo, pero prefirió trabajar y trabajar. “Fui haciendo, haciendo.
En Els Joglars, compañía que dejé para tener algo de vida personal, con Boadella, Pasqual, Bieito… Todos muy grandes.
Ah, y Lluís Homar, que no se me olvide”. Al cine saltó con Los lobos de Washington y Zapping.
“Gracias a Sara Bilbatua, una enorme directora de casting, cuando pensé que ya se me había pasado la hora”.
En su ductilidad, antes de Paesa encarnó a un etarra arrepentido, “otro personaje muy para adentro”, en la excepcional Lejos del mar, de Imanol Uribe, película que ha sufrido para encontrar su hueco en salas.
“Ha sido inexplicable… y reflejo de los malos tiempos que vivimos”.
Fernández reconoce que ha pasado “despistado” tres años: “Me separé, salí por la noche más de lo que debería.
Por suerte, siempre tuve trabajo. Tanto en teatro, un sitio mágico, como en cine, un arte más preciso”.
Interrumpe la charla: llama por teléfono su hija, Greta Fernández, también actriz y estrella en Instagram.
“No pude oponerme a sus decisiones”, ríe de nuevo. “Las conversaciones entre actores me cargan mucho. No me gusta hablar sobre la profesión, sí sobre la construcción del personaje”.
Y vuelve a insistir: “Creo que es mi momento.
Me siento optimista en lo mío, porque, en cambio, con la que está cayendo política y socialmente… No me queda y no nos queda otra que encarar de forma positiva lo que viene”.